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rhcastro,08.11.2019
godiva,06.11.2019
EL NIÑO AL QUE SE LE MURIÓ EL AMIGO, un cuento de Ana María Matute (España, 1926)

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “el amigo se murió. Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar”. El niño se sentó en el qui­cio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. “Él volverá”, pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hoja­lata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no vi­niese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar. “Entra, niño, que llega el frío”, dijo la madre. Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos, y pensó: “qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada”. Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y le dijo: “cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido”. Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

godiva,08.11.2019
EL SUICIDA

Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.


Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.


..
Me encanto el del niño y esa ropa más grande. Gracias Godiva.
 
Clorinda,08.11.2019
Escalofriantes cuentos! Una joyita!
 
godiva,21.11.2019
El pan ajeno, un cuento Varlam Tíjonovich Shalámov (Rusia, 1907-1982)


Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.

Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.

Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.
 
Marcelo_Arrizabalaga,21.11.2019
Muy bueno.
 
Marcelo_Arrizabalaga,21.11.2019

La sala número seis (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín


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LA SALA NÚMERO SEIS


I

Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.

El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.

El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.

El que está junto a la puerta es alto, flaco, de bigotes rojizos y ojos sanguinolentos, como los ojos irritados de un hombre que llorara constantemente. La frente en la mano, ahí se está sentado en la cama sin apartar los ojos de un punto. Día y noche entregado a la melancolía, mueve la cabeza, suspira, sonríe a veces con amargura. Casi nunca interviene en las conversaciones, ni contesta cuando le preguntan algo. Come y bebe de un modo completamente automático todo lo que le sirven. Su tos lastimosa y agotadora, su extremeda flacura, sus pómulos enrojecidos, todo hace creer que está tísico.

Su vecino inmediato es un hombrecillo vivaz e inquieto que usa una barbita puntiaguda; su cabello es negro y rizado como el cabello espeso de un negro. Durante el día se pasea por el cuarto de una ventana a otra, o bien se queda sentado en la cama, a la turca, cantando incesantemente a media voz y riendo con un aire amable y satisfecho. Su alegría infantil, su vivacidad, tampoco de noche lo abandonan cuando se incorpora para implorar a Dios dándose repetidos golpes de pecho. Este hombre es Moisés el judío, que se volvió loco hace veinte años a causa del incendio que destruyó su sombrerería.

Es, de todos los huéspedes de la «sala número 6»,—que así la designan—el único que tiene permiso de salir fuera del pabellón y aun a la calle. Se le concede este privilegio a título de antigüedad en la casa, y también por su carácter inofensivo; a nadie da miedo, y suele encontrársele por la ciudad rodeado de chicos y perros. Con su bata azul y su bonete ridículo, en pantuflas y hasta descalzo, y, a veces, también sin pantalones, pasea por las calles, se detiene a la puerta de alguna casa o tienda, y pide un copeck de limosna. La buena gente le da pan, cidra, copecks, y así, siempre vuelve con la barriga llena, rico y contento. Todo lo que trae lo confisca a la entrada el veterano Nikita, que procede al acto de una manera brutal: hurga los bolsillos del loco, y gruñe y jura que no dejará salir más a Moisés, y que no puede tolerar tamaño desorden.

Moisés es muy servicial: lleva agua a sus vecinos, los cubre cuando duermen, les ofrece traerles copecks de la ciudad y hacerles sombreros nuevos.

A la derecha de Moisés se encuentra la cama de Iván Dimitrievich Gromov. Es un sujeto de treinta y cinco años, de noble origen, ex secretario del tribunal, que padece de manía persecutoria. Pocas veces se le ve sentado; a veces está acostado, con las rodillas pegadas a la barba, y otras veces mide a grandes pasos la sala. Siempre parece agitado, inquieto, como si esperara ansiosamente quién sabe qué. Se estremece al menor ruido del vestíbulo o del patio exterior; levanta la cabeza con angustia y escucha atentamente: cree que son sus enemigos que lo andan buscando, y sus facciones se contraen en una mueca de terror.

Hay cierta vaga belleza en esa cara ancha, de pómulos salientes, pálida y contraída, espejo donde se refleja un alma martirizada por el miedo constante y la lucha interna. Sus gestos son extraños y repelentes; pero sus facciones finas, llenas de inteligencia, y sus miradas conservan elocuencia y calor. Es cortés y amable para con todos, excepción hecha de Nikita. Si a alguien se le cae una cuchara, un botón, ya está él saltando de su lecho para recogerlo. Por la mañana, al levantarse, saluda a todos y les desea los buenos días; por la noche, da las buenas noches.

A veces, entre la noche, comienza a estremecerse, rechina los dientes, y se pone a andar presurosamente por entre las camas. Entonces se diría que la fiebre se apodera de él. A veces se detiene frente a cualquiera de sus camaradas, se le queda mirando muy fijamente y parece querer decirle algo muy grave; pero, como si de antemano supiera que no le han de hacer caso, sacude nerviosamente la cabeza, y continúa sus paseos a lo largo de la estancia. Pronto el deseo de comunicarse domina en él todas las consideraciones, y, entonces, sin poderse- contener, se suelta hablando con abundancia y pasión. Habla de un modo desordenado, febril, como se habla en sueños, casi siempre es incomprensible; pero en su palabra, en su voz, se descubre un natural lleno de bondad. De sólo oírle, queda uno convencido de que aquel loco es un hombre honrado, un alma superior: habla de la cobardía de los hombres, de la violencia que sofoca a la verdad, de la vida ideal y hermosa que un día habrá de reinar sobre la tierra, de las rejas de las ventanas que se oponen a la libertad humana y parecen recordar la barbarie y la crueldad, de las cárceles.

II

Hará unos doce o quince años, en aquella misma ciudad, en la calle principal de ella, vivía un funcionario público llamado Gromov, hombre de posición muy holgada y casi rico. Tenía dos hijos: Sergio e Iván. El primero murió de tisis cuando estaba haciendo sus estudios universitarios. Y desde entonces, la familia Gromov tuvo que sufrir una serie de terribles pruebas.

Una semana después de los funerales de Sergio, el padre fué arrestado por fraude y malversación de fondos públicos; poco después moría de tifus en el hospital de la prisión. La casa y cuanto contenía se vendió en pública subasta. La viuda Gromov y su hijo Iván se quedaron sin recursos.

Antes de la muerte de su padre, Iván Dimitrievich estaba también estudiando en la Universidad. Su padre le enviaba mensualmente unos 60 ó 70 rublos, que bastaban ampliamente a sus necesidades. Ahora, por primera vez, se encontraba frente a frente con la miseria, y se vio obligado a buscarse un medio cualquiera de ganarse el pan. Desde por la mañana hasta muy entrada la noche corría de aquí para allá dando lecciones, copiando documentos, aceptando cuanto trabajo se le ofrecía. Con todo, estaba casi en la miseria; todo lo que ganaba se lo enviaba a su madre.

Pronto esta vida de sufrimientos quebrantó las fuerzas del joven Iván Dimitrievich: se debilitó, se enflaqueció, y, abandonados los estudios universitarios, volvió a su ciudad natal, al lado de su madre. Allí logró que le nombraran instructor en una escuela primaria, pero no pudo entenderse con sus colegas ni con los alumnos, y tuvo que dimitir al poco tiempo.

Poco después tuvo que enterrar a su madre. Durante seis meses no pudo encontrar ninguna colocación, y estuvo a pan y agua hasta que alcanzó la plaza de secretario del tribunal local, que conservó ya hasta el instante en que se declaró su locura.

Nunca, ni en la adolescencia, había gozado de buena salud. Siempre flaco y pálido, atrapaba fácilmente un catarro, era desganado, no dormía bien. Con sólo un vasito de vino, ya tenía náuseas y vértigos. Aunque muy aficionado a la sociedad, era tan irascible y desconfiado que no podía conservar sus relaciones, y no tenia verdaderos amigos. Hablaba con desdén de la gente de la ciudad, a quien detestaba por su ignorancia y vida insustancial, exenta de estímulos superiores. Y esto, en voz muy alta, casi a gritos, con ardor y vehemencia, aunque siempre con sinceridad. El tema favorito de sus conversaciones era la vida que le rodeaba, la falta absoluta, de preocupaciones ideales, la violencia de los fuertes y el servilismo de los débiles, la hipocresía y la perversidad que notaba en los habitantes de la ciudad. Acusador implacable, declaraba que sólo los cobardes logran lo que necesitan, y que la gente digna se muere de hambre; que no había buenas escuelas, ni Prensa honrada, ni teatro, ni conferencias públicas, y, finalmente, predicaba la unión y la colaboración estrecha de todas las fuerzas vivas del pueblo. En sus peroratas ponía siempre mucho fuego y pasión. Para pintar a los hombres y a las cosas sólo empleaba dos colores: el blanco y el negro; la Humanidad, a su ver, estaba partida en dos bandos: la gente honrada y los picaros. Los términos medios, los matices, no existían para él. Y aunque se expresaba con admiración y entusiasmo sobre el amor y las mujeres, no estaba enamorado. A pesar de la violencia de su lenguaje y de sus acusaciones implacables, en la ciudad era bastante querido; para hablar de él empleaban el diminutivo cariñoso: Vania. Su natural bondad, su solicitud, su pureza moral, así como su traje usado, sus desgracias familiares y su condición enfermiza, ganaban al pobre joven el afecto y la compasión de los vecinos. Además, era muy ilustrado, muy leído, y con reputación de diccionario enciclopédico en dos pies.

Su distracción favorita era la lectura. Ya en su casa, ya en el club, se pasaba las horas largas hojeando libros y revistas. En sólo la expresión de su cara se adivinaba al lector ávido, que lee como el borracho bebe o como devora el hambriento, tragando todo sin masticar. Se arrojaba con ansia sobre todo impreso, aun sobre los periódicos del año pasado y los calendarios antiguos. La lectura habla llegado a ser para él un hábito enfermizo, casi una anomalía.

En su casa, por la noche, solía leer en la cama hasta el amanecer.



III

Una mañana de otoño, con el cuello del gabán levantado, se dirigía por las calles fangosas a casa de algún vecino a quien tenía que prestarle algún servicio. Iba de mal humor, como, por lo demás, solía estar siempre por la mañana. En cierta callejuela se cruzó con dos presos cargados de cadenas y conducidos por cuatro soldados.

A menudo se encontraba Iván con prisioneros, y siempre sentía una profunda compasión hacia ellos; pero esta vez la impresión fué mucho más intensa y dolorosa. Y se dijo que él mismo podría un día ser conducido así, entre grillos, hasta la cárcel, por entre el fango de las calles.

Cuando hubo despachado lo que tenía que hacer, de vuelta a su casa, tropezó, junto a la oficina de correos, con un oficial de policía conocido suyo. Este lo saludó y lo fué acompañando un rato. El caso preocupó mucho a Iván Dimitrievich. Todo el día estuvo pensando en presos y en soldados carceleros. Poco a poco, una vaga angustia se fué apoderando de su ánimo, y ni siquiera podía entregarse a la lectura.

Por la noche no encendió la lámpara. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, y estuvo pensando en que a él también le podrían arrestar, encadenar, encarcelar. De sobra sabía él que no había cometido crimen alguno, y estaba seguro de no cometerlo en su vida; pero, ¿acaso estaba a salvo de incurrir en alguna ilegalidad, aun sin querer, por un azar desgraciado? Finalmente, podía ser víctima de una calumnia o un error judicial cualquiera. En el estado actual de las leyes, los errores judiciales son siempre probables. Jueces, policías, médicos, juristas, todos, en virtud del hábito profesional, se van volviendo imposibles, y a menudo se inclinan a ver crímenes donde no los hay. Así, inconscientemente, se vuelven crueles, como el carnicero habituado a matar reses, que ni se acuerda de los sufrimientos que puede ocasionarles. En tales condiciones, condenar a un inocente, hacerlo arrestar, enviarlo a presidio, resulta sumamente fácil, y todo es cuestión de contar con el tiempo indispensable para llenar las formalidades del caso. Cumplidas las formalidades, se acabó todo, y sobre todo aquí, en esta miserable ciudad, perdida en el campo, a más de 200 verstas del ferrocarril. Aquí no hay medio de probar que se es inocente; no hay esperanzas de que la verdad triunfe y se imponga. Además, en esta sociedad perversa y corrompida, que considera la violencia como una necesidad absoluta, y que se indigna y subleva cuando los jueces pronuncian un veredicto absolutorio, ¿quién piensa en la justicia?

A la mañana siguiente, Gromov se levantó horrorizado, sudando frío, absolutamente convencido de que a cada paso lo podrían arrestar. El hecho de que estos pensamientos no lo abandonasen—se decía—, prueba que había en ellos un presentimiento de la verdad. No le habían de haber ocurrido sin alguna causa.

En este preciso momento, pasó frente a su ventana, lentamente, un agente de policía. Gromov se estremeció. ¿Qué significaba esto? Poco después, dos hombres se detuvieron frente a su casa, silenciosos. ¿Por qué callarían así?

A partir de ese día, Gromov vivió en una angustia mortal. Todo el que pasaba por la calle, o entrada al patio de su casa, le parecía un espía o un agente de la secreta. A mediodía pasaba, invariablemente, el jefe de policía, en coche, camino de su despacho; pero, ahora, a Gromov le parecía notar en aquel hombre cierta inquietud, y una expresión singular en su rostro. Probablemente, al jefe de policía se le hace tarde para comunicar que ha descubierto en el pueblo a un criminal importante.

Cada vez que la campanilla sonaba, Gromov temblaba; toda cara nueva que veía en casa le inspiraba desconfianza y temor. Cuando, por la calle, se encontraba con guardias o gendarmes, fingía sonreír, se ponía a silbar, como para dar a entender que no tenía razón de temerles. Por la noche padecía insomnios, esperando que vinieran a arrestarlo de un momento a otro; pero, por temor de que el ama de la casa se diera cuenta, hacía como que roncaba y lanzaba profundos suspiros, simulando un sueño profundo. ¡No fueran a figurarse que tenia remordimientos de conciencia que le quitaban el sueño, y sospecharan de él!

Trataba de tranquilizarse, de convencerse de que sus temores eran infundados, que aquello era absurdo, que, aun cuando lo arrestaran, la cosa no sería tan terrible mientras realmente estuviera limpia su conciencia; pero el razonar consigo mismo, sólo le servía para angustiarse más y más. Finalmente, viendo que sus reflexiones eran inútiles, se resignó, y ya no se opuso más a sus pensamientos funestos.

Comenzó a evitar el trato y a buscar la soledad. La servidumbre, que de tiempo atrás le disgustaba, ahora se le había hecho de todo punto insoportable, Siempre estaba temiendo que sus compañeros de trabajo le jugaran una mala pasada: meterle dinero en el bolsillo para después acusarlo de cohecho; además, él mismo podía equivocarse al hacer una copia, y esto producir fatales consecuencias.

Nunca había trabajado más su pobre imaginación. Inventaba mil dificultades y obstáculos contra su libertad y aun contra su vida. Y, por otra parte, ya había perdido todo interés por las cosas del mundo interior, incluso la lectura y los libros. Su memoria comenzó a traicionarlo: se le olvidaban las cosas más sencillas.

A principios de la primavera, pasado el deshielo, se encontraron en una barranca, junto al cementerio, dos cadáveres en vías de descomposición: una vieja y un niño. Al parecer, se trataba de un asesinato. En el pueblo no se hablaba más que del crimen misterioso y de los asesinos ocultos.

A fin de que no sospecharan de él, Gromov paseaba por las calles, sonreía, y procuraba tener aire de hombre de conciencia tranquila. Pero, en cuanto daba con algún conocido, palidecía, se sonrojaba después, y se ponía a decir que no hay crimen más abominable que asesinar a los débiles.

Pronto se sintió fatigado de estos esfuerzos, y entonces se le ocurrió que lo mejor sería esconderse en los sótanos de la casa. En efecto, se pasó un día entero en el sótano, después la noche entera, y, además, todo el día siguiente, y por la noche, temblando de frío, se escurrió como un solapado ladrón hasta su cuarto, y allí permaneció inmóvil, atento a los rumores más insignificantes. Por la mañana, muy temprano, entraron obreros en la casa. Gromov no ignoraba que venían a arreglar el horno de la cocina; pero el terror le hacia imaginar en ellos a los temidos agentes disfrazados.

Lentamente, de puntillas, se salió de la casa, y, presa de pánico, sin sombrero, en mangas de camisa, se echó a correr por la calle. Los perros le seguían ladrando; los transeúntes, asombrados, le gritaban; el viento silbaba en sus oídos. Y él seguía corriendo, corriendo, enloquecido, espantado. Le parecía que toda la violencia del mundo venía tras él dándole caza furiosamente.

No sin trabajo lograron apoderarse de él y volverle por fuerza a casa. El médico, llamado al efecto, le prescribió un calmante, movió tristemente la cabeza y se marchó, tras de haber declarado al ama que no volvería, porque no hay medio de evitar que los hombres se vuelvan locos.

Como Gromov no tenía recursos bastantes para ser atendido a domicilio, lo llevaron al hospital municipal y lo instalaron en la sala de los enfermos venéreos. Pero no dormía por la noche, y era tan excitable y caprichoso, que molestaba mucho a los enfermos. El doctor Andrés Efimich ordenó entonces que lo trasladaran a la sala núm. 6.

Un año después, ya nadie se acuerda de Ivan Dimitrievich; sus libros, arrumbados en el desván por el ama, son ahora juguetes de los muchachos.
IV

El vecino de la derecha de Gromov es un mujik de cara redonda, mirada estúpida e insensata. Bestia de extremada voracidad y de no menor suciedad, había perdido, hacía mucho tiempo, el don de pensar y de sentir. De su cuerpo se exhala un olor repugnante. Nikita le pega con redoblada crueldad, lo abofetea de lo lindo, y lo peor es que la víctima no reacciona ni hace un solo gesto, ni expresa cólera o indignación; se limita a mover la cabeza tras de cada golpe recibido, como un tonel que recibe un puntapié.

El quinto y último habitante de la sala número 6 es un pobre hombre flaco, rubio, de mansa expresión, que había sido, en salud, empleado de correos. A juzgar por sus ojos tranquilos e inteligentes, que tienen siempre un fulgor malicioso, posee un secreto que esconde cuidadosamente a las indiscreciones del mundo. Bajo su almohada, bajo su colchón, guarda algo que no quiere mostrar a nadie, no por miedo del robo, sino más bien por pudor. A veces se acerca a la ventana, y, de espaldas a sus camaradas, oprime algo sobre su pecho, y después lo contempla un rato, cabizbajo. Si se le acerca alguien, se pone confuso y oculta el objeto al instante. Pero, con todo, no es difícil adivinar de qué se trata.

—Ya puede usted felicitarme—suele decirle a Gromov—. Me han dado la cruz de Estanislao de segundo grado, con estrella. Esta condecoración sólo se concede a los extranjeros; pero, para mí, se ha hecho una excepción. Si he de decirle a usted la verdad, es un favor que no me esperaba.

Sonríe lleno de satisfacción, y espera que Gromov le dé la enhorabuena. Pero éste contesta tristemente:.

—Yo no entiendo de eso.

—¿Sabe usted—continúa el antiguo empleado de correos—, sabe usted cuáles son mis aspiraciones?—Y guiñando maliciosamente los ojos, añade:—¡Aspiro a la orden de la Estrella Polar! La cosa vale la pena; es una orden muy rara: cruz blanca y banda negra. Hermosísima. Ya verá usted, ya verá usted cómo me salgo con la mía.

La vida en aquella casa es muy monótona. Por la mañana, todos los enfermos, con excepción del mujik, se lavan en el vestíbulo, en un tonel lleno de agua, y se enjugan la cara con los extremos de la bata. Después beben el té que les dan en tazas de plomo. Sólo hay derecho a una taza. A mediodía, comen una sopa de col y un plato de cereales. Por la noche, cenan los restos de la comida. Y en los intervalos, los enfermos están acostados, se duermen, se ponen a ver por las ventanas o se pasean de un rincón a otro de la sala.

Así transcurren todos los días. El antiguo empleado de correos habla siempre de las mismas condecoraciones.

Raro es ver caras nuevas en la sala número 6. El doctor no recibe ya más locos, y las visitas son muy de tarde en tarde: no abundan los aficionados a las casas de locos. Dos veces al mes viene el peluquero Simeón Lazarich. Nikita le ayuda a cortar el pelo a los huéspedes de la número 6, y los pobres reciben entonces tan malos tratos, que su aparición provoca un pánico indescriptible.

Aparte del peluquero, no viene nadie al manicomio; los enfermos están condenados a no ver más cara que la de Nikita todos los días. El doctor, tampoco viene casi nunca.

Pero he aquí que de pronto circula por el hospital un rumor inusitado: el doctor ha dado en frecuentar la sala número 6.



V

En efecto; la noticia era extraña, casi extraordinaria.

El doctor Andrés Efimich Ragin no es un hombre ordinario. Cuentan que en su juventud había sido muy devoto, y que se preparaba para la carrera eclesiástica. Después de alcanzar el bachillerato, en 1883, quiso entrar en el seminario para hacerse cura; pero su padre, médico también, se opuso resueltamente, y le declaró que lo desconocería si se empeñaba en seguir la carrera del sacerdocio. Andrés Efimich confesaba no sentir la menor vocación por la medicina ni por ninguna otra ciencia especial. Pero el destino había decidido que fuera médico.
Tenía un aspecto rudo y tosco de mujik o de tabernero. Su rostro era severo; los ojuelos, pequeños; la nariz, roja. Era muy fuerte y corpulento, de brazos muy sólidos. Parecía capaz de derribar a un hombre de un golpe. Y, sin embargo, era tímido; andaba con suavidad, casi de puntillas. Cuando, en un paso estrecho, se encontraba con alguien, se apartaba invariablemente, y con una voz fina, casi femenina, decía: «¡Perdón!» Tenía en el cuello un tumorcillo que le impedía usar camisas muy almidonadas; siempre llevaba camisas blandas. Se vestía con cierto descuido; casi no cambiaba de traje, y cuando se ponía un traje nuevo, se diría que era usado. Con el mismo traje recibía a sus enfermos, comía, visitaba a sus amistades, y no por avaricia, sino por abandono de las cosas externas.

Cuando llegó al pueblo en calidad de médico municipal, el hospital se encontraba en un estado lamentable. En las salas, corredores y patio, había un olor imposible. Los criados, las hermanas de la caridad y los niños, dormían en la misma sala de los enfermos. Verdaderos ejércitos de ratas y chinches hacían intolerable la vida. No había instrumentos quirúrgicos ni termómetros. Las patatas las guardaban en las bañeras. El personal se enriquecía robando a los tristes enfermos. El predecesor de Andrés Efimich, a creer los rumores, vendía por trasmano el alcohol del hospital, y mantenía relaciones muy estrechas con las hermanas enfermeras, y aun con las enfermas.

En el pueblo estaban al tanto de estos desórdenes; pero la opinión pública no parecía hacer caso de ello. Para tranquilidad de conciencia, los vecinos se decían que, a fin de cuentas, el hospital está poblado de gente pobre acostumbrada a vivir mal, y que puede aguantar cualesquiera condiciones de vida.

¡Cómo ha de ser! ¡No podemos alimentarnos con perdices!

Después de su primera visita, el nuevo doctor se dijo que aquel era un establecimiento inmoral, sumamente dañoso para la salud de los vecinos. A su modo de ver, lo mejor hubiera sido dejar a los enfermos en libertad y cerrar la casa; pero no se le ocultaba que carecía de poder para obrar así. Además, sin duda los mismos vecinos desearían conservar su hospital, que por algo lo habían construido. Claro que esto no pasaba de ser un prejuicio; pero los mismos prejuicios, y otras sandeces que hace la gente, pueden algún día servir para algo, como sirve el estiércol para abonar la tierra. Todas las cosas buenas del mundo tienen, en su origen, algo repugnante.

Con estas filosofías, Andrés Efimich entró en sus nuevas funciones decidido a dejarlo todo tal como estaba. Desde el primer día manifestó la mayor indiferencia por cuanto ocurriera en el hospital. Se limitó a pedir a los criados y a las hermanas que no durmieran en la sala de los enfermos, e hizo comprar un par de armarios con instrumentos. En cuanto al personal, no vió la necesidad de renovarlo. En suma; todo siguió como antes.

El doctor aprecia en mucho la inteligencia y la honradez; pero carece de la voluntad que hace falta para obligar a los que le rodean a vivir de un modo inteligente y honrado. No sabe mandar, ordenar, prohibir, insistir. Se diría que ha hecho voto de no alzar nunca la voz, de no emplear jamás el imperativo. Le cuesta mucho trabajo resolverse a decir: «Dénme eso, tráiganme aquello.» Cuando tiene apetito, se dirige tímidamente a su cocinera y le dice:

—Si fuera posible, me gustaría comer un poco.

Sabe muy bien que el administrador del hospital es un ladrón y que merecía que lo hubieran echado a la calle hace mucho tiempo; pero no se siente capaz de hacerlo, le es de todo punto imposible. Cuando lo engañan y le presentan a firma, por ejemplo, una factura tramposa, se sonroja hasta los cabellos, como si él fuera el autor del fraude; pero, con todo, firma. Cuando los enfermos se quejan de hambre o de los malos tratos que reciben del personal, se pone mortificadísimo y balbucea muy confuso:

—Bueno, bueno, yo lo arreglaré... Creo que habrá sido un error.

Al principio, el doctor trabajaba con mucho celo; todos los días recibía a los enfermos desde por la mañana hasta la hora de comer, operaba y asistía a los partos. Así adquirió pronto en el pueblo reputación de buen médico. Las señoras decían que era muy atento y excelente para el diagnóstico, sobre todo en efermedades de señoritas y niños.

Pero, poco a poco, empezó a cansarse de la monotonía y evidente inutilidad de todo esto. Hoy son treinta enfermos, mañana serán treinta y cinco, y pasado mañana cuarenta; y así, de día en día, de año en año, los enfermos van aumentando, y la mortalidad está lejos de disminuir. ¿De qué sirven, pues, tantos esfuerzos? Aparte de que, cuando en el término de unas cuantas horas se reciben a cuarenta enfermos, es físicamente imposible atenderlos y cuidarlos debidamente, de modo que el médico se ve obligado a defraudar a veces las esperanzas de su clientela. Según la estadística del hospital, el año pasado el doctor recibió unos doce mil dolientes; es decir, que hubo doce mil engañados. La mayoría deberían haber ingresado en el hospital, aun para recibir los cuidados más indispensables, pero era imposible; sin contar con que las condiciones higiénicas del hospital no se prestan en manera alguna para cuidar a un enfermo; está muy sucio, la alimentación es mala el aire está corrompido. «Puesto que no tengo fuerzas para cambiarlo todo—se decía el doctor—más vale no ocuparse de ello.»

Además, ¿para qué empeñarse en impedir que la gente se muera, siendo la muerte el fin natural de todos? ¿Vale verdaderamente la pena de prolongarle la vida por cinco o diez años a este comerciante, a aquel empleado? Cierto es que otros piden a la medicina consuelos para el sufrimiento. Pero, ¿debe uno proporcionar tales consuelos? Según los filósofos, el sufrimiento conduce a los hombres a la perfección; y ademas, si los hombres llegan realmente a descubrir el medio de aplacar sus padecimientos con píldoras y especialidades farmacéuticas, descuidarán la religión y la filosofía, que era hasta ahora, no sólo una fuente de consuelos, sino de felicidad. Amén de que los hombres más eminentes han sufrido muchos males. Puchkin, por ejemplo, pasó unas horas terribles antes de morir; el pobre Heine estuvo paralitico muchos años. ¿Por qué, pues, empeñarse en ahorrarle sufrimientos a un triste empleado o a una burguesa cualquiera, cuya vida, desprovista de padecimientos, sería monótona e insípida, como la de un organismo primitivo?

A fuerza de razonar así, el doctor comenzó a abandonar sus deberes, y sólo se preocupaba del hospital dos o tres veces por semana.



VI

La vida del doctor es muy aburrida.

Se levanta a eso de las ocho, se viste, toma el té, lee después un poco en su gabinete y, a veces, visita el hospital. Allí, en el estrecho y oscuro corredor le están esperando los enfermos. Frente a ellos pasan continuamente, golpeando el suelo con los zuecos, los guardianes y los enfermos internos. A veces también conducen por el corredor a los muertos, hacia la sala mortuoria. Se oyen gemidos de los dolientes, se oyen llantos de niños, y el viento circula, libremente por el corredor, produciendo fuertes corrientes.

El doctor sabe bien que todo eso produce una impresión dolorosa sobre los enfermos, pero nada hace para evitarlo.

En el vestíbulo sale a recibirlo el enfermero Sergio Sergeyevich, un hombrón de cara afeitada e inflada, de maneras corteses, cuidadosamente vestido y con más aspecto de senador que de enfermero. En la ciudad cuenta con numerosa clientela; usa corbata blanca, y se cree más sabio en medicina que el doctor, que ya casi no tiene clientes.

En un rincón de la sala de recibir hay un enorme icono. En los muros se ven retratos de obispos, una fotografía de un convento y coronas de florecillas marchitas. Es el enfermero quien se ha preocupado de decorar así la estancia. Es hombre muy religioso, y todos los domingos hace decir una misa en el hospital.

Aunque hay muchos enfermos, el doctor tiene su tiempo limitado; se reduce, pues, a preguntar a cada uno qué le duele, y después le prescribe aceite de ricino, o algo que no pueda hacerle bien ni mal. Sentado junto a su mesa, la cabeza apoyada en la mano, el doctor parece sumido en hondas reflexiones, y va preguntando sin saber lo que dice. El enfermero, a su lado, se frota las manos, y de tiempo en tiempo hace algunas observaciones.

—Padecemos y enfermamos—suele decir a los pacientes—porque no sabemos rogar a Dios tanto como debiéramos.

Evita las operaciones; ha perdido la costumbre, desde hace mucho, y la sola vista de la sangre lo pone nervioso. Cuando tiene que abrirle la boca a un niño enfermo, y el niño se opone y llora, el doctor padece verdaderos vértigos, quisiera taparse las orejas y huir y se apresura a recomendar cualquier remedio, hacendó señas de que se lleven achico.

Pronto el aspecto tímido y estúpido de los enfermos le fatiga; la presencia del enfermero, los retratos de los obispos, las preguntas mismas que está dirigiendo a los enfermos desde hace veinte años, todo le cansa, y a los cinco o seis enfermos se despide, dejando el resto a cargo del enfermero.

Con el dulce pensamiento de que ya en el pueblo no le quedan clientes que lo molesten, vuelve a su departamento, se sienta en su gabinete, y helo otra vez leyendo. Lee mucho, y siempre con mucho interés. La mitad del sueldo se lo gasta en libros. De las seis habitaciones de que dispone, tres están repletas de libros y de viejas revistas. Tiene preferencia por las obras de historia y filosofía; en materia de medicina sólo recibe una revista, El Médico, que lee siempre comenzando por el final.

Y así se pasa las horas muertas leyendo sin moverse de un sitio y sin dar señales de fatiga. Lee muy lentamente, sin tragarse las páginas como antaño su enfermo Gromov, y deteniéndose en lo que no encuentra claro o le resulta agradable. Junto al libro hay siempre una garrafa de vodka y una manzana o un pepino con sal, puestos directamente sobre el tapete de la mesa, sin plato. De tiempo en tiempo se sirve un vasito de vodka, y, sin quitar los ojos de la lectura, busca a tanteos el pepino y da un mordisco.

Hacia las tres se acerca con mucha suavidad a la puerta de la cocina, tose y dice a la cocinera:

—Daría, siento ya un gusanillo... Si fuera posible, quisiera comer.

Después de comer una comida muy mediana y muy mal servida, pasea mucho tiempo, los brazos cruzados sobre el pecho, por todas las habitaciones, y medita. El reloj da las cuatro, el reloj da las cinco, y él continúa rumiando sus meditaciones. De tiempo en tiempo la puerta de la cocina se abre con un rechinido, y se ve pasar a la cocinera con su cabeza rojiza y somnolienta.

—Andrés Efimich, creo que ya es hora de la cerveza—dice con cierta inquietud.

—No, todavía no—responde éste—. Voy a esperar otra media horita.

Por la noche viene a verlo casi siempre el director de correos, Mijail Averianich, único habitante de la ciudad, cuya compañía parece soportable al doctor.

Mijail Averianich había sido en otro tiempo rico propietario y oficial de caballería; arruinado, tuvo que entrar como empleado en la oficina de correos. Es apuesto, usa unas hermosas patillas blancas; tiene modales muy distinguidos y voz sonora y agradable. Posee una envidiable salud, es hombre de corazón muy sensible, aunque algo nervioso e iracundo. Cuando, en la oficina de correos, alguna persona del público protesta o simplemente exige algo, Mijail Averianich se pone rojo de ira, todo el cuerpo le tiembla y grita a voz en cuello:

—¡Ya se está usted callando! ¡Aquí no manda nadie más que yo!

Gracias a esto, el correo ha adquirido desde hace tiempo una sólida reputación de lugar desagradable y expuesto a escándalos.

Mijail Averianich estima y quiere bien al doctor, a quien considera como hombre instruído y de noble corazón; pero a los demás vecinos los trata con desprecio y los considera como a súbditos suyos.

—Aquí estoy—dice al llegar a casa del doctor—, ¿Qué tal, querido amigo? Ya estará usted de mis visitas hasta aquí, ¿verdad?

—Al contrario, hombre, me dan muchísimo gusto—le responde el doctor—. Siempre es usted bienvenido en esta casa.

Y los dos amigos se sientan sobre el canapé del gabinete. Un buen rato se lo pasan fumando sin decir nada. Después el doctor llama a la cocinera:

—Daría, ¿quiere usted hacer el favor de darnos cerveza?

Daría trae la cerveza.

La primera botella se agota en silencio; el doctor, siempre entregado a sus reflexiones, y Mijail Averianich con aire alegre y animado, como hombre que tiene muy buenas cosas que contar.

El doctor comienza siempre la conversación.

—Lástima—dice hablando con parsimonia y tristeza sin mirar a los ojos de su interlocutor—que no haya en este lugar gente aficionada a la buena conversación y capaz de sostener una charla interesante. Para nosotros resulta una dura privación. Ya ve, usted, aquí, ni los intelectuales sobresalen del bajo nivel de las capas inferiores del pueblo.

—Tiene usted razón que le sobra. Lo mismo digo.

—Ya sabe usted bien—continúa el doctor—que en este mundo todo es insignificante y carece de interés, si se exceptúan las manifestaciones superiores del entendimiento. Sólo el entendimiento traza una línea divisoria entre el hombre y la bestia, e indica el origen divino de aquél, y, en cierto grado, reemplaza para él el precioso don de la inmortalidad, que no existe. Según esto, el espíritu puede considerarse como la única fuente verdadera de felicidad. Pero nosotros, que no vemos en nuestro radio ninguna manifestación del espíritu, no podemos disfrutar de esa felicidad. Cierto es que tenemos nuestros libros, pero no es lo mismo, ni la lectura puede sustituir del todo los agrados de la conversación y el cambio de ideas. Si usted me permite que use de una comparación algo atrevida, le diré a usted qué el libro es la nota y la conversación es el canto.

—Dice usted muy bien.

Y aquí hay un silencio. Entra entonces la cocinera, y con expresión curiosa se detiene casi en la puerta para oír lo que hablan los señores.

—En esta época ya no hay ingenio—declara Mijail Averianich.
Y se pone a recordar los buenos tiempos, cuando la vida valía la pena y era sana y gozosa, y habla de los intelectuales de hace treinte años, tan enamorados de su honra y tan devotos de la amistad. Entonces se prestaba uno dinero sin necesidad de prenda ni garantía, y todos se ayudaban mutuamente de una manera caballeresca. La vida estaba preñada de aventuras y de cautivadoras sorpresas. ¡Qué camaradas los de entonces! ¡Qué mujeres aquéllas!

Y después se enfrasca con entusiasmo en una descripción del Cáucaso, ese país de bienandanza.

—Figúrese usted que la mujer de un teniente coronel, una mujer de lo que hay poco, se vestía con traje de oficial, y, por la noche, emprendía largas excursiones a la montaña, sola y sin guía. Decían que tenía quién sabe qué misteriosa novela con un príncipe de Georgia...

—¡Virgen santísima!—exclama la cocinera.

—¡Ah, en aquel tiempo se sabía comer y beber! La gente tenía ideas atrevidas. El doctor, aunque ha estado escuchando, parece que no ha entendido bien; parece que piensa en otra cosa. Después, a pequeños sorbos, sigue apurando su cerveza. Y de pronto, inesperadamente, interrumpiendo a su amigo, dice:

—A veces, en sueños, me parece que estoy entre personas inteligentes y metido en conversaciones amenísimas. Mi padre me dió una buena instrucción; pero cometió el error de obligarme a la carrera de médico. Yo creo que, si lo hubiera desobedecido, a estas horas viviría en el corazón de la vida intelectual. Tal vez me habrían ya hecho miembro del consejo de la Universidad. Claro es que también el espíritu es cosa pasajera, pero es lo mejor que hay es nuestra vida. En suma: que la vida es cómo una trampa sin escape, en la que, más tarde o más temprano, todos los hombres que piensan tienen que ir cayendo. El hombre viene al mundo contra su voluntad; sale de la nada gracias al juego de unas fuerzas misteriosas que él no comprende, y cuando pretende averiguar el objeto o el sentido de su existencia, o nadie le contesta, o le contestan estupideces. También la muerte sobreviene contra la voluntad del hombre. Y en esta prisión que llamamos vida, los hombres reunidos por una desgracia común, experimentan cierto alivio cuando pueden juntarse a cambiar ideas libres y atrevidas. Por eso en este bajo mundo él espíritu es muestro único placer y consuelo.

—¡Muy bien dicho, muy bien dicho!

El doctor, sin mirar a su interlocutor, continúa hablando lentamente, con largas pausas, del espíritu y de los hombres inteligentes. Mijail Averianich lo sigue con mucha atención, y exclama de tiempo en tiempo:

—¡Tiene usted muchísima razón!

Después pregunta de pronto:

—¿Usted no cree en la inmortalidad del alma?

—No, honorable Mijail Averianich, no creo en la inmortalidad del alma, ni tengo razón alguna para creer en ella.
—Francamente, le diré a usted que yo también tengo mis dudas. Sin embargo, a veces siento la seguridad de que no he de morir. Otras, me digo: «Pronto, pronto vas a reventar, triste vejete.» Pero al instante oigo que una voz interior murmura a mi oído: «No lo creas, tú no morirás.»

Después de las nueve, Mijail Averianich se despide. Al ponerse el gabán, ya en el vestíbulo, exclama:

—¡Vaya un agujero en que nos ha metido este negro destino! Y lo peor es que aquí hemos de morimos!



VII

Después de acompañar a su amigo hasta la puerta, el doctor se acomoda en la butaca y se pone a leer otra vez. Ningún ruido turba la absoluta tranquilidad de la noche. El tiempo se ha detenido. Al doctor le parece que nada existe, fuera de su libro y su lámpara de verde pantalla. Poco a poco su vulgar carota de mujik parece iluminarse con una sonrisa de admiración o de entusiasmo ante el genio humano. ¿Por qué no ha de ser el hombre inmortal?—se pregunta—. ¿Para qué sirve entonces el cerebro con su admirable mecanismo, para qué la vista, el don de la palabra, los sentimientos, el genio, si todo ha de estar predestinado a mezclarse con la tierra y dar vueltas después, durante millones de años y sin ningún objeto preciso, alrededor del sol? Para eso no valía la pena de sacar al hombre de la nada—al hombre con su espíritu elevado y casi divino—, si después se le había de transformar, como en burla, en un miserable puñado de tierra. Por miedo a la muerte, muchos buscan un sustitutivo de la inmortalidad, y se consuelan pensando que su cuerpo se perpetuará en una planta, en una roca, y hasta en una rana: ¡triste consuelo que equivale a decirle a la caja de un violón roto que le espera un porvenir envidiable!

De tiempo en tiempo, cuando el reloj da las horas, el doctor se hunde en la butaca y cierra los ojos para entregarse a sus reflexiones. Piensa en su pasado, en su vida actual. Su pasado es poco seductor, y prefiere olvidarlo; pero tampoco el presente le parece más grato. El sabe que en aquel mismo instante, no lejos de su casa, en el hospital, hay unos enfermos que padecen y que se encuentran en condiciones higiénicas insoportables. Muchos tienen insomnios, y se pasan la noche luchando con las chinches y otros parásitos. Probablemente otros están jugando a las cartas con las hermanas o bebiendo vodka. El año pasado desfilaron por el hospital 12.000 enfermos: 12.000 víctimas del engaño. Porque la vida misma del hospital está fundada en el robo, las intrigas, el fraude, y no es más que un Instituto inmoral y dañoso para la salud de los vecinos. El sabe bien que en la sala número 6 hay un Nikita que les pega a los locos, y que el judío Moisés sale a la calle todos los días a pedir limosna.

Por otra parte, tampoco ignoraba que, durante los últimos veinticinco años, en la medicina se habían operado progresos maravillosos. Tales progresos le admiraban y le entusiasmaban. ¡Una verdadera revolución! Gracias a la asepsia, se hacían ahora operaciones que antes nadie se hubiera atrevido ni a soñar. Enfermedades tenidas por incurables se curan hoy con éxito y en muy poco tiempo. La teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, todo esto abre a la medicina amplias e insospechadas perspectivas. La revolución afectaba también el campo del alienismo. Ya nadie les echa a los locos agua fría en la cabeza, no se les ponen camisas de fuerza, se les trata bien, y aun se les dan espectáculos y conciertos.

El doctor comprende muy bien que, en el actual estado de la psiquiatría, un antro tan abominable como la sala número 6, sólo es comprensible a 200 verstas del ferrocarril, en un poblacho cuyo alcalde y consejeros apenas saben leer y tienen una confianza ilimitada en el médico, y aun aceptaría que éste les echara plomo derretido en la boca a los enfermos. En cualquier lugar civilizado, la sala número 6 habría provocado la indignación general.

—Y con todo—medita el doctor—, la antiséptica, las invenciones de Pasteur y de Koch, nada cambian al fondo de la cuestión. Nada de eso basta para desterrar las enfermedades y la muerte. A los locos les darán espectáculos y conciertos, pero el número de locos no disminuye, y no es posible dejarlos nunca en libertad. Todo eso, en el fondo, son ilusiones, no hay verdadera diferencia entre la mejor de las clínicas y la sala número 6.

Pero tales reflexiones no logran consolarle, se siente abatido, se siente muy fatigado, apoya la cabeza en la mano y sigue reflexionando:

«—Estoy sirviendo a una causa injusta, y vivo de lo que me pagan por engañar: no soy, pues, un hombre honrado. Pero yo, personalmente, no soy nada, no soy más que una partícula ínfima del indispensable mal social. Todos los empleados del Estado o del Municipio son gente perjudicial, y también se les paga injustamente. No, no soy yo el culpable, sino la época en que me ha tocado vivir. A haber vivido dentro de doscientos años, yo sería otro.»

A las tres de la mañana apaga la lámpara y se dispone a dormir, aunque no tiene ni pizca de sueño.



VIII

Hará unos dos años, la municipalidad votó un crédito suplementario de trescientos rublos anuales para aumentos en el personal médico del hospital. Para facilitarle la tarea al doctor Ragin, inventaron a otro médico: Eugenio Fedorich Jobotov.

Es un joven de unos treinta años. Es alto, moreno, de anchos pómulos y ojos muy pequeños. Había llegado al pueblo sin un céntimo en el bolsillo, con una maletita usada, acompañado de una mujer feísima a la que hacía pasar por su cocinera. La mujer tiene un nenito.

Jobotov lleva siempre una boina y botas altas. Pronto se ha hecho amigo del enfermero general y del administrador; a los demás miembros del personal los trata desdeñosamente de «aristócratas» y no se les acerca. El único libro que hay en su casa es cierto Manual de Medicina, publicado en 1881. Siempre que va a ver a un enfermo, lleva el Manual consigo. Por la noche, en el club, juega al billar, pero detesta las cartas.

Va al hospital dos veces por semana, visita todas las salas y recibe a los enfermos. La absoluta falta de condiciones antisépticas y de higiene, le tienen escandalizado, pero por no lastimar al doctor Ragin, no se atreve a introducir reformas.

Jobotov está convencido de que su colega es un viejo canalla, que se aprovecha astutamente de la situación, y que ha amasado ya una fortuna. Y por cierto que le gustaría estar en su lugar.



IX

Una noche de primavera, a fines de marzo, cuando ya no se ve nieve por ninguna parte, cuándo ya los pájaros comienzan a aparecer en el jardín del hospital, el doctor Ragin salió acompañando a su grande amigo el director de Correos. En aquel preciso instante entraba en el patio el loco Moisés, de vuelta de sus habituales paseos por el pueblo. Venía descalzo, con la cabeza descubierta, y llevaba en la mano un saquito donde guardaba lo que le habían dado.

—¡Dame un copeck!—dijo dirigiéndose al doctor, temblando de frío, y sonriendo humildemente.

