“El pobre no es el que tiene poco sino el que desea más”- Séneca
El humo negro que entraba por sus fosas nasales casi no le dejaba respirar. Pero eso a él ya no le molestaba. Casi desde el vientre de su madre había respirado ese aire enrarecido de una de las principales avenidas del centro de la ciudad.
Ya no sentía el frío como antes. Estaba acostumbrado a tener sus pequeños dedos helados tanto por el clima como por el agua sucia que a veces corría por entre su chompa raída mientras lavaba los vidrios de los autos en tanto la luz roja brillaba en el semáforo.
Lo que sí no entendía el pequeño, que apenas contaba con siete años, cómo esas personas tan elegantes, con autos tan caros, no podían darle aunque sea una moneda a cambio de un parabrisas limpiecito.
“Ya pe señor, que le dejo la luna limpiecita”, respondía, cuando por atrás del reflejo del vidrio veía un dedo moverse negativamente, acompañado siempre de una cara de disgusto, hasta de asco.
En los días de suerte conseguía hasta 10 soles. Pero todo se lo daba a su mamá, quien tenía que alimentar, vestir, sanar y educar a sus dos hermanitos de 3 y 2 años.
Su desayuno en la calle: algo de agua si encontraba, con suerte, algún resto de alguna botella en el basurero de la plaza. Su desayuno en su casa: algo de té, un pan solo.
Ya cerca al mediodía un dolor se apoderaba de su barriguita inflada por la desnutrición, que a veces sofocaba inhalando un conocido pegamento en una bolsita de plástico. Ese olor penetrante lo hacía sentir mareado, todo lo veía difuso, y claro, lo más importante le quitaba esa sensación irritante en su cuerpo: el hambre.
Pero él sabía, por consejos de su madre, que inhalar ese pegamento a la larga le iba a causar daño a su cerebro, por eso sólo lo usaba en los días en que sentía más dolor.
Así pasaban sus días y sus noches interminables, entre el mal olor de las calles, las caras largas de la indiferencia, el hambre, el frío y la soledad. Tal vez algún juguete anhelado tras una vitrina, tal vez el olor de alguna inalcanzable y sabrosa comida gritándole a su dolor.
Nada más podía hacer, que seguir trabajando en las calles para llevar algún centavito para su mamá, y soñar con ser algún día alguno de esos elegantes señores de modernos autos, pero eso sí, pensaba, dejaría que los niños le limpien el parabrisas, y les daría muchas monedas para nunca más sentir el dolor de la pobreza.
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