Un molinillo de papel me llamó la atención. Tenía entonces seis años y era una tarde de domingo. Un soplo de viento alcanzó las aspas del molinillo y éste comenzó a girar. Los colores se fundieron en uno solo. Me acerqué al puestecito y me quedé hiptonizado mirando aquel juego de luces y sombras. Al cabo de unos segundos el viento cesó y con él las aspas de papel cesaron su aleteo. Busqué la mano de mi madre. No estaba. Me puse nervioso. Las primeras lágrimas tardaron muy poco en llegar. Me alejé unos metros y anduve unos minutos por los puestos contiguos. De súbito, un tipo de la edad de mi padre se acercó. Me cogió del brazo y me dijo que conocía a mi madre y qué sabía dónde estaba. Todavía no sé por qué le seguí. Supongo que en aquel momento era la única salida.
Me agarró muy fuerte y me sacó de entre la muchedumbre. Aparecimos en una calle muy estrecha. El sol era débil, y la iluminación escasa. Había unos cuantos bares subterráneos. El olor a pólvora que desde hacía unas horas actuaba como un somnífero comprimía la atmósfera. Por un momento perdí el miedo y sentí la seguridad de aquella mano que me apretaba. Cruzamos la calle y penetramos en una galería de cuadros, para mí desconocida. Saludó al hombre mayor que había en la puerta y me empujó hacia el fondo. Entonces se paró en seco. Me dijo que habíamos llegado. Lo miré y un sentimiento de pánico subió por mis piernas. Me dispuse a correr. Me calmó y me pidió que mirara el cuadro que había delante de nosotros. Sobre el lienzo mi madre me sujetaba entre sus brazos y un hombre que no reconocí permanecía de espaldas mirando a través de una ventana. Corrí todo lo rápido que pude. Cerca de la entrada me pareció oír que gritaba: ¿Te gusta? Salí de la galería, crucé la calle y al torcer una esquina encontré a mi madre con algunas lágrimas en los ojos sujetando un molinillo.