El doctor, hombre incapaz de decir que no, le dio una pieza de diez copecks. Después, viendo los pies descalzos del pobre loco, se sintió lleno de remordimiento. «El suelo todavía está muy frío— se dijo—, puede por lo menos coger un catarro.» Y, llevado de su piedad, entró por el vestíbulo del pabellón en que se encontraba la sala número 6. Al verlo, Nikita saltó de entre los escombros donde estaba tumbado, y lo saludó.

—Buenos días, Nikita—dijo el doctor con mucha amabilidad—. ¿No sería posible darle a este hombre un par de botas? ¡No vaya a acatarrarse!

—A la orden del señor doctor; se lo diré al administrador.

—Sí, ten la bondad de decírselo; dile que vas de mi parte.

La puerta de la sala que da al vestíbulo estaba abierta. Gromov, que estaba acostado, se incorporó Y se puso a escuchar. Pronto reconoció al doctor. Y entonces, rojo de cólera, temblando, con los ojos relampagueantes, saltó de la cama y gritó con una risilla sardónica.

—¡Por fin, señores, ya ha venido el doctor. Sea enhorabuena: el doctor se digna al fin visitarnos!

Y, sin poder contenerse, añade:
—¡Canalla, más que canalla, porque eso es mucho para él! ¡Merecería que lo mataran, que lo ahogaran en el retrete!

El doctor, que ha oído estas palabras, se acerca a la puerta de la sala y, asomándose, pregunta con su suave voz:

—¿Por qué?

—¿Por qué?—Le grita Gromov acercándose a él con aire amenazador—, ¿Y se atreve usted a preguntarlo? Porque es usted un ladrón, un impostor, un verdugo.

—Vamos, cálmese usted—dice el doctor afectando una difícil sonrisa—. Le aseguro a usted que nunca he robado nada. Y en cuanto a las otras acusaciones, creo que exagera usted. Ya veo que está usted disgustado conmigo. Cálmese, cálmese, se lo ruego, y respóndame con toda franqueza: ¿por qué está usted tan disgustado?

—¿Y por qué me tiene usted aquí metido?

— Porque está usted enfermo.

— Bien, admitámoslo. Pero hay cientos y miles de locos que se pasean con toda libertad, por la sencilla razón de que es usted demasiado ignorante para acertar a distinguirlos de los cuerdos. ¿Por qué, pues, sólo a mí y a estos desdichados han de tenernos aquí en calidad de chivos expiatorios? Usted, su enfermero, su administrador, y toda esa canalla,, todos ustedes son, desde el punto de vista moral, infinitamente inferiores a nosotros, y, sin embargo, somos nosotros y no ustedes los condenados al encierro perpetuo. ¿Es lógico esto?
—Nada tienen que hacer aquí la moral ni la lógica. Es el azar el que decide. El que ha sido encerrado aquí, aquí se queda; y los otros siguen en libertad. El hecho de que el médico sea yo, y el enfermo usted, nada tiene que ver con la moral ni la lógica: no es más que un azar.

—Yo no entiendo esas necedades—dijo Gromov con voz sorda.

Y se sentó otra vez en la cama.

Moisés, a quien Nikita no se había atrevido a despojar en presencia del doctor, comenzó a poner en su cama trozos de pan, pedazos de papel, huesos; y, siempre temblando de frió, se soltó hablando en hebreo muy presurosamente; acaso se imaginaba ser dueño de una tienda.

—¡Déjeme usted en libertad!— dijo Gromov con voz temblorosa.

—No puedo.

—Pero, ¿por qué, por qué?

—Porque no depende de mí. Supongamos que lo pongo a usted en libertad: no le aprovecharía a usted gran cosa. Al instante, los vecinos del pueblo o la policía, lo volverían a arrestar y me lo traerían aquí otra vez.

—Sí, es verdad.

Y Gromov se daba en la frente, como tratando de descubrir una solución.

—¡Qué horrible situación! Entonces, dígame usted, ¿qué hacer?.

Y su voz, su expresión inteligente, conmovieron y sedujeron al doctor. Sintió un gran deseo de consolar al pobre joven y darle algunas muestras de simpatía. Sentóse en la cama, junto a Gromov, y dijo:

—Me pregunta usted qué podemos hacer. En la situación de usted, lo mejor parece que sería escaparse. Pero es inútil, por desgracia; lo arrestarían a usted al instante. Cuando la sociedad se defiende contra los criminales, los locos, y toda clase de hombres que no le convienen, es inflexible. No le queda a usted más que convencerse a sí mismo de que su permanencia aquí es inevitable.

—¡Pero si mi permanencia aquí no le sirve a nadie para nada!

—Una vez que hay prisiones y manicomios, es fuerza que estén habitados. Día llegará en que no existan. Entonces no habrá rejas en las ventanas ni cadenas. Yo le aseguro a usted que, tarde o temprano, ese día llegará.

Gromov sonrió amargamente.

—Usted se está burlando de mí, señor mío. A usted, a su Nikita y a toda la demás canalla, les importa poco que lleguen o no esos tiempos anhelados. Pero puede usted estar seguro de que llegarán, llegarán tiempos mejores. Tal vez hallará usted ridículas mis palabras, pero oiga usted lo que le digo: la aurora de un día mejor alumbrará la tierra, la verdad triunfará, y los humildes y los perseguidos disfrutarán de la felicidad que merecen. Tal vez para entonces yo no existiré, pero ¡qué más dá! Me regocijo pensando en la felicidad de las generaciones futuras, las saludo con todo mi corazón: ¡Adelante! ¡Qué Dios os ayude, amigos míos, amigos desconocidos del porvenir remoto!

Gromov se levantó de la cama, con los ojos encendidos, alargó los brazos hacia la ventana y exclamó con voz conmovida:

—¡A través de estas malditas rejas, yo os bendigo! Me regocijo con vosotros y por vosotros. ¡Viva la verdad!

—No veo que haya mucha razón para alegrarse—dijo el doctor, a quien aquel ademán de Gromov, aunque algo teatral, no le resultó desagradable—. En ese porvenir que tanto le entusiasma a usted, no habrá manicomios ni prisiones, ni rejas ni cadenas; en suma, como usted dice, triunfará la verdad. Pero... las leyes de la naturaleza seguirán su camino invariable, y las cosas no cambiarán en el fondo. Los hombres padecerán enfermedades, se envejecerán y pararán, lo mismo que hoy, en la muerte. La aurora que alumbra la vida podrá ser muy hermosa, pero eso no impedirá que se meta a los hombres en la caja, y la caja se meta en la fosa.

—¿Y la inmortalidad?

—¡Tontería!

—¿No cree usted en la inmortalidad? Yo sí. Dostoyevski o Voltaire, no me acuerdo bien cuál de los dos, ha dicho que si no existiera Dios habría que inventarlo. Si la inmortalidad no existe, estoy seguro de que, tarde o temprano, el genio del hombre acabará por inventarla.

—¡Muy bien dicho!—aprobó el doctor con tina sonrisa de satisfacción—. Hace usted bien en creer. Con una fe tan grande, hasta en la prisión se puede encontrar felicidad. Permítame usted una pregunta: ¿Dónde ha hecho usted sus estudios?

—En la Universidad, pero no los terminé.

—Usted es un hombre que sabe pensar. Usted podrá encontrar siempre algún consuelo en sí mismo, cualesquiera que sean las condiciones de su vida. El pensamiento libre de trabas que trata de comprender el sentido de la existencia, y el desprecio absoluto por todo lo que sucede en este bajo mundo, son los dos bienes supremos. Usted puede ser dueño de ellos, aun encerrado tras de estas rejas. Diógenes vivía en un tonel, pero eso no le impedía ser más dichoso que todos los reyes de la tierra.

—El tal Diógenes era un imbécil— dijo Gromov con voz opaca—. ¿Para qué me habla usted de Diógenes y de felicidades fantásticas? Y de pronto, sobreexcitado, añadió: ¡Yo amo la vida, la amo apasionadamente! Tengo la manía de la persecución, estoy poseído de un terror constante, pero por momentos tengo una sed tan inmensa de la vida que temo volverme loco rematado. ¡Dios mío! Lo que yo quiero es vivir, ¿me entiende usted? Vivir una vida completa, íntegra.

Muy conmovido, dio algunos pasos por la sala. Después, más tranquilo, añadió:

—A veces, en sueños, veo que me rodean unas sombras. Veo, en mi imaginación, unas gentes, oigo unas voces, música, y me parece que me paseo a través de campos y bosques, junto al mar... Y siempre, siempre, un deseo ardiente de moverme, de manifestar una actividad febril... Dígame, ¿qué hay de nuevo por allá, en el mundo?

—¿En el pueblo quiere usted decir?

—Cuénteme usted primero lo que pasa en el pueblo, y después lo demás.

—Pues mire usted: la vida en el pueblo es muy aburrida. Casi no hay nadie con quien cambiar unas palabras. ¡Si, al menos, viniera gente nueva! Verdad es que últimamente ha venido un joven médico, el señor Jobotov.

—Ya lo sé: un imbécil.

—Si, un hombre de muy escasa cultura. Es increíble: yo me imagino que en Petersburgo, en Moscou, la vida intelectual es intensísima, que todo está allá efervescente, y que todo se agita en torno a los grandes problemas de actualidad; y, sin embargo, nos llega de allá cada tipo tan insulso, tan poco interesante. ¡No; nuestro pobre pueblo no tiene suerte!

—¡Es verdad, pobre pueblo!

Gromov calló un instante, y después:

—Y en las revistas, en los periódicos, ¿qué hay de nuevo? La sala estaba ya por completo sumergida en tinieblas. El doctor se puso en pie, y empezó a contar lo que decía la Prensa, y lo que había del movimiento intelectual en Rusia y en el extranjero.

Gromov lo escuchaba con notable atención, preguntaba algo y parecía muy interesado. Pero, de pronto, como si hubiera recordado algo terrible, se llevó las manos a la cabeza, se echó en la cama y volvió al doctor las espaldas.
—¿Qué le pasa a usted?— preguntóle éste.

— Es inútil: no me oirá usted pronunciar una sola palabra más—dijo Gromov ásperamente—. ¡Largúese de aquí!

—Pero, ¿por qué?

—¡Déjeme en paz, le digo, con cien mil demonios!

El doctor se encogió de hombros, suspiró y salió. Al pasar por el vestíbulo, dijo:

—Oye, Nikita: convendría limpiar un poco esto. Huele muy mal.

—¡A la orden del señor doctor!

—Pobre muchacho— pensaba el doctor al volver a sus habitaciones—. Desde que estoy aquí, es el primero con quien he podido hablar de cosas interesantes. Sabe razonar, y se preocupa de cosas que sólo preocupan a los hombres de ingenio.

Mientras leía en su gabinete, y después ya metido en cama, no dejaba de pensar en Gromov. Al día siguiente, en cuanto se despertó, recordó que acababa de descubrir a un hombre interesante, y se prometió ir de nuevo a visitar a Gromov a la primera oportunidad.



X

Gromov estaba en la misma posición de la víspera, con las manos en la cabeza y la cara contra la pared.

—Buenos días, amigo mío—dijo el doctor—. ¿No duerme usted?

—Ante todo, yo no soy amigo de usted— dijo Gromov sin volver la cara y como hablando con la pared—. Y, después, sepa usted que todos sus esfuerzos por reanudar la conversación serán inútiles: no despegaré los labios.

—¡Qué cosa más rara!— balbuceó confuso el doctor—. Ayer hemos estado hablando tan tranquilamente, y de pronto usted se ha disgustado e interrumpe la charla... Tal vez he usado sin querer alguna palabra inoportuna, o habré sostenido alguna idea que a usted le molesta...

Gromov se volvió a medias, e incorporándose un poco, se quedó mirando al doctor irónicamente:

—Sépase usted que no creo una sola sílaba de lo que usted me cuenta. Sé muy bien lo que usted se propone: usted viene aquí como un espía, para descubrir mis intenciones y mis opiniones. Ayer lo he comprendido.

—¡Vaya una ocurrencia!—dijo el doctor asombrado—, ¿Se figura usted que soy un espía?

—Sí, señor. Un espía y un médico que procede al examen de las capacidades de su enfermo, son una misma cosa.

—Dispénseme usted, pero es usted realmente... original.

Se sentó en una silla, junto a la cama, y movió la cabeza en ademán de reproche.

—Admitamos que tiene usted razón— dijo—. Admitamos que examino cada una de las palabras de usted para denunciarlo después a la policía. Que lo van a arrestar a usted, a juzgar. ¿Acaso seria usted más infeliz en ninguna cárcel de lo que ya es aquí?. Aun cuando lo enviaran a usted a Siberia, ¿acaso sería peor que quedarse en esta casa de locos? Creo que no, verdaderamente. Entonces, ¿qué puede usted temer?

Estas palabras produjeron un efecto visible. Gromov, tranquilizado, se sentó en la cama.

Eran las cuatro y media de la tarde, la hora en que la cocinera solía preguntarle al doctor si no era ya tiempo de la cerveza. Afuera, el día estaba claro y hermoso.

—He salido a pasear un poco después de la comida—dijo el doctor—, y quiero verlo a usted. Estamos en plena primavera.

—¿En qué mes? ¿Marzo?—preguntó Gromov.

—Sí, a fines de marzo.

—Las calles estarán llenas de fango, ¿verdad?

—No mucho. Algunas están secas.

—¡Ay qué hermoso poder dar un paseito en coche por la ciudad, y volver después al gabinetito muy bien instalado!... Consultar a un buen médico para el mal de cabeza... Hace mucho que no hago vida de hombre civilizado. ¡Aquí todo es sucio, desagradable, repugnante!

Tras la excitación de la víspera, parecía cansado, y hacía esfuerzos para hablar. Le temblaban las manos, y por la expresión de su cara se comprendía que tenía jaqueca.

—Entre un gabinete bien instalado y esta sala—dijo el doctor—, no hay ninguna diferencia. El hombre extrae de sí mismo su felicidad y su tranquilidad, y no de las cosas exteriores.
—¿Cómo dice usted?

—Quiero decir que un hombre ordinario ve el bien y el mal como cosa externa, en un buen gabinete o en un coche confortable; mientras que el hombre dotado de pensamiento los busca dentro de sí mismo.

—Vaya usted con esas filosofías a Grecia, donde el tiempo siempre es encantador y el aire está embalsamado con el perfume de las flores. Aquí el clima no se presta a esa propaganda. Creo que fué con usted con quien hablaba yo de Diógenes, ¿no es verdad?

—Sí, ayer, conmigo.

—Pues mire usted: Diógenes no necesitaba un buen gabinete ni habitaciones bien calentadas, porque en Grecia hace bastante calor. Allá puede uno aguantar días y noches en un tonel, sin comer más que naranjas y aceitunas. Pero si su Diógenes hubiera vivido en Rusia, tenga usted por seguro que se habría metido en casita, no sólo en diciembre, sino hasta en mayo. De lo contrario, el pobre filósofo se hubiera helado con toda su filosofía.

—No lo creo así. Se puede no sentir el frío, como cualquier otro sentimiento desagradable. Marco Aurelio ha dicho: «El dolor no es más que un pensamiento muy vivo del dolor. Basta hacer un esfuerzo para transformar ese pensamiento, no hacerle caso, no gemir ni quejarse, y el dolor desaparecerá.» Es muy justo. El sabio, o cualquiera que piense un poco, desprecia el sufrimiento; siempre está contento, y nada logra impresionarle.
—Según eso, yo debo de ser un idiota, puesto que sufro, estoy a disgusto y experimento una dolorosa sorpresa ante el espectáculo de la humana cobardía.

—En todo caso, se equivoca usted mientras más piense usted en ello, mas se convencerá de que todo lo que nos inquieta y nos apasiona es indigno de nuestra atención. La verdadera felicidad consiste en la comprensión del sentido de la vida.

—Comprensión... felicidad interior—y Gromov hizo una mueca—. Perdóneme usted; pero no lo entiendo. Yo solo sé una cosa: Dios me ha hecho de carne y hueso, me ha dado nervios y sangre caliente, soy un organismo vivo y, como tal, reacciono necesariamente ante toda irritación exterior. Reacciono, y no puedo menos de hacerlo. Cuando me hacen mal, grito y lloro; ante una cobardía, me sublevo; ante una mala acción, siento asco. Esto es lo que llamamos la vida, según mi entender. A organismo menos perfeccionado, reacción menor. Y al contrario, los organismos superiores son más accesibles a los sentimientos de dolor, de alegría, etc., y reaccionan más enérgicamente a todo lo que pasa en el exterior. Me parece que ésta es una verdad elemental. Y me asombra que todo un médico, como usted, ignore semejantes cosas. Para despreciar el sufrimiento, estar siempre contento y no asombrarse de nada, hay que haber caído muy abajo, haber llegado a un estado de brutalidad como el de ese, por ejemplo...

Y Gromov señaló al mujik embrutecido que estaba junto a ellos sumergido en su somnolencia habitual.

—O bien—continuó—hay que habituarse al sufrimiento hasta perder toda sensibilidad; es decir, dejar de vivir. No, no: todo eso son necedades que yo no entiendo. Por lo demás, yo no sé razonar.

—Al contrario, razona usted muy bien.

—Los estoicos, a quienes usted quiere imitar, eran hombres notables, pero su filosofía ha muerto hace dos mil años, y no hay probabilidades de que renazca, porque no es práctica ni vital. Nunca pudo seducir sino a una minoría selecta, que no tenía mejor ocupación que el dedicarse a tales extravagancias; en cuanto a la mayoría, ni entendió nunca ni podía entender a los estoicos. La gran mayoría humana es inaccesible a la propaganda del desprecio y la indiferencia por la riqueza y la comodidad, por lo mismo que no las posee. Además, esta mayoría no puede desdeñar el sufrimiento, porque toda la vida humana está hecha de sufrimientos, de sensaciones de hambre, frío, rebeldía y miedo a la muerte. Sí, lo repito: la filosofía de los estoicos no está llamada a propagarse. Lo único que puede progresar y desarrollarse es la lucha contra las imperfecciones de la vida, la lucha por la propia existencia y la propia felicidad...

Gromov iba a decir algo más, pero perdió el hilo de sus ideas y se detuvo de pronto, dándose una palmada en la frente.

—Iba yo a decir algo importante, pero se me fué... ¡Ah, ya caigo! Un estoico se vendió una vez como esclavo para comprar la libertad de otro esclavo. Esto prueba que era sensible a los sufrimientos, al menos a los ajenos. Para sacrificarse de este modo debió de sublevarse, indignarse contra la injusticia social, al punto de querer libertar a una de sus víctimas. Y, en fin, vea usted el caso de Jesucristo: era sumamente sensible a la vida real, y reaccionaba ante ella como los simples mortales; lloraba, sonreía, se entristecía, se encolerizaba. Al aproximarse a su espantosa muerte, no iba precisamente sonriendo: al contrario, en el jardín de Getsemaní pidió a Dios que le ahorrara tan amargo trance.

Gromov se detuvo un instante.

—Supongamos que tiene usted razón en el fondo; que la tranquilidad y la dicha no se encuentran afuera, sino en el corazón del hombre. Aun así, no entiendo que usted predique semejante doctrina. ¿Acaso es usted filósofo, o es usted sabio?

—No; ni sabio ni filósofo; pero creo que todos tenemos derecho de predicar la verdad.

—Pero ¿con qué derecho se atribuye usted competencia para tratar de los sufrimientos humanos? ¿Acaso ha sufrido usted alguna vez? ¿Tiene usted noción de lo que es sufrir? Permítame que le haga una pregunta: ¿Le han pegado a usted de niño?

—No; mis padres no aprobaban ese procedimiento pedagógico.

— Pues a mí mi padre me pegaba de un modo cruel. Era un hombre severo; padecía hemorroides; tenía una enorme nariz y un cuello amarillo. No hablemos de usted: a usted nadie lo ha tocado con la punta del dedo; usted no ha tenido nada que temer; usted goza de una salud perfecta; nunca conoció usted la miseria, ni durante la infancia, ni después en la Universidad. Una vez obtenido el diploma, encontró usted una buena colocación; y desde hace unos veinte años vive usted en una casa que le proporciona el Estado, con calefacción, luz, servidumbre. Trabaja usted cuando le da la gana, y
 
Marcelo_Arrizabalaga,21.11.2019
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La sala número seis (novela)
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La sala número seis (1920) de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
La sala número seis
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LA SALA NÚMERO SEIS


I

Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.

El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.

El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.

El que está junto a la puerta es alto, flaco, de bigotes rojizos y ojos sanguinolentos, como los ojos irritados de un hombre que llorara constantemente. La frente en la mano, ahí se está sentado en la cama sin apartar los ojos de un punto. Día y noche entregado a la melancolía, mueve la cabeza, suspira, sonríe a veces con amargura. Casi nunca interviene en las conversaciones, ni contesta cuando le preguntan algo. Come y bebe de un modo completamente automático todo lo que le sirven. Su tos lastimosa y agotadora, su extremeda flacura, sus pómulos enrojecidos, todo hace creer que está tísico.

Su vecino inmediato es un hombrecillo vivaz e inquieto que usa una barbita puntiaguda; su cabello es negro y rizado como el cabello espeso de un negro. Durante el día se pasea por el cuarto de una ventana a otra, o bien se queda sentado en la cama, a la turca, cantando incesantemente a media voz y riendo con un aire amable y satisfecho. Su alegría infantil, su vivacidad, tampoco de noche lo abandonan cuando se incorpora para implorar a Dios dándose repetidos golpes de pecho. Este hombre es Moisés el judío, que se volvió loco hace veinte años a causa del incendio que destruyó su sombrerería.

Es, de todos los huéspedes de la «sala número 6»,—que así la designan—el único que tiene permiso de salir fuera del pabellón y aun a la calle. Se le concede este privilegio a título de antigüedad en la casa, y también por su carácter inofensivo; a nadie da miedo, y suele encontrársele por la ciudad rodeado de chicos y perros. Con su bata azul y su bonete ridículo, en pantuflas y hasta descalzo, y, a veces, también sin pantalones, pasea por las calles, se detiene a la puerta de alguna casa o tienda, y pide un copeck de limosna. La buena gente le da pan, cidra, copecks, y así, siempre vuelve con la barriga llena, rico y contento. Todo lo que trae lo confisca a la entrada el veterano Nikita, que procede al acto de una manera brutal: hurga los bolsillos del loco, y gruñe y jura que no dejará salir más a Moisés, y que no puede tolerar tamaño desorden.

Moisés es muy servicial: lleva agua a sus vecinos, los cubre cuando duermen, les ofrece traerles copecks de la ciudad y hacerles sombreros nuevos.

A la derecha de Moisés se encuentra la cama de Iván Dimitrievich Gromov. Es un sujeto de treinta y cinco años, de noble origen, ex secretario del tribunal, que padece de manía persecutoria. Pocas veces se le ve sentado; a veces está acostado, con las rodillas pegadas a la barba, y otras veces mide a grandes pasos la sala. Siempre parece agitado, inquieto, como si esperara ansiosamente quién sabe qué. Se estremece al menor ruido del vestíbulo o del patio exterior; levanta la cabeza con angustia y escucha atentamente: cree que son sus enemigos que lo andan buscando, y sus facciones se contraen en una mueca de terror.

Hay cierta vaga belleza en esa cara ancha, de pómulos salientes, pálida y contraída, espejo donde se refleja un alma martirizada por el miedo constante y la lucha interna. Sus gestos son extraños y repelentes; pero sus facciones finas, llenas de inteligencia, y sus miradas conservan elocuencia y calor. Es cortés y amable para con todos, excepción hecha de Nikita. Si a alguien se le cae una cuchara, un botón, ya está él saltando de su lecho para recogerlo. Por la mañana, al levantarse, saluda a todos y les desea los buenos días; por la noche, da las buenas noches.

A veces, entre la noche, comienza a estremecerse, rechina los dientes, y se pone a andar presurosamente por entre las camas. Entonces se diría que la fiebre se apodera de él. A veces se detiene frente a cualquiera de sus camaradas, se le queda mirando muy fijamente y parece querer decirle algo muy grave; pero, como si de antemano supiera que no le han de hacer caso, sacude nerviosamente la cabeza, y continúa sus paseos a lo largo de la estancia. Pronto el deseo de comunicarse domina en él todas las consideraciones, y, entonces, sin poderse- contener, se suelta hablando con abundancia y pasión. Habla de un modo desordenado, febril, como se habla en sueños, casi siempre es incomprensible; pero en su palabra, en su voz, se descubre un natural lleno de bondad. De sólo oírle, queda uno convencido de que aquel loco es un hombre honrado, un alma superior: habla de la cobardía de los hombres, de la violencia que sofoca a la verdad, de la vida ideal y hermosa que un día habrá de reinar sobre la tierra, de las rejas de las ventanas que se oponen a la libertad humana y parecen recordar la barbarie y la crueldad, de las cárceles.

II

Hará unos doce o quince años, en aquella misma ciudad, en la calle principal de ella, vivía un funcionario público llamado Gromov, hombre de posición muy holgada y casi rico. Tenía dos hijos: Sergio e Iván. El primero murió de tisis cuando estaba haciendo sus estudios universitarios. Y desde entonces, la familia Gromov tuvo que sufrir una serie de terribles pruebas.

Una semana después de los funerales de Sergio, el padre fué arrestado por fraude y malversación de fondos públicos; poco después moría de tifus en el hospital de la prisión. La casa y cuanto contenía se vendió en pública subasta. La viuda Gromov y su hijo Iván se quedaron sin recursos.

Antes de la muerte de su padre, Iván Dimitrievich estaba también estudiando en la Universidad. Su padre le enviaba mensualmente unos 60 ó 70 rublos, que bastaban ampliamente a sus necesidades. Ahora, por primera vez, se encontraba frente a frente con la miseria, y se vio obligado a buscarse un medio cualquiera de ganarse el pan. Desde por la mañana hasta muy entrada la noche corría de aquí para allá dando lecciones, copiando documentos, aceptando cuanto trabajo se le ofrecía. Con todo, estaba casi en la miseria; todo lo que ganaba se lo enviaba a su madre.

Pronto esta vida de sufrimientos quebrantó las fuerzas del joven Iván Dimitrievich: se debilitó, se enflaqueció, y, abandonados los estudios universitarios, volvió a su ciudad natal, al lado de su madre. Allí logró que le nombraran instructor en una escuela primaria, pero no pudo entenderse con sus colegas ni con los alumnos, y tuvo que dimitir al poco tiempo.

Poco después tuvo que enterrar a su madre. Durante seis meses no pudo encontrar ninguna colocación, y estuvo a pan y agua hasta que alcanzó la plaza de secretario del tribunal local, que conservó ya hasta el instante en que se declaró su locura.

Nunca, ni en la adolescencia, había gozado de buena salud. Siempre flaco y pálido, atrapaba fácilmente un catarro, era desganado, no dormía bien. Con sólo un vasito de vino, ya tenía náuseas y vértigos. Aunque muy aficionado a la sociedad, era tan irascible y desconfiado que no podía conservar sus relaciones, y no tenia verdaderos amigos. Hablaba con desdén de la gente de la ciudad, a quien detestaba por su ignorancia y vida insustancial, exenta de estímulos superiores. Y esto, en voz muy alta, casi a gritos, con ardor y vehemencia, aunque siempre con sinceridad. El tema favorito de sus conversaciones era la vida que le rodeaba, la falta absoluta, de preocupaciones ideales, la violencia de los fuertes y el servilismo de los débiles, la hipocresía y la perversidad que notaba en los habitantes de la ciudad. Acusador implacable, declaraba que sólo los cobardes logran lo que necesitan, y que la gente digna se muere de hambre; que no había buenas escuelas, ni Prensa honrada, ni teatro, ni conferencias públicas, y, finalmente, predicaba la unión y la colaboración estrecha de todas las fuerzas vivas del pueblo. En sus peroratas ponía siempre mucho fuego y pasión. Para pintar a los hombres y a las cosas sólo empleaba dos colores: el blanco y el negro; la Humanidad, a su ver, estaba partida en dos bandos: la gente honrada y los picaros. Los términos medios, los matices, no existían para él. Y aunque se expresaba con admiración y entusiasmo sobre el amor y las mujeres, no estaba enamorado. A pesar de la violencia de su lenguaje y de sus acusaciones implacables, en la ciudad era bastante querido; para hablar de él empleaban el diminutivo cariñoso: Vania. Su natural bondad, su solicitud, su pureza moral, así como su traje usado, sus desgracias familiares y su condición enfermiza, ganaban al pobre joven el afecto y la compasión de los vecinos. Además, era muy ilustrado, muy leído, y con reputación de diccionario enciclopédico en dos pies.

Su distracción favorita era la lectura. Ya en su casa, ya en el club, se pasaba las horas largas hojeando libros y revistas. En sólo la expresión de su cara se adivinaba al lector ávido, que lee como el borracho bebe o como devora el hambriento, tragando todo sin masticar. Se arrojaba con ansia sobre todo impreso, aun sobre los periódicos del año pasado y los calendarios antiguos. La lectura habla llegado a ser para él un hábito enfermizo, casi una anomalía.

En su casa, por la noche, solía leer en la cama hasta el amanecer.



III

Una mañana de otoño, con el cuello del gabán levantado, se dirigía por las calles fangosas a casa de algún vecino a quien tenía que prestarle algún servicio. Iba de mal humor, como, por lo demás, solía estar siempre por la mañana. En cierta callejuela se cruzó con dos presos cargados de cadenas y conducidos por cuatro soldados.

A menudo se encontraba Iván con prisioneros, y siempre sentía una profunda compasión hacia ellos; pero esta vez la impresión fué mucho más intensa y dolorosa. Y se dijo que él mismo podría un día ser conducido así, entre grillos, hasta la cárcel, por entre el fango de las calles.

Cuando hubo despachado lo que tenía que hacer, de vuelta a su casa, tropezó, junto a la oficina de correos, con un oficial de policía conocido suyo. Este lo saludó y lo fué acompañando un rato. El caso preocupó mucho a Iván Dimitrievich. Todo el día estuvo pensando en presos y en soldados carceleros. Poco a poco, una vaga angustia se fué apoderando de su ánimo, y ni siquiera podía entregarse a la lectura.

Por la noche no encendió la lámpara. No pudo conciliar el sueño en toda la noche, y estuvo pensando en que a él también le podrían arrestar, encadenar, encarcelar. De sobra sabía él que no había cometido crimen alguno, y estaba seguro de no cometerlo en su vida; pero, ¿acaso estaba a salvo de incurrir en alguna ilegalidad, aun sin querer, por un azar desgraciado? Finalmente, podía ser víctima de una calumnia o un error judicial cualquiera. En el estado actual de las leyes, los errores judiciales son siempre probables. Jueces, policías, médicos, juristas, todos, en virtud del hábito profesional, se van volviendo imposibles, y a menudo se inclinan a ver crímenes donde no los hay. Así, inconscientemente, se vuelven crueles, como el carnicero habituado a matar reses, que ni se acuerda de los sufrimientos que puede ocasionarles. En tales condiciones, condenar a un inocente, hacerlo arrestar, enviarlo a presidio, resulta sumamente fácil, y todo es cuestión de contar con el tiempo indispensable para llenar las formalidades del caso. Cumplidas las formalidades, se acabó todo, y sobre todo aquí, en esta miserable ciudad, perdida en el campo, a más de 200 verstas del ferrocarril. Aquí no hay medio de probar que se es inocente; no hay esperanzas de que la verdad triunfe y se imponga. Además, en esta sociedad perversa y corrompida, que considera la violencia como una necesidad absoluta, y que se indigna y subleva cuando los jueces pronuncian un veredicto absolutorio, ¿quién piensa en la justicia?

A la mañana siguiente, Gromov se levantó horrorizado, sudando frío, absolutamente convencido de que a cada paso lo podrían arrestar. El hecho de que estos pensamientos no lo abandonasen—se decía—, prueba que había en ellos un presentimiento de la verdad. No le habían de haber ocurrido sin alguna causa.

En este preciso momento, pasó frente a su ventana, lentamente, un agente de policía. Gromov se estremeció. ¿Qué significaba esto? Poco después, dos hombres se detuvieron frente a su casa, silenciosos. ¿Por qué callarían así?

A partir de ese día, Gromov vivió en una angustia mortal. Todo el que pasaba por la calle, o entrada al patio de su casa, le parecía un espía o un agente de la secreta. A mediodía pasaba, invariablemente, el jefe de policía, en coche, camino de su despacho; pero, ahora, a Gromov le parecía notar en aquel hombre cierta inquietud, y una expresión singular en su rostro. Probablemente, al jefe de policía se le hace tarde para comunicar que ha descubierto en el pueblo a un criminal importante.

Cada vez que la campanilla sonaba, Gromov temblaba; toda cara nueva que veía en casa le inspiraba desconfianza y temor. Cuando, por la calle, se encontraba con guardias o gendarmes, fingía sonreír, se ponía a silbar, como para dar a entender que no tenía razón de temerles. Por la noche padecía insomnios, esperando que vinieran a arrestarlo de un momento a otro; pero, por temor de que el ama de la casa se diera cuenta, hacía como que roncaba y lanzaba profundos suspiros, simulando un sueño profundo. ¡No fueran a figurarse que tenia remordimientos de conciencia que le quitaban el sueño, y sospecharan de él!

Trataba de tranquilizarse, de convencerse de que sus temores eran infundados, que aquello era absurdo, que, aun cuando lo arrestaran, la cosa no sería tan terrible mientras realmente estuviera limpia su conciencia; pero el razonar consigo mismo, sólo le servía para angustiarse más y más. Finalmente, viendo que sus reflexiones eran inútiles, se resignó, y ya no se opuso más a sus pensamientos funestos.

Comenzó a evitar el trato y a buscar la soledad. La servidumbre, que de tiempo atrás le disgustaba, ahora se le había hecho de todo punto insoportable, Siempre estaba temiendo que sus compañeros de trabajo le jugaran una mala pasada: meterle dinero en el bolsillo para después acusarlo de cohecho; además, él mismo podía equivocarse al hacer una copia, y esto producir fatales consecuencias.

Nunca había trabajado más su pobre imaginación. Inventaba mil dificultades y obstáculos contra su libertad y aun contra su vida. Y, por otra parte, ya había perdido todo interés por las cosas del mundo interior, incluso la lectura y los libros. Su memoria comenzó a traicionarlo: se le olvidaban las cosas más sencillas.

A principios de la primavera, pasado el deshielo, se encontraron en una barranca, junto al cementerio, dos cadáveres en vías de descomposición: una vieja y un niño. Al parecer, se trataba de un asesinato. En el pueblo no se hablaba más que del crimen misterioso y de los asesinos ocultos.

A fin de que no sospecharan de él, Gromov paseaba por las calles, sonreía, y procuraba tener aire de hombre de conciencia tranquila. Pero, en cuanto daba con algún conocido, palidecía, se sonrojaba después, y se ponía a decir que no hay crimen más abominable que asesinar a los débiles.

Pronto se sintió fatigado de estos esfuerzos, y entonces se le ocurrió que lo mejor sería esconderse en los sótanos de la casa. En efecto, se pasó un día entero en el sótano, después la noche entera, y, además, todo el día siguiente, y por la noche, temblando de frío, se escurrió como un solapado ladrón hasta su cuarto, y allí permaneció inmóvil, atento a los rumores más insignificantes. Por la mañana, muy temprano, entraron obreros en la casa. Gromov no ignoraba que venían a arreglar el horno de la cocina; pero el terror le hacia imaginar en ellos a los temidos agentes disfrazados.

Lentamente, de puntillas, se salió de la casa, y, presa de pánico, sin sombrero, en mangas de camisa, se echó a correr por la calle. Los perros le seguían ladrando; los transeúntes, asombrados, le gritaban; el viento silbaba en sus oídos. Y él seguía corriendo, corriendo, enloquecido, espantado. Le parecía que toda la violencia del mundo venía tras él dándole caza furiosamente.

No sin trabajo lograron apoderarse de él y volverle por fuerza a casa. El médico, llamado al efecto, le prescribió un calmante, movió tristemente la cabeza y se marchó, tras de haber declarado al ama que no volvería, porque no hay medio de evitar que los hombres se vuelvan locos.

Como Gromov no tenía recursos bastantes para ser atendido a domicilio, lo llevaron al hospital municipal y lo instalaron en la sala de los enfermos venéreos. Pero no dormía por la noche, y era tan excitable y caprichoso, que molestaba mucho a los enfermos. El doctor Andrés Efimich ordenó entonces que lo trasladaran a la sala núm. 6.

Un año después, ya nadie se acuerda de Ivan Dimitrievich; sus libros, arrumbados en el desván por el ama, son ahora juguetes de los muchachos.
IV

El vecino de la derecha de Gromov es un mujik de cara redonda, mirada estúpida e insensata. Bestia de extremada voracidad y de no menor suciedad, había perdido, hacía mucho tiempo, el don de pensar y de sentir. De su cuerpo se exhala un olor repugnante. Nikita le pega con redoblada crueldad, lo abofetea de lo lindo, y lo peor es que la víctima no reacciona ni hace un solo gesto, ni expresa cólera o indignación; se limita a mover la cabeza tras de cada golpe recibido, como un tonel que recibe un puntapié.

El quinto y último habitante de la sala número 6 es un pobre hombre flaco, rubio, de mansa expresión, que había sido, en salud, empleado de correos. A juzgar por sus ojos tranquilos e inteligentes, que tienen siempre un fulgor malicioso, posee un secreto que esconde cuidadosamente a las indiscreciones del mundo. Bajo su almohada, bajo su colchón, guarda algo que no quiere mostrar a nadie, no por miedo del robo, sino más bien por pudor. A veces se acerca a la ventana, y, de espaldas a sus camaradas, oprime algo sobre su pecho, y después lo contempla un rato, cabizbajo. Si se le acerca alguien, se pone confuso y oculta el objeto al instante. Pero, con todo, no es difícil adivinar de qué se trata.

—Ya puede usted felicitarme—suele decirle a Gromov—. Me han dado la cruz de Estanislao de segundo grado, con estrella. Esta condecoración sólo se concede a los extranjeros; pero, para mí, se ha hecho una excepción. Si he de decirle a usted la verdad, es un favor que no me esperaba.

Sonríe lleno de satisfacción, y espera que Gromov le dé la enhorabuena. Pero éste contesta tristemente:.

—Yo no entiendo de eso.

—¿Sabe usted—continúa el antiguo empleado de correos—, sabe usted cuáles son mis aspiraciones?—Y guiñando maliciosamente los ojos, añade:—¡Aspiro a la orden de la Estrella Polar! La cosa vale la pena; es una orden muy rara: cruz blanca y banda negra. Hermosísima. Ya verá usted, ya verá usted cómo me salgo con la mía.

La vida en aquella casa es muy monótona. Por la mañana, todos los enfermos, con excepción del mujik, se lavan en el vestíbulo, en un tonel lleno de agua, y se enjugan la cara con los extremos de la bata. Después beben el té que les dan en tazas de plomo. Sólo hay derecho a una taza. A mediodía, comen una sopa de col y un plato de cereales. Por la noche, cenan los restos de la comida. Y en los intervalos, los enfermos están acostados, se duermen, se ponen a ver por las ventanas o se pasean de un rincón a otro de la sala.

Así transcurren todos los días. El antiguo empleado de correos habla siempre de las mismas condecoraciones.

Raro es ver caras nuevas en la sala número 6. El doctor no recibe ya más locos, y las visitas son muy de tarde en tarde: no abundan los aficionados a las casas de locos. Dos veces al mes viene el peluquero Simeón Lazarich. Nikita le ayuda a cortar el pelo a los huéspedes de la número 6, y los pobres reciben entonces tan malos tratos, que su aparición provoca un pánico indescriptible.

Aparte del peluquero, no viene nadie al manicomio; los enfermos están condenados a no ver más cara que la de Nikita todos los días. El doctor, tampoco viene casi nunca.

Pero he aquí que de pronto circula por el hospital un rumor inusitado: el doctor ha dado en frecuentar la sala número 6.



V

En efecto; la noticia era extraña, casi extraordinaria.

El doctor Andrés Efimich Ragin no es un hombre ordinario. Cuentan que en su juventud había sido muy devoto, y que se preparaba para la carrera eclesiástica. Después de alcanzar el bachillerato, en 1883, quiso entrar en el seminario para hacerse cura; pero su padre, médico también, se opuso resueltamente, y le declaró que lo desconocería si se empeñaba en seguir la carrera del sacerdocio. Andrés Efimich confesaba no sentir la menor vocación por la medicina ni por ninguna otra ciencia especial. Pero el destino había decidido que fuera médico.
Tenía un aspecto rudo y tosco de mujik o de tabernero. Su rostro era severo; los ojuelos, pequeños; la nariz, roja. Era muy fuerte y corpulento, de brazos muy sólidos. Parecía capaz de derribar a un hombre de un golpe. Y, sin embargo, era tímido; andaba con suavidad, casi de puntillas. Cuando, en un paso estrecho, se encontraba con alguien, se apartaba invariablemente, y con una voz fina, casi femenina, decía: «¡Perdón!» Tenía en el cuello un tumorcillo que le impedía usar camisas muy almidonadas; siempre llevaba camisas blandas. Se vestía con cierto descuido; casi no cambiaba de traje, y cuando se ponía un traje nuevo, se diría que era usado. Con el mismo traje recibía a sus enfermos, comía, visitaba a sus amistades, y no por avaricia, sino por abandono de las cosas externas.

Cuando llegó al pueblo en calidad de médico municipal, el hospital se encontraba en un estado lamentable. En las salas, corredores y patio, había un olor imposible. Los criados, las hermanas de la caridad y los niños, dormían en la misma sala de los enfermos. Verdaderos ejércitos de ratas y chinches hacían intolerable la vida. No había instrumentos quirúrgicos ni termómetros. Las patatas las guardaban en las bañeras. El personal se enriquecía robando a los tristes enfermos. El predecesor de Andrés Efimich, a creer los rumores, vendía por trasmano el alcohol del hospital, y mantenía relaciones muy estrechas con las hermanas enfermeras, y aun con las enfermas.

En el pueblo estaban al tanto de estos desórdenes; pero la opinión pública no parecía hacer caso de ello. Para tranquilidad de conciencia, los vecinos se decían que, a fin de cuentas, el hospital está poblado de gente pobre acostumbrada a vivir mal, y que puede aguantar cualesquiera condiciones de vida.

¡Cómo ha de ser! ¡No podemos alimentarnos con perdices!

Después de su primera visita, el nuevo doctor se dijo que aquel era un establecimiento inmoral, sumamente dañoso para la salud de los vecinos. A su modo de ver, lo mejor hubiera sido dejar a los enfermos en libertad y cerrar la casa; pero no se le ocultaba que carecía de poder para obrar así. Además, sin duda los mismos vecinos desearían conservar su hospital, que por algo lo habían construido. Claro que esto no pasaba de ser un prejuicio; pero los mismos prejuicios, y otras sandeces que hace la gente, pueden algún día servir para algo, como sirve el estiércol para abonar la tierra. Todas las cosas buenas del mundo tienen, en su origen, algo repugnante.

Con estas filosofías, Andrés Efimich entró en sus nuevas funciones decidido a dejarlo todo tal como estaba. Desde el primer día manifestó la mayor indiferencia por cuanto ocurriera en el hospital. Se limitó a pedir a los criados y a las hermanas que no durmieran en la sala de los enfermos, e hizo comprar un par de armarios con instrumentos. En cuanto al personal, no vió la necesidad de renovarlo. En suma; todo siguió como antes.

El doctor aprecia en mucho la inteligencia y la honradez; pero carece de la voluntad que hace falta para obligar a los que le rodean a vivir de un modo inteligente y honrado. No sabe mandar, ordenar, prohibir, insistir. Se diría que ha hecho voto de no alzar nunca la voz, de no emplear jamás el imperativo. Le cuesta mucho trabajo resolverse a decir: «Dénme eso, tráiganme aquello.» Cuando tiene apetito, se dirige tímidamente a su cocinera y le dice:

—Si fuera posible, me gustaría comer un poco.

Sabe muy bien que el administrador del hospital es un ladrón y que merecía que lo hubieran echado a la calle hace mucho tiempo; pero no se siente capaz de hacerlo, le es de todo punto imposible. Cuando lo engañan y le presentan a firma, por ejemplo, una factura tramposa, se sonroja hasta los cabellos, como si él fuera el autor del fraude; pero, con todo, firma. Cuando los enfermos se quejan de hambre o de los malos tratos que reciben del personal, se pone mortificadísimo y balbucea muy confuso:

—Bueno, bueno, yo lo arreglaré... Creo que habrá sido un error.

Al principio, el doctor trabajaba con mucho celo; todos los días recibía a los enfermos desde por la mañana hasta la hora de comer, operaba y asistía a los partos. Así adquirió pronto en el pueblo reputación de buen médico. Las señoras decían que era muy atento y excelente para el diagnóstico, sobre todo en efermedades de señoritas y niños.

