OLIENDO A AZUCAR QUEMADA

No he podido discernir el porque ese aroma me trae siempre a la memoria, a esa que siendo pasado, a veces la siento tan presente; y que siendo un fantasma parece tan tangible a veces en mi cama, cuando mi miedo me hace creer que es a ella y no a mi, a quien el ama.

Y creo intuirla en cada mujer que avizoro, mientras los celos –intensos, irracionales- me atenazan sordamente y creo adivinar el rasgo preciso que lo atraiga: puede ser una mirada esquiva, unos ojos claros, una sonrisa dulce, unos cabellos largos y dorados, la silueta grácil de una bailarina o el talento histriónico de una artista deshojando personalidades en un escenario.

He tratado de esquivar la percepción constante su presencia pero ella es tenaz, inalterable como percibiendo mi incesante afán por olvidarla; son sus cartas aquellas antiguas que releo ansiosa y me susurran historias compartidas, de lluvias y amaneceres, de días de esperas ansiosas y de noches de pasiones enlazadas.

Y a veces las letras toman forma y se convierten en vívidas imágenes, ella esperándolo, vestida de negro y con sandalias, el cabello suelto y los ojos ardientes; él mirándola y la ansiedad de la espera que se disuelve en la fuerza de un abrazo y se evapora después cuando su piel húmeda se funde tras los telones del vestido negro apartado apresuradamente.

Ella es lenta, sensual y perfecta, se desliza hasta sus pies e inicia una travesía hasta el centro de su cuerpo y el movimiento delicado de sus labios sabe describir olas inagotables en su vientre hasta explotar en una marea gigantesca y recostarse después en la orilla de su playa ya en calma.

El es impetuoso, ardiente, y sus manos dibujan colinas y valles en su piel morena con la pericia de un avezado explorador que discierne en que parajes apresurar el paso y en que recodos deslizarse suave, lento, acompasado, hasta que ella explota con el borboteo del azúcar derritiéndose en la ignición de la pasión, aroma a caramelo, calor hecho color.