31 de diciembre. Ya era tarde. La lluvia moría en el toldo vecino. Miraba un debate en la televisión. Se preguntaba para qué servían los balances. El ventilador acariciaba su espalda sudada. Apagó la tele y se durmió llevándose con el dulce sueño, el recuerdo del último movimiento de su cuerpo ese año.
Afuera la tormenta limpiaba las veredas y mojaba a los linyeras (Personas que no saben de relojes ni calendarios, seres que viven muriendo. Ellos no saben de fines ni principios, todos los días son hoy, ayer y mañana).
Ya no llovía. La alarma del televisor lo despertó. El ventilador seguía girando, vomitando un aire caliente que ya le molestaba. Remoloneó un rato en la cama, disfrutando cada minuto como si fuese el primero de futuros infinitos, consecutivos. Apagó la tele. Prendió la luz del velador. Abrió la puerta de la mesita de luz. Tomó el arma y murió alguna hora del 1º de enero del estrenado año pasado.