Pero, poco a poco, empezó a cansarse de la monotonía y evidente inutilidad de todo esto. Hoy son treinta enfermos, mañana serán treinta y cinco, y pasado mañana cuarenta; y así, de día en día, de año en año, los enfermos van aumentando, y la mortalidad está lejos de disminuir. ¿De qué sirven, pues, tantos esfuerzos? Aparte de que, cuando en el término de unas cuantas horas se reciben a cuarenta enfermos, es físicamente imposible atenderlos y cuidarlos debidamente, de modo que el médico se ve obligado a defraudar a veces las esperanzas de su clientela. Según la estadística del hospital, el año pasado el doctor recibió unos doce mil dolientes; es decir, que hubo doce mil engañados. La mayoría deberían haber ingresado en el hospital, aun para recibir los cuidados más indispensables, pero era imposible; sin contar con que las condiciones higiénicas del hospital no se prestan en manera alguna para cuidar a un enfermo; está muy sucio, la alimentación es mala el aire está corrompido. «Puesto que no tengo fuerzas para cambiarlo todo—se decía el doctor—más vale no ocuparse de ello.»

Además, ¿para qué empeñarse en impedir que la gente se muera, siendo la muerte el fin natural de todos? ¿Vale verdaderamente la pena de prolongarle la vida por cinco o diez años a este comerciante, a aquel empleado? Cierto es que otros piden a la medicina consuelos para el sufrimiento. Pero, ¿debe uno proporcionar tales consuelos? Según los filósofos, el sufrimiento conduce a los hombres a la perfección; y ademas, si los hombres llegan realmente a descubrir el medio de aplacar sus padecimientos con píldoras y especialidades farmacéuticas, descuidarán la religión y la filosofía, que era hasta ahora, no sólo una fuente de consuelos, sino de felicidad. Amén de que los hombres más eminentes han sufrido muchos males. Puchkin, por ejemplo, pasó unas horas terribles antes de morir; el pobre Heine estuvo paralitico muchos años. ¿Por qué, pues, empeñarse en ahorrarle sufrimientos a un triste empleado o a una burguesa cualquiera, cuya vida, desprovista de padecimientos, sería monótona e insípida, como la de un organismo primitivo?

A fuerza de razonar así, el doctor comenzó a abandonar sus deberes, y sólo se preocupaba del hospital dos o tres veces por semana.



VI

La vida del doctor es muy aburrida.

Se levanta a eso de las ocho, se viste, toma el té, lee después un poco en su gabinete y, a veces, visita el hospital. Allí, en el estrecho y oscuro corredor le están esperando los enfermos. Frente a ellos pasan continuamente, golpeando el suelo con los zuecos, los guardianes y los enfermos internos. A veces también conducen por el corredor a los muertos, hacia la sala mortuoria. Se oyen gemidos de los dolientes, se oyen llantos de niños, y el viento circula, libremente por el corredor, produciendo fuertes corrientes.

El doctor sabe bien que todo eso produce una impresión dolorosa sobre los enfermos, pero nada hace para evitarlo.

En el vestíbulo sale a recibirlo el enfermero Sergio Sergeyevich, un hombrón de cara afeitada e inflada, de maneras corteses, cuidadosamente vestido y con más aspecto de senador que de enfermero. En la ciudad cuenta con numerosa clientela; usa corbata blanca, y se cree más sabio en medicina que el doctor, que ya casi no tiene clientes.

En un rincón de la sala de recibir hay un enorme icono. En los muros se ven retratos de obispos, una fotografía de un convento y coronas de florecillas marchitas. Es el enfermero quien se ha preocupado de decorar así la estancia. Es hombre muy religioso, y todos los domingos hace decir una misa en el hospital.

Aunque hay muchos enfermos, el doctor tiene su tiempo limitado; se reduce, pues, a preguntar a cada uno qué le duele, y después le prescribe aceite de ricino, o algo que no pueda hacerle bien ni mal. Sentado junto a su mesa, la cabeza apoyada en la mano, el doctor parece sumido en hondas reflexiones, y va preguntando sin saber lo que dice. El enfermero, a su lado, se frota las manos, y de tiempo en tiempo hace algunas observaciones.

—Padecemos y enfermamos—suele decir a los pacientes—porque no sabemos rogar a Dios tanto como debiéramos.

Evita las operaciones; ha perdido la costumbre, desde hace mucho, y la sola vista de la sangre lo pone nervioso. Cuando tiene que abrirle la boca a un niño enfermo, y el niño se opone y llora, el doctor padece verdaderos vértigos, quisiera taparse las orejas y huir y se apresura a recomendar cualquier remedio, hacendó señas de que se lleven achico.

Pronto el aspecto tímido y estúpido de los enfermos le fatiga; la presencia del enfermero, los retratos de los obispos, las preguntas mismas que está dirigiendo a los enfermos desde hace veinte años, todo le cansa, y a los cinco o seis enfermos se despide, dejando el resto a cargo del enfermero.

Con el dulce pensamiento de que ya en el pueblo no le quedan clientes que lo molesten, vuelve a su departamento, se sienta en su gabinete, y helo otra vez leyendo. Lee mucho, y siempre con mucho interés. La mitad del sueldo se lo gasta en libros. De las seis habitaciones de que dispone, tres están repletas de libros y de viejas revistas. Tiene preferencia por las obras de historia y filosofía; en materia de medicina sólo recibe una revista, El Médico, que lee siempre comenzando por el final.

Y así se pasa las horas muertas leyendo sin moverse de un sitio y sin dar señales de fatiga. Lee muy lentamente, sin tragarse las páginas como antaño su enfermo Gromov, y deteniéndose en lo que no encuentra claro o le resulta agradable. Junto al libro hay siempre una garrafa de vodka y una manzana o un pepino con sal, puestos directamente sobre el tapete de la mesa, sin plato. De tiempo en tiempo se sirve un vasito de vodka, y, sin quitar los ojos de la lectura, busca a tanteos el pepino y da un mordisco.

Hacia las tres se acerca con mucha suavidad a la puerta de la cocina, tose y dice a la cocinera:

—Daría, siento ya un gusanillo... Si fuera posible, quisiera comer.

Después de comer una comida muy mediana y muy mal servida, pasea mucho tiempo, los brazos cruzados sobre el pecho, por todas las habitaciones, y medita. El reloj da las cuatro, el reloj da las cinco, y él continúa rumiando sus meditaciones. De tiempo en tiempo la puerta de la cocina se abre con un rechinido, y se ve pasar a la cocinera con su cabeza rojiza y somnolienta.

—Andrés Efimich, creo que ya es hora de la cerveza—dice con cierta inquietud.

—No, todavía no—responde éste—. Voy a esperar otra media horita.

Por la noche viene a verlo casi siempre el director de correos, Mijail Averianich, único habitante de la ciudad, cuya compañía parece soportable al doctor.

Mijail Averianich había sido en otro tiempo rico propietario y oficial de caballería; arruinado, tuvo que entrar como empleado en la oficina de correos. Es apuesto, usa unas hermosas patillas blancas; tiene modales muy distinguidos y voz sonora y agradable. Posee una envidiable salud, es hombre de corazón muy sensible, aunque algo nervioso e iracundo. Cuando, en la oficina de correos, alguna persona del público protesta o simplemente exige algo, Mijail Averianich se pone rojo de ira, todo el cuerpo le tiembla y grita a voz en cuello:

—¡Ya se está usted callando! ¡Aquí no manda nadie más que yo!

Gracias a esto, el correo ha adquirido desde hace tiempo una sólida reputación de lugar desagradable y expuesto a escándalos.

Mijail Averianich estima y quiere bien al doctor, a quien considera como hombre instruído y de noble corazón; pero a los demás vecinos los trata con desprecio y los considera como a súbditos suyos.

—Aquí estoy—dice al llegar a casa del doctor—, ¿Qué tal, querido amigo? Ya estará usted de mis visitas hasta aquí, ¿verdad?

—Al contrario, hombre, me dan muchísimo gusto—le responde el doctor—. Siempre es usted bienvenido en esta casa.

Y los dos amigos se sientan sobre el canapé del gabinete. Un buen rato se lo pasan fumando sin decir nada. Después el doctor llama a la cocinera:

—Daría, ¿quiere usted hacer el favor de darnos cerveza?

Daría trae la cerveza.

La primera botella se agota en silencio; el doctor, siempre entregado a sus reflexiones, y Mijail Averianich con aire alegre y animado, como hombre que tiene muy buenas cosas que contar.

El doctor comienza siempre la conversación.

—Lástima—dice hablando con parsimonia y tristeza sin mirar a los ojos de su interlocutor—que no haya en este lugar gente aficionada a la buena conversación y capaz de sostener una charla interesante. Para nosotros resulta una dura privación. Ya ve, usted, aquí, ni los intelectuales sobresalen del bajo nivel de las capas inferiores del pueblo.

—Tiene usted razón que le sobra. Lo mismo digo.

—Ya sabe usted bien—continúa el doctor—que en este mundo todo es insignificante y carece de interés, si se exceptúan las manifestaciones superiores del entendimiento. Sólo el entendimiento traza una línea divisoria entre el hombre y la bestia, e indica el origen divino de aquél, y, en cierto grado, reemplaza para él el precioso don de la inmortalidad, que no existe. Según esto, el espíritu puede considerarse como la única fuente verdadera de felicidad. Pero nosotros, que no vemos en nuestro radio ninguna manifestación del espíritu, no podemos disfrutar de esa felicidad. Cierto es que tenemos nuestros libros, pero no es lo mismo, ni la lectura puede sustituir del todo los agrados de la conversación y el cambio de ideas. Si usted me permite que use de una comparación algo atrevida, le diré a usted qué el libro es la nota y la conversación es el canto.

—Dice usted muy bien.

Y aquí hay un silencio. Entra entonces la cocinera, y con expresión curiosa se detiene casi en la puerta para oír lo que hablan los señores.

—En esta época ya no hay ingenio—declara Mijail Averianich.
Y se pone a recordar los buenos tiempos, cuando la vida valía la pena y era sana y gozosa, y habla de los intelectuales de hace treinte años, tan enamorados de su honra y tan devotos de la amistad. Entonces se prestaba uno dinero sin necesidad de prenda ni garantía, y todos se ayudaban mutuamente de una manera caballeresca. La vida estaba preñada de aventuras y de cautivadoras sorpresas. ¡Qué camaradas los de entonces! ¡Qué mujeres aquéllas!

Y después se enfrasca con entusiasmo en una descripción del Cáucaso, ese país de bienandanza.

—Figúrese usted que la mujer de un teniente coronel, una mujer de lo que hay poco, se vestía con traje de oficial, y, por la noche, emprendía largas excursiones a la montaña, sola y sin guía. Decían que tenía quién sabe qué misteriosa novela con un príncipe de Georgia...

—¡Virgen santísima!—exclama la cocinera.

—¡Ah, en aquel tiempo se sabía comer y beber! La gente tenía ideas atrevidas. El doctor, aunque ha estado escuchando, parece que no ha entendido bien; parece que piensa en otra cosa. Después, a pequeños sorbos, sigue apurando su cerveza. Y de pronto, inesperadamente, interrumpiendo a su amigo, dice:

—A veces, en sueños, me parece que estoy entre personas inteligentes y metido en conversaciones amenísimas. Mi padre me dió una buena instrucción; pero cometió el error de obligarme a la carrera de médico. Yo creo que, si lo hubiera desobedecido, a estas horas viviría en el corazón de la vida intelectual. Tal vez me habrían ya hecho miembro del consejo de la Universidad. Claro es que también el espíritu es cosa pasajera, pero es lo mejor que hay es nuestra vida. En suma: que la vida es cómo una trampa sin escape, en la que, más tarde o más temprano, todos los hombres que piensan tienen que ir cayendo. El hombre viene al mundo contra su voluntad; sale de la nada gracias al juego de unas fuerzas misteriosas que él no comprende, y cuando pretende averiguar el objeto o el sentido de su existencia, o nadie le contesta, o le contestan estupideces. También la muerte sobreviene contra la voluntad del hombre. Y en esta prisión que llamamos vida, los hombres reunidos por una desgracia común, experimentan cierto alivio cuando pueden juntarse a cambiar ideas libres y atrevidas. Por eso en este bajo mundo él espíritu es muestro único placer y consuelo.

—¡Muy bien dicho, muy bien dicho!

El doctor, sin mirar a su interlocutor, continúa hablando lentamente, con largas pausas, del espíritu y de los hombres inteligentes. Mijail Averianich lo sigue con mucha atención, y exclama de tiempo en tiempo:

—¡Tiene usted muchísima razón!

Después pregunta de pronto:

—¿Usted no cree en la inmortalidad del alma?

—No, honorable Mijail Averianich, no creo en la inmortalidad del alma, ni tengo razón alguna para creer en ella.
—Francamente, le diré a usted que yo también tengo mis dudas. Sin embargo, a veces siento la seguridad de que no he de morir. Otras, me digo: «Pronto, pronto vas a reventar, triste vejete.» Pero al instante oigo que una voz interior murmura a mi oído: «No lo creas, tú no morirás.»

Después de las nueve, Mijail Averianich se despide. Al ponerse el gabán, ya en el vestíbulo, exclama:

—¡Vaya un agujero en que nos ha metido este negro destino! Y lo peor es que aquí hemos de morimos!



VII

Después de acompañar a su amigo hasta la puerta, el doctor se acomoda en la butaca y se pone a leer otra vez. Ningún ruido turba la absoluta tranquilidad de la noche. El tiempo se ha detenido. Al doctor le parece que nada existe, fuera de su libro y su lámpara de verde pantalla. Poco a poco su vulgar carota de mujik parece iluminarse con una sonrisa de admiración o de entusiasmo ante el genio humano. ¿Por qué no ha de ser el hombre inmortal?—se pregunta—. ¿Para qué sirve entonces el cerebro con su admirable mecanismo, para qué la vista, el don de la palabra, los sentimientos, el genio, si todo ha de estar predestinado a mezclarse con la tierra y dar vueltas después, durante millones de años y sin ningún objeto preciso, alrededor del sol? Para eso no valía la pena de sacar al hombre de la nada—al hombre con su espíritu elevado y casi divino—, si después se le había de transformar, como en burla, en un miserable puñado de tierra. Por miedo a la muerte, muchos buscan un sustitutivo de la inmortalidad, y se consuelan pensando que su cuerpo se perpetuará en una planta, en una roca, y hasta en una rana: ¡triste consuelo que equivale a decirle a la caja de un violón roto que le espera un porvenir envidiable!

De tiempo en tiempo, cuando el reloj da las horas, el doctor se hunde en la butaca y cierra los ojos para entregarse a sus reflexiones. Piensa en su pasado, en su vida actual. Su pasado es poco seductor, y prefiere olvidarlo; pero tampoco el presente le parece más grato. El sabe que en aquel mismo instante, no lejos de su casa, en el hospital, hay unos enfermos que padecen y que se encuentran en condiciones higiénicas insoportables. Muchos tienen insomnios, y se pasan la noche luchando con las chinches y otros parásitos. Probablemente otros están jugando a las cartas con las hermanas o bebiendo vodka. El año pasado desfilaron por el hospital 12.000 enfermos: 12.000 víctimas del engaño. Porque la vida misma del hospital está fundada en el robo, las intrigas, el fraude, y no es más que un Instituto inmoral y dañoso para la salud de los vecinos. El sabe bien que en la sala número 6 hay un Nikita que les pega a los locos, y que el judío Moisés sale a la calle todos los días a pedir limosna.

Por otra parte, tampoco ignoraba que, durante los últimos veinticinco años, en la medicina se habían operado progresos maravillosos. Tales progresos le admiraban y le entusiasmaban. ¡Una verdadera revolución! Gracias a la asepsia, se hacían ahora operaciones que antes nadie se hubiera atrevido ni a soñar. Enfermedades tenidas por incurables se curan hoy con éxito y en muy poco tiempo. La teoría de la herencia, el hipnotismo, los descubrimientos de Pasteur y de Koch, todo esto abre a la medicina amplias e insospechadas perspectivas. La revolución afectaba también el campo del alienismo. Ya nadie les echa a los locos agua fría en la cabeza, no se les ponen camisas de fuerza, se les trata bien, y aun se les dan espectáculos y conciertos.

El doctor comprende muy bien que, en el actual estado de la psiquiatría, un antro tan abominable como la sala número 6, sólo es comprensible a 200 verstas del ferrocarril, en un poblacho cuyo alcalde y consejeros apenas saben leer y tienen una confianza ilimitada en el médico, y aun aceptaría que éste les echara plomo derretido en la boca a los enfermos. En cualquier lugar civilizado, la sala número 6 habría provocado la indignación general.

—Y con todo—medita el doctor—, la antiséptica, las invenciones de Pasteur y de Koch, nada cambian al fondo de la cuestión. Nada de eso basta para desterrar las enfermedades y la muerte. A los locos les darán espectáculos y conciertos, pero el número de locos no disminuye, y no es posible dejarlos nunca en libertad. Todo eso, en el fondo, son ilusiones, no hay verdadera diferencia entre la mejor de las clínicas y la sala número 6.

Pero tales reflexiones no logran consolarle, se siente abatido, se siente muy fatigado, apoya la cabeza en la mano y sigue reflexionando:

«—Estoy sirviendo a una causa injusta, y vivo de lo que me pagan por engañar: no soy, pues, un hombre honrado. Pero yo, personalmente, no soy nada, no soy más que una partícula ínfima del indispensable mal social. Todos los empleados del Estado o del Municipio son gente perjudicial, y también se les paga injustamente. No, no soy yo el culpable, sino la época en que me ha tocado vivir. A haber vivido dentro de doscientos años, yo sería otro.»

A las tres de la mañana apaga la lámpara y se dispone a dormir, aunque no tiene ni pizca de sueño.



VIII

Hará unos dos años, la municipalidad votó un crédito suplementario de trescientos rublos anuales para aumentos en el personal médico del hospital. Para facilitarle la tarea al doctor Ragin, inventaron a otro médico: Eugenio Fedorich Jobotov.

Es un joven de unos treinta años. Es alto, moreno, de anchos pómulos y ojos muy pequeños. Había llegado al pueblo sin un céntimo en el bolsillo, con una maletita usada, acompañado de una mujer feísima a la que hacía pasar por su cocinera. La mujer tiene un nenito.

Jobotov lleva siempre una boina y botas altas. Pronto se ha hecho amigo del enfermero general y del administrador; a los demás miembros del personal los trata desdeñosamente de «aristócratas» y no se les acerca. El único libro que hay en su casa es cierto Manual de Medicina, publicado en 1881. Siempre que va a ver a un enfermo, lleva el Manual consigo. Por la noche, en el club, juega al billar, pero detesta las cartas.

Va al hospital dos veces por semana, visita todas las salas y recibe a los enfermos. La absoluta falta de condiciones antisépticas y de higiene, le tienen escandalizado, pero por no lastimar al doctor Ragin, no se atreve a introducir reformas.

Jobotov está convencido de que su colega es un viejo canalla, que se aprovecha astutamente de la situación, y que ha amasado ya una fortuna. Y por cierto que le gustaría estar en su lugar.



IX

Una noche de primavera, a fines de marzo, cuando ya no se ve nieve por ninguna parte, cuándo ya los pájaros comienzan a aparecer en el jardín del hospital, el doctor Ragin salió acompañando a su grande amigo el director de Correos. En aquel preciso instante entraba en el patio el loco Moisés, de vuelta de sus habituales paseos por el pueblo. Venía descalzo, con la cabeza descubierta, y llevaba en la mano un saquito donde guardaba lo que le habían dado.

—¡Dame un copeck!—dijo dirigiéndose al doctor, temblando de frío, y sonriendo humildemente.

El doctor, hombre incapaz de decir que no, le dio una pieza de diez copecks. Después, viendo los pies descalzos del pobre loco, se sintió lleno de remordimiento. «El suelo todavía está muy frío— se dijo—, puede por lo menos coger un catarro.» Y, llevado de su piedad, entró por el vestíbulo del pabellón en que se encontraba la sala número 6. Al verlo, Nikita saltó de entre los escombros donde estaba tumbado, y lo saludó.

—Buenos días, Nikita—dijo el doctor con mucha amabilidad—. ¿No sería posible darle a este hombre un par de botas? ¡No vaya a acatarrarse!

—A la orden del señor doctor; se lo diré al administrador.

—Sí, ten la bondad de decírselo; dile que vas de mi parte.

La puerta de la sala que da al vestíbulo estaba abierta. Gromov, que estaba acostado, se incorporó Y se puso a escuchar. Pronto reconoció al doctor. Y entonces, rojo de cólera, temblando, con los ojos relampagueantes, saltó de la cama y gritó con una risilla sardónica.

—¡Por fin, señores, ya ha venido el doctor. Sea enhorabuena: el doctor se digna al fin visitarnos!

Y, sin poder contenerse, añade:
—¡Canalla, más que canalla, porque eso es mucho para él! ¡Merecería que lo mataran, que lo ahogaran en el retrete!

El doctor, que ha oído estas palabras, se acerca a la puerta de la sala y, asomándose, pregunta con su suave voz:

—¿Por qué?

—¿Por qué?—Le grita Gromov acercándose a él con aire amenazador—, ¿Y se atreve usted a preguntarlo? Porque es usted un ladrón, un impostor, un verdugo.

—Vamos, cálmese usted—dice el doctor afectando una difícil sonrisa—. Le aseguro a usted que nunca he robado nada. Y en cuanto a las otras acusaciones, creo que exagera usted. Ya veo que está usted disgustado conmigo. Cálmese, cálmese, se lo ruego, y respóndame con toda franqueza: ¿por qué está usted tan disgustado?

—¿Y por qué me tiene usted aquí metido?

— Porque está usted enfermo.

— Bien, admitámoslo. Pero hay cientos y miles de locos que se pasean con toda libertad, por la sencilla razón de que es usted demasiado ignorante para acertar a distinguirlos de los cuerdos. ¿Por qué, pues, sólo a mí y a estos desdichados han de tenernos aquí en calidad de chivos expiatorios? Usted, su enfermero, su administrador, y toda esa canalla,, todos ustedes son, desde el punto de vista moral, infinitamente inferiores a nosotros, y, sin embargo, somos nosotros y no ustedes los condenados al encierro perpetuo. ¿Es lógico esto?
—Nada tienen que hacer aquí la moral ni la lógica. Es el azar el que decide. El que ha sido encerrado aquí, aquí se queda; y los otros siguen en libertad. El hecho de que el médico sea yo, y el enfermo usted, nada tiene que ver con la moral ni la lógica: no es más que un azar.

—Yo no entiendo esas necedades—dijo Gromov con voz sorda.

Y se sentó otra vez en la cama.

Moisés, a quien Nikita no se había atrevido a despojar en presencia del doctor, comenzó a poner en su cama trozos de pan, pedazos de papel, huesos; y, siempre temblando de frió, se soltó hablando en hebreo muy presurosamente; acaso se imaginaba ser dueño de una tienda.

—¡Déjeme usted en libertad!— dijo Gromov con voz temblorosa.

—No puedo.

—Pero, ¿por qué, por qué?

—Porque no depende de mí. Supongamos que lo pongo a usted en libertad: no le aprovecharía a usted gran cosa. Al instante, los vecinos del pueblo o la policía, lo volverían a arrestar y me lo traerían aquí otra vez.

—Sí, es verdad.

Y Gromov se daba en la frente, como tratando de descubrir una solución.

—¡Qué horrible situación! Entonces, dígame usted, ¿qué hacer?.

Y su voz, su expresión inteligente, conmovieron y sedujeron al doctor. Sintió un gran deseo de consolar al pobre joven y darle algunas muestras de simpatía. Sentóse en la cama, junto a Gromov, y dijo:

—Me pregunta usted qué podemos hacer. En la situación de usted, lo mejor parece que sería escaparse. Pero es inútil, por desgracia; lo arrestarían a usted al instante. Cuando la sociedad se defiende contra los criminales, los locos, y toda clase de hombres que no le convienen, es inflexible. No le queda a usted más que convencerse a sí mismo de que su permanencia aquí es inevitable.

—¡Pero si mi permanencia aquí no le sirve a nadie para nada!

—Una vez que hay prisiones y manicomios, es fuerza que estén habitados. Día llegará en que no existan. Entonces no habrá rejas en las ventanas ni cadenas. Yo le aseguro a usted que, tarde o temprano, ese día llegará.

Gromov sonrió amargamente.

—Usted se está burlando de mí, señor mío. A usted, a su Nikita y a toda la demás canalla, les importa poco que lleguen o no esos tiempos anhelados. Pero puede usted estar seguro de que llegarán, llegarán tiempos mejores. Tal vez hallará usted ridículas mis palabras, pero oiga usted lo que le digo: la aurora de un día mejor alumbrará la tierra, la verdad triunfará, y los humildes y los perseguidos disfrutarán de la felicidad que merecen. Tal vez para entonces yo no existiré, pero ¡qué más dá! Me regocijo pensando en la felicidad de las generaciones futuras, las saludo con todo mi corazón: ¡Adelante! ¡Qué Dios os ayude, amigos míos, amigos desconocidos del porvenir remoto!

Gromov se levantó de la cama, con los ojos encendidos, alargó los brazos hacia la ventana y exclamó con voz conmovida:

—¡A través de estas malditas rejas, yo os bendigo! Me regocijo con vosotros y por vosotros. ¡Viva la verdad!

—No veo que haya mucha razón para alegrarse—dijo el doctor, a quien aquel ademán de Gromov, aunque algo teatral, no le resultó desagradable—. En ese porvenir que tanto le entusiasma a usted, no habrá manicomios ni prisiones, ni rejas ni cadenas; en suma, como usted dice, triunfará la verdad. Pero... las leyes de la naturaleza seguirán su camino invariable, y las cosas no cambiarán en el fondo. Los hombres padecerán enfermedades, se envejecerán y pararán, lo mismo que hoy, en la muerte. La aurora que alumbra la vida podrá ser muy hermosa, pero eso no impedirá que se meta a los hombres en la caja, y la caja se meta en la fosa.

—¿Y la inmortalidad?

—¡Tontería!

—¿No cree usted en la inmortalidad? Yo sí. Dostoyevski o Voltaire, no me acuerdo bien cuál de los dos, ha dicho que si no existiera Dios habría que inventarlo. Si la inmortalidad no existe, estoy seguro de que, tarde o temprano, el genio del hombre acabará por inventarla.

—¡Muy bien dicho!—aprobó el doctor con tina sonrisa de satisfacción—. Hace usted bien en creer. Con una fe tan grande, hasta en la prisión se puede encontrar felicidad. Permítame usted una pregunta: ¿Dónde ha hecho usted sus estudios?

—En la Universidad, pero no los terminé.

—Usted es un hombre que sabe pensar. Usted podrá encontrar siempre algún consuelo en sí mismo, cualesquiera que sean las condiciones de su vida. El pensamiento libre de trabas que trata de comprender el sentido de la existencia, y el desprecio absoluto por todo lo que sucede en este bajo mundo, son los dos bienes supremos. Usted puede ser dueño de ellos, aun encerrado tras de estas rejas. Diógenes vivía en un tonel, pero eso no le impedía ser más dichoso que todos los reyes de la tierra.

—El tal Diógenes era un imbécil— dijo Gromov con voz opaca—. ¿Para qué me habla usted de Diógenes y de felicidades fantásticas? Y de pronto, sobreexcitado, añadió: ¡Yo amo la vida, la amo apasionadamente! Tengo la manía de la persecución, estoy poseído de un terror constante, pero por momentos tengo una sed tan inmensa de la vida que temo volverme loco rematado. ¡Dios mío! Lo que yo quiero es vivir, ¿me entiende usted? Vivir una vida completa, íntegra.

Muy conmovido, dio algunos pasos por la sala. Después, más tranquilo, añadió:

—A veces, en sueños, veo que me rodean unas sombras. Veo, en mi imaginación, unas gentes, oigo unas voces, música, y me parece que me paseo a través de campos y bosques, junto al mar... Y siempre, siempre, un deseo ardiente de moverme, de manifestar una actividad febril... Dígame, ¿qué hay de nuevo por allá, en el mundo?

—¿En el pueblo quiere usted decir?

—Cuénteme usted primero lo que pasa en el pueblo, y después lo demás.

—Pues mire usted: la vida en el pueblo es muy aburrida. Casi no hay nadie con quien cambiar unas palabras. ¡Si, al menos, viniera gente nueva! Verdad es que últimamente ha venido un joven médico, el señor Jobotov.

—Ya lo sé: un imbécil.

—Si, un hombre de muy escasa cultura. Es increíble: yo me imagino que en Petersburgo, en Moscou, la vida intelectual es intensísima, que todo está allá efervescente, y que todo se agita en torno a los grandes problemas de actualidad; y, sin embargo, nos llega de allá cada tipo tan insulso, tan poco interesante. ¡No; nuestro pobre pueblo no tiene suerte!

—¡Es verdad, pobre pueblo!

Gromov calló un instante, y después:

—Y en las revistas, en los periódicos, ¿qué hay de nuevo? La sala estaba ya por completo sumergida en tinieblas. El doctor se puso en pie, y empezó a contar lo que decía la Prensa, y lo que había del movimiento intelectual en Rusia y en el extranjero.

Gromov lo escuchaba con notable atención, preguntaba algo y parecía muy interesado. Pero, de pronto, como si hubiera recordado algo terrible, se llevó las manos a la cabeza, se echó en la cama y volvió al doctor las espaldas.
—¿Qué le pasa a usted?— preguntóle éste.

— Es inútil: no me oirá usted pronunciar una sola palabra más—dijo Gromov ásperamente—. ¡Largúese de aquí!

—Pero, ¿por qué?

—¡Déjeme en paz, le digo, con cien mil demonios!

El doctor se encogió de hombros, suspiró y salió. Al pasar por el vestíbulo, dijo:

—Oye, Nikita: convendría limpiar un poco esto. Huele muy mal.

—¡A la orden del señor doctor!

—Pobre muchacho— pensaba el doctor al volver a sus habitaciones—. Desde que estoy aquí, es el primero con quien he podido hablar de cosas interesantes. Sabe razonar, y se preocupa de cosas que sólo preocupan a los hombres de ingenio.

Mientras leía en su gabinete, y después ya metido en cama, no dejaba de pensar en Gromov. Al día siguiente, en cuanto se despertó, recordó que acababa de descubrir a un hombre interesante, y se prometió ir de nuevo a visitar a Gromov a la primera oportunidad.



X

Gromov estaba en la misma posición de la víspera, con las manos en la cabeza y la cara contra la pared.

—Buenos días, amigo mío—dijo el doctor—. ¿No duerme usted?

—Ante todo, yo no soy amigo de usted— dijo Gromov sin volver la cara y como hablando con la pared—. Y, después, sepa usted que todos sus esfuerzos por reanudar la conversación serán inútiles: no despegaré los labios.

—¡Qué cosa más rara!— balbuceó confuso el doctor—. Ayer hemos estado hablando tan tranquilamente, y de pronto usted se ha disgustado e interrumpe la charla... Tal vez he usado sin querer alguna palabra inoportuna, o habré sostenido alguna idea que a usted le molesta...

Gromov se volvió a medias, e incorporándose un poco, se quedó mirando al doctor irónicamente:

—Sépase usted que no creo una sola sílaba de lo que usted me cuenta. Sé muy bien lo que usted se propone: usted viene aquí como un espía, para descubrir mis intenciones y mis opiniones. Ayer lo he comprendido.

—¡Vaya una ocurrencia!—dijo el doctor asombrado—, ¿Se figura usted que soy un espía?

—Sí, señor. Un espía y un médico que procede al examen de las capacidades de su enfermo, son una misma cosa.

—Dispénseme usted, pero es usted realmente... original.

Se sentó en una silla, junto a la cama, y movió la cabeza en ademán de reproche.

—Admitamos que tiene usted razón— dijo—. Admitamos que examino cada una de las palabras de usted para denunciarlo después a la policía. Que lo van a arrestar a usted, a juzgar. ¿Acaso seria usted más infeliz en ninguna cárcel de lo que ya es aquí?. Aun cuando lo enviaran a usted a Siberia, ¿acaso sería peor que quedarse en esta casa de locos? Creo que no, verdaderamente. Entonces, ¿qué puede usted temer?

Estas palabras produjeron un efecto visible. Gromov, tranquilizado, se sentó en la cama.

Eran las cuatro y media de la tarde, la hora en que la cocinera solía preguntarle al doctor si no era ya tiempo de la cerveza. Afuera, el día estaba claro y hermoso.

—He salido a pasear un poco después de la comida—dijo el doctor—, y quiero verlo a usted. Estamos en plena primavera.

—¿En qué mes? ¿Marzo?—preguntó Gromov.

—Sí, a fines de marzo.

—Las calles estarán llenas de fango, ¿verdad?

—No mucho. Algunas están secas.

—¡Ay qué hermoso poder dar un paseito en coche por la ciudad, y volver después al gabinetito muy bien instalado!... Consultar a un buen médico para el mal de cabeza... Hace mucho que no hago vida de hombre civilizado. ¡Aquí todo es sucio, desagradable, repugnante!

Tras la excitación de la víspera, parecía cansado, y hacía esfuerzos para hablar. Le temblaban las manos, y por la expresión de su cara se comprendía que tenía jaqueca.

—Entre un gabinete bien instalado y esta sala—dijo el doctor—, no hay ninguna diferencia. El hombre extrae de sí mismo su felicidad y su tranquilidad, y no de las cosas exteriores.
—¿Cómo dice usted?

—Quiero decir que un hombre ordinario ve el bien y el mal como cosa externa, en un buen gabinete o en un coche confortable; mientras que el hombre dotado de pensamiento los busca dentro de sí mismo.

—Vaya usted con esas filosofías a Grecia, donde el tiempo siempre es encantador y el aire está embalsamado con el perfume de las flores. Aquí el clima no se presta a esa propaganda. Creo que fué con usted con quien hablaba yo de Diógenes, ¿no es verdad?

—Sí, ayer, conmigo.

—Pues mire usted: Diógenes no necesitaba un buen gabinete ni habitaciones bien calentadas, porque en Grecia hace bastante calor. Allá puede uno aguantar días y noches en un tonel, sin comer más que naranjas y aceitunas. Pero si su Diógenes hubiera vivido en Rusia, tenga usted por seguro que se habría metido en casita, no sólo en diciembre, sino hasta en mayo. De lo contrario, el pobre filósofo se hubiera helado con toda su filosofía.

—No lo creo así. Se puede no sentir el frío, como cualquier otro sentimiento desagradable. Marco Aurelio ha dicho: «El dolor no es más que un pensamiento muy vivo del dolor. Basta hacer un esfuerzo para transformar ese pensamiento, no hacerle caso, no gemir ni quejarse, y el dolor desaparecerá.» Es muy justo. El sabio, o cualquiera que piense un poco, desprecia el sufrimiento; siempre está contento, y nada logra impresionarle.
—Según eso, yo debo de ser un idiota, puesto que sufro, estoy a disgusto y experimento una dolorosa sorpresa ante el espectáculo de la humana cobardía.

—En todo caso, se equivoca usted mientras más piense usted en ello, mas se convencerá de que todo lo que nos inquieta y nos apasiona es indigno de nuestra atención. La verdadera felicidad consiste en la comprensión del sentido de la vida.

—Comprensión... felicidad interior—y Gromov hizo una mueca—. Perdóneme usted; pero no lo entiendo. Yo solo sé una cosa: Dios me ha hecho de carne y hueso, me ha dado nervios y sangre caliente, soy un organismo vivo y, como tal, reacciono necesariamente ante toda irritación exterior. Reacciono, y no puedo menos de hacerlo. Cuando me hacen mal, grito y lloro; ante una cobardía, me sublevo; ante una mala acción, siento asco. Esto es lo que llamamos la vida, según mi entender. A organismo menos perfeccionado, reacción menor. Y al contrario, los organismos superiores son más accesibles a los sentimientos de dolor, de alegría, etc., y reaccionan más enérgicamente a todo lo que pasa en el exterior. Me parece que ésta es una verdad elemental. Y me asombra que todo un médico, como usted, ignore semejantes cosas. Para despreciar el sufrimiento, estar siempre contento y no asombrarse de nada, hay que haber caído muy abajo, haber llegado a un estado de brutalidad como el de ese, por ejemplo...

Y Gromov señaló al mujik embrutecido que estaba junto a ellos sumergido en su somnolencia habitual.

—O bien—continuó—hay que habituarse al sufrimiento hasta perder toda sensibilidad; es decir, dejar de vivir. No, no: todo eso son necedades que yo no entiendo. Por lo demás, yo no sé razonar.

—Al contrario, razona usted muy bien.

—Los estoicos, a quienes usted quiere imitar, eran hombres notables, pero su filosofía ha muerto hace dos mil años, y no hay probabilidades de que renazca, porque no es práctica ni vital. Nunca pudo seducir sino a una minoría selecta, que no tenía mejor ocupación que el dedicarse a tales extravagancias; en cuanto a la mayoría, ni entendió nunca ni podía entender a los estoicos. La gran mayoría humana es inaccesible a la propaganda del desprecio y la indiferencia por la riqueza y la comodidad, por lo mismo que no las posee. Además, esta mayoría no puede desdeñar el sufrimiento, porque toda la vida humana está hecha de sufrimientos, de sensaciones de hambre, frío, rebeldía y miedo a la muerte. Sí, lo repito: la filosofía de los estoicos no está llamada a propagarse. Lo único que puede progresar y desarrollarse es la lucha contra las imperfecciones de la vida, la lucha por la propia existencia y la propia felicidad...

Gromov iba a decir algo más, pero perdió el hilo de sus ideas y se detuvo de pronto, dándose una palmada en la frente.

—Iba yo a decir algo importante, pero se me fué... ¡Ah, ya caigo! Un estoico se vendió una vez como esclavo para comprar la libertad de otro esclavo. Esto prueba que era sensible a los sufrimientos, al menos a los ajenos. Para sacrificarse de este modo debió de sublevarse, indignarse contra la injusticia social, al punto de querer libertar a una de sus víctimas. Y, en fin, vea usted el caso de Jesucristo: era sumamente sensible a la vida real, y reaccionaba ante ella como los simples mortales; lloraba, sonreía, se entristecía, se encolerizaba. Al aproximarse a su espantosa muerte, no iba precisamente sonriendo: al contrario, en el jardín de Getsemaní pidió a Dios que le ahorrara tan amargo trance.

Gromov se detuvo un instante.

—Supongamos que tiene usted razón en el fondo; que la tranquilidad y la dicha no se encuentran afuera, sino en el corazón del hombre. Aun así, no entiendo que usted predique semejante doctrina. ¿Acaso es usted filósofo, o es usted sabio?

—No; ni sabio ni filósofo; pero creo que todos tenemos derecho de predicar la verdad.

—Pero ¿con qué derecho se atribuye usted competencia para tratar de los sufrimientos humanos? ¿Acaso ha sufrido usted alguna vez? ¿Tiene usted noción de lo que es sufrir? Permítame que le haga una pregunta: ¿Le han pegado a usted de niño?

—No; mis padres no aprobaban ese procedimiento pedagógico.

— Pues a mí mi padre me pegaba de un modo cruel. Era un hombre severo; padecía hemorroides; tenía una enorme nariz y un cuello amarillo. No hablemos de usted: a usted nadie lo ha tocado con la punta del dedo; usted no ha tenido nada que temer; usted goza de una salud perfecta; nunca conoció usted la miseria, ni durante la infancia
 
Marcelo_Arrizabalaga,21.11.2019
https://es.m.wiki...
 
rhcastro,22.11.2019
¡Qué bien! Eso de no robar jajajja.

Marcelo, tendré que bajar ''La sala número seis'' en definitiva me atrae.
 
Marcelo_Arrizabalaga,22.11.2019
Me alegro, Leticia. Compartir material de lectura es una buena experiencia.
Recuerdo el día en que mi amigo "El Chorlo" me dijo:
-Compré este libro hace unos años en una tienda de usados. De tapa dura y papel de seda. Creo que te va a gustar.

Eran las obras completas de Chejov.
 
Clorinda,23.11.2019
Tengo un libro de Chejov como el que describe Marcelo de tapa dura color bordeau. Dice "Obras inmortales" - Chejov, en el lomo, en letras doradas y un laurel grabado en la tapa. Son 35 cuentos y contiene "La sala número 6" , y otras. (no sé si son todas). Es una joyita! ¡Qué coincidencia!
 
Marcelo_Arrizabalaga,23.11.2019
Tal vez mi memoria me traiciona, y haya sido ese libro que mencionas, Clorinda. Hace como treinta años de la anécdota que menciono.
Siento una gran conexión por éste escritor ruso.
Escribió mucho, desde muy joven. Fue médico rural y viajó ejerciendo su profesión durante muchos años por toda Rusia.
Lo considero un gran escritor, pero mucho mejor observador . La forma en que describe la vida de los pobres de su país es impresionante. Recuerdo un cuento llamado "El samovar" que me impactó.
En el otro extremo de la escala social también encontró ricas historias que contar en forma de cuentos y obras de teatro.
De todo lo que podría decirse de él, me quedo con su mirada profunda del ser humano.
 
Marcelo_Arrizabalaga,23.11.2019
https://ibb.co/ws...

https://ibb.co/L0...

Consulté con mi amigo y sí, era el mismo.
 
Clorinda,24.11.2019
Si!!! Es el mismo!!! Era de mi mamá. Lo tengo muy cuidadito, como muchos otros que me dejó. Ella era rusa, fue solamente hasta tercer grado pero adoraba leer. Muchos son volúmenes que da miedo empezar, pero estos cuentos son una delicia. Volveré a leerlos.
 
Morirse,25.11.2019



Un día perfecto para el pez plátano

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

—¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegaron?

—No sé… el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el carro?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás…

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

—No. Ahora tiene uno nuevo.

—¿Cuál?

—Mamá… ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el carro. Me preguntó si lo había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí? —dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

—¿Y…? —dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un siquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un siquiatra muy bueno.

—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese siquiatra?

—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

—¿Por que te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

—Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así? ¿De que pudiera hacerte algo?

—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.

—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…

—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la bata.

—¿Que no se quita la bata? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

*

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.

—Estate quieta, Sybil, cariño…

—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas de la bata. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

—¡Ah! Hola, Sybil.

—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué? —dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.

—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire —dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua —dijo.

—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

—¿Un qué?

—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su bata.

Se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó la bata, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la bata plegada. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé —dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis —dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.

—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.

—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

—No veo ninguno —dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces plátano.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

—Sí —dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué? —preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez plátano.

—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

—Sí —dijo Sybil—. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso la bata, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice? —dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su bata.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.


J. D. Salinger


 
godiva,08.01.2020

Perdiendo Velocidad

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
Tardó en sacar la vista de los huevos.
—Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
—No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
—¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas aterciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría —el público atento a la mecha que se consumía—, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
—Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
Miró los huevos.
—Creo que me estoy por morir.
Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
—Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
—¿Café? —pregunto.
—¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

Samantha Schweblin
 
Marcelo_Arrizabalaga,08.01.2020
Me gustó.
 
ataleia,09.01.2020
El padre (Raymond Carver)

El padre

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.

El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.

—¿A quién quieres tú, pequeñín? —dijo Phyllis, y le hizo cosquillas en la barbilla.

—Nos quiere a todos —dijo Phyllis—, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!

La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:

—¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.

—¿No es una preciosidad? —dijo la madre—. Tan sano, mi niñito. —Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo—. Nosotros también le queremos.

—¿Pero a quién se parece, a quién se parece? —exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.

—Tiene los ojos bonitos —dijo Carol.

—Todos los bebés tienen los ojos bonitos —dijo Phyllis.

—Tiene los labios del abuelo —dijo la abuela—. Fijaos en esos labios.

—No sé… —dijo la madre—. No sabría decir.

—¡La nariz! ¡La nariz! —gritó Alice.

—¿Qué pasa con su nariz? —preguntó la madre.

—En la nariz se parece a alguien —dijo la niña.

—No, no sé… —dijo la madre—. No creo.

—Esos labios… —dijo entre dientes la abuela—. Esos deditos… —dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.

—¿A quién se parece este niño?

—No se parece a nadie —dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.

—¡Ya sé! ¡Ya sé! —dijo Carol—. ¡Se parece a papá! —Todas miraron al bebé de muy cerca.

—¿Pero a quién se parece su papá? —preguntó Phyllis.

—¿A quién se parece papá? —repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.

—¡Vaya, a nadie! —dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.

—Calla —dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.

—¡Papá no se parece a nadie! —dijo Alice.

—Pero tendrá que parecerse a alguien —dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.

Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

 
rhcastro,11.01.2020
¡Ops!
 
rhcastro,29.01.2020
Los tres cosmonautas.

Había una vez la Tierra.

Y había una vez Marte.

Estaban muy lejos el uno de la otra, en medio del cielo, y alrededor había millones de planetas y de galaxias.

Los hombres que estaban sobre la Tierra querían llegar a Marte y a los otros planetas; ¡pero estaban tan lejos!

De todos modos, sepusieron a trabajar. Primero lanzaron satélites que giraban alrededor de la Tierra durante dos días y volvían a bajar.

