Era pequeño, como el grano de mostaza proverbial. Estaba dormido, latente. Una coma clara y recogida. De repente un espasmo, espasmito por su tamaño, lo hizo guión, luego paréntesis otro lo retorció en una llave. Algo lo había despertado.
Se estiró midiéndose en la minúscula cavidad que no albergaba. Una gruta que rezumaba mieles del techo y las paredes, que se encharcaban en torno a él. Abrió las fauces, boquita con filas de dientes, cristalillos crueles y cortantes, y empezó a sorber con avidez, con hambre de años, el néctar dulzón que le rodeaba.
Poco a poco al principio pero cada vez más y más deprisa empezó a crecer más y más. Pronto llenó la cueva por completo, lamiendo, incómodo, los muros de su prisión estrecha.
Mordió y arrancó un pedazo palpitante, tragó y quiso más. Volvió a morder y aún todo alrededor. Sentía ya sabores matizados, encontrando el mayor placer en las fuentes del néctar, ampollas rebosantes que desgarraba y se le vertían en la boca abierta.
Reptó y se abrió camino, creciendo en su cuerpo viscoso y choncho gozó cada bocado de algo nuevo. Se hizo grande y fuerte, su boca inmensa e implacable. Sus dientes inclementes curvas de cuchillos aserrados.
Notó que se acercaba al centro, al lugar de donde le llegaba todo el dulzor, al más exquisito bocado. Royó y lo tuvo frente a sí, trémulo y jugoso, indefenso, suculento. Abrió las fauces hasta el máximo y lo engulló entero para que le estallase dentro de la boca y se extendiera en ondas de éxtasis hasta la cola y vuelta y vuelta.
Una vez ido el último espasmo nada quedó que tuviera ya sentido. Siguió tragando la materia reseca que quedaba. Siguió creciendo hasta llenarlo todo y recogerse en una coma mantecosa. Notó en sus labios la punta de su cola y mordió por desesperación o por inercia. Se dio al interminable festín de si mismo.
Era el ciego, cabezón, goloso voraz gusano de la duda.