Esa noche de otoño de 1972 me encontraba en mi hogar en Punta Arenas, puerto al que habíamos regresado el día anterior, después de una comisión de reaprovisionamiento de faros de veinticinco días.
—Debo volver al buque, tenemos que zarpar de emergencia, una nave mercante sufrió un accidente en la Angostura Inglesa y luego varó en Puerto Edén.
— ¿Por qué nunca puedes estar unos días en casa? Los niños ya no te conocen —dijo mi esposa, entre seria y enojada—. ¿Cuándo crees que regresarás?
Mientras navegábamos el Estrecho de Magallanes iba pensando en nuestra vida de marinos. El zarpe no programado y el cortísimo tiempo en casa eran contratiempos que afectaban a todo el grupo familiar, pero en cuanto zarpábamos, no es que dejáramos de pensar en nuestros seres queridos, sino que la atención a la navegación, las expectativas de nuevas aventuras, el estado del tiempo, pero sobre todo, la belleza increíble de los canales con sus fiordos, glaciares e innumerables islas cubiertas de bosques, hacían que estas comisiones llenaran nuestras vidas y mitigaran en gran parte el sacrificio que significaba el alejamiento de nuestros hogares, pero ellos en tierra sufrían estas ausencias sin ningún paliativo. Algo no andaba bien o ¿esto era normal? Mejor no pensar mucho en ello.
Luego de un par de días de navegación recalamos a Puerto Edén. En su pequeña bahía destacaba la presencia de una nave varada de proa en la costa. Se trataba de la motonave Arabella, la que debido a una mala maniobra en la navegación de la Angostura Inglesa, uno de los pasos más difíciles de sortear, había raspado su banda de estribor contra las rocas de la costa, (cortada a pique, como en casi la mayoría de los canales patagónicos) lo que le había roto varias planchas de su costado por las que comenzó a penetrar el agua hacia las bodegas. El capitán ante esta situación decidió vararla para salvar la carga y la nave. La carga era celulosa en rollos, la que al entrar en contacto con el agua se hinchaba y deformaba la cubierta principal.
Puerto Edén es la última localidad poblada en el trayecto por los canales del extremo sur del continente sudamericano antes de llegar al Estrecho de Magallanes. Sus primeros habitantes pertenecieron a tribus nativas de la región, los kawasqar o alacalufes que en sus canoas recorrían desde el Golfo de Penas hasta el Estrecho de Magallanes y el archipiélago sur de Tierra del Fuego, a los que un escritor llamó, acertadamente, “los nómades del mar”. Viven allí los últimos veinte miembros de esta etnia a punto de extinguirse. Esta pequeña caleta cuenta hoy con una población de alrededor de cien habitantes, pescadores y loberos procedentes de Chiloé.
El capitán y la dotación de la nave eran de nacionalidad española. José Antonio Fernández me explicó con lujo de detalles el conflicto en que se encontraba, no sabía qué hacer ante los requerimientos de su armador y los de los aseguradores de la nave y de la carga. Allí me enteré que en estos momentos la carga tenía mayor valor económico que la nave y que, por lo tanto, los aseguradores de esta tenían prioridad en las decisiones.
—¿Mi comandante, se ha dado cuenta que don José consiguió una alacalufe para que lo atienda y el estado mayor de proa dice que es para todo servicio? —me comentó el segundo comandante.
—Córtela con esas tonterías, ¿cómo una persona cuerda y con una familia como la de don José se va a meter con una alacalufe? Además que son harto feas —le contesté—; pero sabe, mañana iré a visitarlo por si necesita algo más que los víveres y el agua de bebida que nos pidió.
Al día siguiente fui a averiguar qué había de cierto de este rumor. Al llegar al camarote del capitán, don José estaba en su escritorio trabajando en unos papeles y de repente apareció silenciosamente, como salida de la nada, una alacalufe que el capitán me presentó como Yakaif, de no más de un metro y medio de estatura, regordeta, pelo liso negro y cara redonda con ojos un poco achinados; para mí todas las alacalufes lucían iguales. En mi inspección, noté que ya no estaba sobre el escritorio la fotografía de su esposa con sus tres hijos, foto en la cual me había explicado la constitución de su familia hacía sólo tres días.
—Sabe, segundo, parece que tiene algo de cierto lo que me contó del capitán y la alacalufe, pero no estoy seguro.
—Mi comandante, ya lo confirmé. La alacalufe está viviendo en la nave y duerme en el camarote del Jefe. Además, dicen que don José ha manifestado interés que ella viaje con él a España.
—Tendría que estar loco para hacer algo así. Ud. sabe que los alacalufes son el grupo humano más atrasado del mundo. Seguramente, don José no recuerda lo que sucedió con Jimmy Button, perteneciente a la familia de los yaganes, hace más de cien años y recientemente con el alacalufe Lautaro Edén Wellington.
—Mi comandante, hoy día fui con el enfermero a recorrer las tres chozas en que viven; entramos a una y tuve que salir de inmediato; no pude soportar el calor sofocante, húmedo y el espectáculo deprimente del hacinamiento humano, de perros y mugre en que viven. El Cabo Pinto me dijo que todos, hasta los niños, están contagiados con enfermedades venéreas; en realidad, esto es un desastre.
—No se amargue, segundo, yo estuve aquí por primera vez el año cincuenta siete y era exactamente igual; la única diferencia es que en ese entonces eran alrededor de treinta. Creo que están pronto a desaparecer. Le voy a prestar un libro que relata bastante bien lo sucedido con estos indígenas, es de una escritora francesa, Annette Laming.
Dos días más tarde estaba pensando cómo abordar el tema con don José, cuando el segundo, muy agitado, entró en mi cámara con un sobre bastante abultado en su mano y con cara de que algo grave sucedía. En pocas palabras, me explicó que don José y la alacalufe habían desaparecido de la nave, que los habían visto bajar a tierra con dos maletas y se habían perdido entre los árboles de la costa. Esto había sucedido al anochecer del día anterior; los habían buscado por los alrededores; nadie sabía de ellos. Encima de su escritorio había un sobre dirigido a mí.
“Estimado señor comandante, le adjunto dos cartas, una para mi esposa María y la otra para mis armadores, mucho le agradeceré que…”
JORVAL (27)
150405
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