Después, lanzaron cohetes que daban algunas vueltas alrededor de la Tierra, pero, en vez de volver a bajar, al final escapaban de la atracción terrestre y partían hacia el espacio infinito.
Al principio, pusieron perros en los cohetes: pero los perros no sabían hablar y por la radio del cohete transmitían solo "guau, guau". Y los hombres no entendían qué habían visto y adónde habían llegado.

Por fin, encontraron hombres valientes que quisieron trabajar de astronautas.

El astronauta se llama así porque parte a explorar los astros que están en el espacio infinito, con los planetas, las galaxias y todo lo que hay alrededor.

Los astronautas partían sin saber si podían regresar. Querían conquistar las estrellas, de modo que un día todos pudieran viajar de un planeta a otro, porque la Tierra se había vuelto demasiado chica y los hombres eran cada día más.

Una linda mañana, partieron de la Tierra, de tres lugares distintos, tres cohetes.

En el primero iba un estadounidense que silbaba muy contento una canción de jazz.

En el segundo iba un ruso, que cantaba con voz profunda "Volga, Volga".

En el tercero iba un negro que sonreía feliz con dientes muy blancos sobre la cara negra.

En esa época los habitantes de África, libres por fin, habían probado que como los blancos podían construir, casas, máquinas y, naturalmente, astronaves.

Cada uno de los tres deseaba ser el primero en llegar a Marte: El norteamericano, en realidad, no quería al ruso, ni el ruso al norteamericano, porque el norteamericano para decir "buenos días" decía How do you do y el ruso decía Как поживае&#10 90;е.

Así, no se entendían y creían que eran diferentes.

Además, ninguno de los dos quería al negro porque tenía un color distinto.
Por eso no se entendían.
Como los tres eran muy valientes, llegaron a Marte casi al mismo tiempo.

Descendieron de sus astronaves con el casco y el traje espacial. Y se encontraron con un paisaje maravilloso y extraño: El terreno estaba surcado por largos canales llenos de agua de color verde esmeralda. Había árboles azules y pajaritos nunca vistos, con plumas de rarísimo color.

En el horizonte se veían montañas rojas que despedían misteriosos fulgores.

Los astronautas miraban el paisaje, se miraban entre sí y se mantenían separados, desconfiando el uno del otro.

Cuando llegó la noche se hizo un extraño silencio alrededor. La Tierra brillaba en el cielo como si fuera una estrella lejana.

Los astronautas se sentían tristes y perdidos, y el norteamericano, en medio de la oscuridad, llamó a su mamá.

Dijo: "Mamie".

Y el ruso dijo: "Mama"

Y el negro dijo: "Mbamba"

Pero enseguida entendieron que estaban diciendo lo mismo y que tenían los mismos sentimientos. Entonces se sonrieron, se acercaron, encendieron juntos una linda fogatita, y cada uno cantó las canciones de su país. Con esto recobraron el coraje y, esperando la mañana, aprendieron a conocerse.

Por fin llegó la mañana y hacía mucho frío. De repente, de un bosquecito salió un marciano. ¡Era realmente horrible verlo! Todo verde, tenía dos antenas en lugar de orejas, una trompa y seis brazos.

Los miró y dijo: "grrrrr".

En su idioma quería decir: "¡Madre mía!, ¿Quiénes son estos seres tan horribles?".

Pero los terráqueos no lo entendieron y creyeron que ése era un grito de guerra.

Era tan distinto a ellos que no podían entenderlo y amarlo.

Enseguida se pusieron de acuerdo y se declararon contra él.

Frente a ese monstruo sus pequeñas diferencias desaparecían. ¿Qué importaba que uno tuviera la piel negra y los otros la tuvieran blanca?

Entendieron que los tres eran seres humanos.

El otro no. Era demasiado feo y los terráqueos pensaban que era tan feo que debía ser malo.

Por eso decidieron matarlo con sus desintegradores atómicos.

Pero de repente, en el gran hielo de la mañana, un pajarito marciano, que evidentemente se había escapado del nido, cayó al suelo temblando de frío y de miedo.

Piaba desesperado, más o menos como un pájaro terráqueo. Daba mucha pena. El norteamericano, el ruso y el negro lo miraron y no supieron contener una lágrima de compasión.

Y en ese momento ocurrió un hecho que no esperaban. También el marciano se acercó al pajarito, lo miró, y dejó escapar dos columnas de humo de su trompa. Y los terráqueos, entonces; comprendieron que el marciano estaba llorando. A su modo, como lo hacen los marcianos.

Luego vieron que se inclinaba sobre el pajarito y lo levantaba entre sus seis brazos tratando de darle calor.

El negro que en sus tiempos había sido perseguido por su piel negra sabía cómo eran las cosas. Se volvió hacia sus dos amigos terráqueos:

-¿Entendieron? –dijo-. ¡Creíamos que este monstruo era diferente a nosotros y, en cambio, también él ama los animales, sabe conmoverse, tiene corazón y, sin duda, cerebro también! ¿Todavía creen que tenemos que matarlo?

Se sintieron avergonzados ante esa pregunta.

Los terráqueos ya habían entendido la lección: no es suficiente que dos criaturas sean diferentes para que deban ser enemigas.

Por eso se aproximaron al marciano y le tendieron la mano.

Y él, que tenía seis manos, estrechó de una sola vez las de ellos tres, mientras con las que tenía libres hacía gestos de saludo.

Y señalando con el dedo la Tierra, ahí abajo en el cielo, hizo entender que quería hacer conocer a los demás habitantes y estudiar junto a ellos la forma de fundar una gran república espacial en la que todos estuvieran de acuerdo y se quisieran.

Los terráqueos dijeron que sí muy contentos.

Y para festejar el acontecimiento le ofrecieron un cigarrillo. El marciano muy feliz se lo metió en la nariz y empezó a fumar. Pero ya los terráqueos no se escandalizaban más.

Habían entendido que en la Tierra como en los otros planetas, cada uno tiene sus propias costumbres y que sólo es cuestión de comprenderse y aceptarse todos.


Umberto Eco.
 
rhcastro,23.02.2020
El Almohadón de plumas.

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora
, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.



Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

De Quiroga.
 
Morirse,13.06.2020




La función del arte / 1
Eduardo Galeano


Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!


 
Morirse,31.01.2021



Talpa
Juan Rulfo



Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.

Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.

La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.

Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.

Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.

Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás.

"Está ya más cerca Talpa que Zenzontla". Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.

Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.

Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.

Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.

Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.

Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. "Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo", dizque eso le dijo.

Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.

Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.



Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.

Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.

Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.

Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.

Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.

En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.

Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:

"Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla". Eso nos dijo.

Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.

Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.

Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.

Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.

Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.



Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.

Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.

Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.

Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.

A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.

Pero no le valió. Se murió de todos modos.

"… Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios…"

Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.

Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.

Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.

Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.



Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.

Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.

Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.

Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.



 
crom,02.02.2021
AVISO
(Salvador Elizondo (México, 1932-2006)


La isla prodigiosa surgió en el horizonte como una crátera colmada de lirios y de rosas. Hacia el mediodía comencé a escuchar las notas inquietantes de aquel canto mágico.

Había desoído los prudentes consejos de la diosa y deseaba con toda mi alma descender allí. No sellé con panal los laberintos de mis orejas ni dejé que mis esforzados compañeros me amarraran al mástil.

Hice virar hacia la isla y pronto pude distinguir sus voces con toda claridad. No decían nada; solamente cantaban. Sus cuerpos relucientes se nos mostraban como una presa magnífica.

Entonces decidí saltar sobre la borda y nadar hasta la playa.

Y yo, oh dioses, que he bajado a las cavernas del Hades y que he cruzado el campo de asfodelos dos veces, me vi deparado a este destino de un viaje lleno de peligros.

Cuando desperté en brazos de aquellos seres que el deseo había hecho aparecer tantas veces de este lado de mis párpados durante las largas vigías del asedio, era presa del más agudo espanto. Lancé un grito afilado como una jabalina.

Oh dioses, yo que iba dispuesto a naufragar en un jardín de delicias, cambié libertad y patria por el prestigio de la isla infame y legendaria.

Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.
 
rhcastro,04.02.2021
Es una belleza este foro. Muchas gracias por participar e ir escribiendo un libro de recuerdos.
Leticia.
 
godiva,04.02.2021
Microcuento de Vicente Battista

Nacimiento
(Argentina, 1940)

Los antropólogos de la Universidad de Duke, en los Estados Unidos, estiman que el hombre de Neanderthal, que habitó la tierra hace más de cuatrocientos mil años, poseía el don de la palabra. Esta novedad podría contestar una pregunta que hasta hoy no tenía respuesta.

Para encontrar esa respuesta habrá que retroceder hasta una tribu de Neanderthal, una noche en especial. Los hombres y mujeres están alrededor del fuego, buscan calor y celebran el fin de otra jornada. A la mañana de ese mismo día, los hombres habían partido de caza en busca de alimentos. Las mujeres, en tanto, cuidaban a sus críos. Ahora que el sol ya se fue, es tiempo de descanso y de contar las experiencias del día. Cada hombre dice cómo atrapó a la presa que perseguía. No sabe mentir.

Pero para uno de estos hombres la caza había sido un fracaso. Cuando llega su turno, no tiene proezas para contar. Entonces decide inventarlas. Miente una cacería imposible. Lo hace con tal perfección que transforma esa mentira en una historia bella y apasionante. Todos piden que la repita. Aquella noche, sin saberlo, ese anónimo hombre de Neanderthal acababa de inventar la literatura.
 
guy,04.11.2021
PLAYA

Roberto Bolaño

Dejé la heroína y volví a mi pueblo y empecé con el tratamiento de metadona que me suministraban en el ambulatorio y poca cosa más tenía que hacer salvo levantarme cada mañana y ver la tele y tratar de dormir por la noche, pero no podía, algo me impedía cerrar los ojos y descansar, y ésa era mi rutina, hasta que un día ya no pude más y me compré un traje de baño negro en una tienda del centro del pueblo y me fui a la playa, con el traje de baño puesto y una toalla y una revista, y puse mi toalla no demasiado cerca del agua y luego me estiré y estuve un rato pensando si darme un baño o no dármelo, se me ocurrían muchas razones para hacerlo, pero también se me ocurrían algunas razones para no hacerlo (los niños que se bañaban en la orilla, por ejemplo), así que al final se me pasó el tiempo y volví a casa, y a la mañana siguiente compré una crema de protección solar y me fui a la playa otra vez, y a eso de las doce me marché al ambulatorio y me tomé mi dosis de metadona y saludé a algunas caras conocidas, ningún amigo o amiga, sólo caras conocidas de la cola de la metadona que se extrañaron de verme en traje de baño, pero yo como si nada, y luego volví caminando a la playa y esta vez me di el primer chapuzón e intenté nadar, aunque no pude, pero eso ya fue suficiente para mí, y al día siguiente volví a la playa y me volví a untar el cuerpo con protección solar y luego me quedé dormido sobre la arena, y cuando desperté me sentía muy descansado, y no me había quemado la espalda ni nada de nada, y así pasó una semana o tal vez dos semanas, no lo recuerdo, lo único cierto es que cada día yo estaba más moreno y aunque no hablaba con nadie cada día me sentía mejor, o diferente, que no es lo mismo pero que en mi caso se le parecía, y un día apareció en la playa una pareja de viejos, de eso me acuerdo con claridad, se veía que llevaban mucho tiempo juntos, ella era gorda, o rellenita, y debía de andar por los setenta años aproximadamente, y él era flaco, o más que flaco, un esqueleto que caminaba, yo creo que eso fue lo que me llamó la atención, porque por regla general apenas me fijaba en la gente que iba a la playa, pero en éstos me fijé y la causa fue la delgadez del tipo, lo vi y me asusté, coño, es la muerte que viene a por mí, pensé, pero no venía a por mí, sólo era un matrimonio viejo, él de unos setentaicinco y ella de unos setenta, o al revés, y ella parecía gozar de buena salud, y él tenía pinta de que iba a palmarla en cualquier momento o de que ése era su último verano, al principio, pasado el primer susto, me costó alejar mi mirada de la cara del viejo, de su calavera apenas recubierta por una delgada capa de piel, pero luego me acostumbré a mirarlos con disimulo, tirado en la arena, boca abajo, con la cara cubierta por los brazos, o desde el paseo, sentado en un banco frente a la playa, mientras fingía que me quitaba la arena del cuerpo, y me acuerdo de que la vieja siempre llegaba a la playa con un parasol bajo cuya sombra se metía presurosa, sin bañador, aunque a veces la vi con bañador, pero más usualmente con un vestido de verano, muy amplio, que la hacía parecer menos gorda de lo que era, y bajo el parasol la vieja se pasaba las horas leyendo, llevaba un libro muy grueso, mientras el esqueleto que era su marido se tiraba sobre la arena, vestido únicamente con un traje de baño diminuto, casi un tanga, y absorbía el sol con una voracidad que a mí me traía recuerdos lejanos, de yonquis disfrutando inmóviles, de yonquis concentrados en lo que hacían, en lo único que podían hacer, y entonces a mí me dolía la cabeza y me iba de la playa, comía en el Paseo Marítimo, una tapa de anchoas y una cerveza, y después me ponía a fumar y a mirar la playa a través de los ventanales del bar, y luego volvía y allí seguían el viejo y la vieja, ella debajo de la sombrilla, él expuesto a los rayos del sol, y entonces, de manera irreflexiva, a mí me daban ganas de llorar y me metía en el agua y nadaba, y cuando ya me había alejado bastante de la orilla miraba el sol y me parecía extraño que estuviera allí, esa cosa grande y tan distinta de nosotros, y luego me ponía a nadar hasta la orilla (en dos ocasiones estuve a punto de ahogarme) y cuando llegaba me dejaba caer junto a mi toalla y me quedaba mucho rato respirando con dificultad, pero siempre mirando hacia donde estaban los viejos, y luego tal vez me quedaba dormido tirado en la arena, y cuando me despertaba la playa ya empezaba a desocuparse, pero los viejos seguían allí, ella con su novela bajo la sombrilla y él boca arriba, en la zona sin sombra, con los ojos cerrados y una expresión rara en su calavera, como si sintiera cada segundo que pasaba y lo disfrutara, aunque los rayos del sol fueran débiles, aunque el sol ya estuviera al otro lado de los edificios de la primera línea de mar, al otro lado de las colinas, pero eso a él parecía no importarle, y entonces, en el momento de despertarme, yo lo miraba y miraba el sol, y a veces sentía en la espalda un ligero dolor, como si aquella tarde me hubiera quemado más de la cuenta, y luego los miraba a ellos y luego me levantaba, me ponía la toalla como capa y me iba a sentar en uno de los bancos del Paseo Marítimo, en donde fingía quitarme la arena que no tenía de las piernas, y desde allí, desde esa altura, la visión de la pareja era distinta, me decía a mí mismo que tal vez él no estuviera a punto de morir, me decía a mí mismo que el tiempo tal vez no existía tal como yo creía que existía, reflexionaba sobre el tiempo mientras la lejanía del sol alargaba las sombras de los edificios, y luego me iba a casa y me daba una ducha y miraba mi espalda roja, una espalda que no parecía mía sino de otro tipo, un tipo al que aún tardaría muchos años en conocer, y luego encendía la tele y veía programas que no entendía en absoluto, hasta que me quedaba dormido en el sillón, y al día siguiente vuelta a lo mismo, la playa, el ambulatorio, otra vez la playa, los viejos, una rutina que a veces interrumpía la aparición de otros seres que aparecían en la playa, una mujer, por ejemplo, que siempre estaba de pie, que jamás se recostaba en la arena, que iba vestida con la parte de abajo de un bikini y con una camiseta azul, y que cuando entraba en el mar sólo se mojaba hasta las rodillas, y que leía un libro, como la vieja, pero esta mujer lo leía de pie, y a veces se agachaba, aunque de una manera muy rara, y cogía una botella de pepsi de litro y medio y bebía, de pie, claro, y luego dejaba la botella sobre la toalla, que no sé para qué la había traído si no se tendía nunca sobre ella y tampoco se metía en el agua, y a veces esta mujer me daba miedo, me parecía excesivamente rara, pero la mayoría de las veces sólo me daba pena, y también vi otras cosas extrañas, en la playa siempre pasan cosas así, tal vez porque es el único sitio en donde todos estamos medio desnudos, pero que no tenían demasiada importancia, una vez creí ver a un exyonqui como yo, mientras caminaba por la orilla, sentado en un montículo de arena con un niño de meses sobre las piernas, y otra vez vi a unas chicas rusas, tres chicas rusas, que probablemente eran putas y que hablaban, las tres, por un teléfono móvil y se reían, pero la verdad es que lo que más me interesaba era la pareja de viejos, en parte porque tenía la impresión de que el viejo se iba a morir en cualquier instante, y cuando pensaba esto, o cuando me daba cuenta de que estaba pensando esto, el resultado era que se me ocurrían ideas disparatadas, como que tras la muerte del viejo iba a ocurrir un maremoto, el pueblo destruido por una ola gigantesca, o como que iba a ponerse a temblar, un terremoto de gran magnitud que haría desaparecer el pueblo entero en medio de una ola de polvo, y cuando pensaba lo que acabo de decir ocultaba la cabeza entre las manos y me ponía a llorar, y mientras lloraba soñaba (o imaginaba) que era de noche, digamos las tres de la mañana, y que yo salía de mi casa y me iba a la playa, y en la playa encontraba al viejo tendido sobre la arena, y en el cielo, junto a las otras estrellas, pero más cerca de la Tierra que las otras estrellas, brillaba un sol negro, un enorme sol negro y silencioso, y yo bajaba a la playa y me tendía también sobre la arena, las dos únicas personas en la playa éramos el viejo y yo, y cuando volvía a abrir los ojos me daba cuenta de que las putas rusas y la chica que siempre estaba de pie y el exyonqui con el niño en brazos me contemplaban con curiosidad, preguntándose acaso quién podía ser aquel tipo tan raro, el tipo que tenía los hombros y la espalda quemados, y hasta la vieja me observaba desde la frescura de su sombrilla, interrumpida la lectura de su libro interminable por unos segundos, preguntándose tal vez quién era aquel joven que lloraba en silencio, un joven de treintaicinco años que no tenía nada, pero que estaba recobrando la voluntad y el valor y que sabía que aún iba a vivir un tiempo más.
 
Marcelo_Arrizabalaga,05.11.2021
Me gusta como escribe, aunque prefiero los puntos seguidos y aparte. Si no, después de un rato se me empieza a hacer un matete la cabeza. Interesante.
 
guy,09.11.2021
Este para vos, que te gustan los finales felices, los puntos y a parte y bli bli.



SUBASTA

María Fernanda Ampuero

En algún lado hay gallos.
Aquí, de rodillas, con la cabeza gacha y cubierta con un trapo inmundo, me concentro en escuchar a los gallos, cuántos son, si están en jaula o en corral. Papá era gallero y, como no tenía con quién dejarme, me llevaba a las peleas. Las primeras veces lloraba al ver al gallito desbaratado sobre la arena y él se reía y me decía mujercita.
Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.
Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
Le decían a mi papá:
–Tu hija es una monstrua.
Y él respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor.
–Más monstruo vos. Salud.
El olor dentro de una gallera es asqueroso. A veces me quedaba dormida en una esquina, debajo de las graderías, y despertaba con algún hombre de esos mirándome la ropa interior por debajo del uniforme del colegio. Por eso antes de quedarme dormida me metía la cabeza de un gallo en medio de las piernas. Una o muchas. Un cinturón de cabezas de gallitos. Levantar una falda y encontrarse cabecitas arrancadas tampoco gustaba a los machos.
A veces, papá me despertaba para que tirara a la basura otro gallo despanzurrado. A veces, iba él mismo y los amigos le decían que para qué mierda tenía a la muchacha, que si era un maricón. Él se iba con el gallo descuajaringado chorreando sangre. Desde la puerta les tiraba un beso. Los amigos se reían.
Sé que aquí, en algún lado, hay gallos, porque reconocería ese olor a miles de kilómetros. El olor de mi vida, el olor de mi padre. Huele a sangre, a hombre, a caca, a licor barato, a sudor agrio y a grasa industrial. No hay que ser muy inteligente para saber que este es un sitio clandestino, un lugar refundido quién sabe dónde, y que estoy muy pero que muy jodida.
Habla un hombre. Tendrá unos cuarenta. Lo imagino gordo, calvo y sucio, con camiseta blanca sin mangas, short y chancletas plásticas, le imagino las uñas del meñique y del pulgar largas. Habla en plural. Aquí hay alguien más que yo. Aquí hay más gente de rodillas, con la cabeza gacha, cubierta por esta asquerosa tela oscura.
–A ver, nos vamos tranquilizando, que al primer hijueputa que haga un solo ruido le meto un tiro en la cabeza. Si todos colaboramos, todos salimos de esta noche enteros.
Siento su panza contra mi cabeza y luego el cañón de la pistola. No, no bromea. Una chica llora unos metros a mi derecha. Supongo que no ha soportado sentir la pistola en la sien. Se escucha una bofetada.
–A ver, reina. Aquí no me llora nadie, ¿me oyó? ¿O ya está apurada por irse a saludar a diosito?
Luego, el gordo de la pistola se aleja un poco. Ha ido a hablar por teléfono. Dice un número: seis, seis malparidos. Dice también muy buena selección, buenísima, la mejor en meses. Recomienda no perdérsela. Hace una llamada tras otra. Se olvida, por un rato, de nosotros. A mi lado escucho una tos ahogada por la tela, una tos de hombre.
–He oído de esto –dice él, muy bajito–. Pensé que era mentira, leyenda. Se llaman subastas. Los taxistas eligen pasajeros que creen que pueden servir para que den buena plata por ellos y para eso los secuestran. Luego los compradores vienen y pujan por sus preferidos o preferidas. Se los llevan. Se quedan con sus cosas, los obligan a robar, a abrirles sus casas, a darles sus números de tarjeta de crédito. Y a las mujeres. A las mujeres.
–¿Qué? –le digo.
Escucha que soy mujer. Se queda callado.
Lo primero que pensé cuando me subí al taxi esa noche fue por fin. Apoyé mi cabeza en el asiento y cerré los ojos. Había bebido unas cuantas copas y estaba tristísima. En el bar estaba el hombre por el que tenía que fingir amistad. A él y a su mujer. Siempre finjo, soy buena fingiendo. Pero cuando me subí al taxi exhalé y me dije qué alivio: voy a casa, a llorar a gritos. Creo que me quedé dormida un momento y, de repente, al abrir los ojos, estaba en una ciudad desconocida. Un polígono. Vacío. Oscuridad. La alerta que hace hervir el cerebro: se te acaba de joder la vida. El taxista sacó una pistola, me miró a los ojos, dijo con una amabilidad ridícula:
–Llegamos a su destino, señorita.
Lo que siguió fue rápido. Alguien abrió la puerta antes de que yo pudiera poner el seguro, me echó el trapo sobre la cabeza, me ató las manos y me metió en esa especie de garaje con olor a gallera podrida y me obligó a arrodillarme en una esquina. Se escuchan conversaciones. El gordo y alguien más y luego otro y otro. Llega gente. Se escuchan risas y destapar cervezas. Empieza a oler a maría y alguna otra de esas mierdas con olor picante. El hombre que está a mi lado hace rato que ya no me dice que esté tranquila. Se lo debe estar diciendo a sí mismo.
Mencionó antes que tenía un bebé de ocho meses y un niño de tres. Estará pensando en ellos. Y en estos tipos drogados entrando en la urbanización privada en la que vive. Sí, está pensando en eso. En él saludando al guardia de seguridad como todas las noches desde que su carro está en el taller, mientras esas bestias van atrás, agachados. Él los va a meter en su casa donde está su hermosa mujer, su bebé de ocho meses y su niño de tres años. Él los va a meter a su casa. Y no hay nada que pueda hacer al respecto.
Más allá, a la derecha, se escuchan murmullos, una chica que llora, no sé si la misma que ha llorado antes. El gordo dispara y todos nos tiramos al suelo como podemos. No nos ha disparado, ha disparado. Da igual, el terror nos ha cortado en dos mitades. Se escucha la risa del gordo y sus compañeros. Se acercan, nos mueven al centro de la sala.
–Bueno, señores, señoras, queda abierta la subasta de esta noche. Bien bonitos, bien portaditos, se me van a poner aquí. Más acá, mi reina. Eeeso. Sin miedo, mami, que no muerdo. Así me gusta. Para que estos caballeros elijan a cuál de ustedes se van a llevar. Las reglas, caballeros, las de siempre: más plata se lleva la mejor prenda. Las armas me las dejan por aquí mientras dure la subasta, yo se las guardo. Gracias. Encantado, como siempre, de recibirlos.
El gordo nos va presentando como si dirigiera un programa de televisión. No podemos verlos, pero sabemos que hay ladrones mirándonos, eligiéndonos. Y violadores. Seguro que hay violadores. Y asesinos. Tal vez hay asesinos. O algo peor.
–Daaaaaaamas y caballeeeeeeros.
Al gordo no le gustan los que lloriquean ni los que dicen que tienen niños ni los que gritan a la desesperada no sabes con quién te estás metiendo. No. Menos le gustan los que amenazan con que se va a pudrir en la cárcel. Todos esos, mujeres y hombres, ya han recibido puñetazos en la barriga. He escuchado gente caer al suelo sin aire. Yo me concentro en los gallos. Tal vez no hay ninguno. Pero yo los escucho. Dentro de mí. Gallos y hombres. Ya, no seas tan mujercita, son galleros, carajo.
–Este señor, ¿cómo se llama nuestro primer participante? ¿Cómo? Hable fuerte, amigo. Ricardoooooo, bienvenidooooo, lleva un reloj de marca y unos zapatos Adidas de los bueeeenos. Ricardooooo ha de tener plaaaaaaaataaaaaaa. A ver la cartera de Ricardo. Tarjetas de crédito, ohhhhhh, Visa Goooooold de Messi. El gordo hace chistes malos.
Empiezan a pujar por Ricardo. Uno ofrece trescientos, otro ochocientos. El gordo añade que Ricardo vive en una urbanización privada en las afueras de la ciudad: Vistas del Río.
–Allá donde no podemos ni asomarnos los pobres. Allá vive el amigo Riqui. Sí le puedo decir Riqui, ¿no? Como Riqui Ricón.
Una voz aterradora dice cinco mil. La voz aterradora se lleva a Ricardo. Los otros aplauden.
–¡Adjudicado al caballero de bigote por cinco mil!
A Nancy, una chica que habla con un hilito de voz, el gordo la toca. Lo sé porque dice miren qué tetas, qué ricas, qué paraditas, qué pezoncitos y se sorbe la baba y esas cosas no se dicen sin tocar y, además, qué le impide tocar, quién. Nancy suena joven. Veintipocos. Podría ser enfermera o educadora. A Nancy el gordo la desnuda. Escuchamos que abre su cinturón y que abre los botones y que le arranca la ropa interior, aunque ella dice por favor tantas veces y con tanto miedo que todos mojamos nuestros trapos inmundos con lágrimas. Miren este culito. Ay, qué cosita. El gordo sorbe a Nancy, el ano de Nancy. Se escuchan lengüeteos. Los hombres azuzan, rugen, aplauden. Luego el embestir de carne contra carne. Y los aullidos. Los aullidos.
–Caballeros, esto no es por vicio. Es control de calidad. Le doy un diez. Ahí la limpian bien bonito y una delicia nuestra amiguita Nancy.
Debe ser hermosa porque ofrecen, de inmediato, dos mil, tres, tres quinientos. Venden a Nancy en tres quinientos. El sexo es más barato que la plata.
–Y el afortunado que se lleva este culito rico es el caballero del anillo de oro y el crucifijo.
Nos van vendiendo uno a uno. Al chico que estaba a mi lado, el del bebé de ocho meses y el niño de tres, el gordo ha logrado sacarle toda la información posible y ahora es un pez gordísimo para la subasta: plata en diferentes cuentas, alto ejecutivo, hijo de un empresario, obras de arte, hijos, mujer. El tipo es la lotería. Seguramente lo secuestrarán y pedirán un rescate. La puja empieza en cinco mil. Sube hasta diez, quince mil. Se para en veinte. Alguien con quien nadie se quiere meter ha ofrecido los veinte. Una voz nueva. Ha venido solo para esto. No estaba para perder tiempo en pendejadas. El gordo no hace ningún comentario.
Cuando me toca a mí, pienso en los gallos. Cierro los ojos y abro mis esfínteres. Es lo más importante que haré en mi vida, así que lo haré bien. Me baño las piernas, los pies, el suelo. Estoy en el centro de una sala, rodeada por delincuentes, exhibida ante ellos como una res y como una res vacío mi vientre. Como puedo, froto una pierna contra la otra, adopto la posición de un muñeca destripada. Grito como una loca. Agito la cabeza, mascullo obscenidades, palabras inventadas, las cosas que les decía a los gallos del cielo con maíz y gusanos infinitos. Sé que el gordo está a punto de dispararme.
En cambio, me revienta la boca de un manazo, me parto la lengua de un mordisco. La sangre empieza a caer por mi pecho, a bajar por mi estómago, a mezclarse con la mierda y la orina. Empiezo a reír, enajenada, a reír, a reír, a reír.
El gordo no sabe qué hacer.
–¿Cuánto dan por este monstruo?
Nadie quiere dar nada.
El gordo ofrece mi reloj, mi teléfono, mi cartera. Todo es barato, chino.
Me coge las tetas para ver si la cosa se anima y chillo.
–¿Quince, veinte?
Pero nada, nadie.
Me tiran a un patio. Me bañan con una manguera de lavar carros y luego me suben a un carro que me deja mojada, descalza, aturdida, en la Vía Perimetral.

 
guy,09.11.2021
¿A parte? Qué hijos de puta son a veces.
 
Marcelo_Arrizabalaga,09.11.2021
Está bueno el cuento para hablar del tema.
Éstas atrocidades existen.
Parece cuento hasta que le pasa a alguien cercano.
Bien escrito.
 
Morirse,08.05.2022



La venganza de los malditos
Charles Bukowski



En aquella pensión de mala muerte los ronquidos, como siempre, eran escandalosos. Tom no podía dormir. Debía de haber 60 camas y todas ellas ocupadas. Los borrachos eran los que más alto roncaban, y la mayoría de los allí reunidos estaban borrachos. Tom se incorporó y observó la luz de la luna que entraba por las ventanas y caía sobre los hombres dormidos. Lió un cigarrillo, lo encendió. Volvió a mirar a los hombres otra vez. Vaya un puñado de tipos horribles inútiles y jodidos. ¿Jodidos? Ésos no jodían nada. Las mujeres no los querían. Nadie los quería. No valían ni un polvo, ja, ja, ja. Y él era uno de ésos. Sacó la botella de debajo de la almohada y dio un último trago. Aquella última cosa siempre era triste. Hizo rodar el casco vacío debajo de la cama y observó otra vez a aquellos hombres que roncaban. Ni siquiera valía la pena tirarles una bomba encima.
Tom miró a su amigo Max, que estaba en el catre contiguo. Max estaba allí tumbado con los ojos abiertos. ¿Estaría muerto?
-¡Eh, Max!
-¿Hmmm?
-No duermes.
-No puedo. ¿Te has dado cuenta? Hay muchos que roncan rítmicamente. ¿Por qué será?
-No lo sé, Max. Hay un montón de cosas que no sé.
-Yo tampoco, Tom. Supongo que soy un poco tonto.
-¿Lo supones? Si supieras que eres tonto, no lo serías.
Max se sentó en el borde de su catre.
-Tom, ¿Crees que alguna vez saldremos de este jaleo?
-Sólo de una forma…
-¿Sí?
-Sí…, fiambres.
Max lió un cigarrillo, lo encendió.
Max se sentía mal, siempre se sentía mal cuando pensaba en cosas. Lo que había que hacer era no pensar, desconectar.
-Oye, Max- Oyó decir a Tom.
-¿Sí?
-He estado pensando…
-Pensar no es bueno…
-Pero esto no puedo dejar de pensarlo.
-¿Te queda algo de beber?
-No. Lo siento. Pero escucha…
-Mierda, ¡No quiero escuchar!
Max volvió a tumbarse en su catre. Hablar no servía para nada. Era una pérdida de tiempo.
-Te lo voy a decir de todas formas, Max.
-Está bien, joder, venga…
-¿Ves todos esos tipos? Hay un montón, ¿no? Vagabundos por todas partes.
-Ya, los veo hasta en la sopa…
-Por eso, Max, no hago más que pensar cómo podríamos hacer para utilizar esa mano de obra. Es que se está desaprovechando.
-Nadie quiere a esos vagabundos. ¿Qué puedes hacer tú con ellos?
Tom se sintió ligeramente entusiasmado.
-El hecho de que nadie quiera a esos tipos nos da ventaja.
-¿Tú crees?
-Claro. Mira, en las cárceles no lo quieren porque tendrían que darles alojamiento y comida. Y esos vagabundos no tienen ni un sitio adonde ir ni nada que perder.
-¿Y qué?
-He estado pensando mucho por las noches. Por ejemplo, si pudiéramos juntarlos a todos, como ganado, podríamos hacer que arrasaran ciertas cosas. Dominar temporalmente algunas situaciones…
-Estás loco- dijo Max.
Pero se incorporó en su cama.
-Sigue…
Tom se rió.
-Bueno, quizás esté loco, pero no puedo dejar de pensar en esa mano de obra desperdiciada. He estado tumbado aquí durante muchas noches soñando con las cosas que podrían hacerse con ella…
Ahora fue Max quién rió.
-¡Cómo qué, por el amor de Dios!
Nadie se inmutó por aquella conversación. Los ronquidos continuaban a su alrededor.
-Bueno, he estado dándole vueltas a la cabeza. Sí, tal vez sea una locura, pero…
-¿Qué?- preguntó Max.
-No te rías. Quizá el vino me haya destruido el cerebro.
-Intentaré no reírme.
Tom dio una calada a su cigarrillo, luego soltó el humo.
-Bueno, mira, yo tengo esta imagen de todos los vagabundos que podamos encontrar, bajando a pie por Broadway, aquí mismo en Los Ángeles, miles de ellos juntos, andando codo a codo…
-Bueno, ¿y…?
-Bueno, son un montón de tipos. Como una especie de venganza de los malditos. Un desfile de desechos. Es casi como una película. Puedo ver las cámaras, las luces, el director. La Marcha de los Fracasados. ¡La Resurrección de los Muertos! ¡Increíble, hombre, increíble!
-Creo- respondió Max- que deberías dejar el oporto y volver al moscatel.
-¿De veras?
-Sí. Vale. Así que tenemos a todos esos vagabundos atravesando Broadway, digamos que al mediodía, ¿y después, qué?
-Bueno, los dirigimos hacia los almacenes más grandes y mejores de la ciudad…
-¿Te refieres a Bowarms?
-Sí, Max. Bowarms tiene de todo: los mejores vinos, la ropa más elegante, relojes, radios, televisores; tu pide, que ellos lo tienen…
Justo entonces un viejo que estaba unos catres más allá se incorporó, abrió los ojos como platos y gritó: "¡DIOS ES UNA NEGRA LESBIANA DE 180 KILOS!"
Luego se desmoronó en su catre.
-¿Lo llevamos?- preguntó Max.
-Claro. Es uno de los mejores. ¿Qué cárcel lo querría?
-Vale, entramos a Bowards, y entonces, ¿qué?
-Imagínatelo. Será entrar y salir. Seremos demasiados como para que el servicio de seguridad pueda controlar el asunto. Imagínatelo: entras y coges. Cualquier cosa que se te antoje. Quizá hasta tocarle el culo a una dependienta. Cualquier parte de ese sueño que ya no tenemos, entras y lo coges, cualquier cosa, y después nos vamos.
-Tom, puede que vuelen muchas cabezas. No va a ser un picnic en el país de las maravillas…
-No, ¡pero tampoco lo es esta vida que llevamos! Esta forma de consentir que nos entierren, para siempre, sin protestar siquiera…
-Tom, chico, creo que no está bien lo que dices. Pero ¿cómo vamos a hacer para organizar este asunto?
-Bien, primero fijamos una fecha y una hora. Entonces, ¿conocemos a una docena de tipos que puedas reclutar?
-Creo que sí.
-Yo también conozco alrededor de una docena.
-Supón que alguien le da el soplo a los polis.
-No es probable. De todas formas, ¿qué podemos perder?
-Es verdad.

Era mediodía.
Tom y Max iban a la cabeza de todo este grupo. Iban bajando por Broadway, en Los Ángeles. Había más de cincuenta vagabundos andando alrededor, detrás de Tom y Max. Cincuenta vagabundos o más pestañeando asombrados, tambaleándose, no muy seguros de lo que estaba sucediendo. Los ciudadanos corrientes que iban por la calle estaban atónitos. Paraban, se hacían a un lado y observaban. Algunos estaban asustados, otros se reían. A otros les parecía una broma o la filmación de una película. El maquillaje era perfecto: los actores parecían vagabundos. Pero ¿dónde estaban las cámaras?
Tom y Max dirigían la marcha.
-Oye, Max, yo se lo dije solamente a ocho. ¿A cuántos avisaste tú?
-A nueve, quizás.
-Me pregunto qué demonios habrá pasado.
-Se lo habrán dicho unos a otros…
Seguían marchando. Era como un sueño enloquecido que no podía detenerse. En la esquina de la Séptima Avenida el semáforo se puso rojo. Tom y Max se pararon y los vagabundos se apiñaron detrás de ellos, esperando. El olor a ropa interior y calcetines sucios, a alcohol y mal aliento, se extendió por el aire. El dirigible de Goodyear volaba en inútiles círculos por encima de sus cabezas. La contaminación, de un gris azulado, se posaba en la calle.
Entonces el semáforo se puso verde. Tom y Max siguieron andando. Los vagabundos los siguieron.
-Aunque fui yo quien imaginó esto- dijo Tom-, no puedo creer que esté pasando de verdad.
-Pues está pasando- dijo Max.
Algunos vagabundos detrás de ellos aún estaban cruzando la calle cuando el semáforo volvió a ponerse rojo, pero siguieron cruzando, deteniendo el tráfico, algunos abrazados a sus botellas de vino o bebiendo de ellas. Iban marchando juntos pero no había ninguna canción para aquella marcha. Sólo el silencio, a no ser por el ruido del arrastre de zapatos viejos sobre el pavimento. Sólo de vez en cuando hablaba alguien.
-Eh, ¿adónde coño vamos?
-¡Dame un trago de eso!
-¡A tomar por culo!
El sol pegaba fuerte.
-¿Tú crees que debemos continuar con esto?- preguntó Max.
-Me sentiría bastante mal si ahora nos volviéramos- afirmó Tom.
Entonces llegaron frente a Bowarms.
Tom y Max se detuvieron un momento.
Después empujaron juntos las impresionantes puertas de cristal. El montón de vagabundos entró tras ellos en una fila larga y deshilachada. Avanzaban por los elegantes pasillos. Los dependientes los miraban sin comprender del todo.
El departamento de Caballeros estaba en la primera planta.
-Ahora- dijo Tom- tenemos que dar ejemplo.
-Sí- dijo Max vacilante.
-Huy, huy, huy…
Los vagabundos se habían parado y los miraban. Tom dudó un instante, luego se dirigió a un colgador de abrigos, descolgó el primero, un modelo de cuero amarillo con cuello de piel. Tiró al suelo su abrigo viejo y se deslizó dentro del nuevo. Un dependiente, un hombrecillo pulcro con bigote bien cuidado, se acercó.
-¿Qué desea señor?
-Me gusta éste y me lo quedo. Cárguelo a mi cuenta.
-¿American Express, señor?
-No, China Express.
-Y yo me llevo ésta- dijo Max, metiéndose dentro de una cazadora de piel de lagarto con bolsillos laterales y una capucha bordeada de piel contra las inclemencias del tiempo.
Tom cogió un sombrero de la estantería, un modelo de cosaco, un poco ridículo, pero con cierto encanto.
-Éste le va bien a mi color de piel; me lo llevo.
Aquello puso a los vagabundos en marcha. Avanzaron y comenzaron a ponerse abrigos y sombreros, bufandas, gabardinas, botas, jerséis, guantes, diferentes accesorios.
-¿Al contado o a plazos, señor?- preguntó una voz asustada.
-Cóbraselo a mi agujero del culo, gilipollas.
O en otro mostrador:
-Creo que ésa es su talla, señor.
-¿Lo puedo cambiar dentro de los primeros 14 días si no estoy conforme?
-Claro, señor.
-Pero puede que dentro de 14 días usted esté muerto.
Entonces comenzó a sonar una alarma general. Alguien se había dado cuando de que la tienda estaba siendo invadida. Los clientes, que habían estado observando con desconfianza, se apartaron.
Llegaron tres hombres corriendo, vestidos con unos trajes grises de muy mal corte. Eran hombres voluminosos pero tenían más grasa que músculos. Se abalanzaron sobre los vagabundos para echarles de la tienda. Sólo que había demasiados vagabundos. Y desaparecieron entre aquella muchedumbre. Pero mientras peleaban, maldiciendo y amenazando, uno de los guardias echó mano a la pistola. Hubo un disparo, pero fue un gesto estúpido o inútil, y el tipo se fue rápidamente desarmado.
De pronto, un vagabundo apareció en la parte superior de las escaleras mecánicas. Tenía la pistola. Estaba borracho. Nunca había tenido una pistola. Pero le gustaba. Apuntó y apretó el gatillo. Le dio a un maniquí. La bala le atravesó el cuello. La cabeza cayó al suelo: la muerte de un esquiador de Aspen.
La muerte de ese objeto pareció despertar a los vagabundos. Hubo una ruidosa ovación. Se esparcieron escaleras arriba y por toda la tienda. Gritaban incoherentemente. Por un momento toda la frustración y el fracaso desaparecieron. Les brillaban los ojos y sus movimientos eran rápidos y llenos de seguridad. Era una escena curiosa, rara, desagradable.
Se movían rápidamente de un piso a otro, de una zona a otra. Tom y Max ya no dirigían, eran arrastrados con los demás. Ahora saltaban por encima de los mostradores, rompían cristales. En el mostrador de los cosméticos una jovencita rubia dio un grito a la vez que levantaba los brazos. Eso atrajo la atención fe uno de los vagabundos más jóvenes, que le levantó el vestido y gritó: "¡HALA!"
Otro vagabundo se acercó y agarró a la chica. Entonces vino otro corriendo. Pronto hubo un montón alrededor de ella, arrancándole la ropa. Era muy desagradable. Sin embargo, inspiró a otros vagabundos. Empezaron a correr tras las dependientas.
Tom buscó un mostrador que todavía estuviera entero, se subió encima y empezó a gritar.
"¡NO! ¡ESTO NO! ¡PARAD! ¡NO ERA ESTO A LO QUE ME REFERÍA!"
Max estaba de pie junto a Tom.
-Ah, mierda- dijo en voz baja.
Los vagabundos no se calmaban. Arrancaban cortinas, volcaban las mesas. Continuaban destrozando los mostradores de cristal. También había un gran griterío.
Algo se rompió con enorme estruendo.
Después se inició un fuego, pero aquellos hombres seguían con el saqueo.
Tom se bajó del mostrador. Todo aquel episodio no había durado más de cinco minutos. Miró a Max.
-¡Vámonos cagando leches!
Otro sueño que se había ido a la mierda, otro perro muerto en la carretera, más pesadillas de miseria.
Tom empezó a correr y Max le siguió. Bajaron por las escaleras mecánicas. Mientras bajaban, la policía subía corriendo por la escalera contigua. Tom y Max seguían llevando sus abrigos nuevos. Si no hubiese sido por sus rostros colorados y sin afeitar, su aspecto habría sido casi respetable. En la primera planta se mezclaron con el gentío. Había policías en las puertas. Dejaban salir a la gente, pero no dejaban entrar a nadie.
Tom había robado un puñado de puros. Le dio uno a Max.
-Toma, enciéndelo. Trata de parecer respetable.
Tom encendió uno para él.
-Ahora vamos a ver si logramos salir de aquí.
-¿Crees que podremos engañarles, Tom?
-No sé. Intenta parecer un corredor de bolsa o un médico…
-¿Qué aspecto tienen?
-Satisfecho y estúpido.
Fueron hacia la salida. No hubo problemas. Fueron conducidos hacia el exterior con otros. Oyeron disparos dentro del edificio. Miraron hacia arriba. Se veían llamas en una de las ventanas superiores. En seguida oyeron acercarse las sirenas de los bomberos.
Giraron hacia el sur y regresaron a los barrios bajos.

Esa noche eran los dos vagabundos mejor vestidos de aquella pensión de mala muerte. Max había robado incluso un reloj. Sus manecillas brillaban en la oscuridad. La noche acababa de empezar. Se tumbaron en sus catres mientras comenzaban los ronquidos.
La pensión estaba de nuevo repleta, a pesar de los arrestos en masa de aquella tarde. Siempre había suficientes vagabundos para llenar cualquier vacante.
Tom sacó dos puros, le pasó uno a Max. Los encendieron y fumaron en silencio durante un rato. Pasaron unos minutos, habló Tom.
-Eh, Max…
-¿Si?
-Yo no quería que fuese de esa forma.
-Ya lo sé. No te preocupes.
Los ronquidos iban subiendo gradualmente de volumen. Tom sacó una botella de vino sin abrir de debajo de su almohada. La destapó, echó un trago.
-¿Max?
-¿Si?
-¿Un trago?
-Claro.
Tom pasó la botella. Max echó un trago y se la devolvió.
-Gracias.
Tom deslizó la botella debajo de su almohada.
Era moscatel.



