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KRIVUS,12.11.2011
BUENO VAMOS A USAR ESTE FORO PARA PUBLICAR LOS CUENTOS QUE VAYAMOS A TRABAJAR.
 
filiberto,13.11.2011

A propósito


A partir de cierta edad, mi dedo índice se volvió autónomo, es decir, para funcionar se independizó de mi cerebro. La primera vez, regresaba de mi trabajo en el subte atiborrado de gente y se le ocurrió señalar a una mujer durante todo el viaje. No hubo manera de que no lo hiciera. La señalada comenzó a sentirse molesta y a mirar para todos lados, luego cambió de posición pero como mi dedo la seguía señalando, empezó a ponerse colorada y a mirarme enojada. Imaginé que al llegar a la estación Congreso de Tucumán, me rompería los dientes y estoy seguro de que si no lo hizo al bajar del tren, fue por la imposibilidad de acercarse a mi persona debido al amontonamiento de pasajeros.
La misma gente que viajaba me salvó de la golpiza. Salimos tan apresurados y a los empujones que, en un instante, me perdió de vista.
Otro día se le ocurrió señalar a una pechugona que viajaba con una cartera de cuero y un paraguas cerrado.
La de la delantera importante, se puso violenta y me gritó entre todas las cabezas:-¡Deje de señalarme, mal educado, si no desea que le rompa el paraguas en la cabeza!
Puse todo el esfuerzo en corregir la dirección del índice, pero no logré moverlo un pelo de su posición condenatoria.
Para ver si la tranquilizaba, estiré el cuello y le grité:-¡No haga caso señorita, es sólo un dedo!-
Si le hubiese tirado combustible al fuego se hubiese notado menos, la mujer se puso furiosa. Pensó que le hacía burla. Levantó el paraguas y me lanzó un golpe por entre los hombros que me rodeaban.
Erró el intento. Los pasajeros volvieron a salvarme. No le permitieron continuar sus lanzamientos, por temor a recibir un machucón en sus propias nucas.
Otro día, viajaba en mi mismo vagón una joven regordeta, de cabello rojo y aspecto de pocos amigos. Empecé a transpirar de sólo imaginar que a mi índice, se le ocurriera señalarla:-¡Dicho y hecho!- Nada más pensarlo y ya estaba, el muy desubicado, apuntando hacia la frente de la colorada.
Diez minutos fue todo lo que soportó, antes de venírseme encima como para demolerme a trompadas. Estaba tan furiosa que la gente en lugar de frenarla le abrió espacio y la obesa, codazo a codazo, comenzó a acercárseme peligrosamente.
Llegamos a Congreso y el tren frenó de golpe. La gorda cayó para atrás y yo aproveché, apenas la abrieron a salir disparado por la puerta. Cabe decir que, debido a las emergencias en que me metía mi dedo, había tomado por hábito, viajar lo más cercano posible a la salida de los vagones.
Después conocí a Liliana, mi mujer. Fue en uno de esos viajes, en que no podía más de soportar la incomodidad de mi dedo apuntando, sin motivo alguno, hacia cualquier persona del sexo femenino y de tener que hacerme cargo de las consecuencias.
Liliana viajaba adelante mío, dándome la espalda y mi dedo se le clavó entre lo omóplatos. Traté desesperadamente de quitarlo más se mantuvo inalterable y rígido hundido en su espalda.
Furibunda se dio vuelta para darme un sopapo pero, al ver mi rostro con semejante susto, comenzó a reír. Como tenía por costumbre hacer, cuando notaba que algo no funcionaba según lo esperaba, mi dedo arrastró a mi mano hacia el bolsillo y se escondió dentro. Me deshice en excusas y disculpas. Educada y bonita, dentro de su saco a cuadros, me perdonó. El tren se detuvo en José Hernández, la estación donde vive Liliana. Bajé con ella aduciendo la casualidad mentirosa, de vivir en el mismo barrio. Volvimos a encontrarnos en otros viajes de regreso y yo tomé la costumbre de bajar en la misma estación. Dejé mi soltería empedernida y me casé con la que hoy es mi esposa. El dedo comenzó a domesticarse, se relajó y nunca más volvió a molestar a nadie con su manía. Para mí que el índice lo hizo a propósito.

