Después, la mañana indagando los rastros del naufragio, ambos cuerpos tendidos en un remolino de sábanas, confundidos en la inmensidad de sus deseos, durmientes, apacibles. Dentro, lánguidas figuras se desprenden en el imaginario de los sueños yaciendo quietas de placer, armando catedrales de suspiros que renacen paralelas. La magia aún perdura en ellos como un suave cosquilleo bajo el insipiente aleteo de los párpados, tras esas orillas de aguas mansas o el lento despertar de las siluetas, mientras, el tiempo hurga sus pliegues ante lo implícito del alba, deteniendo sus vidas en esa finitud de miedos. Sus rostros manifiestan la erosión del tiempo atado a pálidos semblantes, al latido del olvido enfundado entre las vísceras, a esa soledad implícita bajo otras huestes. Detrás, sus vidas yacen abiertas al recuerdo, duermen sus almas en la tempestad de antaño, extendidas en nítidas fragancias. En ellos se refugia la complicidad de ser y no mortales, habitantes de lo extraño y lo profano, eternos seres del espacio. La tarde petrifica su mirada en el diagrama de sus cuerpos, que como dos lejanas letanías se pierden en la marea de otras innumerables almas.
Ana Cecilia.
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