 
Shou,09.05.2022

Morirse:
Qué buen aporte, gracias por compartirlo



 
Morirse,09.05.2022


Me alegra que te gustara, Shou


 
remos,09.05.2022
Tiempo que no leía algo de Bukowski. Sí, buen aporte.
 
Shou,09.05.2022

"La verdadera caída"
Fernando Pessoa

Un día en que Dios estaba durmiendo y el Espíritu Santo andaba en uno de sus vuelos, Jesucristo fue a la caja de los milagros y robó tres. Con el primero hizo que nadie supiese de su huida. Con el segundo se creó eternamente humano y niño. Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz y lo dejó clavado en esa cruz que hay en el cielo y sirve de modelo a todas las demás. Después huyó hacia el sol y bajó por el primer rayo que pudo atrapar.

Hoy vive conmigo en mi aldea. Es un niño hermoso cuando ríe, y natural. Se limpia la nariz en el brazo derecho, chapotea en las charcas, coge las flores, le gustan y las olvida. Tira piedras a los borricos, roba fruta de los árboles y huye a gritos y llorando de los perros. Y porque sabe que a ellas no les gusta, pero que todo el mundo lo celebra, persigue a las chicas que en grupo van por los caminos con el cántaro en la cabeza y les levanta las faldas.


 
Morirse,09.05.2022


Gracias, remos


 
Morirse,11.05.2022


De todos los relatos de "Crónicas Marcianas", este es uno de mis favoritos. Ray Bradbury es uno de mis escritores favoritos.

::::

La mañana verde
Ray Bradbury

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los pulmones o plantar más árboles.

-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.

-¿Qué me ha pasado?

-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

-¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.

Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora en pasos de baile.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

FIN




 
guy,11.05.2022
VIETNAM

Mujer, ¿cómo te llamas? —No sé.
¿Cuándo naciste, de dónde eres? —No sé.
¿Por qué cavaste esta madriguera? —No sé.
¿Desde cuándo te escondes? —No sé.
¿Por qué me mordiste el dedo cordial? —No sé.
¿Sabes que no te vamos a hacer nada? —No sé.
¿A favor de quién estás? —No sé.
Estamos en guerra, tienes que elegir. —No sé.
¿Existe todavía tu aldea? —No sé.
¿Estos son tus hijos? —Sí.

Wislawa Szymborska
 
Morirse,11.05.2022



Qué bello.


 
Marcelo_Arrizabalaga,12.05.2022
Me encanto. Contundente.
 
guy,13.05.2022
Los peligros de fumar en la cama
Mariana Enríquez

¿Era una mariposa nocturna o una polilla? Nunca había podido distinguirlas. Pero algo era seguro: las mariposas de la noche se hacían polvo entre los dedos, como si no tuvieran órganos ni sangre, casi como la ceniza quieta del cigarrillo en el cenicero cuando se la tocaba apenas. No daba asco matarlas y se las podía dejar en el piso, porque a los pocos días se desintegraban. Otra cosa: no era cierto que se quemaran automáticamente cuando se acercaban al calor. Alguien le había dicho que era así, se incendiaban ni bien rozaban la luz caliente, pero ella las veía golpearse una y otra vez contra la lamparita, como si disfrutaran de los impactos, y salir ilesas. A veces se aburrían y salían volando por la ventana. Otras, era cierto, se morían adentro de la lámpara de pie: se cansaban o a lo mejor se daban por vencidas o les llegaba la hora; como afuera, se quemaban de a poco, aleteaban golpeando la pantalla hasta que se quedaban quietas. A veces se levantaba en medio de la noche a vaciar la pantalla de mariposas-polillas muertas, cuando el olor a quemado le hacía arder la nariz y no la dejaba dormir. Rara vez se acordaba de apagar la luz antes de irse a la cama.
Pero una noche de principios de la primavera la había despertado otro tipo de olor a quemado. Envuelta en la manta gris de viaje que usaba cuando hacía un poco de frío, revisó la cocina por si había dejado algo sobre una hornalla prendida. No venía de ahí. Tampoco de las polillas, esa noche había apagado la lámpara. El olor tampoco llegaba desde el pasillo del edificio. Levantó la persiana. Afuera había humo y llovía. Algo se incendiaba bajo la lluvia y se escuchaba la sirena de los bomberos y el rumor de algunos vecinos en la calle, despiertos en la madrugada, seguramente con impermeables sobre el pijama. A uno, un hombre con voz cascada, se le escuchaba decir «pobre mujer». El fuego estaba lejos, y Paula volvió a la cama. Después supo por el siempre informado portero que se había tratado de un incendio en el quinto piso de un edificio que quedaba a la vuelta. Había una muerta, una mujer paralítica, postrada, que se había dormido en la cama con el cigarrillo encendido entre los dedos. La hija, que la cuidaba —y que era bastante mayor también, de unos sesenta años—, se había dado cuenta tarde, cuando la despertó el humo, la tos, el ahogo, y no pudo salvarla. «Pobre mujer, es un vicio maldito», dijo el portero, y agregó que la mujer fumaba mucho y no salía nunca. Paula quiso decirle «y usted cómo sabe que la señora fumaba tanto, si me acaba de decir que no salía nunca, ¿cuándo la veía fumar entonces, eh?», pero se calló la boca porque era imposible discutir con el portero y porque estaba empezando a imaginarse que la señora del quinto piso debía haber visto las llamas subir desde los pies, y como no sentía nada en las piernas, debió haber dejado que la manta se incendiara. Y seguramente habría pensado por qué no dejar que el fuego continuara e hiciera su trabajo, debía ser doloroso, pero ¿cuánto podía tardar antes de que una mujer como ella, vieja y con los pulmones agotados, se desmayara? Qué alivio para la hija, además.
El portero la devolvió al palier y la arrancó de ese mundo vagamente tranquilizador de ancianas quemadas para avisarle que durante la semana un muchacho iba a pasar a fumigar los departamentos. Paula le dijo que bueno, y después pensó que si escuchaba el timbre le iba a abrir la puerta al fumigador. Aunque en su departamento no había tantos bichos, salvo las mariposas-polillas, y estaba segura de que el veneno no las iba a matar, porque no vivían ahí, venían de la calle. En su casa no vivía nada, ni las plantas, que se habían muerto prolijamente en los últimos meses una detrás de otra, sin superponerse. En el departamento solamente vivía ella.
Despidió al portero y se fue directo a la cama. Las sábanas estaban impregnadas de olor a milanesas de pollo. Había hecho dos al horno la noche anterior. Y había sido muy difícil sacarlas del freezer, la bolsa de nylon se había pegado al hielo. Tuvo que usar agua muy caliente, casi hirviendo, y se quemó las piernas desnudas con algunas gotas. Resultó un método inútil, y trató de despegarlas con un cuchillo Tramontina y se rio de ella entre las lágrimas de autocompasión, pensando que debía parecer una asesina serial acuchillando la heladera, el brazo en alto y el cuchillo bajando como un picahielo. Finalmente arrancó las milanesas con las manos ya adormecidas de frío, y las metió en el horno. Se quemaron un poco, pero además estaban poco comestibles porque tenían otros sabores inmundos agregados: el horno perdía gas y ella jamás lo había limpiado en los tres años que ya llevaba de alquiler. Así que no había podido comerlas, y ahora tenía hambre y el departamento apestaba y el olor no la dejaba dormir y lo odiaba, tanto que tuvo que llorar, y lloró por el olor, porque los sahumerios que encendió para hacerlo desaparecer eran todavía más apestosos, porque nunca se acordaba de comprar desodorante de ambientes —que también olía asqueroso—, porque el olor a cigarrillo también debía apestar todo pero ella no lo notaba de tanto que fumaba, y porque nunca había podido tener una de esas casas limpias y luminosas que olían a sol, limones y madera.
Hizo una carpa en la cama, levantando la manta con las rodillas, y se tapó hasta la cabeza. Ahí abajo la única luz era la brasa del cigarrillo que temblaba y parecía reavivarse cuando la rozaba el humo. Las sábanas estaban muy manchadas de cenizas. Paula abrió las piernas y con el dedo índice de la mano libre empezó a acariciarse el clítoris primero en círculos, después con un frote vertical, después con delicados tirones y al fin de un lado al otro. Ya no servía de nada, antes enseguida sentía ese comienzo de escalofrío y el calor de la sangre que se convocaba y después el dedo sentía la piel de la vulva algo más áspera, granulada, y con el gran temblor final llegaba la humedad, ella realmente sentía que se meaba, todo eso antes. Ahora hacía tanto que no pasaba nada y se frotó hasta la irritación y el dolor, pero paró antes de la sangre, porque sabía que esa, la sangre, era la única humedad que últimamente podía arrancarse.
Metió la lámpara de la mesa de luz debajo de las sábanas. Tenía la parte interna de los muslos salpicada de pequeñas manchas rojas superficiales, que parecían una erupción por el calor o una alergia, pero se llamaba queratosis, y la tenía también en los brazos, en las caderas, y un poco en las costillas. La dermatóloga le había dicho que con mucho tratamiento se podía poner mejor, que no tenía nada que ver con enfermedades terribles como la psoriasis o el eczema, pero a ella le parecía lo suficientemente terrible, tanto como sus dientes amarillos y la sangre que le salía cada mañana de las encías cuando usaba el dentífrico, no un sangrado momentáneo, verdaderos chorros que caían en la pileta blanca, se llamaba piorrea aunque los dentistas ahora usaban un nombre más elegante que no podía recordar, prefería la verdad, prefería la piorrea. El cuerpo le estaba fallando de muchas maneras más en las que no quería ni pensar. ¿Quién la iba a querer así, con caspa, depresión, granos en la espalda, celulitis, hemorroides y seca seca?
Encendió otro cigarrillo bajo la sábana y persiguió con el humo a una mariposa que había entrado a la carpa refugio, hasta que la mató. ¿Entonces se las podía ahogar con humo? Qué animal más débil y estúpido. La dejó convulsionar entre sus piernas y vio las patitas de la mariposa-polilla que parecían gusanos-lombrices muy pequeños; por primera vez sintió asco y la pateó hacia el piso, fuera de su cama. Hizo anillos con el humo dentro de la carpa y se aburrió. Entonces decidió apoyar la brasa sobre la sábana para ver cómo se agrandaba el círculo de bordes anaranjados hasta que parecía peligroso, hasta que el fuego crepitaba y se aceleraba. Entonces apagaba el fuego en la sábana a los golpes, y los restos de tela quemada flotaban en la carpa. La hacían reír los pequeños incendios circulares. Si sacaba la cabeza de la carpa y se asomaba a la semioscuridad de su habitación, los agujeros quemados en la sábana dejaban pasar la luz de la lámpara y los rayos se reflejaban en el techo, que parecía cubierto de estrellas.
Tenía que hacer más agujeros porque, lo supo ni bien lo vio, lo único que quería era un cielo estrellado sobre su cabeza. Eso era lo único que quería.
 
Morirse,14.05.2022


Lo amé. También me gusta que a partir de la mitad parece otro cuento.


 
IGnus,19.05.2022
“Che Bandoneón” - Cacho Delonce

Parecía dormido sobre el fueye. Cerraba sus ojitos rasgados y rojizos -andá a saber por qué-, quizás por la noche, porque era paseador de adoquines y gran respirador de fresquitos de la madrugada.
Se dormía, dicen, con el bandoneón como una mina sentada sobre las gambas, y él haciéndole mimitos, con sus manos delicadas y regordetas. Se apoliyaba el gordo.
O tal vez era al revés, y era él quien lo hacía dormir al bandoneón, cantándole una áspera canción de curda -esas que le gustan tanto al fueye- y lo arrastraba lentamente, como quien no quiere la cosa, a esos barrios lambeteados de sueño, y entonces el fueye soñaba que venía de un país lejanísimo, brumoso y umbrío donde siempre hace un frío de cagarse y donde la gilada -unos gringos rubios, grandotes y pelotudos- parlan en un lunfa que ni el Carlos de la Púa, vea.
Y que venía para aquerenciarse en Buenos Aires. Para prestar su alma de lata, y sus vértices de firuletes nacarados, y sus botones de marfil acariciado, y su piel de magnolia que mojó la luna.
Para entregarse por entero como un crucificado, morfen y chupen che, éste es mi cuerpo, ésta mi sangre, éste es el llanto que te presto, el llanto al que vos no te animás y al que todos los machos bien machos le reculan.
Esos machos que solo agachan la zabeca cuando el rezongo sagrado y febril del bandoneón les recuerda que aquel dolor existe. Y que jode. ¡Y cómo jode!
Ese es el único milagro que te ofrezco: regalarte un puñado de serpentinas de colores para bailar una milonga, arrojarte a la cadencia cortesana de algún valsecito entreverado, despertar el erotismo turgente que devora en un tangazo con cortes.
Pero sobre todas las cosas interpretar esa baldía, esa profunda, esa innombrable tristeza que te parte en dos, hermano, y que solo vos y yo sabemos.
Dicen que me fui de mi barrio, mentiras dicen, si siempre estoy volviendo, con Homero y con mi pobre vieja, que me compró el primer fueye a los doce años, catorce cuotas de diez pesos, y el sueño del pibe, ¿querés ganarte unos mangos dogor?
Y me llevaron a tocar con Gardel, y aquel debut en Marabú en el 37, y aquel musiquito llamado Piazzolla que se la pasaba haciendo arreglos y yo le decía no te zarpés pibe, que la gilada quiere bailar.
Y tanto llegar lejos, tanto, pero no pude ir al Japón, por este terror ancestral a los aviones, a ver si me pasa lo de don Carlos. Miedo a volar, miedo y basta, me sobra el instrumento, la franela pa no arruinar los lompas, los muchachos de la orquesta, la gilada embobada, este hijo de puta, este hijo que no tuve, este loco amor, amor que busca en un licor que aturda, la última curda...


Un 18 de mayo de 1975 moría en el Hospital Italiano Aníbal Carmelo Troilo, Pichuco, bandoneón mayor de Buenos Aires.
 
IGnus,19.05.2022
Corrijo, porque alguien me vendió el autor equivocado. "Che bandoneón" es un tango. La letra es nada menos que de Homero Manzi. La música de Pichuco.
 
Marcelo_Arrizabalaga,19.05.2022
Si compraste por MercadoLibre tenés 48 horas para hacer el reclamo.

Yo compré el Himno Nacional Argentino como que era de Charly García. Un mes después me llegó una demanda cuando lo quise revender al doble de precio por internet. Vicente Lopes Y Planes y Blas Parera me demandaron por Un escudo de oro de la época de la Revolución de Mayo. Pero en la reunión de conciliación en el juzgado, les ofrecí dos choris con un vasito de tinto para cada uno y me aceptaron.
 
Marcelo_Arrizabalaga,19.05.2022
Sí Cacho del Once parece un escritor de versos urbano, estilo tanguero. Escribe muy bien. Estuve leyendo otros de él.

Y aquí el tango mencionado por vos:

https://youtu.be/...

También muy bueno.
 
guy,19.05.2022
¿Cacho Delonce? Debe ser el hermano de Alain Delonce, quien, todos sabemos, es un prolífico escritor tucumano autor de best sellers como Platero y yo, Harry Potter, Ulises y El Quijote.



La sintaxis
Cristina Peri Rossi.

Mi padre no hablaba nunca, y si lo hacia era con frases ambiguas; decía, por ejemplo, «Como usted quiera», «Como guste» y «Si lo desea». Eran frases extremadamente gentiles, pero las pronunciaba con un tono helado e incoloro de voz, tan opacamente, que en realidad podía decirse que no había hablado. Si mi madre le proponía un paseo, jamás decía que sí o que no; respondía, invariablemente: «Si tú quieres...», y uno pensaba que, efectivamente, para él daba lo mismo salir de paseo o quedarse. Mientras yo crecía, esta tendencia se fue acentuando, y también la irritación de mi madre. En realidad no se le podía hacer ningún reproche. Él no se destemplaba nunca; no padecía accesos de ira ni resultaba injusto, no maldecía ni soltaba improperios. Pero también era imposible halagarlo: no confesaba jamás un deseo. Hasta a la hora de comer parecía que si ingería algún alimento era por no rechazarlos, sin voluntad propia. Si mi madre le decía, por ejemplo: «¿Te gustaría un trozo de cordero para el mediodía?», él contestaba, invariablemente: «Si quieres...», y el trozo de cordero podía ser sustituido por una pechuga de pollo, un plato de fideos, una pata de cerdo o una tortilla de ajos, sin que la respuesta sufriera ninguna modificación. No asumir ningún deseo lo liberaba quizá de cualquier responsabilidad y también de cualquier gratitud. Y la exasperación de mi
madre, librada a su propia iniciativa en el placer y en la desdicha, resultaba en apariencia un acceso histérico.
Crecí en el rencor. Era cariñoso conmigo, su única hija, pero yo rehuía sus expresiones de afecto y me mostraba distante. Entre tanto, los accesos nerviosos de mi madre iban en aumento. Exasperada por la indiferencia gentil de mi padre, ella perdía el sentido progresivamente. A veces, agitada, abría y cerraba cajones por toda la casa sin saber qué buscaba. Eran gestos nerviosos, completamente despegados de cualquier objetivo. O repetía el mismo acto varias veces, histéricamente, sin atención ni memoria: doblaba en dos triángulos la servilleta, abría el cajón del armario, la metía adentro, cerraba el cajón; en seguida abría el mismo cajón, sacaba la servilleta, la desplegaba, volvía a plegarla y a guardarla. Sus ofrecimientos a mi padre ya no eran tan firmes. Con un hilo de voz, decía: «¿Quieres que me ponga el vestido blanco o el azul?», y él contestaba, opacamente: «El que prefieras.» Durante un rato, ella vacilaba. Tenía dos vestidos: uno blanco y uno azul. Pero también, ahora lo recordaba, tenía uno rosa. ¿Acaso él hubiera deseado que ella le propusiera el rosa? Vacilante, insistía: «Si no quieres ni el blanco ni el azul, me puedo poner el rosa.» Él la miraba inexpresivamente y contestaba: «Como gustes.» Al fin, exasperada, ella gritaba: «Se trata de saber cuál te gusta más a ti.» Él la miraba como si su grito destemplado fuera la comprobación de su locura y muy lentamente, respondía: «Me gustan de la misma manera», pero con un tono tan gris y opaco que más que una afirmación parecía un rechazo. Sin embargo, algo de verdad había en sus palabras: si mi madre se ponía el vestido azul o el blanco, nada en la helada gentileza de mi padre cambiaba. Ninguna fisura se abriría en la hermética oscuridad de su deseo inexpresivo.
Dolorosamente, me di cuenta de que las relaciones más profundas se estructuraban muy sólidamente en fórmulas rígidas y repetitivas: la imposibilidad de romper el lazo se manifestaba en la imposibilidad de modificar la sintaxis. La fórmula de relación entre dos —y entre tres: yo también me configuraba, menuda esfera en mitad de sus órbitas— permanecía tan fija como la rigidez del lenguaje, y quizá sólo una súbita interrupción de la monotonía de la sintaxis podría provocar una ruptura en el nudo de la relación. Quizá porque me di cuenta de eso fue que busqué, en la maraña de fórmulas fijas, una variación. Había advertido el peso desproporcionado de la repetición. Cada vez que mi madre le decía: «¿Quieres entremeses o ensalada?», y él, mecánicamente, respondía: «Lo que quieras», sobre nosotros se desmoronaba el alud montañoso de la repetición: no era el peso de una sola pregunta ambiguamente contestada: era la acumulación de los días, de las frases la que cala sobre nuestras espaldas. A la vez, la pregunta esclerosada invita a la respuesta conocida. Era como un nervio estimulado siempre en el mismo sentido, capaz de responder al estímulo sólo con la repetición de las condiciones anteriores. Pensé que era más fácil introducir una modificación en la estructura de la frase que en la relación entre mi padre y mi madre. Quizá, mágicamente, el nuevo orden de las palabras o la incorporación de unas nuevas tuviera la facultad de resquebrajar la estructura total. Hay estructuras en apariencia muy sólidas, pero que se vienen abajo rápidamente, tal es el deterioro interno que se ha producido de manera invisible.
Esa tarde íbamos a salir de paseo los tres: así lo había proyectado mi madre ante la silenciosa indiferencia de él. Nerviosa, mi madre bajó las escaleras con esa leve excitación que denunciaba su inseguridad. Traía un par de sandalias en la mano, y en la otra, unos zapatos de tela. Mi padre jugaba distraídamente con las llaves en el fondo de su bolsillo. Ella se acercó alegremente y blandió ante él las sandalias, los zapatos. «Estoy tan contenta de dar un paseo», exclamó. No estaba mal, pero cualquiera podía darse cuenta de que se trataba, en definitiva, del prólogo a la pregunta, a la alternativa que de inmediato le propondría. Él también lo sabía, por supuesto. Yo cerré los ojos, y pensé: «Otra vez. Otra vez lo hará. Va a decirle qué prefiere.» En efecto, con aire aparentemente ingenuo y juguetón, pero un poco afectado, mi madre agregó: «Querido, ¿qué prefieres, las sandalias o los zapatos?» Mi padre no dejó de jugar con las llaves en su bolsillo. Si miraba, era hacia alguna parte, más allá de la pared, invisible para nosotras. Esbozó una imperceptible sonrisa —fría como el muro— y contestó, sobriamente: «Haz lo que quieras.» Mi madre permaneció de pie en el último peldaño, con las sandalias y los zapatos en las manos, como niños muertos. La sonrisa levemente eufórica desapareció de sus labios, y yo, aterrada, vi cómo bajaba los ojos y concentraba la mirada en aquellos objetos que ahora parecían desprovistos de cualquier encanto. De pronto, se ausentó: mirando fijamente ambos pares de zapatos estaba a punta de una de sus crisis nerviosas, mientras él, distante, esperaba. Lentamente me acerqué a la escalera. Mi madre temblaba imperceptiblemente y yo también. Iba a hacer lo de siempre: escoger uno de los pares —creo que yo prefería las sandalias— y ayudarla a ponérselos, cuando mi madre, con suma dificultad, hizo un último esfuerzo: «Me gustaría saber si te gustan más las sandalias o los zapatos», le dijo a mi padre, con una voz algo atildada, marcando mucho las palabras. Él la miró incoloramente. «Cualquiera de los dos», respondió con voz opaca. Entonces, de pie en el último peldaño de la escalera, me volví hacia él, de modo que mi cuerpo, más pequeño que el suyo, quedaba de frente a su perfil, y le dije, con voz firme y aparentemente tranquila: «Mentira. Estás mintiendo». La introducción de esta frase en la fórmula convencional tuvo un efecto de relámpago: mi padre volvió la cabeza rápidamente, como tocado por un filamento eléctrico, como si regresara de un sueño de espuma muy antiguo y me enfrentó. Sí, por primera vez un brillo fulgurante en sus ojos, un chispazo de orgullo y de valor. Era una mirada inteligente, tan aguda que obligaba a bajar los ojos. Estaba segura de no poder sostenerla; sin embargo, esforzándome, agregué: «En realidad no quieres ninguno de los dos. Ni zapatos, ni sandalias. Ni ir de paseo, ni quedarte. Ni a ella, ni a mí. Ni a ti. Esa es la verdad». Siguió mirándome con curiosidad, único animal vivo entre los zapatos, las sandalias y sus deseos ocultos. Esta curiosidad le encendía la mirada. El esfuerzo me había extenuado. Pensé que iba a sufrir yo también un acceso nervioso y que entonces él me despreciaría, pero fue mi madre quien comenzó a temblar, a sacudirse convulsivamente, y la escena —prevista en el antiguo guion— tuvo el efecto de apagar la mirada de mi padre. Otra vez la gramática conocida, la sintaxis rígida. Mecánicamente, mi
padre fue a buscar un vaso de agua. Yo asistí a mi madre, que gemía y temblaba. Las sandalias y los zapatos, muy ordenados, esperaban, al pie de la escalera, el viaje imposible.
En la cocina, mi padre había tenido tiempo de recomponer la mirada. Volvía a ser fría y distante: Ayudó a mi madre a ponerse de pie, la guio hasta una silla. Consolada por su asistencia, ella se volvió hacia mí. «No debes hablarle de esa manera a tu padre», me dijo, severamente. «No vuelvas a hacerlo», agregó mientras se sentaba.
Sentí una violenta rebeldía. Las palabras se atorbellinaban en mi boca, pero me contuve. Hice un esfuerzo por controlar mis nervios. Busqué la mirada más opaca que podía encontrar y la alcé hasta mis ojos. La sentí cuajar como un lago helado. Cristalizó en pequeños espejos que miraban hacia adentro. Dirigí el lago helado en dirección a mi madre. «Como quieras», respondí con afectada suavidad y gentileza, marcando bien las palabras. Abrí la puerta y me fui a dar un paseo. Mientras salía, escuché decir a mi madre: «Creo que me pondré las sandalias. Combinan mejor con el vestido. ¿No crees?», y la voz de mi padre, metálica: «Como quieras, querida.»
 
Marcelo_Arrizabalaga,20.05.2022
Buena y variada biblioteca la de Don Guy.
 
guy,23.05.2022
Me quedé traumatizado con esa pedorrada de Cacho Delonce y no va que me encuentro con esto. Menos mal.

El gordo triste
Horacio Ferrer

Por su pinta poeta de gorrión con gomina
por su voz que es un gato sobre ocultos platillos
los enigmas del vino le acarician los ojos
y un dolor le perfuma la solapa y los astros.
Grita el águila taura que se posa en sus dedos
convocando a los hijos en la cresta del sueño
a llorar como el viento con las lágrimas altas
a cantar como el pueblo, por milonga y por llanto.
Del brazo de un arcángel y un malandra
se va con sus anteojos de dos charcos
a ver por quién se nublan las glicinas.
Pichuco de los puentes en silencio.
por gracia de morir todas las noches
jamás le viene justa muerte alguna.
jamás le quedan flojas las estrellas...
Pichuco de la misa en los mercados.
De qué Shakespeare lunfardo se ha escapado este hombre
que en un fósforo ha visto la tormenta crecida
que camina derecho por atriles torcidos
que organiza glorietas para perros sin luna.
No habrá nunca un porteño tan baqueano del alba,
con sus árboles tristes que se caen de parado.
Quién repite esta raza, esta raza de uno...
Pero quién la repite con trabajos y todo.
Por una aristocracia arrabalera,
Tan solo ha sido flaco con él mismo,
También el tiempo es gordo, y no parece...
Pichuco de las manos como patios.
Y ahora que las aguas van más calmas
y adentro de su jaula cantan pibes,
recuerde, sueñe y viva, Gordo lindo,
amado por nosotros, por nosotros.

http://youtu.be/M...
 
guy,23.05.2022
Un momentito. ¿Qué mierda quiere decir «y adentro de su jaula cantan pibes»? Capaz que el gordo era un pedófilo como Maradona, Pappo y Perón y recién ahora venimos a darnos cuenta. Natascha Kampusch dislike this. Gordo hijo de puta.
 
MCavalieri,02.06.2022

Dejo esto por acá.


Los peces más lejanos.
Eugenio Mandrini.


Antes me intrigaba saber por qué, sentados en la orilla del
día, los que venían a pescar permanecían allí, de espaldas
a lo que se supone que es el mundo, y entregados al olvido
del tiempo.
Ahora que soy uno de ellos, lo sé.

Estamos aquí desde que aprendimos que estas aguas son menos
turbulentas que las del espejo, aquel otro río donde alguna
vez echamos todos los anzuelos y recogimos sólo viejas
confesiones, estallidos apagados, tierra conclusa.
Estamos aquí desde que llegamos deseosos de partir, y no
nos atrevimos. Traíamos la meta de alcanzar a los peces más
lejanos, aquéllos que serán los últimos en morir, y todavía
no nos atrevimos.
Tal vez lo hagamos cuando eso, a nuestras espaldas, que se
supone que es el mundo, deje de cortejarnos con sus luces,
que entre derrumbes, aún titilan.
Los peces más lejanos, como es su costumbre, aguardarán,
multiplicados.

 
guy,07.06.2022
LA CONFESIÓN
Juan José Manauta

Pascasio habló:
—Ya no estoy muerto —dijo—. Tráigame la escopeta y van a ver.
Los dos hombres que lo cargaban en las parihuelas y un tercero que integraba por sí solo el cortejo lo rodearon en seguida, todos con cara de saber lo que hacían y de no ignorar la verdad, cualquiera que fuese. Ninguno de los tres sabía si lamentar o no que el cajón improvisado se les hubiese roto al sacarlo del rancho.
—Vaya a saber —dijo el Portugués antes de obedecer, ya que era el más joven—. Voy a buscar la escopeta.
Los otros dos ayudaron a Pascasio a salir de las parihuelas y lo recostaron contra el rugoso tronco de un viejo carolino. A menos de tres metros se abría una fosa cavada con destreza y al lado una aceptable cruz, teniendo en cuenta que la habían armado con palos de ñandubay. Pascasio habló de nuevo cuando vio la cruz, y el Portugués no habría hecho más de la mitad de las tres cuadras que los separaban del rancho.
—No ha de servir para leña esa porquería. De todas maneras está bien hecha. Gracias.
El Chato Montero la tomó en sus manos y la observó con atención. Se rió. Después fingió
aviesamente clavarla en una de las cabeceras de la tumba vacía.
—Ni que faltara un muerto aquí —dijo en seguida, ya como si nada de este mundo o del
otro pudiera baldarle la voz.
Antes de que el Portugués volviera, Pascasio tuvo tiempo de mirar lentamente, con odio, todo
lo que lo rodeaba: monte blanco, pajonal, más allá la maciega impenetrable y, a su derecha, el río.
“Un buen lugar para el descanso, se dijo, y no para andar plantando cruces de ñandubay.”
De sobra conocía Pascasio ese rincón, al fondo más remoto de las posesiones de los Morro, y a
no más de una legua de la desembocadura del Gualeguay. Los mojones de la estancia quedaban
muy atrás, pero la persecución a los nutrieros furtivos llegaba hasta el mismo borde del río.
Casi no había escapatoria, y el cazador debía optar, si no podía huir, entre la extorsión y la muerte. Cuando los hombres de Morro, con uniforme o sin él, pero armados hasta los dientes, llegaron al rancho de Pascasio, se encontraron con su velorio.
—Aquí está la escopeta —dijo el Portugués cuando volvió—, déjenlo con su idea.
Sin embargo, la idea de velar a Pascasio antes de tiempo no había sido precisamente suya. Tenía una herida peliaguda en la frente y otra en el pecho. Ninguna de las dos era mortal, pero los de la estancia no tenían por qué saberlo.
El Chato, con la cruz en la mano, le contestó al Portugués:
—No he conocido muertos que carajeen.
Pascasio aceptó la idea porque no estaba en condiciones de oponerse y no dijo nada (porque no podía hablar) cuando el Chato se la propuso a los otros.
Lo encontraron en el suelo, herido, en medio del pajonal, al lado de una de sus mejores trampas (a la que había llegado arrastrándose quién sabe qué trecho), cuando los guardias de la estancia le perdieron el rastro (aunque sabían que estaba herido y que muy lejos no podría andar), y sencillamente pudieron creer que, por fin, Pascasio había muerto.
Lo primero que hicieron los tres fue curarle las heridas con moho y culantrillo y tapárselas con una mezcla de barro y telarañas. Lo que hicieron después fue esconder las trampas de Pascasio en la costa, bajo el agua; cueriaron las nutrias y ocultaron las pieles en la copa de varios laureles tupidísimos, donde ni las moscas las encontrarían. Después el Chato, Juan y el Portugués deliberaron: los guardianes andaban por la zona; llevar a Pascasio herido a su rancho era lo mismo que condenarlo a muerte; los guardianes querrían llevarlo a la estancia y Pascasio ''se les moriría'' en el camino.
Cuando los guardias, efectivamente, llegaron al rancho de Pascasio (uno de los que solía habitar), se encontraron con la Pilar, llorando, y con Pascasio encajonado en un receptáculo de tablas de sauce-álamo recién compuestas, medio torcidas y mostrando en los bordes restos de corteza, pero aptas para ese triste menester y bastante esmeradas, si se piensa que allí no había herramientas superiores a una azuela y a un machete, eso sí, muy filosos los dos. Las moscas revoloteaban sobre la tapa del cajón (lo menos prolijo del artefacto), que casi no ocultaba el ‘cadáver’ de Pascasio. Los de la estancia olieron o creyeron oler a muerto. Después, el llanto de Pilar y la única vela derritiendo su sebo y emanando un aroma peor que la de un difunto, sin contar ya las moscas, terminaron por convencerlos.
—Está bien —dijo el capanga, facón y revólver al cinto y una escopeta recortada en la mano—. Mi gente cavará la fosa a la sombra del carolino viejo. Ustedes: entiérrenlo antes de que se pudra del todo y se lo coma el gusano.
Salió del rancho tapándose las narices y tras él, la media docena de hombres armados que lo acompañaban. Se llevaron una pala y cumplieron la promesa de cavar la tumba de Pascasio.
—Se ve que trabajaron con gusto y a conciencia —dijo el Chato, y agregó con sorna: en su caso, yo hubiera hecho lo mismo.
Lo segundo era avisarle a Pilar antes de caerle con el muerto en las casas. Volvieron a deliberar los tres y dispusieron no enterarla de la verdad, mientras fuera posible. En este asunto prevaleció la opinión del Portugués, y ése fue su error. Un error en los montes y pajonales suele costar la vida.
—Si la viuda no está convencida de que su marido ha muerto —decía el Portugués—, difícilmente
llore como es debido.
El argumento era irrebatible. El mismo Portugués se encomendó a llevar la noticia; mientras Juan y el Chato se ocuparían de las parihuelas para allegarlo a su casa decentemente y para que las heridas no se le agravaran.
Cerca de Pilar, el Portugués no ahorró convicción ni le mermó realismo al sucedido, a tal punto que la viuda no llegó a mostrarse incrédula ni sospechó el fraude. Lloró. Su pena era legítima. Al fin y al cabo Pascasio se había jugado por ella, arrancándosela a punta de cuchillo a los dos malandrines que la explotaban a medias en el quilombo de la Negra Martina, en los suburbios de Gualeguay. En esos casos, para una mujer como Pilar, el coraje de un hombre era la medida de su apego. Y no fue peor que su vida de prostituta perderse con él entre los pajonales y matrerear juntos, siguiéndole el rastro a un destino más que impreciso, pero que la ponía a salvo de aquel otro infierno. La vida en el prostíbulo no era un pasado que extrañar. También ahora sabía verse rodeada de hombres y deseada con fervor, pero ahora, por fin, veía crecer sin saberlo, como jamás, la luz enclenque de su voluntad, aun siendo la mujer de Pascasio, un hombre verdadero; ni el hijo o el marido de la señora donde sirvió desde niña, ni el taita orillero que la arrastró al vicio, ni los dos malandrines que lo mataron emboscados y se la quedaron corno trofeo, ni los clientes sin nombre de la Negra Martina que debía atender por obligación. Nada. Abrir las piernas con gusto. Añorar a Pascasio las noches de soledad y de miedo, cuando los perseguidores del cazador se asomaban al pago a reclamar el diezmo o a amenazarlo si no cumplía.
Lloró. Y lloraba de verdad cuando entraron en el rancho los hombres armados de la estancia, como antes había llorado cuando Juan y el Chato llegaron con el finado en las parihuelas, y como había llorado cuando entre los tres afinaban las tablas sacadas del sauce-álamo recién cortado. Su llanto llegó al paroxismo cuando los tres amigos de Pascasio traspasaron de las parihuelas al rústico ataúd. Sobre todo, porque en ese momento a Pilar le pareció que su marido abría los ojos o que profería un extraño quejido, una especie de despedida o reclamo (le pareció o acusación por su vida, por toda su vida llena de faltas, de ignominia, por toda la vida irredenta que le había tocado vivir, por todas las culpas que parecía engendrar la propia vida, inherentes a ella. Lloró más fuerte, in extremis, porque, ya muerto Pascasio, nada más tenía que darle, fuera de lo poco que le había podido dar, y ya ni siquiera el don de amarlo con gusto, de recibirlo porque sí, ya ni siquiera con eso que, por otra parte, no hacía más que complacerla y gratificarla.
Pascasio abrió los ojos de verdad cuando lo introducían en el trémulo cajón, pero aquello le parecía un sueño una ondulación, un lánguido dejarse llevar, como quien se abandona y flota entre dos aguas. Era mejor cerrar no más los ojos y esperar que el aire le llegara a los pulmones. Supo que podía oír, entre sueños, el llanto de su mujer y las palabras sueltas y livianitas de los tres hombres que manipulaban con su cuerpo y lo depositaban en el blando territorio de la mismísima muerte.
—Él no nos dijo que estuviera conforme —arriesgó Juan, el más viejo, pero el más apocado de los tres.
—No estaba para hablar cuando lo hallarnos —explicó el Chato—. Fuimos nosotros, y vos también, Portugués, los que inventamos su muerte.
—Ya no estoy muerto —pudo decir otra vez Pascasio, en esta ocasión abrazado a su escopeta y bamboleando la cabeza que no lograba apoyar muy bien en el tronco del carolino—. Ya no
estoy muerto —repitió—, pero de muerto uno se entera de todo. Se sabe lo que pasa más allá, carajo.
Pascasio estaba hablando con más coherencia de la que sus fuerzas le permitían, de modo que cada palabra parecía dolerle. Siguió hablando y hablándole al estupor de los otros. Se estaba excediendo. Estaba exagerando en eso de querer hablar y querellar a la muerte como si ya la conociera, como si la vieja y podrida muerte fuera su vida, confundiéndolas, y ya no velaran secretos para él, como si ya las hubiese derrotado a las dos. El Portugués, que era el más joven, no lo quería ni oír.
—Dame la cruz —le dijo al Chato—. Tenés razón. A este pozo le está faltando un finado.
Tenía razón. Algo había que enterrar allí, o al menos cegar la fosa, clavar adecuadamente la cruz y hasta ponerle un nombre: Pascasio.
Por suerte Pascasio ni mosqueó durante el poco rato en que la runfla asqueada de la estancia se entretuvo en el rancho. Se ve que el desmayo se le renovó con el llanto de Pilar, cuando el Chato, Juan y el Portugués lo ingresaron en el cajón. Cuando los guardias se fueron, abrieron la fosa y verdaderamente se fueron, los tres amigos de Pascasio siguieron en el secreto, no fuera que si lo revelaban en ese momento la viuda les descreyera o, enajenada de alegría por la resurrección, cayera en alguna imprudencia.
Mientras ellos discutían estas cosas afuera, Pilar se vio otra vez a solas con el muerto, bañada en lágrimas, hablándole, confesándose con él, pidiéndole perdón, perdón por todo, por sus viejas culpas, casi congénitas, y por las más recientes, las de su flamante y endeble voluntad, entre estas últimas, las de la lástima que le causaba ese pobre muchacho al que le dicen el Portugués, que apenas si conocía mujer… Ella lo había hecho (''en tu ausencia, Pascasio, y siempre estuve por contarte'') porque le daba pena y porque ''los dos nos habíamos quedado solos, sin nadie que nos pudiera estorbar —o protegerme— a muchas leguas a la redonda, en una juida tuya, Pascasio querido, o en uno de tus viajes al Ibicuy (no recuerdo muy bien) para vender los cueros y traerme la provista de harina, tabaco, yerba, sal y grasa. Y a más por haberte ocultado que estoy preñada, no del Portugués, tal vez, sino de vos, Pascasio querido, ¡por Dios, ojalá que sea tuyo!; porque el día, mejor dicho, la noche en que volviste fuimos muy, pero muy felices, ¿te acordás?, y jamás he querido a un hombre como esa noche a vos, y... ''.
En eso llegaron los tres y le dijeron (tranquilos como estaban de que Pilar sólo llorara y hablara con el muerto y seguros de que no cometería ninguna imprudencia) que lo mejor era enterrarlo de una vez y que ella se quedara en el rancho. Obedeció. Y apenas si se movió cuando el cajón se les deshizo y tuvieron que utilizar de nuevo las parihuelas para llevarlo a la tumba.
Cuando el Portugués vino a buscar la escopeta de Pascasio, Pilar ni le prestó atención. Por eso el disparo del arma que tanto conocía la sorprendió más, la estremeció; y aun antes de asomarse a la puerta, adivinó lo que pasaba y aprendió de golpe, como había aprendido todo en su vida, lo que una mujer como ella alcanza de creer así no más en la muerte.
 
Morirse,09.06.2022




El padre de cien hijos
Giovanni Papini


El gran neurólogo C. W. Carr, que me curó repetidas veces de mis perturbaciones, ha querido que pasara dos semanas en su maravillosa villa, a donde vino a curar su propio sistema nervioso ya fatigado.
Además de mí tiene unos pocos huéspedes juiciosamente seleccionados que hacen buena compañía. Pero tan sólo uno, el más taciturno y pensativo, ha sido capaz de despertar al viejo demonio de mi curiosidad.
Míster H. B. es un joven de unos treinta años, de estatura equilibrada y de físico agraciado, tiene un hermoso color rosado y ojos cándidos. Se sienta a la mesa con nosotros pero habla poquísimo, sólo lo necesario para no ser tenido por mudo o mal educado. Durante el resto de las horas del día está casi siempre apartado y meditabundo. Jamás le he visto sonreír. Varias veces procuré iniciar una conversación, pero siempre, con excusas corteses y gentiles, me ha eludido. Tampoco el profesor Carr quería darme datos precisos acerca de su melancólico huésped:
— Es un actor cansado, un músico equivocado, un poeta que pasa sus vacaciones.
No presté fe a esas evasivas, hasta que ayer, al fin, Carr se decidió a decirme la verdad con tal de obtener de mí una codiciable promesa:
— Ese joven es un semental humano entregado a propósitos científicos. Usted sabe cuánto se difunde en Norteamérica el método de la fecundación artificial. El entusiasmo experimental de ciertos biólogos y la renuencia de ciertas mujeres a los contactos sexuales favorecen esa tendencia y la propagan cada vez más. Hay muchísimas jóvenes que desean con vehemencia ser madres pero se asustan ante la idea de los impetuosos y algo bestiales abrazos masculinos. Por esto se ha pensado acudir en auxilio de ellas, poniendo en acción las prácticas de la fecundación artificial que ya se ha probado con eficacia en la producción de terneros. Como es natural, estas mujeres quieren tener hijos hermosos, sanos y robustos, de ahí la importancia que tiene la selección del semen. Por otra parte, preocupados los biólogos por la progresiva decadencia física de la especie humana, se convierten en promotores de esas experiencias de maternidad sin cohabitación porque hacen factible la selección racional e higiénica de los padres colectivos.
"Una comisión de fisiólogos, ginecólogos, eugenistas e higienistas busca por todo el país machos reproductores considerados los más idóneos para proporcionar un selecto licor seminal. El señor H. B. fue descubierto por esa comisión y aceptó por razones idealistas y sobre todo financieras formar parte en la reserva de padrillos humanos. Ha brindado su semen de manera voluntaria a muchos centenares de mujeres a las que jamás ha visto ni conocido, y según las estadísticas de la comisión, hoy en día es padre de cien hijos que ignoran su existencia y a los que jamás verá.
"Según el juicio de los especialistas, posee los mejores requisitos físicos e intelectuales para lograr excelentes ejemplares del homo sapiens. Y según se asegura, los hijos e hijas que proceden de sus espermatozoides han satisfecho por completo a las que podríamos llamar sus esposas in incógnito. Pero ninguna de ellas ha querido encontrarse con él, todas han rechazado la idea de hacerle ver el fruto de su colaboración.
"Podrá comprender ahora el porqué de su profunda tristeza: tiene cien hijos y está solo, ha hecho madres a cien mujeres y no amó a ninguna. Durante estos últimos tiempos su melancolía se tornó tan inquietante que los médicos, sus propietarios, lo han confiado a mis cuidados, y ahora está pasando aquí un período de absoluto reposo. El síntoma más grave es el siguiente: se ha enamorado de una mujer, pero esta no quiere ni marido ni hijos. En cuanto se cure deberá retornar a su oficio de reproductor diplomado, pero me temo que su desesperación sentimental haya alterado sus virtudes genésicas".
Esta mañana encontré en el parque a míster H. B. Miré fijamente su rostro pero no me atreví a dirigirle la palabra. El solitario padre de cien hijos me causó la impresión de estar más abatido que en los días anteriores. Cuando me vio hizo un distraído gesto de saludo y desapareció.




 
guy,08.07.2022
http://bit.ly/3yS...