 
kone,14.11.2011
El Regalo Inesperado

Los autos de policía se alejaban lentamente entre los árboles del bosque ubicado en el Pico del Moro, Stanton, Distrito de Parques Nacionales. La denuncia de una veintena de jóvenes realizando desmanes los alertó atrapando a todos con relativa sencillez. Únicamente el líder del grupo que se hacía llamar “El Portador”, dio problemas. Fue necesaria la fuerza de tres oficiales para someterlo y subirlo en la parte trasera del coche patrulla, mientras vociferaba una sarta de tonterías sobre el demonio Azazel y la grandeza que lo aguardaba.
Por fin, el lugar conocido como Nueve Señoras, debido a los nueve megalitos que descansaban en ese lugar, quedó nuevamente en paz.
El oficial de policía Nigel Lockart se quedó en el lugar bastante tiempo después de que sus compañeros se fueran. Cansado se recostó encima del auto con lo brazos apoyados bajo su cabeza. El lugar era en verdad bonito y las nueve rocas dispuestas en un círculo le daban un toque misterioso. El cielo despejado permitía deleitarse con el sinfín de estrellas que titilaban en lo alto.
El viento fresco le acarició la cara y el sonido de los grillos lo arrulló dulcemente. De improvisto, despertó sobresaltado. No sabía cuando tiempo durmió pero la temperatura había bajado bastante y tenía el cuerpo engarrotado. Lentamente se deslizó del auto, entró en la cabina y dio marcha.
Nada.
Otra vez.
Nada.
El maldito auto se había quedado sin batería y él estaba en medio del bosque muerto de frío y lo que antes le pareció un paisaje encantador, ahora era un revoltijo de sombras oscuras moviéndose de forma lenta y aletargada. Salió y decidió caminar hasta el poblado más cercano, pero después de una hora de camino entre hierbas que rasgaban sus piernas y voces provenientes de ningún lado, advirtió que solo caminó en círculo y nuevamente estaba en el claro de las Nueve Señoras.
Nervioso, camino hasta el centro del círculo. El crujir de algo que pisó lo alertó. Era una hoja de papel apresuradamente apretada en el puño y que quedó semioculta entre la tierra.
La extendió.
Tenía una mancha de sangre y con su linterna leyó las extrañas palabras.
“O imploram sa Azazel mare putere în corpul meu să fie fermi şi cadou gustos vă sufletul meu nemuritor să vă însoţească până la sfârşitul timpului.”
Repentinamente, un rayo de luz verdosa salió de cada uno de los monolitos uniéndose en el centro y formando un círculo concéntrico. Nigel se alejó trastabillando y cayó torpemente sobre su trasero.
Un horrible y repugnante sonido retumbó gravemente y un pavoroso ser de indescriptible apariencia salió del portal. Su mente obnubilada no podía asimilar lo que veía. Sentía como la razón lo abandonaba y solo el instinto lo hizo retroceder arrastrándose en el suelo.
El espeluznante ser avanzó hasta la orilla de los monolitos y señalándolo, murmuró algo ininteligible. La conciencia volvió a su confundido cerebro y aunque el terror seguía ahí, agazapado en algún lugar de su mente, mantuvo la cordura. La terrible entidad lo observó unos segundos; extrañamente parecía desconcertado y después de lo que pareció una sarcástica risa le arrojó un objeto que lo golpeó fuertemente en la cabeza.
Después de esto, volvió al portal y desapareció.
Nigel Lockarth nunca mencionó a nadie lo sucedido. Sin embargo algo increíble sucedió esa noche haciendo su cuerpo inmune a cualquier herida y como oficial de policía, era grandioso. De esto se dio cuenta dos semanas después, cuando un vendedor de droga le disparó a quemarropa. Nadie de sus compañeros podía dar crédito a la estupidez del maleante al haber fallado y la buena fortuna del oficial Lockarth.
Nigel nunca fue muy religioso, pero después de soportar varios años de pesadillas y el sentimiento de haberse maldecido, decidió preguntar.
Fue justo después de trabajar el caso de varios crímenes de carácter religioso, Nigel confió su secreto a uno de los asesores del caso cuyos conocimientos de Teología le dieron la tan ansiada respuesta. No solo tradujo el extraño lenguaje, que por supuesto era un pacto demoniaco firmado con sangre.
Lo más absurdo fue que el alma maldecida era la de quien firmaba con su sangre y no de quien pronunció las palabras. Esto significaba que al término del pacto, es decir, cuando “El Portador” muriera, su alma y no la del oficial se condenaría.
El alivio fue inmenso. Antes de saber esto, Nigel se conformaba al saber lo que “El Portador” planeó, ya que días después de su arresto, localizaron en una finca en las afueras de Derbyshire varios aparatos explosivos para colocar en “coches bomba” así como otros explosivos montados en chalecos con iguales intenciones. Para asombro de todos, “El Portador” utilizaría él mismo todos los explosivos. ¿Cómo? Obviamente el tipo estaba desquiciado y terminaría sus días en un hospital psiquiátrico.
Ahora, el distrito de Stanton en Derbyshire se enorgullece de contar con un héroe en sus filas. Condecorado en varias ocasiones por actos de valentía mas allá del deber, el recientemente ascendido inspector jefe Nigel Lockarth es modesto a la hora de hablar y solo dice:“Si tienes el don, no lo desperdicies… úsalo en bien de los demás”.
 
