Dedicado a la morocha que atendía en el bar que nos cobijo aquella fría noche de invierno de 2003.
Entramos al bar pasadas las tres de la madrugada, veníamos de comernos unos ravioles en mi casa, acompañados de una buena salsa y un vino tinto que no desentonaba. La idea era juntarse y ver que pasaba. Un amigo al cual hacia tiempo que no veía, había venido a visitarnos. Siempre que salíamos terminábamos en algún lugar medio insólito, aquella noche me pareció que podíamos hacer caso al olfato de Julián, sinceramente yo carezco de él, siempre que me siguen caminamos durante horas sin encontrar nada interesante, la ultima vez terminamos la noche en una suerte de pancheria donde por la módica suma de dos pesos con cincuenta nos daban una botella de cerveza, esta bien de la Brasilera, que por cierto no es la preferida pero a esa altura de la noche, a ese precio y encima con los panchos, la verdad era que no nos podíamos quejar.
Perdón, me fui de tema, entramos al bar a eso de las tres de la mañana, ninguno de nosotros había ido antes pero la primera impresión que compartimos fue que aquel bar zafaba, es mas parecía estar bueno.
Cuando recién entramos no había lugar para sentarnos, igualmente decidimos aproximarnos a la barra y pedir una cerveza... no pasó mucho tiempo hasta que la mesa que estaba detrás nuestro se desocupara, casi como por reflejo, nos sentamos, es mas, si la chica que se encontraba en la silla que daba la espalda al baño no se apuraba, Pedro se le iba a sentar encima. Yo, como siempre, quedé parado por despistado, va, en realidad las minas de la mesa contigua me habían robado la silla que aun tenia el asiento caliente de la persona que se había ido. Puse cara de... bueno, no sé cara de que, pero intente decirles con mi rostro que menos mal que me di cuenta sino me iba a quedar sentado de culo en el piso.
Miré hacia todos lados en busca de alguna silla. Ahí donde se encuentran siempre las sillas desocupadas, las que el dueño del bar mantiene fuera de la disposición normal del bar hasta que alguien las necesite, ahí junto con un montón de sillas plegables que se sacan a la calle en el verano, se encontraba sonriéndome la cuadrúpeda que me serviría de asiento durante lo que restaba de la noche.
De un momento a otro advertí algo de lo que aun no había prestado atención, una bella morocha, de remera negra y jeans, me miro con su cara de ángel, imposible no enamorarse... en ese momento se detuvo el mundo, al menos para mí, aunque conociendo a mis amigos seguramente ellos también se habrían percatado de la semejante hermosura, que dicho sea de paso, atendía en aquel bar.
-¿Puedo traer aquella silla? – Le dije, como para decir algo. Como para romper aquel momento sublime, y que de no ser así alguno de los chicos lo haría y yo quedaría ahí parado con cara de libidinoso, de degenerado a la espera de vaya a saber que cosa.
- Sí. – me contesto, a lo que no tardo en agregar si quería que me la alcanzara.
- No, deja, gracias. No podía dejar yo, que sus manos se ensuciaran con el polvo que seguramente poseía esa silla en aquel rincón.
Ella sonrió como comprendiendo mi caballerosidad (eso espero), no es machismo, yo mas bien diría que es culto, quizás si la mesera hubiese sido fea y hubiera pasado inadvertida, rezongaría pero igual lo haría.
Me saque la campera, la bufanda, que eran absolutamente necesarias aquella noche del frío mes de julio. A los pocos minutos estábamos pidiendo otra cerveza, creo que hasta nos peleábamos por llamar a la diosa de la cerveza.
Conforme iban pasando el tiempo, las cervezas y las miradas con la moza de aquel bar, puedo decir que iba enamorándome cada vez más.
Entre risas y brindis (que fueron varios esa noche) por la amista, por el amigo que nos visitaba, intentos frustrados por establecer contactos con las insulsas señoritas sentadas detrás de nosotros, yo intentaba ubicar el lugar donde se encontraba, veía con quienes hablaba, lo que hacia contemplaba con absoluta devoción sus movimientos cargados de sensualidad entre tanto borrachaje...
No tardaron en llegar los comentarios de Franco. –Esta linda la mesera.
Le confesé a él, el amor que había despertado en mi la misma mujer. Pedro que se había percatado del comentario de Franco dijo -¿están hablando de la morocha no?. - ¿Y de quien más?. Le repliqué. Julián que aun no había entendido comentario intento ubicarla, y ni bien la encontró levantó la ceja derecha y asintió con la cabeza como dándome la razón.
Seguramente no éramos los únicos que la contemplábamos, yo creo que todo el bar se había enamorado de ella.
En ese momento el flaco del bar no tuvo mejor idea que poner al gallego Sabina. Un maestro el gaita, Joaquín, alguien que sino se las vivió todas hay que reconocerle que las inventa muy bien.
Navegábamos entre la poesía de su letra y su música, con esa vos de borrachín español, seseando y arrastrando roncamente algunas letras.
En un momento luego de algún comentario al pasar que causó las carcajadas de la mesa, levanté la cabeza mientras intentaba acompañar al cantante en una de las letras de sus canciones, casi por casualidad, sin buscarle, me encontré con sus ojos, con su boca, con sus labios que intentaban también seguir al poeta... “si me quitas con arte el vestido de invito a champán”. Seguramente vio en mis ojos, la misma complicidad que vi en los suyos, por lo que no tardo en hacerme un guiño de ojos, al que no tarde en contestar con una sonrisa.
Entonces me vi saliendo del bar con ella, besándonos en cada esquina, tomados de la mano, para envidia de los que caminaban solos, los dos ahí juntos cagándonos de risa, abrazos y besos. Sin ningún lugar a dudas quería que ese momento fuera eterno, que todo permaneciera ahí, por siempre.
Ella se acercaba a mí, veía en sus ojos el concurrir a mi auxilio se estaba dando cuenta de lo que me estaba sucediendo, me miro con cara de ¿cuáles son tus tres deseos?. -¡Traes otra! Interrumpió Pedro, lo miré con cara de asesino, ella se llevo la botella vacía y al poco tiempo volvió con una llena, le pagué pero sentí como el clima que había logrado instantes antes se había esfumado de golpe, ya nada volvería a ser como antes.
Poco le quedaba a la noche, los chicos cumplieron con el ritual de afanarse los vasos y yo salí detrás de ellos, al llegar a la puerta me voltee para ver donde se encontraba ella, ahí, parada en medio del bar y de la vida, decidí volver a saludarla. -¿Te puedo dar un beso? – Si me dijo, chau y gracias, la salude con un beso en la mejilla. Prometiendo volver. Estaba dirigiéndome una ves mas a la puerta de calle, hice un ultimo vistazo del bar y salí apurando el paso para alcanzar a los amigotes, que me esperaban con cara de ¿qué te quedaste haciendo?. Fui al baño y a saludar a la mesera. Antes de que alguno preguntara dije la verdad y también de mentira. Emprendimos el camino de regreso, no tardamos, ni dudamos en decir algo a las mujeres que pasan a nuestro lado.
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