CANELONES
Hernán Casciari


A las bromas telefónicas las llamábamos «cachadas» y eran tan antiguas como el teléfono. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono. Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una historia que aún hoy nos recuerda que llevamos la maldad dentro del cuerpo.
Empezamos, como todo el mundo, siendo niños. Cuando los teléfonos eran negros, a disco y del Estado. Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas que se apellidan Gallo (nadie sabe por qué, pero es así. En la guía telefónica de Mercedes había nueve y los llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.
Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos mayores o primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las primeras incursiones en el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no causaba grandes molestias a la víctima.
Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no existen la maldad y la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.
En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la existencia de vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos «chinches». Se trataba de una clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza de su ira y era incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una información de primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave.
—Hola, ¿hablo con lo de Toledo?
—Sí.
—¿Está «cornetita»?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente, comenzara a insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y desenfrenados neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e imaginábamos a Toledo en su casa, en calzoncillos, con los cachetes de color borravino y sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus pulmones el aire, sólo era necesario decir «pero no se enoje, cornetita» para que todo comenzara otra vez. Era el desiderátum.
Pero el niño crece, y con él madura también la ambición, la estructura dramática y —aún dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un cable, y nos pasamos al nivel de las cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos presenciales.
A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver a casa, sin haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo, resignado, desde la ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del local, justo antes de poner el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no quería perder una venta, se desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del negocio y, al quinto o sexto timbre, decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.
Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble. Su vida era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda. Entonces el pelado escuchaba otra vez el teléfono dentro del local. «Si el que ha llamado antes llama ahora, quiere una alfombra con urgencia», pensaba el comerciante, y otra vez le bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra vez decía «alfombras Pontoni, buenas tardes», con un hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.
Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el pelado no tuvo más remedio que decir «alfombras Pontoni, buenas noches».
Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos las narices contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un mamotreto con antena y dijo «hola». Se había comprado un inalámbrico.
La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo. Cuando en casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos la telefonocomedia, que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía en llamar a cualquier número y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla privada.
VICTIMA: —¿Hola?
CHIRI (voz de mujer): —...claro, pero eso es lo que te gusta.
VICTIMA: —¿Diga?
HERNAN (voz masculina): —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VICTIMA: —¿Quién es?
HERNAN: —Yo lo que tengo dura es la poronga, (etcétera).
El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir «hola» y se concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama de hotel. Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrirse y colgar. Fue, supongo, un gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los lectores atrapados en la ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de telefonocomedia, una de nuestras víctimas comenzó a jadear, y nos dio asco.
Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del radioteatro. Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad de reflejos. El Chiri y yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos en casa con dos o tres teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar sonidos de lluvia, de tráfico, de incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de huevo, por si era necesario cambiar los matices de la voz.
No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas, como locutores de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un desconocido a la Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un médico hasta enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos ocurriera y convencer al kiosquero de la 19 y 30 que estaba saliendo en directo para una radio de Luján.
Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria.
Promediaba el año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales para cronometrar nuestras hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía horas que, con el Chiri, jugábamos un juego apasionante: hacer durar a la víctima en el teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en un profesional de la cachada volvés a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a cualquier número y sacar una conversación de la nada. El reloj corría desde el «hola» y hasta el «clic» de cierre.
Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de 17m 12s con una señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla graciosísima sobre el planchado en seco y acabaron cantando Nostalgias a dúo. Chiri la paseó por donde quiso, con guiños magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo pudiera superar esa maniobra.
Tiré los dados. Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la mano y me miraba cancherito. Cuando la voz de una vieja dijo «hola» comenzó a correr el segundero.
Yo había desarrollado una técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos clave. Era un sistema muy arriesgado que consistía en poner una voz masculina estándar, atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase mi identidad. Aquella noche, en la que sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi «hola».
—Lo que faltaba —dije— ¿Ya ni de mi voz te acordás?
Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de familiaridad. Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado; siempre.
—No sé —dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente del entorno de una vieja le dice «boludona». Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía que actuar como un kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación. El tono se llama «deseo».
La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino, ni un ahijado, porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un hijo. Posiblemente, único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era muy dado a llamar a su madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza un imaginario sombrero, rendido ante mi jugada.
Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri no intentara hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos supe que Daniel vivía en el sur («¿y hace frío ahí?», preguntó la vieja en pleno septiembre) y también que la relación entre ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no conocía a su abuela. Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro Rivadavia, y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando ya todo estaba encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo, comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la maldad. La sentí por primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué tiempo llevaba. 16 minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota— A veces sueño que venís, de noche, y que no pasás por casa...
—No. No, no... Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada— ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi 17 minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño izquierdo se cerró. Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que hablaba. Eso que no sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba enquistado en mí y yo era su marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escucháme, mamá. ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
—Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer colgó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía verme a la cara. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién ganó. Estuvimos un rato largo en los sillones, sin decirnos nada. Media hora más tarde entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa, y que en esa mesa ya humeaba un plato caliente.
Nuestra adolescencia, supimos entonces, duraría hasta que se enfriaran los canelones de Daniel.

 
guy,10.07.2022
Lo mejor del cuento es que «Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba el doble.» pueda escribirse «Al rato lo veíamos otra vez humillado y vencido; cerrar la persiana gigante le costaba el doble.» y que ambas digan lo mismo. Me hice pis.
 
Marcelo_Arrizabalaga,10.07.2022
Impresionante.
Cuento groso.
 
rhcastro,15.09.2022
''Después de aspirar su cigarrillo de marihuana, el chato dijo ¡Pobrecitos Gallegos! los demás
marihuanos corearon ¡sí Pobrecito! las lenguas gruesas cuyos poros habían aumentado
inmensamente relajando los labios cenizos y secos. Murió como los machos, insistió el chato, como
los machos y la masa harapienta, sucia que estaba en cubierta sentía latir la palabra sordamente,
como una historia real como algo nebuloso que apenas si podía haber ocurrido. Cómo los machos,
los machos mueren de forma sencilla, tranquilamente, sus pisadas se oyen y retumban. Consolidan firmeza
sus palabras, son vivas, seguras y después de eso mueren mueren y quedan ahí feos y descompuestos.
Sin vida.''

José Revueltas
''Los Muros de Agua''.
 
Shou,19.09.2022


Si hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.

Apenas se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las discusiones y las escenas de familia.

¡Qué desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!

Ni un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se producen a cada instante.

Mientras algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza, se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.

Cualquier cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los habitantes del cementerio.

De nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas de suicidarnos nuevamente.

Aunque parezca mentira –esas humillaciones– ese continuo estruendo resulta mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.

Por lo común, estos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta el sueño para siempre.

¡Ah, si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede vivir!

"Si hubiera sospechado lo que se oye"
Oliverio Girondo

Espantapájaros Nº 11
https://www.fadu....


 
Shou,19.09.2022
"Si hubiera sospechado lo que se oye"
Oliverio Girondo

Espantapájaros Nº 11
https://n9.cl/j2y8b
 
remos,20.09.2022
Está bueno esto de Girondo (no conocía a este escritor), y pensé que esto de la encarnación no es una buena cosa. Es mejor suicidarse en la vida de la muerte.
 
remos,24.09.2022
»Tengo un animal curioso, mitad gatito, mitad cordero. Es una herencia de mi padre. En mi poder se ha desarrollado del todo; antes era más cordero que gato. Ahora es mitad y mitad. Del gato tiene la cabeza y las uñas, del cordero el tamaño y la forma; de ambos los ojos, que son huraños y chispeantes, la piel suave y ajustada al cuerpo, los movimientos a la par saltarines y furtivos. Echado al sol, en el hueco de la ventana, se hace un ovillo y ronronea; en el campo corre como loco y nadie lo alcanza. Dispara de los gatos y quiere atacar a los corderos. En las noches de luna su paseo favorito es la canaleta del tejado. No sabe maullar y abomina de los ratones. Horas y horas pasa en acecho ante el gallinero, pero jamás ha cometido un asesinato».

»Lo alimento con leche; es lo que le sienta mejor. A grandes tragos sorbe la leche entre sus dientes de animal de presa. Naturalmente es un gran espectáculo para los niños. La hora de visita es los domingos por la mañana. Me siento con el animal en las rodillas y me rodean todos los niños de la vecindad.

»Se plantean entonces las más extraordinarias preguntas, que no puede contestar ningún ser humano: Por qué hay un solo animal así, por qué soy yo su poseedor y no otro, si antes ha habido un animal semejante y qué sucederá después de su muerte, si no se siente solo, por qué no tiene hijos, cómo se llama, etcétera. No me tomo el trabajo de contestar; me limito a exhibir mi propiedad, sin mayores explicaciones. A veces las criaturas traen gatos; una vez llegaron a traer dos corderos. Contra sus esperanzas no se produjeron escenas de reconocimiento. Los animales se miraron con mansedumbre desde sus ojos animales, y se aceptaron mutuamente como un hecho divino. En mis rodillas el animal ignora el temor y el impulso de perseguir. Acurrucado contra mí, es como se siente mejor. Se apega a la familia que lo ha criado. Esa fidelidad no es extraordinaria; es el recto instinto de un animal, que aunque tiene en la tierra innumerables lazos políticos, no tiene uno solo consanguíneo, y para quien es sagrado el apoyo que ha encontrado en nosotros.

»A veces tengo que reírme cuando resuella a mi alrededor, se me enreda entre las piernas y no quiere apartarse de mí. Como si no le bastara ser gato y cordero quiere también ser perro. Una vez —eso le acontece a cualquiera— yo no veía modo de salir de dificultades económicas, ya estaba por acabar con todo. Con esa idea me hamacaba en el sillón de mi cuarto, con el animal en las rodillas; se me ocurrió bajar los ojos y vi lágrimas que goteaban en sus grandes bigotes. ¿Eran suyas o mías? ¿Tiene este gato de alma de cordero el orgullo de un hombre? No he heredado mucho de mi padre, pero vale la pena cuidar este legado.

»Tiene la inquietud de los dos, la del gato y la del cordero, aunque son muy distintas. Por eso le queda chico el pellejo. A veces salta al sillón, apoya las patas delanteras contra mi hombro y me acerca el hocico al oído. Es como si me hablara, y de hecho vuelve la cabeza y me mira deferente para observar el efecto de su comunicación. Para complacerlo hago como si lo hubiera entendido y muevo la cabeza. Salta entonces al suelo y brinca alrededor.

»Tal vez la cuchilla del carnicero fuera la redención para este animal, pero él es una herencia y debo negársela. Por eso deberá esperar hasta que se le acabe el aliento, aunque a veces me mira con razonables ojos humanos, que me instigan al acto razonable».

Franz Kafka
 
Clorinda,05.11.2022
Confesiones de una mujer
[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant
Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker…, un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C…, cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió:

-No es nada, es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:

-¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

-Claro que sí, amigo mío.

Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho.

Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacía las diez me dijo de pronto:

-¿Está usted preparada?

Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:

-¿Hay que cargar con bala o con posta?

Pareció sorprendido, y después prosiguió:

-¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.

Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:

-¡Puede usted alabarse de su sangre fría!

Me eché a reír:

-¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!

Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza.

Pronto llegamos al borde de los estanques.

Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:

-¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba? Pues márchese.

Respondí, muy sorprendida:

-Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?

Murmuró:

-Como usted quiera.

Y permanecimos inmóviles.

Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja:

-¿Está usted seguro de que pasa por aquí?

Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:

-Estoy seguro, escuche.

Y volvió a reinar el silencio.

Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció:

-¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?

Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aún lo que estaba ocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes.

Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:

-¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.

FIN

 
IGnus,05.11.2022
Me gustó mucho el cuento, Clorinda.
 
Clorinda,06.11.2022
Me gustó la primera parte que critica el amor impuesto, con los protocolos y condicionamientos que conocemos, versus el amor verdadero, con su cuota de libertad y obstáculos al mismo tiempo.
 
remos,07.12.2022
La hija del sepulturero

"...al amparo de la oscuridad, salen de las rendijas y grietas, de las buhardillas y los callejones de la ciudad, aquellos seres humanos que, por razones tenebrosas y remotas, se guarecen en sus grises nichos."
August Derleth

En un pequeño cementerio situado en las afueras de Providence, derruido y desamparado por el tiempo y la distancia, rodeado apenas por unas verjas tamizadas por el óxido causado por la humedad del inmenso bosque que lo rodeaba, vivía Andrew Smith, el sepulturero, un hombre gibado, taciturno y mustio. Su hija de doce años, de cuya madre nunca se había tenido noticias, casi no hablaba, sólo jugaba con sus muñecas entre las lápidas y musitaba letanías sin sentido.
Una noche, después de terminada una de las escasas ceremonias fúnebres que se llevaban a cabo en ese remoto cementerio, el entierro de un hombre muy rico, un filisteo de espíritu podrido y alma corrupta, llegaron, cerca de la medianoche, los profanadores de tumbas, las hienas, los ladrones de cadáveres, esos que proveen a los estudiantes de medicina de lo que los médicos a su vez han provisto al sepulturero.
Como dos gatos de Baudelaire, los ladrones de tumbas saltaron sigilosos la verja rojiza del cementerio y se encaminaron directamente a la tumba recién cavada, donde en ese mismo momento los gusanos ya se aprestaban a comenzar el tránsito de la carne del muerto hacia los perdidos albores de la tierra.
Pero los gusanos fueron interrumpidos por las palas de las hienas que cavaron con presteza la fosa y descerrajaron la tapa del cajón que, ya humedecida, se abrió sin dificultad. Dentro estaba el cadáver, ricamente ornamentado, porque quizás pensaba que para cruzar la puerta de los cielos había que llevar como presente a los Dioses todo el oro que en vida atesoró. Es por eso que, tal como las hienas que huelen de lejos el hedor de la riqueza, se descuelgan entre las grietas grises para apoderarse de ese hedor.
Una de las hienas saltó dentro de la fosa y comenzó a despojar al cadáver de su oro, mientras la otra echaba los tesoros en un saco de arpillera café, manchado de tierra y grasa. Antes de salir, la otra hiena le susurró: "La cabeza, están pagando bien por un cráneo en la Facultad de Medicina". La otra hiena miró el desencajado gesto de la cabeza del cadáver y palpándole las mejillas en tránsito hacia la putrefacción dijo: "Es que tiene todavía mucha mierda". "No importa", susurró la otra hiena, "hirviéndola un par de horas le sale toda".
Entonces, la hiena que estaba en la fosa, cercenó la cabeza del filisteo con un solo golpe de su pala y se la pasó asida de los blancos cabellos a la otra hiena, que la echó dentro del saco junto a los demás tesoros.
Cuando se aprestaba a salir, escuchó unos pasos que se alejaban corriendo, profiriendo maldiciones, y otros pasos que se acercaban, pero más gráciles, como de gato o de niño. "Infeliz", rió la hiena mientras intentaba salir de la tumba, "te agarraré aunque sea en el infierno". Cuando asomó su cabeza la vio: era la hija del sepulturero, desolada, triste, como a punto de desvairse entre las criptas, enfundada en su transparente vestido rojo. "Andaba sepultando mis muñecas, pero veo que tú te estás escapando. Eso no se hace, señor", le dijo la niña a la hiena.
"Hija de perra", le dijo la hiena a la niña, y cuando iba a darse el envión para salir de la tumba mientras miraba ansioso los flacos muslos de la muchacha, sintió la aguda punzada de un clavo en su pie y, al removerlo, quedó atascado entre la madera del ataúd y el cadáver.
"Se te olvidaba esto, señor", le dijo la niña a la hiena, arrojando el saco de los tesoros dentro del agujero, donde la hiena se retorcía, blasfemaba y aullaba. Después, la hija del sepulturero, con la pala que había dejado botada la otra hiena, al ver aparecer lo que creyó una aparición y largarse pronto del maléfico lugar, lentamente comenzó a cubrir la tumba, con el filisteo y la hiena dentro, con la misma tierra que nunca debió ser removida de su lugar. Mientras cubría a la hiena, que bramaba blasfemias entre pedidos de caridad y arrepentimiento, la niña cantaba una de sus inefables letanías: "Camina, no corras/no corras, camina/no camines/repta/no reptes, descansa... en paz".
La mañana llegó, alejando las sombras de la noche e intercambiándolas por las sombras del umbrío bosque que rodeaba el cementerio. Todo transcurría igual a todos los días. La hija del sepulturero desenterraba sus muñecas, que resucitaban al nuevo día y que sepultaba noche a noche en su ritual eterno. Mientras, el sepulturero limpiaba el cadáver de una bella joven y la ungía con óleos, una bella joven como debió haber sido la madre de su hija, mientras pasaba con suavidad sus aceitadas manos por sobre el cadáver y su mirada se perdía en el vacío de esas carnes que pronto, muy pronto, sólo serían tierra.

(Tomás Harris)
 
guy,25.01.2023



LAS IDEAS (Patricio Pron)



El dieciséis de abril de 1981 a las quince horas aproximadamente, el pequeño Peter Möhlendorf, al que todos llamaban «der schwarze Peter» o «Peter el negro», regresó a su casa procedente de la escuela del pueblo. Su casa se encontraba en el límite este de Ausleben, un pueblo de unos cinco mil habitantes al suroeste de Magdeburgo cuya principal actividad económica es la producción grícola, de espárragos principalmente. Su padre, que se encontraba en el sótano de la casa a la llegada del pequeño Möhlendorf, contaría luego que escuchó a este entrar y luego pudo inferir, de los ruidos en la cocina, que estaba sobre el sótano, qué hacía: arrojaba la mochila bajo el rellano de la escalera, iba a la cocina, sacaba de la nevera un cartón de leche y se echaba un vaso, que bebía de pie; luego ponía nuevamente el cartón en la nevera y salía al jardín de la casa. Esto era, por lo demás, lo que hacía todos los días al regresar de la escuela, y podría suceder que su padre no hubiera escuchado realmente los ruidos que luego diría haber oído sino, simplemente, haber escuchado que Peter había regresado y de allí haber inferido todo el resto de la serie, que había visto repetirse día tras día en los últimos años. Sin embargo, lo que el padre no sabía, mientras escuchaba o creía escuchar los ruidos que hacía su hijo sobre su cabeza, era que el pequeño Peter no iba a regresar esa noche a casa, ni las noches siguientes, y que algo que era incomprensible y daba miedo iba a abrirse frente a él y al resto de los habitantes del pueblo en los días siguientes, y aún después, y se lo tragaría todo.
Peter Möhlendorf tenía doce años y el cabello moreno, era tímido y no solía jugar con otros niños, de los que, por contra, parecía huir. La única excepción que parecía permitirse era cuando los niños jugaban al fútbol. Solía ir al prado que se encontraba detrás de los restos de la muralla medieval, que fueron destruidos más tarde por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania con la finalidad de construir una carretera que nunca llegó a existir porque el gobierno de la así llamada República Democrática de Alemania cayó dos meses después de comenzadas las obras; la administración de las ruinas es hoy en día la única actividad a la que parece haberse dedicado realmente ese gobierno desde su creación hasta su derrumbe, el tres de octubre de 1990. Möhlendorf solía quedarse de pie junto al prado, observando a los jugadores y esperando que alguno de ellos se cansara o se lastimara para que le dejara su lugar; antes que esto, lo que sucedía habitualmente era que el dueño del balón echaba a alguno de los jugadores de su equipo y le hacía una seña al pequeño Peter para que se incorporara a su equipo, y esto debido a que Möhlendorf era un buen jugador. Su padre le había anotado en el Fussball Verein Ausleben, algunos de cuyos jugadores habían dado el salto y jugaban ya en equipos de la segunda división como el Dynamo Dresden y el Stahl Riesa, y esperaba el comienzo de la temporada, el verano siguiente.
El atardecer del dieciséis de abril de 1981, sorprendido porque su hijo no había regresado aún a la casa, el padre de Peter Möhlendorf salió a buscarlo; caminó hasta el prado y allí interpeló a los jugadores, que a esa hora eran muy pocos, pero todos afirmaron que no lo habían visto ese día. El padre de Möhlendorf recorrió las calles que conducían a la escuela esperando, como diría después, que el pequeño Peter hubiera tenido allí una reunión de alguna índole y se hubiera retrasado, pero el portero del edificio le informó que Peter se había marchado con el resto de los niños y que el edificio estaba vacío. Möhlendorf visitó las casas de algunos de los niños de la clase de su hijo pero este resultó no estar allí ni en ninguna otra parte.
Ya había anochecido cuando Möhlendorf convocó a algunos vecinos, que se apiñaron bajo la lámpara de la calle, y les expuso la situación. Su opinión –expresada con nerviosismo y de inmediato desestimada por el resto de los padres– era que el pequeño Peter se había perdido. Era difícil creer que un niño pudiera perderse en ese pueblo, que podía recorrerse en unos minutos y en el que no había siquiera tráfico para suponer un accidente. Un tiempo después, cuando los acontecimientos se habían precipitado y era necesario llenar las horas de búsqueda con palabras, cada uno de los padres recordó lo que había pensado en ese momento: Martin Stracke, que era alto y pelirrojo y se dedicaba a la reparación de aparatos eléctricos, dijo que había pensado que el pequeño Peter estaba gastando una broma a su padre, y que regresaría cuando comenzara a hacer frío; Michael Göde, que era rubio y trabajaba como profesor de gimnasia en el colegio del pueblo, dijo que había pensado que el pequeño Peter había tenido un accidente, probablemente en el bosque, que era el único sitio que revestía alguna peligrosidad de los que se encontraban en el pueblo y los alrededores. Yo, por mi parte, no pensé en nada, excepto en mi hijo, creo, pero después, al escuchar las confesiones de los otros padres en las horas de búsqueda y el reclamo de solidaridad que parecía provenir de ellos, inventé y dije que aquella noche yo había pensado que Peter se había perdido en el bosque. Mi invención fue tomada por cierta por todos aquellos a los que se la conté y explica los hechos de la noche del dieciséis de abril, ya que, tras parlamentar un rato bajo la lámpara de la calle, todos entramos a nuestras casas a buscar una chaqueta y una linterna y luego nos marchamos a buscar a Peter en el bosque. Nunca sabré por qué hicimos eso, porque nadie propuso aquella noche la idea de que Peter se hubiera perdido allí; mi invención posterior explicó nuestras acciones y por esa razón fue aceptada por todos, porque restituía un sentido a lo que había carecido de él.
El bosque que se encuentra en las afueras de Ausleben, y que continúa hasta recortarse sobre el macizo del Harz, dividiendo en dos la región, es oscuro y denso, la clase de bosque que inspira cuentos y leyendas que los habitantes de las ciudades y de los desiertos y de las montañas cuentan con ligereza, pero que los habitantes de los bosques temen y veneran. Esa noche recorrimos el bosque como locos, sin atinar a trazar una ruta o a dispersarnos convenientemente por el área. Una vez y otra mi linterna trazó un círculo en la oscuridad y en él encontré la cabellera roja de Martin Stracke. En otras ocasiones fui yo el que cayó en el cono de luz de la linterna de otro. Michael Göde desertó el primero porque al día siguiente debía dar clases. El siguiente fue Stracke. En un momento, mi linterna iluminó el rostro de Möhlendorf y su linterna iluminó el mío y nos quedamos un rato así, como dos conejos encandilados en la carretera, a punto de ser arrollados por algo que ni siquiera intuíamos. Entonces regresamos al pueblo, sin decir una palabra.
A la mañana siguiente, continuamos la búsqueda como ayudantes de los dos policías de la guarnición local de la Volkspolizei, a los que Möhlendorf había informado del caso. No encontramos nada, pero, cuando abandonábamos el bosque, ya por la tarde, vimos a la madre del pequeño Peter correr por el camino que venía del pueblo. Sus labios se movían pero no podíamos comprender nada porque el bosque absorbía todos los sonidos y los precipitaba hacia lo alto de las copas, allí donde tan sólo los pájaros podían escucharlos. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, la mujer dijo a su marido que había visto a Peter agazapado en la colina que estaba detrás de su jardín, y agregó que lo había llamado pero que Peter parecía no haberla escuchado y no había entrado a la casa. Al acercarse a él, Peter había salido corriendo.
A la manera de esas noches en las que a un sueño angustiante le sucede otro que nos alivia sólo hasta que comprobamos que el siguiente, que a menudo no es más que su reflejo o su potenciación, es mucho más angustiante aún, las noticias que traía la mujer de Möhlendorf nos aliviaron –al fin y al cabo, Peter seguía vivo– pero abrieron a su vez otros interrogantes sobre las razones por las que había desatendido el pedido de su madre, dónde había pasado la noche, por qué no regresaba a la casa.
Al llegar al pueblo, nos salieron al paso dos niños de la clase del pequeño Möhlendorf que nos dijeron que lo habían visto rondando el prado; cuando llegamos allí, ya no estaba. Esa noche escuché a la mujer de Möhlendorf, que vivía junto a mi casa, llorar durante horas.
Al día siguiente, Frank Kaiser, que era el sastre del pueblo, visitó a Möhlendorf para decirle que esa mañana había visto a Peter junto al mayor de la familia Schulz corriendo a la entrada del bosque. Unas horas más tarde, Martin Schulz, que era recolector de espárragos y siempre llevaba la camisa arremangada, no importaba cuánto frío hiciera, nos dijo que su hijo había desaparecido.
En los días siguientes desaparecieron otros niños: Robert Havemann, de doce años, Rainer Eppelmann, de seis, Karsten Pauer, de doce, y Micha Kobs, de siete. Uno de los Pauer, que estaba presente cuando su hermano se marchó de la casa, contó que él estaba en su cuarto estudiando y viendo a su hermano jugar en el jardín cuando vio aparecer, entre los árboles de una propiedad contigua, a Möhlendorf y a los otros niños; dijo que nadie habló o que él no escuchó ninguna palabra, que su hermano estaba en cuclillas escarbando la tierra con una cuchara y que levantó la cabeza y vio a los otros, arrojó la cuchara a un costado y caminó hacia donde estaban los niños, y que luego se alejaron todos corriendo.
Nuestros temores a partir de ese punto cambiaron relativamente de tipo; ya no nos preocupaba la desaparición de Möhlendorf sino la forma en que este parecía haber ganado influencia sobre los otros niños del pueblo y los arrastraba consigo. A la angustia de los padres cuyos hijos los habían abandonado se sumaba la de aquellos padres que temían que sus hijos fueran los siguientes. Muchos dejaron de enviarlos a la escuela y hubo algunos –pero esto se supo después– que los encerraron en sus cuartos para evitar que escaparan; pero los niños siempre lograron hacerlo, imbuidos de una inteligencia y de una fuerza cuya fuente era desconocida para nosotros y que surgían tan pronto como Möhlendorf y los otros niños aparecían sobre la línea del horizonte, ligeramente agazapados, a la espera.
Las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania enviaron policías con dos perros y algunos soldados de la Volksarmee para que recorrieran el bosque y dieran con los niños. Sin embargo, aquéllos fueron demasiado displicentes o los niños demasiado listos porque nunca los encontraron. Mientras los policías, los soldados y los padres recorríamos el bosque escuchando solamente los gemidos de los perros o contándonos lo que decíamos recordar que habíamos pensado la noche en que el pequeño Peter había desaparecido, Möhlendorf asaltaba nuestras casas y otros niños se le sumaban: Jana Schlosser, de siete años, Cornelia Schleime de trece, Katharina Gajdukowa de nueve. Su ascendente sobre el resto de los niños, su capacidad para esfumarse en un pueblo pequeño de una región relativamente accesible –a excepción del bosque, que era, y es aún hoy, enmarañado y oscuro– y su prescindencia de alimentos y refugio nos sorprendían y nos desconsolaban pero también introducían un paréntesis en nuestra vida más o menos vulgar y bastante miserable de habitantes de la así llamada República Democrática de Alemania, y ese paréntesis parecía ofrecer una nueva normalidad conformada de desapariciones que, en su proliferación, temíamos, acabarían siéndonos indiferentes.
Una tarde, yo estaba en casa reparando una jaula de palomas que tenía. Las palomas volaban sobre mi cabeza y la cabeza de mi hijo, que me alcanzaba con desinterés las herramientas que le pedía. Mi hijo me contaba una película que decía haber visto: en ella, una mujer creía que su hijo había muerto; el espectador creía en lo que la mujer decía hasta comprobar que su marido pensaba que su mujer estaba loca y que nunca habían tenido hijos, la mujer escapaba de su marido y se encontraba con un hombre al que ella recordaba y que se acordaba de su hijo, entonces el espectador cambiaba por tercera vez de idea y pensaba que la mujer sí había tenido realmente un hijo. Yo le pregunté a mi hijo cómo terminaba la película. Me dijo que no se acordaba, pero que creía que la mujer entendía finalmente que su marido tenía razón y que ella estaba loca y sólo por casualidad había encontrado otro loco que creía en lo que ella contaba: nunca había habido ningún hijo, dijo el mío, y ese era el final correcto de la película porque, más o menos, todos los hijos, imaginarios o no, eran sólo una idea de los padres y, como las ideas, podían olvidarse o ser dejadas de lado cuando otra idea mejor llegaba, dijo.
Yo estuve a punto de responderle algo, o más bien preguntarle por qué inventaba esas historias –conocía el canal estatal y sabía que, incluso aunque esa película existiera, ellos jamás la exhibirían allí–, pero entonces vi que mi hijo se detenía en el gesto de alcanzarme una herramienta y esta caía al suelo. Sobre la colina que estaba al fondo de nuestro jardín, en el resplandor amarillo del atardecer, vi las siluetas de Möhlendorf y otros niños, agazapados como animales, observando a mi hijo. Mi hijo los miraba, inmóviles, y los otros lo miraban a él; pensé que dirían algo, que lo llamarían, pero no dijeron palabra. Mi hijo dio un paso hacia ellos y yo dije algo o sólo quise decirlo porque el ruido de las palomas, que daban vueltas en círculo alrededor de su jaula, no permitía escuchar nada. En ese momento, las palomas se precipitaron todas cayendo en picado desde el cielo hasta dar con las chapas de la jaula, y el ruido de sus patas arañando el metal me hizo pensar en la lluvia, en una lluvia inesperada que hubiera caído sobre todos nosotros. Y pensé en la película que mi hijo me había contado y me dije: «Él también es sólo una idea. Todos somos las ideas de nuestros padres, y nos esfumamos antes o después de ellos». Una pequeña campana que mi mujer había colgado ese día sonaba movida por el viento. Un coche pasaba lentamente frente a la casa y no se detenía. Mi hijo hizo entonces algo que yo no esperaba: miró hacia el suelo y me tomó del brazo, como si fuera yo el que iba a escapar, a reunirme con los otros niños –si es que aún eran niños– y a alejarme de él. Entonces vi que Möhlendorf se erguía un poco sobre la colina y su ropa parecía volverse transparente al darle el sol que se ponía. No pude ver su rostro puesto que este estaba en penumbras, y sin embargo, creo recordar –pero sólo puede tratarse de una ilusión– que sonrió y que su sonrisa no explicaba nada, no explicaba absolutamente nada. Entonces desapareció detrás de la colina. Mi hijo temblaba intensamente junto a mí y las palomas resbalaban sobre el metal como si este fuera hielo.
Unos dos días después, cuando la desaparición de los niños se había convertido en otra de las tantas incomodidades sobre las que nada podíamos decir y que eran parte sustancial e incomprensible de la vida en la República Democrática de Alemania, el pequeño Peter Möhlendorf regresó a su casa. Su padre, que estaba sentado en la cocina frente a un mapa topográfico de Ausleben y del bosque, levantó la cabeza y lo vio pasar camino de su cuarto, contó. Un momento después, volvió a entrar en la cocina con nueva ropa, sacó de la nevera un cartón de leche y se echó un poco en un vaso, que bebió de pie; luego puso nuevamente el cartón en la nevera y no salió al jardín de la casa, sino que se quedó mirándolo en silencio.
Esa noche o la siguiente el resto de los niños regresó a sus casas. Ninguno de ellos parecía estar lastimado, ninguno de ellos parecía tener un hambre inusual, haber pasado frío o estar enfermo. Ninguno habló nunca sobre su desaparición o lo que había hecho durante ella. El pequeño Peter Möhlendorf nunca explicó a nadie qué lo había llevado a huir de su casa durante esos días y quizá tampoco haya podido explicárselo nunca a sí mismo. Fue un alumno destacado en el colegio, y sus compañeros lo recuerdan como un estudiante aplicado pero accesible, que quizá fumaba demasiado. Peter Möhlendorf estudió ingeniería en la universidad de Rostock y actualmente vive en Frankfurt del Oder; tiene dos hijos.
 
Glori,30.01.2023

Los nadies

Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pie derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos.
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.


Eduardo Galeano
 
Marcelo_Arrizabalaga,31.01.2023
Muy bueno.
 
Morirse,01.02.2023



Me encantó el cuento de Patricio Pron.


 
cafeina,22.02.2023
El puñal

En un cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis
Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo
tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo
buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja
obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales; los hombres
lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el
puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a
César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el
puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el
metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo
crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y
los años pasan, inútiles.

Borges
 
Clorinda,23.02.2023
Tan importante y preciso y nadie se anima con él. Seguramente el gran Borges siente lástima de quienes lo hicieron tan preciso, por suerte, en este caso, para nada. Y tal vez nos viene a la memoria tanta riqueza, tecnología y esfuerzo en distintos rubros que gastó 'pólvora en chimangos' sin cumplir un objetivo preciso que no sea la ostentación y el interés de unos pocos.
 
remos,24.02.2023
"Italo Calvino, el escritor e intelectual italiano que también está de aniversario literario en este 2023, en uno de sus ensayos explica por qué leer a los clásicos y da las argumentaciones correspondientes. Cuando uno piensa en los clásicos se nos vienen a la memoria aquellos de la antigüedad grecorromana, sin embargo, no es así. Aquellos son los clásicos por excelencia, pero en el transcurso de la historia de la literatura se han ido configurando otros autores/as que merecen el mismo calificativo, es decir, ser puestos en una nomenclatura que les da la categoría de ser inmortales en las letras. Leer a los clásicos es reencantarse con textos que hemos leído más de una vez. Esta relectura resulta ser como la primera lectura. Los clásicos se mantienen en el tiempo con la frescura estética de su emergencia en la historia. Un clásico literario nos convoca y atrae como un imán desde siempre. Jorge Luis Borges, el escritor argentino, nacido en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, tiene este magnetismo escriturario y, en consecuencia, es un clásico contemporáneo. Releer sus obras narrativas, líricas o ensayísticas no nos defraudan y como lectores volvemos a experimentar el placer del texto como en una lectura primeriza.

Lo más probable es que haya conocido la escritura borgeana en las lecturas universitarias. Posiblemente, allí, Borges se nos hizo un imprescindible. Eran los tiempos del Boom de la literatura hispanoamericana, pero Borges se nos presentaba como un referente indispensable e inamovible: un clásico. La lectura de sus cuentos nos deslumbró. Más adelante sabríamos todas las implicancias estéticas y de otra índole que tenía su escritura, como la famosa intertextualidad o la reescritura de textos que tiene un nombre más teórico, el palimpsesto. Sus escritos en la categoría de los ensayos nos llevaban a un autor que tenía una capacidad intelectual insuperable. Era, en realidad, una especie de enciclopedia viviente. El juego intertextual que llevaba a cabo podía dejar al lector en una situación incómoda por su erudición, pero más de una vez lo lúdico se hacía presente, por ejemplo, a través de las referencias o citas apócrifas. Borges parecía ser un hombre serio en absoluto, sin embargo, se escondía detrás de esa fisonomía una personalidad fascinante donde la ironía fina y el poner en jaque al lector eran sobresalientes. Cuando en la universidad los estudiantes creamos una revista que se llamó Fénix -que como sabe el desocupado lector es un guiño al ave fénix, aquella ave mitológica que renace de las cenizas en todo su esplendor, y Borges lo sabía bien- le dediqué a Borges un análisis de su cuento El Aleph que le da nombre al volumen de relatos. Aquella aproximación a la lectura era incipiente como un alumno-ayudante de Literatura General, pero demostraba nuestro fervor borgeano. Estábamos promediando la década de los años setenta, y por esos tiempos, Borges visitaría nuestro país y pudimos ver su persona y escuchar su palabra. Si mi memoria no me engaña estaba acompañado por su gran amiga María Luisa Bombal.

Nuestro fervor borgeano nos ha encaminado a través del jardín de los senderos que se bifurcan a la relectura de su primeriza obra poética, Fervor de Buenos Aires, publicada en 1923, por tanto, el poemario está cumpliendo su centenario. Muchas veces, Borges comentaba que en este libro estaban sus inquietudes escriturarias que posteriormente desarrollaría. El fervor siempre tiene una connotación de ser algo ardoroso, sólo que aquí posee un sentido nostálgico respecto a una ciudad. La nostalgia implica el dolor. En consecuencia, en el poemario borgeano se da un entrecruce entre ambos sentires. De acuerdo con Mijail Bajtín, el cronotopo de la obra responde a Buenos Aires en un tiempo determinado. Es el momento en que Borges retorna de Europa a su ciudad natal y percibe que esta empieza a modernizarse: ya no es aquella que dejó, es otra. De allí, el sentimiento nostálgico con que se despliegan los poemas. El libro se va desplegando como un verdadero deambular por una ciudad que empieza a transformarse en urbe. En este sentido, el hablante lírico borgeano es un auténtico flâneur -Walter Benjamin, dixit- que va poniendo su mirada en los espacios que lo convocan. Son los espacios citadinos que se entrelazan con aquellos evocados que están por desaparecer, pero que se hacen presentes a través de la creación del sujeto lírico, como en Arrabal: El arrabal es el reflejo de nuestro tedio. / Mis pasos claudicaron/ cuando iban a pisar el horizonte/ y quedé entre las casas, / cuadriculadas en manzanas/ diferentes e iguales/ como si fueran todas ellas/ monótonos recuerdos repetidos/ de una sola manzana. En este transitar por las calles, patios, lugares diversos y algunos personajes como Rosas, el flâneur borgeano entra en la ciudad de los muertos donde la placidez del espacio se conjuga con la muerte: Estas cosas pensé en la Recoleta, / en el lugar de mi ceniza.

Se han escrito múltiples ensayos acerca del cosmopolitismo de Borges – el más europeo de los argentinos, según se lee- pero no hay un escritor más argentino que Borges. Borges nunca salió de Buenos Aires, siempre estuvo en aquel lugar: Esta ciudad que yo creí mi pasado/ es mi porvenir, mi presente;/ los años que he vivido en Europa son ilusorios, / yo estaba siempre (y estaré en Buenos Aires. La edición que he releído de Fulgor de Buenos Aires (2011) está junto a Inquisiciones (1925) y Luna de enfrente (1925). Esta última es como una continuación de la primera. En la portada está el rostro de Borges con aquellos ojos que poco a poco iban perdiéndose, convirtiéndole a él en un verdadero Tiresias contemporáneo, el sabio invidente, que sabía vislumbrar lo que está más allá de lo contingente. Borges falleció en 1986, pero se convirtió en El inmortal".

(Crónica literaria de Eddie Morales Piña)
 
Clorinda,24.02.2023
Gracias, remos, por esta imperdible Crónica Literaria de E. M. Piña.
 
guy,25.02.2023
Decir «borgeano» me suena mal, y yo no sé ustedes, pero yo que ustedes, si a mí me suena mal entonces pensaría que está mal en y para todo el puto universo. Me sonaría mejor «borgiano» porque así funciona nuestra lengua (o borgesiano, como dizque Borges lo dijo, es decir siempre con i, no con e). Ejemplo: de pene es peniano, no peneano.
 
guy,25.02.2023
Dejo este cuento acá nomás para la emo, porque sé que le encantará y porque veo que el resto tiene un gusto espantoso. De nada.


