El opio del pueblo no es ya la religión, el opio del pueblo es la tecnología. Mientras nuestros antepasados dormían a la realidad en lo trascendente, el hombre del siglo XXI profundiza en similar letargo bajo el narcótico arrullo de sus muchas máquinas. Vendemos la existencia a cambio de pequeños y continuos actos de confort, con lo que no hacemos otra cosa que profundizar el abismo entre lo que hacemos y lo que somos. Incluso me atrevería a contabilizar por millones los que han gastado y gastan esta vida sin saberse vivos. Inmersos como estamos en la prisión de la cotidaneidad, hemos olvidado el "Milagro"; afanándonos en la consecución de inútiles objetivos con los que colmar nuestra sed de ser, levitando por este mundo sin sospechar siquiera que es posible poner los pies en la tierra. Somos espectros, fantasmas que necesitan ser resucitados a la vida. El camino es uno y situado frente a nuestros ojos: sacralidad en la inmanencia.