Los dos años que pasé en la cárcel de Mérida (Venezuela) compartí celda con un indígena Bari que todavía olía a selva y que siempre que miraba por la ventana empezaba a llover. Como todos los europeos que estábamos allí, yo también había tenido problemas con la estadística: Siempre cogen a una de cada diez mulas al cruzar la frontera y a mí nunca se me dieron bien las matemáticas.
Del indio no sabía nada; ni porque estaba preso, ni cuanto duraría su condena, ni siquiera como se llamaba, y es que durante los tres primeros meses aquel indio se distraía más convocando tormentas que hablando conmigo. En tres meses no dijo una palabra.
El tiempo en las cárceles es fangoso y mi Casio digital y sumergible hasta treinta metros subrayaba lo ridículo de empezar a llevar un tópico calendario carcelario de palotes en la pared. Intentando torear al segundero empecé a simular conversaciones en las que yo sólo me contestaba ahuecando la voz para diferenciar bien los papeles. Yo no necesita al dichoso indio para nada.
Una tarde mientras él miraba por la ventana unas nubecitas que fingían inocencia y yo mantenía un animado debate con mi Casio sumergible sobre si empezar o no el calendario de palotes, golpearon la puerta metalica de la celda gritando “Carta para Dabidú” y arrojaron un sobre por debajo.
Se llamaba Dadibú.
Me alegré de que tuviera nombre.
Cogió la carta en silencio y se fue a su ventana.
No abrió la carta, ni la boca.
Esa misma noche, noté una mano en el hombro.
Señor Casio -me susurró mostrándome el sobre- ¿quiere decirme la carta, por favor?
No le corregí el equivoco con mi nombre, tuve miedo de que volviera a su mutismo y además Casio es un nombre mucho mejor que Viernes.
Mientras le leía la tranquilizadora carta de su esposa, Dadibú me miraba con los mismos ojos con ue miraba a las nubes y me entraron ganas de llover, pero seguí leyendo que el pequeño Dadibú está tan alto como el maíz, que en el pueblo todos desean que vuelva, que mirara la luna, que ella también la mirararía, y la luna era un buen lugar para encontrarse.
En fin un montón de palabras Baris para decir que le echaba de menos.
Al final de la carta leí:
Para quién lea la carta a Dadibú: Gracias por su colaboración. Soy Ana Martín Santana una misionera española que ayuda a Yamandá a escribir estas líneas. Le rogaría que usted también ayude a Dadibú a escribir las suyas. Manténganos informados de cómo va el proceso de Dadibú. Muchas gracias de antemano y que Dios le ayude.
Ana Martín Santana
Como podía hablar yo del proceso de Dadibú si hacía sólo unas horas que me había enterado de que este indio lluvioso tiene nombre. Dadibú me rogó que volviera a decirle la carta. Esa noche leí la carta mil veces y Dadibú se salió con la suya. Terminé lloviendo.
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Convencí a Dadibú de que debía aprender a leer. Y sobre la carta que hacía las veces de cartilla preescolar juntamos la ya con la man y con la da Ya-man-da. Yamandá –gritaba- es Yamandá. Y me abrazaba agradecido.
Contesté a la carta. Y aunque Dabidú seguía siendo poco hablador conseguí enterarme de que cumplía condena por reiteración en atentados ecológicos, Su tradicional forma de cultivo consistía en incendiar un trozo de selva y plantar sus cultivos sobre las cenizas. Y eso ya no se puede hacer, pero Dadibú no entendía como una cosa que se ha hecho siempre, de repente puede ser pecado.
Le cayó cadena perpetúa por pirómano y por indio.
Yo le leía las cartas que semanalmente su esposa le enviaba. Las cosas iban bien en poblado. El maíz seguía creciendo. El pequeño Dabidú era fuerte como su padre. Y todos en la aldea ayudaban a Yamandá.
En cada carta una nota al final para mí. El tono de mi nota siempre era menos paradisiaco. La guerrilla había saqueado otra vez la aldea. Y algunos de los Baris se habían alistado. El pequeño Dabidu tenía diarrea. Y la estación de lluvias estaba siendo demasiado larga.
Dadibú por supuesto no se enteraba de estas notas.que cada vez se fueron haciendo más extensas. Me hice un gran amigo de la misionera.
Al cabo de un año el indio sabía leer perfectamente, pero insistía en que se las siguiera leyendo. Decía que las palabras blancas sólo servían para matizar chillidos de alegría o pormenorizar gemidos y que aunque el entendía. Todavía no conocía esos secretos.
A mi me gustaba leer las cartas. Buscaba cualquier rastro de cariño que Ana pudiera haber dejado para mí entre los maíces, las lluvias torrenciales y los encuentros en la luna. Existieran o no esos rastros. Yo los encontraba.
Pronto las notas de Ana para mí eran tan extensas que decidimos separar la correspondencia. Los dos empezamos a recibir una carta semanal.
Me costó mucho trabajo convencer a Dadibú de que fuera él quien leyera sus cartas y más aún de que no podía leer las mías. No creo que entendiera nada de lo que le conté de la intimidad, pero me respetó.
Durante dos años recibimos cartas todos los miércoles. Y el pequeño Dadibú crecía. Y Yamanda se preparaba un vestido de flores para cuando su esposo volviera. Y mientras tanto se encontraban en la luna.
Ana por su parte me contaba como las vacunas eran insuficientes y como la guerrilla cada vez estaba más acorralada, más peligrosa.
Un miércoles no hubo carta. Y Dadibú estuvo una semana en la ventana a mirando sus nubes.
La semana siguiente todo volvió a la normalidad. Dadibú recibió su carta con disculpas por la demora. Pero Yamandá había marchado al poblado de su hermana para asistir a la boda. Y había quedado aislada por las lluvias. Pero ya estaba en casa con el pequeño Dadibú que ya pesaba tanto que no le podía llevar en brazos. En el poblado todo iba bién.
En mi carta sólo había dolor y luto. La guerrilla volvió buscando a los Baris alistados que habían desertado. Dieron un escarmiento. Mataron a todos. Mujeres y niños incluidos.
Ana marchaba para España.
Las cartas siguieron llegando puntualmente todos los miércoles.
Y Dabibú mira la luna y se encuentra con Yamnadá todas las noches.
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