QUIEN TE OBSERVA EN EL ESPEJO DESAPARECERÁ CONTIGO

Patricio Pron

Algo después de que yo muera, mi hijo estará sentado en el asiento trasero del coche de mi padre sosteniendo entre sus manos una caja de cartón con mis cenizas. Mi hijo no sabrá que su padre se habrá encontrado decenas de veces en la misma situación a lo largo de su vida, sentado en el asiento trasero del coche de su padre, mirando alternativamente su nuca (siempre habrá preferido sentarse a sus espaldas, posiblemente para escapar de su mirada; o tal vez ése haya sido el sitio que le tocó desde el comienzo de los tiempos, cuando sus hermanos y él decidieron (o, más probablemente, decidieron sus padres) que primero se sentaría el primogénito, luego lo haría el hermano más pequeño (que pronto superaría en altura al resto de los miembros de la familia, y al que se le procuraría, a modo de distinción pero también por razones prácticas, el sitio del medio, de forma que pudiera estirar, aunque fuese malamente, las piernas) y finalmente la hermana, la segunda hija del matrimonio de sus padres, que habrá actuado siempre como enlace o nexo entre los padres y sus hijos, dando a los padres, especialmente a la madre (quien, por no conducir, habrá tenido la mayor parte del tiempo las manos libres) las cosas que sus hermanos querían darle, o (lo que habrá sucedido más frecuentemente) lo que la madre entregaba a sus hijos, cosas como bocadillos y tazas de té o lo que sea que bebiesen cuando viajaban (nunca café, porque en su casa nunca habrá habido café, ni siquiera para las visitas; ni siquiera para mi hijo, quien, cuando haya comenzado a visitar a sus abuelos, ese par de ancianos singularmente jóvenes pese a todo (al menos rebeldes y radicales como suelen ser los jóvenes (es decir, como nunca fue su padre, que siempre fue un anciano a ojos de sus padres y (me temo) también de su hijo, y quizás tal vez de su esposa (aunque ella nunca le habrá dicho nada semejante y probablemente no habrá pensado en decírselo nunca pese a que, como habrá parecido evidente en un par de ocasiones, lo haya pensado, puesto que a ella (con esa inteligencia suya que siempre la habrá puesto un paso más allá de la inteligencia y a metros de las calamidades, siendo esto lo que al padre más lo ha enamorado de ella, incluso más que su belleza (que es notable, como admite el mismo hijo)))))), esos habitantes de un país raro, no exactamente en las antípodas del país donde mi hijo se habrá criado, puesto que, en sustancia, ambos países comparten idioma y algunas referencias culturales comunes, como por ejemplo el catolicismo, esa aberración que tanto daño le ha hecho a los dos países, impidiéndoles desarrollar instituciones políticas medianamente confiables y condenando a sus habitantes a la ilusión de que Dios (el dios que no pudo impedir ser crucificado en nombre de un estúpido malentendido, como le habrá contado su padre (quien una y otra vez le habrá dicho (para prevenir su conversión, que en el caso de su padre sucedió a los nueve o diez años de edad y con la misma súbita intensidad con la que se disipó unos tres o cuatro años después) que lo que quienes se habían congregado frente al palacio de Poncio Pilatos le reclamaron en el conocido pasaje de los Evangelios no fue la vida de un ladrón sino la de «Bar Abba», lo que en cualquiera de los lenguajes que se hablaban en esa época en Palestina (mi hijo no recordará si su padre le habrá
dicho que arameo o árabe, aunque esto es más improbable), que su padre siempre
se habrá negado a denominar con otro nombre que ése y al árabe como su único
idioma ya que el hebreo siempre le habrá parecido un invento de la peor época de
los inventos, es decir, del período de los nacionalismos (no así el bello yiddish, que siempre habrá leído con dificultades por el hecho de haber aprendido alemán en su juventud, y la cultura judía, de la que siempre habrá hablado con la admiración no exenta de contradicciones con la que se habla de algo a lo que uno hubiera deseado pertenecer, a una cultura y a un idioma que no son exactamente los mismos que existían en Palestina en los tiempos de la ocupación romana, por otra parte), cuando (según su padre) lo que los congregados frente al palacio de Poncio Pilatos querían decir al gritar «Bar Abba» era «el hijo del Padre», es decir Jesús, y que por esa confusión habrían liberado a un ladrón llamado «Barrabás» y crucificado a Jesús, quien, por cierto (siempre en palabras de su padre), fue el hijo de un cobarde que prefirió dejar morir a su hijo en vez de morir él, cuando es evidente que (y esto lo habrá sabido su padre desde el primer tembloroso momento en que habrá tenido a su hijo en los brazos) un padre siempre preferirá morir antes que su hijo, en lo posible para evitar que muera él, de tal modo que la idea de que el hijo muera para mayor gloria del padre es una idea espantosa, realmente terrible)), de tal forma que su padre, en su ferviente rechazo al catolicismo, del que habrá sido víctima, como tantos, habrá pensado en más de una ocasión en enviar a su hijo a colegios religiosos, lo que su padre siempre habrá considerado la forma más adecuada de evitar que un hijo se vuelva católico, cosa que no habrá hecho por la oposición de su esposa, la madre del niño, que habrá descartado la idea de inmediato (salvando así, de algún modo, el alma de su hijo (si es que el alma puede ser salvada, cosa que el padre, quien siempre habrá afirmado que tener un alma es ya estar condenado, hubiese negado enfáticamente)) (pero no así su cuerpo), puesto que, para cuando mi hijo haya comenzado a visitar a sus abuelos, ya se habrá convertido en un adicto al café, como lo fue su padre, y como también lo fue Honoré de Balzac, si el hijo no recuerda mal (o tal vez fuese Guy de Maupassant), de manera que, para cuando haya comenzado a visitar a sus extraños abuelos, el hijo habrá desarrollado la costumbre de escaparse regularmente para beber una taza de café en algún bar porque los padres de su padre nunca habrán tenido café en la casa), de manera que no habrá sido precisamente café lo que la madre de su padre habrá entregado a la hija para que ésta se lo diese a su vez a sus hermanos (quizás a sabiendas de que la hija iba a continuar ejerciendo su función incluso después de que ella misma hubiera comenzado una familia propia (insertada en su familia original a modo de un paréntesis dentro de otro paréntesis, que es la forma en que las vidas de los hijos se insertan en las de los padres))), un pensamiento en la nuca del padre y el paisaje, que pasa velozmente por la ventanilla, y, así como mi hijo no sabrá que ocupa el mismo asiento que ocupaba su padre, tampoco sabrá que estará pensando lo mismo que pensaba su padre en los largos viajes que hacía con sus propios padres, cuando odiaba fervientemente las extensiones argentinas, aunque se cuidaba mucho de decírselo a su padre (es decir, al abuelo de mi hijo), que habrá sido y será un nacionalista argentino (es decir, una víctima a tiempo completo de una historia de la que mi hijo sólo será una víctima a tiempo parcial, lo que su padre siempre habrá considerado una victoria personal, aunque, desafortunadamente, sólo una victoria a medias (pero es evidente que su padre se hubiese sentido menos orgulloso de ella si estuviese allí en ese momento, en el interior del coche, para ver que su hijo (siendo, como es, sólo un argentino a medias o un medio argentino) pensará las mismas cosas que pensaba él cuando iba en coche con sus padres y su padre le hablaba de las maravillas de Argentina, que sólo existen (y esto siempre lo habrá destacado su padre) en la imaginación de los nacionalistas argentinos y en los libros de su literatura nacional, esos sí, los únicos que su padre habrá reclamado siempre como su país de pertenencia, un país establecido profundamente en él, en una capa geológica de su conciencia ubicada a una profundidad mayor que aquella que habrá albergado los símbolos superficiales del país en el que nació (el cual, como todo lo importante, no es algo que alguien haya escogido nunca), cosas como un acento o una bandera o la inescrupulosa ingesta de animales (la capa geológica en la que habrá estado en la cabeza de su padre la literatura argentina habrá estado más profunda (y, por consiguiente, menos expuesta a la erosión) que la de los símbolos nacionales, que al padre de mi hijo le habrán provocado siempre la perplejidad que supone comprender que millones de personas han creído en su país y en otros países que una nación puede ser simbolizada de alguna manera o que hay algo que se pueda definir como una «identidad» nacional (así como al padre de mi hijo siempre lo habrá dejado perplejo que alguien quisiera «ser» de un país, como quien dice «ser propiedad de» un traficante de esclavos (habría dicho su padre con su habitual exageración, que siempre habrá hecho elevar los ojos al cielo a su madre))), de tal manera que su padre le habrá enseñado a mi hijo que la única pertenencia posible, por impuesta, es a una clase social, y en ese sentido su padre siempre se habrá dicho perteneciente a la clase obrera, y basta, como si la clase obrera se encontrase en una capa geológica inferior a la que albergaba o albergaría a la literatura argentina, aunque lo cierto es que debajo de aquella capa habrá habido una capa más profunda aun en la que habrán estado sus padres y sus hermanos y esos viajes en coche en los que el padre de mi hijo alternaba la desesperación con el aburrimiento, dormía, leía y dejaba hervir los pensamientos en su cabeza como si ésta fuera una cazuela (aunque, como hemos visto, sería más apropiado describirla como una sucesión de capas geológicas, en las que aquellos viajes ocuparían el estrato más profundo y, por consiguiente, el más importante, desde el que irradiarían su influencia, maléfica o beneficiosa (poco importará ya) sobre el resto de las capas, incluyendo la capa inmediatamente anterior a la capa más superficial, en la que, tal vez (pero esto el padre de mi hijo no lo habrá reconocido nunca, al menos no de manera pública), habrá habido espacio para las personas que habrá conocido en Argentina, todas esas personas que habrán llevado a cabo su trabajo silenciosamente, como las enfermeras que alguna vez lo atendieron en una circunstancia u otra y las maestras, e incluso los empleados de las gasolineras del interior de Argentina, que allí llaman «estaciones de servicio» (como mi hijo habrá aprendido en el primer viaje con sus abuelos y recordará en ese último viaje, al que habrá sido arrastrado por mi padre, que insistirá en que las cenizas de su hijo sean arrojadas en la desolación argentina, lo cual puede que no haya sido de ningún modo el deseo de su hijo, quien no habrá dejado expresada su voluntad en un sentido u otro, convencido como estaba del buen criterio de su esposa y desinteresado por todo lo relacionado con lo que suceda tras su muerte, incluso con aspectos tan prácticos como el destino de sus cenizas, ya que el padre de mi hijo siempre habrá pensado que después de la muerte no hay nada (o, si ha creído lo contrario, se habrá guardado bien de decirlo, al menos de decírselo al hijo, que siempre habrá estado convencido (aunque nunca se lo habrá dicho a su padre) de que su padre no era un ateo ni un agnóstico sino el adherente a una religión personal, adquirida en la frontera entre Irak y Turquía o tal vez en el Sáhara y traída con él de esos viajes))), así que el padre del hijo de mi padre se habrá impuesto, de tal manera que mi hijo, su abuela y él habrán iniciado poco después de mi muerte ese viaje que los encontrará, ya cansados, en las proximidades de una gasolinera, en la que se detendrán para repostar y beber un café (mi hijo) y un té (mis padres), para orinar (mi madre) y lavarse el rostro (mi hijo) y para contemplarse un largo instante en el espejo, preguntándose si se parece a mí (lo que, con un poco de fortuna para él, no será el caso) y luego subiendo nuevamente al coche, para volver a desplazarse por las inmensidades argentinas, como lo harán en el momento en que descubran (o más bien descubra mi hijo, que extenderá la mano y rozará el vacío en el asiento trasero, a su lado) que ha olvidado la urna de cartón con las cenizas de su padre en el baño de la gasolinera, y se lo dirá a mi padre, que de inmediato girará en redondo para regresar al establecimiento sólo para descubrir allí que el servicio de limpieza ya ha cumplido su cometido, haciendo honores al que es el eslogan de la compañía propietaria de la red de gasolineras, que ofrece a sus clientes limpieza y servicio a precios moderados (pero sobre todo limpieza), y ya las cenizas de su padre viajarán con la basura general en el camión que, en nombre de la política de la compañía, y dos veces por día, arrojará esas cenizas en el basurero más cercano, que es donde van a parar todas las cosas, también los testimonios de las personas que nos han amado y para las que hemos sido importantes.))))
 
Clorinda,27.02.2023
guy: Si Eddie Morales Piña se equivocó cuando escribió "borgeano" por "borgiano" habría que reclamárselo a Eddie Morales Piña. Por otra parte: ¿Qué tiene que ver el universo para tildarlo tan severamente?
 
guy,27.02.2023
Esa respuesta me recuerda a Twitter como cuando a alguien le da por escribir que no le gusta el café de la abuela y aparecen los trasnochados de siempre a responderle que pobre abuela, que su abuela lo hace rico, que es un desagradecido, bli bli bli. No sé quién es Piña y ni siquiera leí eso entero porque no me interesa, nomás me topé con esa palabra y como un trasnochado de Twitter expuse mi criterio sobre su uso. ¿Se equivocó el abombado ese? No sé, decídanlo ustedes.

Patricio Pron es un escritor que me gusta; leí sus cosas hace muy poco, sé que es rosarino de cuarentipico de años, que dio clases en la universidad en Alemania (es decir que es académico y reconocido) y que ahora vive en Madrid. Extraigo ahora tres observaciones del hermoso cuento que puse acá arriba.

1) Le gusta usar las tildes en «ese», «este» y «solo», que para mi gusto son arcaísmos (también para la RAE). En «este», «ese» y «aquel» esas tildes se usaban hace muchos años cuando esas palabras ocupaban sintácticamente el lugar de sustantivos (literalmente pronombres) en vez de adjetivos demostrativos (que siempre tienen su objeto al lado), cosa que estaba al pedo y la RAE las dejó así sin las tildes sin importar la función. Algo parecido ocurrió con la tilde en el adverbio «solo», nomás que se aceptan en el caso de ambigüedad (una ambigüedad que, vamos, es muy subjetiva cuando uno lee el contexto, conque para mi gusto siguen estando al pedo las tildes ahí ) *. Digamos que como es literatura vale. ¿Por qué hace esto este señor? ¿Quedan bonitas? ¿Está mal? No sé, decídanlo ustedes. Criterios.

2) Escribe esto: “ladrón llamado «Barrabás»”. Esas comillas en ese tipo de construcción y en un nombre (que ya todos conocemos) no me gustan. Usamos las comillas para extraer una palabra o una frase a otro nivel del discurso, ejemplo: «perro» es un sustantivo. ¿Por qué las comillas? Porque nos referimos a la voz «perro», no al animal al que en el discurso nos remite la palabra. Según el ejemplo del chabón este, yo debería escribir «Clorinda» así entre comillas en referencia a la cuentera que me respondió. Vamos, no hay manera de no remitir al objeto en una construcción como «llamo perro a mi gato» (o una cuentera llamada clorinda) siendo el objeto mi gato y «perro» (la palabra, obvio, por eso la puse entre comillas ahora) el predicativo objetivo de la oración. Digamos que como es literatura vale. ¿Son necesarias esas comillas? ¿No quedan bonitas? ¿Está mal lo que puso Patricio? No sé, decídanlo ustedes. Criterios.

3) Escribe esto: “…esa aberración que tanto daño le ha hecho a los dos países”. Me suena mal el pronombre «le». ¿Por qué? Porque ese pronombre en dativo debe lógicamente concordar en número con lo referido (así como en acusativo concuerda en género y en número con su objeto, ejemplo: vi a dos mujeres, las vi; vi a un hombre, lo vi), entonces si está referido a los dos países, es decir a un plural, debe estar en plural: LES ha hecho daño a los dos países. ¿Está mal lo de Patricio? Sí. ¿Se equivocó? Sí que se equivocó, no es que no lo sepa porque es evidente que el tipo sabe y mucho. ¿Lo deciden ustedes? No sé; ustedes son capaces de cualquier cosa.

*Me parece una zanguangada que alguien que escribe en prosa hoy día elija poner tilde a «solo» teniendo a mano «solamente» que además suena muy bonito. Dale, Ricardo, cuatro mil quinietas setenta y tres palabras tiene tu cuento, y te querés hacer el coso ahorrándote cinco letras. Morite mejor.
 
remos,27.02.2023
Entrevista a Alia Trabucco Zerán.

1. ¿Cuándo empezó a escribir?
A poner una letra junto a la otra, cuando niña. A entender lo que esas letras podían hacer, en la adolescencia. Y con la intención de dedicarle mi tiempo, cuando estudiaba derecho y de pronto, con urgencia, necesité un salvavidas que se llamó ficción.

2. ¿Cuándo y cómo escribe?
Cada vez que puedo, pero también cada vez que quiero, porque si bien cierta disciplina es esencial -aquí no hay rayos de inspiración divina- el deseo es igualmente importante. He pasado por períodos en que una beca me permite dedicarle todo mi tiempo a la escritura y por otros donde escribo entre deberes y me he debido adaptar. ¿Cómo? Caóticamente. Empiezo por el final, sigo al medio, el inicio lo escribo al último y me voy moviendo del escritorio al sofá, del sofá a la silla, y de vuelta al escritorio. Pero en rigor, casi todo lo he escrito en bibliotecas públicas.

3. ¿A mano o a máquina? (la escritura, no el lavado).
El lavado, a máquina, siempre. La escritura pasa por dos momentos. A mano, en varios cuadernitos donde escribo notas, frases, ideas y a veces páginas completas. Luego en el computador, donde transcribo y reescribo y edito y borro y vuelvo a escribir.

4. ¿Tiene alguna manía o hábito ante el momento de la escritura?
Lo de trabajar en bibliotecas me forzó a lo básico. Cuaderno, lápiz, computador, un cerro de libros, ojalá silencio.

5. ¿A quién pediría consejo literario?
A mis amigas que no son escritoras. Bueno, y a algunas amigas escritoras también.

6. Si pudiera reencarnase en algún escritor/es, ¿a quién elegiría?
Prefiero reencarnarme en un gorrión, ave pandillera y traviesa. Me dan un poco de miedo los tormentos ajenos, ya con los propios me basta.

7. ¿Qué recomendaría a los autores noveles?
Que confíen en su imaginación.
 
remos,27.02.2023
La novela de Alia, La Resta, es algo extraordinario.
 
guy,27.02.2023

Ay pero qué original y esclarecedora esa entrevista, una verdadera maravilla. Gracias. Yo que la mina, eso sí, en la última pregunta habría contestado que se bañen más seguido.
 
remos,27.02.2023
El problema, guy, con todo respeto naturalmente, como diría el Marqués del Grillo: es que Alia tiene una obra a sus espaldas y tú no eres nadie, literariamente hablando, naturalmente.
No entiendo tu actitud, de criticón algo histérico, ante todo lo que aquí se escriba. Si algo no nos gusta, no tiene importancia, todos somos libres de disfrutar de la página en el modo podemos hacerlo, según la propia singularidad.
Por ejemplo, a mí no me gusta como se peina Pron, o que use un período más largo que la tristeza; pero eso no tiene la mínima relevancia, menos el hacerlo presente a quienes sí les gusta como se peina. Cuando lo importante es que tiene una posición frente a las dictaduras militares, que comparto, y a sus espaldas una obra literaria reconocida, premiada y seguida por sus lectores. Que le ponga acento al sólo, es su estilo, su modo de escribir. Los dogmas en la lengua acartonan y algunos saben domesticarlos a su modo. Los grandes escritores buscan su propia forma de vestirse, literariamente hablando.
Me vino en mente cuando se dice que algunos criticones critican a uno que escaló el Everest, porque toma mal la cuchara, cuando lo que está en juego no es la cuchara, sino escalar el Everest.
 
guy,27.02.2023
¿En serio? Me encanta Pron y, de hecho, lo valoro muchísimo. Ni eso entendiste. Si quiero poner que no me gusta el sánguche de milanesa, vengo y lo escribo en el foro del sánguche de milanesa, y si quiero opinar algo sobre un cuento también vengo y lo escribo. Yo igual creo que sos un pelotudo, pero eso queda entre nosotros.
 
remos,27.02.2023
Tengo la misma impresión, creo que en tu afán de darte ínfulas, que de ahí no pasas, eres un pobre boludo, el virtual, no el real. Lamento tener que ponerme a tu altura en esto de usar un lenguaje con el que sólo estoy cómodo en el café con los amigos, y no en esta página donde hay gente educada. Por lo tanto, ya que no leyendo tus ladrillos, soy lector de microficciones, dejo hasta aquí esta desagradable "conversación".
Antes me explico, de modo que incluso guy lo entienda: en ningún momento dije que tú no admiraras o no fueras lector de Pron; dije que no me gusta como se peina, era mejor la peinada de James Dean, pero eso es irrelevante. Es como la cuchara y el Everest... Bye, que tengas un buen día.
 
guy,27.02.2023
Me quedé pensando en este de acá arriba. Uno se fija en lo que hacen los grandes, trata de ver cómo y por qué tal oración y no otra. Todos los libros tienen errores y encontrarlos podría ser un ejercicio hasta para un alumno de secundaria. Me tocó leer un mismo cuento de Borges en dos ediciones distintas y toparme con oraciones distintas, lo cual no entendí bien, siendo que están en el idioma original (o alguien se atrevió a editar a Borges o ya no sé. Puedo dedicar horas a autores, reconocidos o no, sobre todo vivos y en español, que son los que más me interesan me gusten o no tanto, y fijarme en detalles gramaticales o de puntuación y esas cosas porque lo considero ilustrativo y muy útil (uno aprende) y, si tengo ganas, escribo acá lo que observé aunque a alguien no le guste o no le interese o nadie lo lea. Ahora bien, para Einstein eso es irrelevante y es lo mismo que fijarse en el color del pelo, además de aclararme que el escritor no sé qué bli bli bli. A ver, Einstein, decís por ejemplo «Cuando lo importante es que tiene una posición frente a las dictaduras militares, que comparto» ¿En serio eso es importante? ¿Por qué es importante la posición frente a la dictadura? ¿Porque lo decidiste vos? ¿Porque vos la compartís? ¿Debo escribir sobre eso? ¿Te das cuenta de que estás juzgando a la persona, cosa que yo no hice? En el caso de que quiera comentar del color del pelo de alguien, ¿debo pedirte permiso? Yo nomás leí un cuento y según vos básicamente no tengo derecho (o autoridad, no sé bien) a decir lo que dije porque a vos no te gustó, y tampoco puedo opinar sobre esa boludez de entrevista que pusiste porque a vos no te gustó mi opinión, conque no te hagas el que si algo no nos gusta es porque no tiene importancia; no hace falta que, como siempre, pongas frasecitas hechas de otros cuando no entendés ni las pelotudeces propias que escribís. Te contesto porque pelotudos como vos son los que en esta página se quejan de comentarios y demás gansadas como si quisieran instaurar un orden social o algo así. A ver si lo entendés: yo escribo lo que se me da la reputísima gana, y si no te gusta te la aguantás o hacés un comentario de eso mismo (diciendo que es una mierda, por ejemplo), pero te va a resultar muy al pedo opinar sobre mí y si tengo o no facultad, o el derecho de decir algo. ¿Se entiende el punto, pedazo de pelotudo? Hablás de ínfulas porque es lo único que entendés. Lo que me faltaba, un idiota que me diga cuándo puedo opinar y cuándo no y si es relevante.
 
Glori,27.02.2023
No se peleen, chicos. Los dos tienen lindos peinados.
 
guy,27.02.2023
Lo del pelo es irrelevante como la gramática, de de hoy es reencarnar en gorrión, como dijo la chilena.
 
guy,27.02.2023
Seguro comparte el sentimiento de libertad de remos frente a la opresión de las dictaduras, por eso ganó el premio Alfaguara de coso y un pan dulce en el torneo de damas de la sociedad de fomento, digamos todo.
 
guy,27.02.2023
Quiero que quede claro que hoy, 27/02/2023, vino un pelotudo al foro a decirme de qué puedo opinar y de qué no. Y quiero que quede claro que ese mismo pelotudo en el párrafo siguiente habló de la postura de alguien frente a las dictadursa. 100 dólares a que es kirchnerista.
 
remos,27.02.2023
Jejeje, esta está buena, guy, confieso que te encuentro divertido, eres más peligroso que Drácula trabajando en Emergencia, con tu comprensión de textos.
No lo creerás, pero tu pataleta de más abajo, me hizo reír de la primera frase a la última, realmente hablamos en chino, incluso el mandarino: uno escribe una cosa y el otro entiende lo contrario. Creo les sucede lo mismo a Putin y a Biden, pero ahí el riesgo es real. Entre nosotros lo podríamos solucionar de otro modo, digamos con un café o un mate virtual, ya que compartimos el mismo vicio de escribir en una página, a estas alturas, casi inmortal, terrenalmente hablando.
Me parece obvio que el problema de tu obsesión de Sherlock Holmes de la coma, que se divierte a encontrar un error en el mismo Borges, podrías ser un poquito, aunque sé que es mucho pedir, humilde o, en su caso, un poquito más despierto para darte cuente que no es Borges que cambia las palabras, a no ser que hable de reescritura de su cuento o revisión de algunas expresiones, sino simplemente erratas de imprenta. Imagino cómo habrás gozado al pensar que, cuál filólogo de barriada, descubriste tú y sólo tú, un error en la escritura del mismo Borges. Calma y sangre fría, una terapia de modestia podría ayudarte a descubrir tus límites, y vivir mejor.
En todo caso tu rabieta de solterón empedernido es muy divertida, porque entendiste exactamente lo contrario que yo dije, y podría demostrártelo, pero no vale la pena. Deberías atenuar tu constelación de preconceptos acerca de alguien que no conoces y no entrar en lo personal, sino quedarte en los argumentos, en las letras que se usan para decir algo, flébiles reflejos del pensamiento, pero es lo único que tenemos los humanos para poder comunicarnos.
Pienso que cuando lees, con tu obsesión escolar de descubrir comas y demás te obnubilas la comprensión de los conceptos, los juegos lingüísticos, las aberraciones verbales de algunos personajes de grandes autores, porque la literatura es un juego muy serio, pero un juego al fin de cuentas, importante, pero inútil, grandiosamente inútil. Hay muchos que no leen ningún libro al año y, sin embargo, son personas valiosas, porque se han perdido la posibilidad de vivir tantas vidas diversas, como los personajes de ficción, que son vidas que no hemos podido vivir en la realidad, pero sí en la dimensión literaria.
Algunos mentecatos critican, incluso, al mismísimo Joyce, sin entender que en los libros de ficción son algunos personajes los zopilotes o que piensan zopilotadas, como cualquier mortal, etc., etc., ¿o guy se piensa, y se la cree, inteligente en cada momento de su tiempo terrenal? Sería algo muy triste.
En todo caso te agradezco la oportunidad de reír sanamente de las inocentes tonteras que has escrito en estos momentos de interrelación, banal, pero interrelación al fin y al cabo.
 
cafeina,27.02.2023

ya sé que me van a mandar a la reconcha de mi madre, que me meta en lo mío y no rompa los huevos
pero ya que estoy de vieja comadrona y paso por acá volando en mi paraguas de Mary Poppins, les digo: les va a resultar más fácil ponerse de acuerdo que discutir al pedo
están discutiendo al pedo
tómense unas cervezas, un viagra cada uno y se la meten el uno al otro un rato, y alternan, se van a divertir más que tratando de hacerse los malos
para hacerse el malo estoy yo acá, que lo rajo a pedos al gordo idiota de erre, no hagan sombra

listo, ya pueden insultarme, me importa un huevo, par de locas

 
guy,27.02.2023
Ni en pedo leo todo eso. Es simple: no sabés escribir, así que si entendí algo que no quisiste decir es porque lo escribiste mal. Que lo juzgue otro.

 
remos,28.02.2023
Debo decirte, cafeina, que nuestra polémica con guy ya fue zanjada: llegamos a un recíproco desacuerdo.
Por lo tanto, te sugiero que tu receta la practiques con erre.
 
remos,28.02.2023
Nuestra época - Franz Carl Heimito Ritter von Doderer

Mi portera se ha separado de su marido, lo que en cierto modo ha supuesto un alivio para mí, ya que él y yo utilizábamos la misma talla de cuellos de camisa. Sin embargo, desde que su nuevo amigo ha descubierto que en verano se puede llevar la camisa con el cuello abierto, ya me han desaparecido en la lavandería dos nuevas de seda recién estrenadas.
 
cafeina,28.02.2023

la receta no es literal, es una analogía de la búsqueda de puntos en común
no se aplica con erre, no tenemos nada en común
 
remos,28.02.2023
Miriam N. Di Gerónimo (Argentina)

Como se ha demostrado en el mundo globalizado actual, la violencia contra la mujer es un flagelo que compromete a toda la humanidad y, que, día a día, se cobra vidas. El propósito de este trabajo es reconstruir una red femenina latinoamericana que, desde el microrrelato, pretende contribuir a concientizar acerca de la violencia de género.
La religación solidaria y social se extiende a varios países del Cono Sur a través de esta cruzada editorial. El corpus escogido compromete escritoras latinoamericanas -de Argentina, Chile y Brasil- que lo denuncian a través de una forma literaria específica, moderna y, relativamente, nueva: el microrrelato. Entre los propósitos del trabajo se cuentan: a) implementar el soporte analítico de redes y constelaciones para tratar un fenómeno literario específico; b) identificar el repertorio de temas recurrentes en escritos de los tres países y las modalidades retóricas que se usan para expresarlo. En algunos casos, se requerirá un diálogo multidisciplinar para alcanzar el análisis más rico de un tema que comprende la sociología, la historia, el derecho y la psicología. La crítica literaria deja ya de proponer la lectura de las belles lettres para asumir la forma del compromiso con la realidad latinoamericana.
 
Morirse,28.02.2023



Man, literalmente hay una sección de foros para hablar de cuentos super cortos, microficciones, microrrelatos o como querás llamarlos, ese contenido va mejor ahí. Igual aquí tenés un foro de entrevistas, mirá: General :: Sugerencias/ENTREVISTAS

Dejanos quieto este foro a los que gustamos de los ladrillos, gracias.



 
remos,28.02.2023
Nada te impide tu lectura de ladrillos, como nadie puede impedir que cada uno escriba en el lugar que mejor le agrade. Creo que esto debería ser un dogma.
Zapatero a tus zapatos y constructora a tus ladrillos.
 
remos,28.02.2023
Además, te recuerdo que este foro se llama Rincón del lector. Más claro que esto imposible. Si tú eres una lectora de ladrillos, excelente. Por mi parte soy lector de microficciones. No veo la incompatibilidad.
Te sugiero crees un foro llamado Rincón del ladrillo I, y te prometo que no me apareceré por esos lados. De nada!
 
remos,28.02.2023
Respeto a la ancianidad - Franz Carl Heimito Ritter von Doderer

Por culpa de una anciana dama con un perrito, que había acudido a la ventanilla de correos para realizar unos trámites y estaba retrasando a todos con su parsimonia, sucumbió a un ataque de ira irrefrenable y, como el respeto a la ancianidad le impedía cometer ningún desmán contra la señora, el acusado sacó una pesada porra con revestimiento de hierro, que acostumbraba a llevar siempre consigo para servirse de ella en caso necesario, y golpeó con fuerza la fachada de la casa que se encontraba enfrente provocando daños en tres viviendas e hiriendo a seis personas, cuyas lesiones, aunque de escasa gravedad, requirieron atención médica.
 
Morirse,28.02.2023



Simplemente te estoy pidiendo de la manera más amable que puedo, considerando lo mal que me caes, que postees donde corresponde. Clasificar el contenido hace más fácil su lectura y supongo que eso estaba pensando Gik cuando hizo los diferentes foros, no te parece?


 
remos,28.02.2023
Lo siento, pero no comparto tu amabilidad, y gik no "hizo" los foros, y en lo específico lo creó Letizia y, te repito, se llama Rincón del Lector. Me parece claro el punto. Una Biblioteca es un lugar donde diferentes lectores concurren a leer, y nadie se atribuye extraños méritos para imponer el tipo de lectura. Me parece un asunto de perogrullo.
Lo siento, pero seguiré en este rincón, por lo tanto, ahórrate tus simpáticas sugerencias, que no te conozco para nada, y ningún interés en intercambiar puntos de vista con alguien que se presenta tan agradablemente desubicada. ¿No serás un clon de erre?
 
Morirse,28.02.2023



Ah claro, porque en las bibliotecas los libros de lo que sea están en cualquier parte, no hay ningún tipo de orden o clasificación, por supuesto.

Mi amabilidad no tiene que ver con que conozca a la gente o no: yo soy así, no como vos que igual sin conocer de nada a nadie andás de cizañoso metiendo tu cuchara en todo con tal de tener alguna estupidez que decir. Yo sí he visto cómo sos y de ahí que me parezcás una mierda pero no te trato como tal porque no soy así.

Jajajaja "clon de erre". Otro que no concibe ser percibido como un pendejo por otro que no sea el dichoso erre. Me parece increíble que a estas alturas sigás pensando que necesita clones para decirte lo que piensa pero que se puede esperar de vos, en realidad...



 
Morirse,28.02.2023



Igual si me vas a llamar clon por lo menos que sea de alguien que escribe en serio, como MCavalieri o la mismísima RHCastro, no me conformo con menos.


 
MCavalieri,01.03.2023
Ojalá fuera tu clon, Emma. Con solo escribir la mitad de uno de tus textos, estaría hecha.
Vengo a colaborar con un ladrillo, no es como los que dejó Guy pero amo esta segunda persona.


Graffiti de Julio Cortázar.



A Antoni Tàpies

Tantas cosas que empiezan y acaso acaban como un juego, supongo que te hizo gracia encontrar el dibujo al lado del tuyo, lo atribuiste a una casualidad o a un capricho y sólo la segunda vez te diste cuenta de que era intencionado y entonces lo miraste despacio, incluso volviste más tarde para mirarlo de nuevo, tomando las precauciones de siempre: la calle en su momento más solitario, ningún carro celular en las esquinas próximas, acercarse con indiferencia y nunca mirar los graffiti de frente sino desde la otra acera o en diagonal, fingiendo interés por la vidriera de al lado, yéndote enseguida.
Tu propio juego había empezado por aburrimiento, no era en verdad una protesta contra el estado de cosas en la ciudad, el toque de queda, la prohibición amenazante de pegar carteles o escribir en los muros. Simplemente te divertía hacer dibujos con tizas de colores (no te gustaba el término graffiti, tan de crítico de arte) y de cuando en cuando venir a verlos y hasta con un poco de suerte asistir a la llegada del camión municipal y a los insultos inútiles de los empleados mientras borraban los dibujos. Poco les importaba que no fueran dibujos políticos, la prohibición abarcaba cualquier cosa, y si algún niño se hubiera atrevido a dibujar una casa o un perro, lo mismo lo hubieran borrado entre palabrotas y amenazas. En la ciudad ya no se sabía demasiado de qué lado estaba verdaderamente el miedo; quizá por eso te divertía dominar el tuyo y cada tanto elegir el lugar y la hora propicios para hacer un dibujo.
Nunca habías corrido peligro porque sabías elegir bien, y en el tiempo que transcurría hasta que llegaban los camiones de limpieza se abría para vos algo como un espacio más limpio donde casi cabía la esperanza. Mirando desde lejos tu dibujo podías ver a la gente que le echaba una ojeada al pasar, nadie se detenía por supuesto pero nadie dejaba de mirar el dibujo, a veces una rápida composición abstracta en dos colores, un perfil de pájaro o dos figuras enlazadas. Una sola vez escribiste una frase, con tiza negra: A mí también me duele. No duró dos horas, y esta vez la policía en persona la hizo desaparecer. Después solamente seguiste haciendo dibujos.
Cuando el otro apareció al lado del tuyo casi tuviste miedo, de golpe el peligro se volvía doble, alguien se animaba como vos a divertirse al borde de la cárcel o algo peor, y ese alguien por si fuera poco era una mujer. Vos mismo no podías probártelo, había algo diferente y mejor que las pruebas más rotundas: un trazo, una predilección por las tizas cálidas, un aura. A lo mejor como andabas solo te imaginaste por compensación; la admiraste, tuviste miedo por ella, esperaste que fuera la única vez, casi te delataste cuando ella volvió a dibujar al lado de otro dibujo tuyo, unas ganas de reír, de quedarte ahí delante como si los policías fueran ciegos o idiotas.
Empezó un tiempo diferente, más sigiloso, más bello y amenazante a la vez. Descuidando tu empleo salías en cualquier momento con la esperanza de sorprenderla, elegiste para tus dibujos esas calles que podías recorrer en un solo rápido itinerario; volviste al alba, al anochecer, a las tres de la mañana. Fue un tiempo de contradicción insoportable, la decepción de encontrar un nuevo dibujo de ella junto a alguno de los tuyos y la calle vacía, y la de no encontrar nada y sentir la calle aún más vacía. Una noche viste su primer dibujo solo; lo había hecho con tizas rojas y azules en una puerta de garaje, aprovechando la textura de las maderas carcomidas y las cabezas de los clavos. Era más que nunca ella, el trazo, los colores, pero además sentiste que ese dibujo valía como un pedido o una interrogación, una manera de llamarte. Volviste al alba, después que las patrullas ralearon en su sordo drenaje, y en el resto de la puerta dibujaste un rápido paisaje con velas y tajamares; de no mirarlo bien se hubiera dicho un juego de líneas al azar, pero ella sabría mirarlo. Esa noche escapaste por poco de una pareja de policías, en tu departamento bebiste ginebra tras ginebra y le hablaste, le dijiste todo lo que te venía a la boca como otro dibujo sonoro, otro puerto con velas, la imaginaste morena y silenciosa, le elegiste labios y senos, la quisiste un poco.
Casi enseguida se te ocurrió que ella buscaría una respuesta, que volvería a su dibujo como vos volvías ahora a los tuyos, y aunque el peligro era cada vez mayor después de los atentados en el mercado te atreviste a acercarte al garaje, a rondar la manzana, a tomar interminables cervezas en el café de la esquina. Era absurdo porque ella no se detendría después de ver tu dibujo, cualquiera de las muchas mujeres que iban y venían podía ser ella. Al amanecer del segundo día elegiste un paredón gris y dibujaste un triángulo blanco rodeado de manchas como hojas de roble; desde el mismo café de la esquina podías ver el paredón (ya habían limpiado la puerta del garaje y una patrulla volvía y volvía rabiosa), al anochecer te alejaste un poco pero eligiendo diferentes puntos de mira, desplazándote de un sitio a otro, comprando mínimas cosas en las tiendas para no llamar demasiado la atención. Ya era noche cerrada cuando oíste la sirena y los proyectores te barrieron los ojos. Había un confuso amontonamiento junto al paredón, corriste contra toda sensatez y sólo te ayudó el azar de un auto dando la vuelta a la esquina y frenando al ver el carro celular, su bulto te protegió y viste la lucha, un pelo negro tironeado por manos enguantadas, los puntapiés y los alaridos, la visión entrecortada de unos pantalones azules antes de que la tiraran en el carro y se la llevaran.
Mucho después (era horrible temblar así, era horrible pensar que eso pasaba por culpa de tu dibujo en el paredón gris) te mezclaste con otras gentes y alcanzaste a ver un esbozo en azul, los trazos de ese naranja que era como su nombre o su boca, ella ahí en ese dibujo truncado que los policías habían borroneado antes de llevársela; quedaba lo bastante para comprender que había querido responder a tu triángulo con otra figura, un círculo o acaso una espiral, una forma llena y hermosa, algo como un sí o un siempre o un ahora.
Lo sabías muy bien, te sobraría tiempo para imaginar los detalles de lo que estaría sucediendo en el cuartel central; en la ciudad todo eso rezumaba poco a poco, la gente estaba al tanto del destino de los prisioneros, y si a veces volvían a ver a uno que otro, hubieran preferido no verlos y que al igual que la mayoría se perdieran en ese silencio que nadie se atrevía a quebrar. Lo sabías de sobra, esa noche la ginebra no te ayudaría más que a morderte las manos, a pisotear las tizas de colores antes de perderte en la borrachera y el llanto.
Sí, pero los días pasaban y ya no sabías vivir de otra manera. Volviste a abandonar tu trabajo para dar vueltas por las calles, mirar fugitivamente las paredes y las puertas donde ella y vos habían dibujado. Todo limpio, todo claro; nada, ni siquiera una flor dibujada por la inocencia de un colegial que roba una tiza en la clase y no resiste al placer de usarla. Tampoco vos pudiste resistir, y un mes después te levantaste al amanecer y volviste a la calle del garaje. No había patrullas, las paredes estaban perfectamente limpias; un gato te miró cauteloso desde un portal cuando sacaste las tizas y en el mismo lugar, allí donde ella había dejado su dibujo, llenaste las maderas con un grito verde, una roja llamarada de reconocimiento y de amor, envolviste tu dibujo con un óvalo que era también tu boca y la suya y la esperanza. Los pasos en la esquina te lanzaron a una carrera afelpada, al refugio de una pila de cajones vacíos; un borracho vacilante se acercó canturreando, quiso patear al gato y cayó boca abajo a los pies del dibujo. Te fuiste lentamente, ya seguro, y con el primer sol dormiste como no habías dormido en mucho tiempo.
Esa misma mañana miraste desde lejos: no lo habían borrado todavía. Volviste a mediodía: casi inconcebiblemente seguía ahí. La agitación en los suburbios (habías escuchado los noticiosos) alejaba a las patrullas urbanas de su rutina; al anochecer volviste a verlo como tanta gente lo había visto a lo largo del día. Esperaste hasta las tres de la mañana para regresar, la calle estaba vacía y negra. Desde lejos descubriste el otro dibujo, sólo vos podrías haberlo distinguido tan pequeño en lo alto y a la izquierda del tuyo. Te acercaste con algo que era sed y horror al mismo tiempo, viste el óvalo naranja y las manchas violeta de donde parecía saltar una cara tumefacta, un ojo colgando, una boca aplastada a puñetazos. Ya sé, ya sé, ¿pero qué otra cosa hubiera podido dibujarte? ¿Qué mensaje hubiera tenido sentido ahora? De alguna manera tenía que decirte adiós y a la vez pedirte que siguieras. Algo tenía que dejarte antes de volverme a mi refugio donde ya no había ningún espejo, solamente un hueco para esconderme hasta el fin en la más completa oscuridad, recordando tantas cosas y a veces, así como había imaginado tu vida, imaginando que hacías otros dibujos, que salías por la noche para hacer otros dibujos.
 
Morirse,01.03.2023



Gracias por tus palabras, Melina Y gracias por el ladrillo también, no lo conocía. Entiendo por qué lo amás.






 
remos,01.03.2023
Sin duda tu escuela es la de erre. Por mi parte no recibirás ninguna vulgaridad hacia tu persona, eso te lo garantizo, cada uno es como es. Simplemente y terminando con este tedio, para mí serás simplemente "la maleducada". Punto y final.
 
remos,01.03.2023
Microlecturas: Diego Muñoz Valenzuela

El Pulgarcito de la narrativa

Mis primeras nociones del cuento brevísimo provienen de la lectura –a fines de los 60- de la compilación Cuentos breves y extraordinarios, de Borges y Bioy Casares. Luego fui descubriendo otras gemas, como las Historias de cronopios y famas, de Cortázar, el Fabulario, de Eduardo Gudiño Kieffer, el prodigioso ingenio de Marco Denevi, la síntesis extrema y el agudo humor de Monterroso.
Contraída la adicción por la narrativa breve y sus alrededores, vendrán con el tiempo nuevos descubrimientos, pero he aquí que ocurrió el Golpe Militar de 1973, cuando todavía no termino la secundaria. Un brusco cierre de un capítulo de nuestra historia y el comienzo de otro, oscuro y sangriento.
En el apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un ademán suyo para que una jauría de sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear nuestros textos con la lucha libertaria. Como nuestros predecesores, al fin entendimos que bastaba con escribir: abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo, sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones.
Comencé a escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad, cuando lograba apropiarme de un asiento en las “micros”, la palabra que los chilenos utilizamos para referirnos a los buses de transporte urbano. Garabateando entre saltos por los baches del pavimento o los horribles frenazos, comprimido hasta la asfixia, así produje mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios de ellos, intuí que estaba ante una clase especial de textos. Los bauticé micro-cuentos, o sea, cuentos escritos en una micro. Es gracioso confesar que no advertí de inmediato el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo microscópico.
Este redescubrimiento más personal de la brevedad tuvo bastante trascendencia, porque me condujo a publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos en una revista literaria semiclandestina de la Facultad donde estudiaba. Después vinieron otros microcuentos. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con esperanza: a buen entendedor pocas palabras.
La brevedad permitía múltiples interpretaciones: la ambigüedad, la sugerencia y la imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo, nadie podía acusarme de subversión. Poco tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en los primeros encuentros y expresiones artísticas de la disidencia. Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un moderado espacio junto a una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron quedarse para escuchar otro.
Habiendo dado varios trancos por este camino, vine a encontrarme con muchos autores que cultivaron la brevedad de diversas formas. Por ejemplo, Ambrose Bierce y su brillante, ácido e inolvidable Diccionario del Diablo, o un libro que me cautivó desde el título: El club de los parricidas.
Otros fulgores desmedidos y egregios: Juan José Arreola. Sorpresas cargadas de ingenio y humor como las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Cuentos de la China milenaria y el Antiguo Egipto. Las intuiciones geniales de poetas gigantes como Rubén Darío y Vicente Huidobro.
Nada nuevo bajo el sol, ya se ve, había una larga tradición. Solo que de pronto la vimos en perspectiva. El microrrelato sale del tocador. Se construyen teorías a medida, se organizan seminarios y lecturas, hasta se convocan congresos internacionales.
Entre los microrrelatistas imprescindibles de Hispanoamérica –lecturas que no deben ser omitidas de modo alguno- aparte de los mencionados encontramos a René Avilés Fabila (México), Luis Britto García y Gabriel Jiménez Emán (Venezuela), Guillermo Bustamante Zamudio (Colombia), el peruano Fernando Iwasaki, y una gran escuadra de autores argentinos encabezados por las magníficas Luisa Valenzuela y Ana María Shua, Raúl Brasca, Orlando Romano, Juan Romagnoli, Fabián Vique e Ildiko Nassr.
En Chile hay una breve tradición que se inicia con Huidobro, prosigue con Alfonso Alcalde, y logra un apogeo en los ochenta –a partir del trabajo de autores de generaciones muy diversas- pero con especial gravitación de la Generación del 80. Destacan la producción de Virginia Vidal, Andrés Gallardo, Susana Sánchez, Juan Armando Epple y Poli Délano, junto con la de ochenteros como Lilian Elphick, Pía Barros, Carlos Iturra, Pedro Guillermo Jara, Gabriela Aguilera. Hay que anotar autores como Isabel Mellado y Max Valdés.
Como aquel personaje que se asombra por el hecho de hablar en prosa, fui dándome cuenta muy lentamente de este oficio de microrrelatista que me habitó desde los inicios en la escritura. Mucho me alentó la amistad con otros autores que cultivaban el género; luego los encuentros y los congresos donde es posible encontrarse con investigadores, profesores, editores y lectores.
Justamente fueron los lectores quienes me animaron en 1999, en el Chaco argentino, en uno de esos magníficos foros que organiza Mempo Giardinelli y su Fundación, a publicar mi primer libro de microcuentos. Me preguntaba dónde podían encontrar esos textos brevísimos que leí una tarde memorable ante un atento público de ¡tres mil personas! Increíble.
El microrrelato es un camino que se trae sus sorpresas. Es un terreno experimental, desafiante, en permanente cambio. Algo muy atractivo para quien gusta salirse de norma. Una forma de rebelión creativa que nunca termina. No planeo salirme del sendero. Todo lo contrario. Lo paso muy bien, recordando el valor de cada palabra, ejerciendo intensamente la economía de lenguaje y buscando la máxima expresividad para un lector activo.
 
guy,01.03.2023
Leí un cuento en el home que me recordó a esta hermosura que me tomé el trabajo de buscar en internet y ahora les dejo. A veces me pregunto qué harían sin mí, la verdad.


NADAR DE NOCHE

Juan Forn


Era demasiado tarde para estar despierto, especialmente en una casa prestada y a oscuras. Afuera, en el jardín, los grillos convocaban empecinados y furiosos la lluvia, y él se preguntó cómo podían dormir en los cuartos de arriba su mujer y la beba con ese murmullo ensordecedor.
Tenía insomnio, estaba en pantalones cortos, sentado frente al ventanal abierto que daba a la terraza y al jardín. Las únicas luces prendidas eran los focos adentro de la pileta, pero la luz ondulada por el agua no conseguía matar del todo la sensación de estar en una casa ajena, el malestar indefinible con aquel simulacro de vacaciones.
Porque, en realidad, no estaba ahí descansando sino trabajando. Aunque el trabajo no implicase ningún esfuerzo en particular, aunque no tuviese que hacer nada, salvo vivir en esa casa con su mujer y su hija y disfrutar las posesiones de su amigo Félix, mientras éste y Ruth remontaban el Nilo y gastaban fortunas en rollos de fotos y guías egipcios sin dientes, a cuenta de una revista de viajes italiana.
Para calmarse, para atraer el sueño, pensó que no iba a pisar Buenos Aires en todo el mes. Viviría en pantalones cortos y sin afeitarse, cortaría el pasto, cuidaría la pileta, vería videos y escucharía música mientras su hija crecía delante de sus ojos y su mujer inventaba postres raros en la cocina. Y
en todo ese tiempo quizá le dejaran algún mensaje mínimamente estimulante, o al menos catastrófico, en el contestador automático de su departamento.
Mientras tanto, a lo mejor Félix y Ruth decidían prolongar su viaje un mes más, o tenían un accidente, o se enamoraban los dos de un mismoefebo andrógino y analfabeto en Alejandría. Un mes podía ser mucho tiempo en algunos lugares; un mes podía ser casi una vida. Para su hijita, por ejemplo. Tenía que empezar a vivir al ritmo de ella, como le había dicho su mujer. Día por día, hora por hora, lentamente. Tenía que asumir la paternidad de una vez, como dirían Félix y Ruth, si es que no lo habían dicho.
Entonces oyó la puerta. No el timbre sino dos golpecitos suaves, corteses, casi conscientes de la hora que era. Cada casa tiene su lógica, y sus leyes son más elocuentes de noche, cuando las cosas ocurren sin paliativos sonoros. Él no miró el reloj, ni se sorprendió, ni pensó que los golpes eran imaginación suya. Simplemente se levantó, sin prender ninguna luz a su paso y cuando abrió la puerta se encontró con su padre parado delante de él. No lo veía desde que había muerto. Y, en ese momento, supo incongruentemente que ya se había hecho a la idea de no verlo nunca más.
Su padre tenía puesto un impermeable cerrado hasta arriba y el pelo tan abundante y bien peinado como siempre, pero totalmente blanco. Nunca habían sido muy expresivos entre ellos. Él dijo: «Papá, qué sorpresa», pero no se movió hasta que su padre preguntó sonriendo:
—¿Se puede pasar?
—Sí, claro. Por supuesto.
El padre cruzó el living a oscuras y el ventanal abierto y fue a sentarse en una de las reposeras de la terraza. Desde allá miró hacia adentro, lo llamó con la mano y tocó la reposera vacía a su lado. Él salió obedientemente a la terraza. Dijo:
—Dame el impermeable, si querés. ¿Te traigo algo para tomar?
El padre negó con la cabeza a ambas ofertas. Después se estiró todo lo que pudo y respiró hondo sin perder la sonrisa.
—Va a llover en cualquier momento —dijo—. Qué maravilla. ¿De día es así, también?
—Mejor. Para Marisa y la beba, especialmente.
—Marisa y la beba. Debes de tener un montón de cosas para contarme, ¿no?
Él sintió que se le aflojaba apenas la mandíbula. En los sueños en que volvía a verlo, su padre siempre estaba al tanto de todo lo que les habíapasado a ellos en su ausencia.
—Sí, claro —dijo—. Supongo que sí.
—Por supuesto, no pretendo que me pongas al día con las noticias.
Obviemos la política, el trabajo, el mundo en general, si es posible. Las cosas domésticas, me interesan. Tus hermanas, vos, Marisa, la beba. Esas cosas.
A él le sorprendió que mencionara la palabra domésticas. Y mucho más aún que hubiese nombrado a todos menos a su madre, pero no supo qué decir.
—Voy a servirme un whisky. ¿Seguro que no querés?
—No, no, gracias. A propósito, qué buena idea, las luces adentro de la pileta.
—No es mía —dijo él antes de entrar—. La casa, quiero decir.
Cuando volvió a aparecer, con un vaso bastante lleno, se frenó detrás de la reposera de su padre y sintió de golpe que todavía no se habían tocado.
—Yo creí —dijo, desde ese lugar— que vos veías todo lo que pasaba acá, desde donde estabas.
La cabeza de su padre se movió levemente a uno y otro lado, varias veces.
—Lamentablemente no. Es bastante distinto de lo que uno se imagina.
Él miró la pileta y tuvo la sensación de que no controlaba lo que decía ni lo que iba a decir.
—Si supieras la cantidad de cosas que hice en estos años para vos, pensando que me estabas mirando. —Y se rió un poco, sin alegría pero sin amargura, para vaciarse los pulmones no más—. O sea que no sabés nada de estos cuatro años. Qué increíble.
El padre se reacomodó en la reposera y lo miró de costado.
—A lo mejor hay cambios, adonde nos mandan ahora. Si te sirve de consuelo.
Él lo miró sin entender.
—Hubo un traslado. Voy a estar en otra parte, a partir de ahora. No sólo yo; muchos más. Las cosas allá no son tan ordenadas como se supone. A veces pasan estos imprevistos. Digo, que esté ahora con vos.
—¿Y por qué conmigo? ¿Por qué no fuiste a ver a mamá?El padre miró un rato la luz ondulante de la pileta. Su cara cambió muy levemente, hubo un ínfimo matiz de tristeza en su inexpresividad.
—Con tu madre hubiera sido más difícil. Una noche no es tanto tiempo, y yo necesito que me cuentes todo lo que puedas. Con tu madre hablaríamos de otros temas. Del pasado, especialmente; de ella y yo, de muchas cosas buenas que vivimos los dos juntos. Y eso hubiera sido injusto de mi parte.
Hizo una pausa.
—Hay ciertas cosas que son técnicamente imposibles en mi estado actual: sentir, por ejemplo. ¿Entendés? En cierta medida, lo que soy esta noche es algo que no tendría valor para tu madre. Con vos, en cambio, es más simple, para decirlo de alguna manera. Siempre te ubicaste en una posición panorámica en cuanto a las emociones. Con tu madre, con tus hermanas, con vos mismo. En fin.
Hizo otra pausa.
—También pensé que podrías arreglártelas mejor con los sentimientos que te provoque esta visita. A fin de cuentas, yo nunca fui tan importante para vos, ¿no es cierto?
Él sintió algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Una especie de sumisión y de necesidad de oponerse a esa sumisión. Supo de pronto que en los últimos cuatro años no había sido esto que era ahora, nuevamente: hijo de su padre. Fue hasta el borde de la pileta, se sacó los mocasines y se sentó con las piernas dentro del agua.
—Si no hubieras sido tan importante para mí, entonces no habría hecho las cosas que hice para vos, por vos, en estos años. ¿No se te ocurrió pensar eso?
—No.
Él quedó perplejo. La respuesta le había parecido tan rápida y brutal que sonó sincera. Y justamente por eso inverosímil. Cobarde. Casi injusta.
—Y ahora que sabés, qué —atinó a decir.
—Nada —contestó el padre.
Después se levantó, llevó la reposera hasta el borde de la pileta y se sentó con las manos en los bolsillos.
—Supongo que no cambia nada. Lo que hiciste, ya lo hiciste. Y me parece que no tiene sentido que te enojes ahora, con vos o conmigo, por eso. ¿No?
No sólo era inútil, además empezaba a sentir que no le era lícito, frente a la condición de su padre, cuestionar nada, ni permitirse esa belicosidad insólita. La necesidad de oponerse se desvaneció y sólo quedó la sumisión, no ya dirigida a su padre sino a un estado de cosas, a una abstracción obtusa
e inabarcable.
—Es cierto —dijo—. Perdón.
Se quedaron callados un rato, hasta que él dijo:
—De todas maneras, exageré un poco. No fueron tantas las cosas que hice pensando en vos.
El padre soltó una risita.
—Ya me parecía.
Un relámpago rajó en dos el fondo del cielo. Cuando sonó el trueno el padre se encogió y volvió a oírse su risita.
—Ya casi no me acordaba de estas cosas. Es notable cómo funciona la memoria, lo que conserva y lo que deja de lado.
—Los grillos —dijo él—. ¿Los oís? No me dejaban dormir. Por eso estaba despierto cuando llegaste.
Después de decir estas palabras dudó. ¿Los grillos? Pero lo pensó mejor y prefirió quedarse con la duda.
—Bueno —dijo el padre con voz muy suave—. A lo nuestro.
—¿Puedo preguntarte algo, antes?
La reposera crujió. Él hizo un esfuerzo para mantenerle la mirada a su padre.
—Como quieras. Pero ya sabés cómo es eso: una vez que te enterás, difícil que puedas borrártelo de la cabeza. No es una amenaza. Lo digo por vos, simplemente.
—Sí, ya sé —dijo él. Y preguntó, con voz insegura—: ¿Todos van al mismo lugar? ¿No importa lo que haya hecho cada uno?
—Eso es algo que podría haberte contestado desde los veinte años, más o menos. Siempre sospeché que importaba más en vida que después. En cuanto a la otra pregunta, no es exactamente un lugar, adonde van. Pero sí:todos van al mismo, en la medida en que todos somos relativamente iguales. El modo de vida de tu vecino y el tuyo, por ejemplo, se diferencian tanto como tu estatura y la de él. Son matices, y los matices no cuentan.
Digamos que hay, básicamente, sólo dos estados: el tuyo y el mío. Es
bastante más complejo, pero no lo entenderías ahora.
—Entonces vos y yo vamos a encontrarnos de nuevo, en algún
momento —dijo él.
El padre no contestó.
—¿Importa algo estar juntos, allá?
El padre no contestó.
—¿Y cómo es? —dijo él.
El padre desvío los ojos y miró la pileta.
—Como nadar de noche —dijo. Y las ondulaciones de la luz se reflejaron en su cara—. Como nadar de noche, en una pileta inmensa, sin cansarse.
Él tomó de un trago el whisky que quedaba en el vaso y esperó a que llegase al estómago. Después tiró los hielos en la pileta y apoyó el vaso vacío en el borde.
—¿Algo más? —dijo el padre.
Él negó con la cabeza. Movió un poco las piernas en el agua y miró la base de la reposera, el impermeable, la cara blandamente atemporal de su padre. Pensó en lo reticentes que habían sido siempre en todo contacto corporal y le parecieron increíblemente ingenuos y artificiales aquellos
abrazos en los sueños en que aparecía su padre. Esto era la realidad: todo seguía tal como había sido siempre, y recomenzaba casi en el mismo punto en que quedara interrumpido cuatro años antes. Aunque sólo fuese por una noche.
—Por dónde querés que empiece —dijo.
—Por donde quieras. No te preocupes por el tiempo: tenemos toda la noche. Hasta que termines no va a amanecer.
Él respiró hondo, largó el aire y supo que había entrado en la noche más larga y secreta de su vida. Empezó, por supuesto, hablando de su hija.
 
remos,01.03.2023
En entrevista con el medio alemán Berliner Zeitung el fundador de Pink Floyd mostró su aguda mirada respecto a los diferentes conflictos internacionales. «Si tienes principios políticos y eres artista, ambos ámbitos están inextricablemente entrelazados», afirmó.

Roger Waters puede presumir con razón de ser el cerebro de Pink Floyd. Ideó el concepto y escribió todas las letras de la obra maestra «The Dark Side of the Moon». Él mismo escribió los álbumes «Animals», «The Wall» y «The Final Cut». Por eso, en su actual gira «This Is Not A Drill», que llegará a Alemania en mayo, quiere expresar en gran medida ese legado y tocar canciones de la etapa clásica de Pink Floyd. El problema: debido a sus polémicas declaraciones sobre la guerra de Ucrania y la política del Estado de Israel, ya se ha cancelado uno de sus conciertos en Polonia, y en Alemania hay organizaciones judías y cristianas que exigen lo mismo. Queremos hablar con el músico de 79 años: ¿Qué quiere decir con todo esto? ¿Se le malinterpreta? ¿Deberían cancelarse sus conciertos? ¿Está justificado excluirle de la conversación? ¿O tiene la sociedad algún problema en prohibir que disidentes como Waters participen en las conversaciones?
El músico recibe a sus visitas en su residencia del sur de Inglaterra, amable, abierto, sin pretensiones, pero decidido: así permanecerá durante toda la conversación. Antes, sin embargo, quiere mostrar algo especial: en el estudio de su casa, toca tres temas de una nueva regrabación de «The Dark Side of the Moon», que en marzo cumple 50 años. «El nuevo concepto pretende reflexionar sobre el significado de la obra, sacar a relucir el corazón y el alma del álbum», dice, «musical y espiritualmente. Soy el único que canta mis canciones en estas nuevas grabaciones, y no hay solos de guitarra de rock and roll».
Las palabras habladas, superpuestas a piezas instrumentales como «On The Run» o «The Great Gig in the Sky» y sobre «Speak To Me», «Brain Damage» «Any Colour You Like and Money» pretenden aclarar su «mantra», el mensaje que considera central en toda su obra: «Se trata de la voz de la razón. Y dice: lo importante no es el poder de nuestros reyes y líderes ni su supuesta conexión con Dios. Lo realmente importante es la conexión entre nosotros como seres humanos, de toda la comunidad humana. Nosotros, los seres humanos, estamos dispersos por todo el planeta, pero todos somos parientes ya que todos venimos de África. Todos somos hermanos y hermanas, o como mínimo primos lejanos, pero la forma en que nos tratamos unos a otros está destruyendo nuestro hogar, el planeta Tierra, más rápido de lo que podemos imaginar». Por ejemplo, ahora mismo, de repente, aquí estamos en el 2023 envueltos en una guerra que ya dura un año con Rusia en Ucrania. ¿Por qué? Ok, un poco de historia, en 2004 el presidente ruso Vladimir Putin tendió la mano a Occidente en un intento de construir una arquitectura de paz en Europa. Está todo ahí en el registro. Explicó que los planes occidentales de invitar a Ucrania, tras el golpe de Maidan, a entrar en la OTAN suponían una amenaza existencial totalmente inaceptable para la Federación Rusa y que cruzarían una última línea roja que podría acabar en guerra, así que ¿podríamos sentarnos todos a la mesa y negociar un futuro pacífico? Sus avances fueron rechazados por Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. A partir de entonces, él mantuvo sistemáticamente su posición y la OTAN la suya: «Que os… jodan». Y aquí estamos.

-Señor Waters, usted habla de la voz de la razón, de la profunda conexión de todos los pueblos. Pero cuando se trata de la guerra en Ucrania, usted habla mucho de los errores de Estados Unidos y Occidente, no de la guerra de Rusia y de la agresión rusa. ¿Por qué no protesta contra los actos cometidos por Rusia? Sé que apoyaste a Pussy Riot y a otras organizaciones de derechos humanos en Rusia. ¿Por qué no atacas a Putin?

En primer lugar, si leyera mi carta a Putin y mis escritos en torno al inicio de la guerra en febrero….

…lo llamaste «gángster»…

…exactamente, sí. Pero puede que haya cambiado un poco de opinión en el último año. Hay un podcast de Chipre llamado «The Duran». Los presentadores hablan ruso y pueden leer los discursos de Putin en el original. Sus comentarios al respecto tienen sentido para mí. La razón más importante para suministrar armas a Ucrania es sin duda el beneficio para la industria armamentística. Y yo me pregunto: ¿es Putin un gángster mayor que Joe Biden y todos los responsables de la política estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial? No estoy tan seguro. ¿Putin no invadió Vietnam o Irak? ¿Lo hizo?

-La razón más importante para la entrega de armas es la siguiente: Es para apoyar a Ucrania, ganar la guerra y detener la agresión de Rusia. Usted parece verlo de otra manera.

Sí. Quizá no debería, pero ahora estoy más abierto a escuchar lo que Putin dice en realidad. Según las voces independientes que escucho, gobierna con cuidado, tomando decisiones por consenso en el gobierno de la Federación Rusa. También hay intelectuales críticos en Rusia, que llevan argumentando contra el imperialismo estadounidense desde los años cincuenta. Y una frase central siempre ha sido: Ucrania es una línea roja. Debe seguir siendo un Estado tapón neutral. Si no sigue siéndolo, no sabemos adónde nos llevará. Todavía no lo sabemos, pero podría acabar en una Tercera Guerra Mundial.

-En febrero del año pasado, fue Putin quien decidió atacar.

Lanzó lo que él sigue llamando una «operación militar especial». La lanzó basándose en razones que si las he entendido bien son: 1. Queremos detener el posible genocidio de la población ruso-parlante del Donbás. 2. Queremos luchar contra el nazismo en Ucrania. Hay una adolescente ucraniana, Alina, con la que intercambié largas cartas: «Te escucho. Entiendo tu dolor». Ella me contestó, me dio las gracias, pero recalcó: «Estoy segura de que te equivocas en una cosa: estoy 200% segura de que no hay nazis en Ucrania». Volví a responderle: «Lo siento, Alina, pero te equivocas en eso. ¿Cómo puedes vivir en Ucrania y no saberlo?».

-No hay pruebas de que haya habido genocidio en Ucrania. Al mismo tiempo, Putin ha insistido repetidamente en que quiere devolver Ucrania a su imperio. Putin dijo a la ex canciller alemana Angela Merkel que el día más triste de su vida fue en 1989, cuando se derrumbó la Unión Soviética.

¿El origen de la palabra «Ucrania» no es la palabra rusa para «tierra fronteriza»? Formó parte de Rusia y de la Unión Soviética durante mucho tiempo. Es una historia difícil. Durante la Segunda Guerra Mundial, creo que hubo una gran parte de la población del oeste de Ucrania que decidió colaborar con los nazis. Mataron a judíos, romaníes, comunistas y a cualquiera que el Tercer Reich quisiera muerto. A día de hoy existe el conflicto entre Ucrania occidental (con o sin nazis, Alina) y Ucrania oriental (El Donbas) y meridional (Crimea) y hay muchos ucranianos de habla rusa porque fue parte de Rusia durante cientos de años. ¿Cómo se puede resolver tal problema? No lo puede hacer ni el gobierno de Kiev ni los rusos ganando. Putin siempre ha insistido en que no tiene ningún interés en apoderarse del oeste de Ucrania, ni en invadir Polonia o cualquier otro país al otro lado de la frontera. Lo que está diciendo es: quiere proteger a las poblaciones de habla rusa en aquellas partes de Ucrania donde las poblaciones de habla rusa se sienten amenazadas por la extrema derecha influenciada por los gobiernos posteriores al golpe de Maidan en Kiev. Un golpe que, según la opinión general, fue orquestado por Estados Unidos.

-Hemos hablado con muchos ucranianos que pueden demostrar lo contrario. Estados Unidos puede haber ayudado a apoyar las protestas de 2014. Pero, en general, fuentes acreditadas y testigos presenciales sugieren que las protestas surgieron desde dentro, por voluntad del pueblo ucraniano.

Me pregunto con qué ucranianos habrá hablado. Me imagino que algunos lo afirman. En la otra cara de la moneda, una gran mayoría de ucranianos de Crimea y el Donbass han votado en el referéndum a favor de volver a unirse a la Federación Rusa.

-En febrero, usted se sorprendió de que Putin atacara Ucrania. ¿Cómo puede estar tan seguro de que no irá más lejos? Su confianza en Rusia no parece haberse resquebrajado, a pesar de la sangrienta guerra de agresión rusa.

¿Cómo puedo estar seguro de que Estados Unidos no se arriesgará a iniciar una guerra nuclear con China? Ya están provocando a los chinos al interferir en Taiwán. Les encantaría destruir primero a Rusia. Cualquiera con un coeficiente intelectual superior a la temperatura ambiente lo entiende cuando lee las noticias, y los estadounidenses lo admiten.

-Usted irrita a mucha gente porque siempre suena como si estuviera defendiendo a Putin.

Comparado con Biden, sí. Las provocaciones de Estados Unidos y la OTAN antes de febrero de 2022 fueron extremas y muy perjudiciales para los intereses de toda la gente corriente de Europa.

-¿Usted no boicotearía a Rusia?

Creo que es contraproducente. Usted vive en Europa: ¿cuánto cobra Estados Unidos por el suministro de gas? Cinco veces más de lo que pagan sus propios ciudadanos. En Inglaterra, la gente dice ahora que tiene para «comer o calentarse», porque los sectores más pobres de la población apenas pueden permitirse calentar sus casas. Los gobiernos occidentales deberían darse cuenta de que todos somos hermanos. En la Segunda Guerra Mundial vieron lo que ocurre cuando intentan hacer la guerra a Rusia. Se unirán y lucharán hasta el último rublo y el último metro cuadrado de tierra para defender su patria. Como haría cualquiera. Creo que si los EE.UU. pueden convencer a sus propios ciudadanos y a usted y a muchas otras personas, de que Rusia es el verdadero enemigo, y que Putin es el nuevo Hitler les será más fácil robar a los pobres para dárselo a los ricos y también iniciar y promover más guerras, como esta guerra por poderes en Ucrania. Tal vez eso parece una postura política extrema para usted, pero tal vez la historia que leo y las noticias que cosecho es simplemente diferente de usted. No se puede creer todo lo que se ve en la televisión o se lee en los periódicos. Todo lo que intento conseguir con mis nuevas grabaciones, mis declaraciones y actuaciones es que nuestros hermanos y hermanas en el poder pongan fin a la guerra, y que la gente entienda que nuestros hermanos y hermanas de Rusia no viven bajo una dictadura represiva, igual que tú no vives en Alemania o yo en Estados Unidos. Es decir, ¿elegiríamos seguir masacrando a jóvenes ucranianos y rusos si tuviéramos el poder de detenerlo?

-En Rusia no sería tan fácil… Pero volvamos a Ucrania: ¿Cuál sería su contrapropuesta política para una política ucraniana significativa por parte de Occidente?

Tenemos que reunir a todos nuestros líderes en torno a la mesa y obligarles a decir: «¡No más guerra!». Ese sería el punto en el que podría comenzar el diálogo.

-¿Se imagina viviendo en Rusia?

Sí, claro, ¿por qué no? Sería lo mismo que con mis vecinos del sur de Inglaterra. Podríamos ir al pub y hablar abiertamente, siempre que no fueran a la guerra y mataran a estadounidenses o ucranianos. ¿De acuerdo? Mientras podamos comerciar entre nosotros, vendernos gas, asegurarnos de que estamos calefaccionados en invierno, estaremos bien. Los rusos no son diferentes de ti y de mí: hay gente buena y hay idiotas, como en todas partes.

-Entonces, ¿por qué no tocas en Rusia?

No por razones ideológicas. Simplemente no es posible en este momento. No voy a boicotear a Rusia, eso sería ridículo. Hago 38 conciertos en Estados Unidos. Si tuviera que boicotear a algún país por razones políticas, sería a Estados Unidos. Es el principal agresor.

-Si uno mira el conflicto con neutralidad, puede ver a Putin como el agresor. ¿Cree que a todos nos han lavado el cerebro?

Sí, sin duda. Lavado de cerebro, usted lo ha dicho.

-¿Por qué consumimos medios occidentales?

Exactamente. Lo que se cuenta a todo el mundo en Occidente es la narrativa de la «invasión no provocada». ¿Eh? Cualquiera con medio cerebro puede ver que el conflicto en Ucrania fue provocado más allá de toda medida. Es probablemente la invasión más provocada de la historia.

-Cuando se cancelaron conciertos en Polonia por tus declaraciones sobre la guerra en Ucrania, ¿te sentiste incomprendido?

Sí. Es un gran paso atrás. Es una expresión de rusofobia. Obviamente, la gente en Polonia es igual de susceptible a la propaganda occidental. Me gustaría decirles: Sois hermanos y hermanas, haced que vuestros líderes paren la guerra para que podamos detenernos un momento y pensar: «¿De qué va esta guerra?». Se trata de hacer aún más ricos a los ricos de los países occidentales y aún más pobres a los pobres de todo el mundo. Lo contrario de Robin Hood. Jeff Bezos tiene una fortuna de unos 200.000 millones de dólares, mientras que miles de personas sólo en Washington D.C. viven en cajas de cartón en la calle.
 
MCavalieri,01.03.2023
Es precioso ese cuento de Forn.
 
remos,02.03.2023
Pía Barros

EXÁMENES FINALES

La calle está desierta. Desde la esquina se aproxima el hombre dispuesto a cruzar en diagonal la plaza.
Desde la esquina opuesta, un grupo de colegialas viene apuradas, cabeza gacha, los doce años contenidos en el jumper azul y la blusita blanca. Se cruzarán en breve. Una de las chicas parece saludar con el brazo en alto. Las otras cinco se detienen apretadas a ella.
El hombre sonríe confiado.
Una descuelga la mochila de su espalda, las otras imitan el gesto.
Lo rodean. El hombre pierde aplomo, intenta unas palabras.
- Mañana a las diez, recuerden el examen de química.
La que había levantado el brazo, incrusta lo que ha extraído de la mochila en su costado.
- Ni ese examen ni ningún otro bajo la falda, profe.
La plaza entera vibra con el estampido.
Las seis se alejan a paso breve hacia la noche.
 
remos,02.03.2023
Pía Barros

PRESENTES AMATORIOS

Me regaló una flor violeta y derramó su sonrisa de dientes perfectos sobre mi soledad.
Pero vino la ráfaga del invierno y la ternura quedó sepultada cara abajo tras la almohada. Ahora vago con el rostro oculto hacia las veredas. Nadie cree que es una flor aquello tatuado a golpes sobre mi rostro.
 
remos,03.03.2023
Cortázar

Quintaesencias

El tenor Américo Scravellini, del elenco del teatro Marconi, cantaba con tanta dulzura que sus admiradores lo llamaban «el ángel».
Así nadie se sintió demasiado sorprendido cuando a mitad de un concierto, vióse bajar por el aire a cuatro hermosos serafines que, con un susurro inefable de alas de oro y de carmín, acompañaban la voz del gran cantante. Si una parte del público dio comprensibles señales de asombro, el resto, fascinado por la perfección vocal del tenor Scravellini, acató la presencia de los ángeles como un milagro casi necesario, o más bien como si no fuese un milagro. El mismo cantante, entregado a su efusión, limitábase a alzar los ojos hacia los ángeles y seguía cantando con esa media voz impalpable que le había dado celebridad en todos los teatros subvencionados.
Dulcemente los ángeles lo rodearon, y sosteniéndole con infinita ternura y gentileza, ascendieron por el escenario mientras los asistentes temblaban de emoción y maravilla, y el cantante continuaba su melodía que, en el aire, se volvía más y más etérea.
Así los ángeles lo fueron alejando del público, que por fin comprendía que el tenor Scravellini no era de este mundo. El celeste grupo llegó hasta lo más alto del teatro; la voz del cantante era cada vez más extraterrena. Cuando de su garganta nacía la nota final y perfectísima del aria, los ángeles lo soltaron.
 
cafeina,03.03.2023

me aburre Cortázar
en serio hay alguien a quien le guste el barroquismo de su escritura? es denso y rebuscado
la idea de ese relato es buena, divertida y de humor negro, pero la escritura es recontra pesada

 
guy,03.03.2023
A mí también me parece insufrible Cortázar, pero alguna vez me gustó.

Dejo un poemita que puso Zambra en POETA CHILENO, ya que me acordé. Igual este también me cae medio mal. No lo lean.

GARFIELD

Cada vez que un avión se cae
en cualquier parte del mundo
los diarios chilenos informan
si hay chilenos
entre las víctimas.
Pero mi hijo de cuatro años
no pregunta si murieron chilenos
pregunta si murieron niños
porque los niños pertenecen
al país de los niños
igual que los muertos pertenecen
al país de los muertos.

Eso pienso mientras camino
con mi hijo por el cementerio
y lo veo alejarse corriendo
en dirección a una lápida
donde un remolino de papel
y un Garfield de peluche
manifiestan la visita reciente
de unos padres desconsolados.

Mi hijo de cuatro años juega
con el peluche de un niño muerto
y yo temo que quiera llevárselo a casa
pero no dice nada, no quiere
llevárselo: unos segundos más tarde
lo deja respetuosamente
en el mismo lugar
y se despide no sé si del peluche
de la lápida
o del niño muerto.
 
remos,03.03.2023
No le encontré gracia al poema. Por mi parte, al que no soporto es a Vargas Llosa, y no he podido releerlo. En cambio en las relecturas de Cortázar todo bien, siempre nueva su prosa en mi relectura. A cada lector su relectura.
 
MCavalieri,03.03.2023
A mí me molesta esto: "Desde la esquina opuesta, un grupo de colegialas viene apuradas..."
 
remos,03.03.2023
Es extraño, pero la imagen la viví perfectamente bien. Más extraño me parece que una escritora del peso de Pía Barros, de ser un error, no se diera cuenta ni tampoco nadie las veces que ha sido publicado el microcuento. No será que es el grupo "viene"..., y las colegialas "apuradas"? Digo nomás, pero es interesante tu observación.
 
remos,03.03.2023
Quise decir que es el grupo que "viene"...
 
guy,03.03.2023
Esa coma es una burrada: «La que había levantado el brazo, incrusta lo que ha extraído de la mochila en su costado.» Por enésima vez: no va coma entre el sujeto y su verbo. Eso porque el cuento es inédito y se ve que todo el mundo lo copia y lo pega así nomás. De todos modos es vulgar ese mini, casi tanto como la última oración, no jodan.

Me vinieron ganas de hacer un comentario de ese poema de Zambra porque para mí tiene un buen sentido, pero ahora no puedo.

 
remos,03.03.2023
Me recordaste a mi profesora de escuela primaria, solterona e histeica, cuando nos decía: niññññññññññooo oooosss por la ultra enésima vez no vacommma entre el sujeto y el verrrrrbooo. Sonn unos asnnnos. Después supe que no es un dogma y hay excepciones.
Personalmente sigo siento asno y en la lectura no me fijo para nada en detalles. En caso contrario no habría podido leer el Finnegans Wake.
 
guy,03.03.2023
Ya sabíamos que sos un burro; no hacía falta que lo aclararas.Te podría mostrar las “excepciones”, pero si no entendiste a la maestra de chico de grande menos. Decile a tu amiga 1) que ese cuento es una mierda, 2) que esa oración está mal, 3) que Mcavalieri tiene razón en molestarse. Que dije yo decile.

Decía. Ya que estamos con chilenos pongo uno de Juan Pablo Roncone. Que yo sepa tiene un solo libro, “Hermano Ciervo”, y este es el cuento más corto.

CAZADOR DE PATOS


1 La carretera es una línea recta. Cristóbal conduce en silencio. Es enero y viajamos al sur. La abuela de Cristóbal tiene una casita en San Ramón. El sol aún no se esconde. Me duele la espalda.
Cristóbal es delgado y de facciones angulosas. Lleva una polera celeste y jeans.

2 El padre de Cristóbal murió hace dos semanas. Se pegó un tiro en la cabeza.

3 Cristóbal conoció a su padre a los dieciocho años. Ahora tiene diecinueve. Nunca vivieron juntos.

4 Cristóbal estudia literatura y yo derecho. Compartimos el gusto por las novelas de Céline y los cuentos de Joyce, la ópera italiana del siglo diecinueve, las mujeres difíciles y el fútbol. Pero diferimos al menos en tres puntos: Cristóbal no cree en Dios, es extremadamente disciplinado y piensa que Godard es mejor que Truffaut.

5 El cielo es naranja. ¿Tienes hambre?, pregunta Cristóbal. Un camión viejísimo nos adelanta. Paremos en la bencinera, digo. Abro una cerveza. Está caliente. El líquido desciende lentamente por mi garganta. Cristóbal estaciona el auto detrás de un camión. Nos bajamos. Hace calor. Caminamos hasta un restaurante, a unos cincuenta metros de la bomba de bencina. Entramos y nos instalamos cerca del bar.6 No me gusta dejar Santiago durante las vacaciones. Prefiero dedicarme a escribir y escuchar música. Pero esta vez la situación era distinta: el padre de Cristóbal murió, y aunque apenas se conocían, pensé que sería bueno acompañar a mi amigo a San Ramón.

7 No hay muchas personas en el restaurante. Nuestra mesa da a un enorme ventanal. Puedo ver el Toyota blanco de Cristóbal. En el televisor, cerca del bar, dan una película de karatekas. Una mujer
gorda mira embobada la pantalla. Tiene cara de rana y ojos café.

8 Mi padre cazaba patos, dice Cristóbal. Los karatekas de la película se muelen a golpes. Hay un ambiente de penumbra en el restaurante.

9 Un mozo nos trae la carta. Una botella de pisco, hielo, una coca cola grande y papas fritas, dice Cristóbal. Enciendo un cigarrillo.

10 Recuerdo algo que no tiene mucho sentido. La niña que me gusta dejó de acercárseme, según ella, porque solo hablo de ópera. Me has contado un millón de veces el final de Peter Grimes, solía
decir. Es probable que mis padres y mi hermana piensen lo mismo.

11 Cristóbal le echa ketchup a sus papas fritas. Bebemos en silencio.

12 El humo del cigarrillo se mueve entre nosotros. Mi padre se voló los sesos con la escopeta de caza, dice Cristóbal, y muerde una papa frita. La mujer gorda con cara de rana voltea la cabeza y nos mira detenidamente. Luego regresa a la película de karatekas.

13 Desde que salimos de Santiago, hoy en la mañana, hemos tomado cuatro litros de cerveza. Pero a Cristóbal siempre le ha gustado más el pisco.

14 Hace muchos años, en el colegio, tuve un compañero de curso que aseguraba tener largas conversaciones con el espíritu de JimiHendrix. Una noche, muy tarde, me llamó por teléfono y me dijo que Hendrix estaba en su casa tomando pisco. Y yo le creí.

15 No sabemos por qué se mató, tartamudea Cristóbal, no había ningún motivo. Afuera, la noche ya inundó la carretera y los cerros. No sé si lo alcancé a querer, concluye.
16 Imagino a Cristóbal en un bosque espeso. Tiene un gorro de caza y al hombro lleva la escopeta de su padre.
17 Tengo la escopeta en el auto, dice Cristóbal. Me sirvo otra piscola. ¿Hablas en serio? Sí, responde, la traigo porque en San Ramón hay patos. Aplasto mi cigarrillo en el cenicero. ¿Quieres
verla?, me pregunta.

18 Acabamos rápidamente tres cuartas partes de la botella. Cuando me levanto, me doy cuenta de que el alcohol hizo efecto. Casi al mismo tiempo, Cristóbal sonríe y me dice que está borracho. «Ayúdame a ponerme en pie». Lo tomo de un brazo y lo atraigo hacia mí. Primero un pie y después el otro, digo. La mujer con cara de rana bosteza.

19 Salimos del restaurante abrazados con un solo brazo, para no tropezar. Un perro ladra. Llegamos con dificultad al Toyota. Las luces de la bencinera nos iluminan. El restaurante se ve mucho más
chico desde afuera. Cristóbal introduce la llave con dificultad, la gira y abre la maletera.

20 Ahí está, dice, y señala la escopeta. El arma descansa sobre un paño amarillo. Es bonita, digo por decir algo, yo no sé nada sobre escopetas. El perro continúa ladrando. La mujer con cara de rana nos observa por el ventanal. Distingo apenas su figura. El mozo está junto a ella. Tomo la escopeta. Es pesada y fría. Cristóbal tapa el cañón con un dedo.

21 Una nube avanza sobre nosotros. Es una nubecita gris y espumosa.

22 Cristóbal guarda la escopeta y cierra la maletera.

23 Miro hacia el restaurante. La mujer con cara de rana y el mozo ya no están. El perro deja de ladrar. Subimos al auto.
 
remos,03.03.2023
Sí, es extraño, pero mis amigas con las que me divertía en mis años de oro, no sé por qué me apodaban con ambos nombres de esos híbridos equidaes. Un misterio para mí. Quizás sea duro de capirote, todo es posible en este mundo.
Piensa, filólogo de la coma, incapaz de sentir el sentido de un texto, porque lo blocan las comas -no seas ridículo- no estamos en el asilo infantil. Te decía que disfrutar de textos del ochocientos o más antiguos, tengo algunos, donde las reglas gramaticales eran diversas en diversos países, y el cerebro de un buen lector fluye como el río de Heráclito por sus páginas. En textos más antiguos no existían reglas gramaticales, y los verdaderos filólogos los entienden perfectamente.
No seas absurdo, me da vergüenza ajena, con todo respeto por Melina, pero tú no tienes idea de quien es Pía Barros. Tú no podrías hablar de literatura, de creación, de escritura con ella. No sea ridículo,
coma comilla.
En cuanto a ese escritor, no sabía de su existencia. El final es descontado, fome. El resto no está mal, para mí obviamente, pero el leer a puros saltos no me dijo nada como estilo. Ya se han inventado todas las variables de la escritura. Falsas innovaciones no sirven si el contenido es más o menos nomás.
 
remos,03.03.2023
Y, como decía aquel tango de Discépolo, "cualquier burro es profesor…”
 
remos,04.03.2023
Leí de reciente un particular estudio de una Universidad de los States, donde se demostró que los individuos obsesionados con los acentos, comas y cualquier error ortográfico, además de ser obsesivos e histéricos -me acordé del tonto de la coma-, ante el error ortográfico queproduce en ellos una respuesta en el sistema nervioso, algo así como gas de ají en la nariz, que les impide entender el sentido, las alusiones, las ventanas que sugieren un buen texto. Interesante estudio.
Una buena forma de terapia para ladrillo sería una celda de aislamiento, pero es sólo una propuesta de terapia, para que no le rompa los huevos a todos con sus comas, donde estaría obligado a leer textos exclusivamente con puntuaciones erradas. Al final de la terapia debe presentar un informe, una pequeña tesina, donde elaborará los contenidos de los textos. Si las comas y demases le han impedido captar el sentido, los significantes, significados, ironías, trampas de los textos. En este caso patológico, la terapia sería necesariamente prolongada ad infitum por el bien del obseso.
En caso obtenerse buenos resultados, el informe se enviaría a la Universidad de Michigan como aporte a la casuística de este tipo de patología ortográficas. Creo sería una buena propuesta que apreciaría la neurociencia.
La terapia sería voluntaria, desde luego.
 
cafeina,04.03.2023

todos conocemos la histeria de Guy, no es algo estrictamente novedoso, aunque la palabra histérico está mal empleada vinculada a hombres, debería ser neurosis ya que la histeria proviene del útero

su accionar neurótico (el de Guy, no te disperses) no está relacionado al sano arte de usar bien la coma, ni en poner al sujeto donde va o tratar de homosexual al predicado
su neurosis se refleja en hechos mas relevantes
sabemos que ha contado todos los granos de arena de Mar del Plata y si bien se equivocó ( dejó sin contar 79.278 granos por tener diferente tamaño) su nombre figura en las hazañas histérico-neurótico-compulsivo que se usan de referencia en la enseñanza sobre indígenas del sur en la universidad psicocomplutense de Sevilla (alli no saben que el imperio español ya no existe y aún preparan excursiones al sur del imperio donde nunca se pone el sol)

pero hay más de Guy, ha sido galardonado con el Quilmes de oro por ser el único argentino capaz de contar la cantidad de burbujas de gas en la cerveza Quilmes, aunque la Patagonia es mucho más rica

las hazañas de Guy han sido comparadas a las de Reinman y no hay consenso sobre cuál de los dos es el más obsesivo compulsivo autista contador de cosas al pedo
yo digo que es Guy, pero por afinidad geográfica, la misma razón por la que grité los goles de Argentina en la final contra los paparulos de Francia que no sabían ni para qué lado estaba el arco contrario

dicho todo esto voy a continuar con mi labor interrumpida, estoy contando todos los puntos y aparte que hay en el Quijote, me confunden las ediciones, pero creo que voy por bien camino aunque hay unos cuántos pu tos mal puestos





 
remos,04.03.2023
Por cierto, la etimología de los griegos, pero es restrictivo; las manifestaciones, causas y sintomatología van mucho más allá del género y la etimología de la palabra. Hay hombres absolutamente histéricos, precisinos y morbo obsesivos por las comas o la ortografía del Quijote (síndrome documentado), y un sinfín de disturbios del sistema nervioso; mientras otras tantas mujeres son fuertes, serenas, solares, simpáticas, maravillosas. Como un dato tenebroso, se demostró en las dictaduras fascistas que las mujeres, en proporción, resistieron mayormente las más espantosas torturas. Lo declararon, incluso, los más sádicos, pervertidos, psicópatas y cobardes torturadores.
 
Clorinda,05.03.2023
Hablando de comas y punto y comas, estoy a favor de todas las que hagan falta, no solamente para la mejor comprensión de un texto sino para disfrutar sin tropiezos del verdadero sentido que han pretendido darle.
Nadie como Jorge Luis Borges para ejemplificar esa cuestión que, por supuesto, es un mínimo detalle de su arte y de su genio.

Les dejo el siguiente texto y espero que lo disfruten.


Emma Zunz
[Cuento - Texto completo.]
Jorge Luis Borges

El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y
Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que
su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó
la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que
el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres
del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia,
un tal Fein o Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas;
luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente.
Acto continuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo
único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se
fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los
hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier,
que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca
de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les
remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el
oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre “el desfalco del cajero”, recordó (pero eso
jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era
Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los
dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a
su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto
era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz
derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.

No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya
estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los
otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda
violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene
gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo
que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las
Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios
y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le
inspiraban, aún, un temor casi patológico… De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas
legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el
viernes quince, la víspera.

El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de
estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas
alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö,
zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba
comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el
escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro
hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con
Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y
recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos
horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De
pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de
Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla
visto; la empezó a leer y la rompió.

Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un
atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los
agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba,
cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?
Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso
en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada
por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida,
por la indiferente recova… Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras
mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara
alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del
horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y
después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con
losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta
que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado
inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes
que los forman.

¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y
atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo
para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó
(no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora
le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre,
sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como esta lo fue para
él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia.

Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero
que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta.
Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un
acto de soberbia y en aquel día… El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco.
El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse.
En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir
sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a
su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar,
en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por
barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las
bocacalles de Warnes. Paradójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a
concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.

Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía
en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones;
en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba,
un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer -
¡una Gauss, que le trajo una buena dote!-, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo
bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía
tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de
pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La
vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban
como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal
oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella
se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar
la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios
triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella
no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de
Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loewenthal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar
el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra.
Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a
Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos
nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal
saliera a buscar una copa de agua. Cuando este, incrédulo de tales aspavientos, pero
indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó
el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo
lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de
la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer
fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca
sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación
que había preparado (“He vengado a mi padre y no me podrán castigar…”), pero no la acabó,
porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván,
desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero.
Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras:
Ha ocurrido una cosa que es increíble… El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto
de la huelga… Abusó de mí, lo maté…
La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta.
Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero
también era el ultraje que había padecido; solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o
dos nombres propios.

 
remos,05.03.2023
Hermoso cuento, como todo lo de Borges, donde no sólo es ortografía, sino principalmente genialidad y belleza. Este cuento fue ampliamente analizado en un espacio de Ninive, me parece.
 
remos,05.03.2023
Álvaro Mutis: Soledad

En mitad de la selva, en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el Gaviero el miedo de sus miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años llenos de historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en dolorosa vigilia, esperando, temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en las girantes aguas de la demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó al Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de un miedo secreto e innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en bandadas la rosada extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y tornó a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.
 
remos,21.03.2023
Convivencia
José María Merino (España)

La primera vez que lo oí, pensé que alguien había entrado en casa. Eran las siete de la tarde, mi mujer se había ido al cine con unas amigas, yo estaba en la sala leyendo el periódico y me llegó su murmullo desde el otro lado del piso. Me levanté: al fondo del pasillo, tras la puerta abierta de mi estudio, brillaba la lámpara de la mesa y una voz tarareaba una melodía familiar. Me quedé escuchándola hasta descubrir que el causante del tarareo era yo mismo: me había quedado allí, a pesar de haberme ido a la sala. Muy turbado por el incidente, regresé a la sala y permanecí escuchando el tarareo hasta que se le extinguió. Volví a mi estudio: la lámpara estaba apagada y no había nadie.
Unos días después, otra tarde en la que también mi mujer estaba ausente, se repitió el fenómeno: esta vez me encontraba en mi estudio, enfrentado al ordenador, cuando empecé a oír la televisión en la sala. Desde el pasillo, vislumbré mi propio bulto sentado en el sofá, con el periódico en las manos.
Ahora, cuando me encuentro solo en casa, soy consciente de estar en la sala o en el estudio, pero sé que, al mismo tiempo, me encuentro en otro lugar. Mi temor inicial se ha ido apaciguando, pero permanezco sin moverme hasta que mi ruido en otro sitio se extingue y la luz se apaga, horrorizado de que algún día podamos encontrarnos yo y yo.
 
remos,27.03.2023
El recuerdo no fue suficiente
Carmen Amelia Pinto (Colombia)

Llegué al pueblo la primera tarde de mayo. Pregunté por él en las primeras casas que hallé a mi paso y me dijeron que vivía lejos, solo y resignado, y que hacía más de cinco años que no venía al pueblo. Volví a montar mi caballo y me encaminé hacia allá. Debía ir, porque a eso había venido.
La noche comenzó a llegar y las tinieblas ponían barreras en mi camino, que mi caballo, valiente y acostumbrado, derribaba con facilidad.
Llegué en la madrugada. Divisé su casa con las primeras luces del día: pequeña, metida entre grandes árboles, silenciosa y semidestruida. Bajé de mi caballo y toqué a la puerta. Nada. No respondieron. Entonces lo llamé por su nombre muchas veces, pero sólo recibía respuesta del eco de mis palabras.
Decidí romper la puerta para ver lo que pasaba adentro. Así lo hice, y el desconcierto y el terror se apoderaron de mi alma, porque de él sólo quedaba un esqueleto.
Cubrí sus huesos con una sábana y me marché de allí satisfecho, porque el disparo que había hecho en la oscuridad hacía cinco años, había dado en el blanco.
 
remos,28.03.2023
La inutilidad de dar consejos
Fernando Pessoa

Yo no aconsejo. Colecciono sellos. Para dar consejos, es necesario estar completamente seguro de que los consejos son buenos y, para eso, es necesario estar seguro (de lo que nadie en absoluto lo está de estar en posesión de la verdad. Y luego es necesario saber si esos consejos se adaptan al individuo al que se le dan, para lo cual es necesario conocer toda su alma, lo que casi nunca es posible. Y también hay que tener en cuenta que el modo de dar consejos debe adaptarse exactamente a aquella alma; se aconsejan a veces cosas que no quieren que se hagan para que, combinadas con elementos del alma aconsejada, se obtenga el resultado que se desea. Sólo la gente muy ingenua da consejos.
 
remos,28.03.2023
Nota. En vez de esa cara amarilla debe estar el cierre de paréntesis. quizás algún heterónimo bromista...
 
remos,05.03.2024
Apareció Katherine, perfecta, con su pelo marrón rojizo, su ligero cuerpo, con un traje azul que volaba mientras ella andaba, zapatos blancos, finos y tiernos tobillos, juventud. Llevaba un sombrero blanco de ala ancha caída hacia abajo hasta el punto justo. Sus ojos miraban al mundo desde debajo del ala, amplios, marrones y risueños. Tenía clase. Nunca andaría enseñando el culo en los asientos del área de espera de un aeropuerto.
(Henry Chinaski)
 



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