NakaGahedros,15.11.2011
Una espada


Una espada es un arma de guerra. Armado con una espada huía de la guerra entre campos de zarzas. Más útiles eran mis piernas que mi espada en esa huída, pero me cuidaba más de no soltar el mango que de ver dónde pisaba o qué ramaje azotaba mis canillas. Huía de la derrota y de la muerte, de los perseguidores que buscaban hacer de los nobles prisioneros y de los demás solo marcas en sus vainas. Íbamos por un bosque arcaico y húmedo, techado por densas copas y nos internábamos más y más en la negrura. Muchos huíamos de la muerte, pero desparramados. Cada uno era uno en su huída. Al menos tenía mi espada conmigo, y era mi única luz de esperanza.
Una espada, al chocarla con ciertas piedras, hace chispas. Chispas sobre yesca entre golpes y golpes, y me conseguí un fuego y me conseguí luz. Procuré que fuera bastante modesto para que no me viera nadie. Me hacía falta o iba a enfermarme. Fue una suerte que me topara con un arroyo ceñido de totoras, que hacen buena yesca. Pero hablar de suerte a estas alturas es arriesgar demasiado, y en el balance no puedo decir bajo ningún concepto que hayamos tenido, en general, una buena suerte. Una flecha ensañada y eso fue todo para nuestro capitán. Él cayó, nuestro regimiento cayó, el ala izquierda quedó deshecha y el frene se deshizo en unos instantes… Ahora estoy pensando cómo sobrevivir a esa derrota. No tuvimos suerte. Yo tuve algo de suerte por encontrar estas totoras y por haber conservado mi espada bien agarrada durante los momentos de pánico. No todos lo hicieron, y a mi me protegió, no solo de otras armas.
Una espada es como un talismán. El guerrero que antes de la lucha eleva una plegaria a sus dioses, lo hace con su espada en mano. Se encomienda a ella y le pide su protección. En cambio le da de beber tanta sangre como puede, la hace morder tanta carne como puede, hace lo que puede para aunarla con su propósito y destino. Lo que puede es el alcance de su fe. La fe es la principal arma del verdadero guerrero, y no su espada, porque él y su espada son uno.
Una espada es una pieza maestra del arte. El forjador plasma el espíritu del guerrero en su obra y la consagra a quien será su portador. Existe un vínculo íntimo entre el hacedor, el arma y el portador, y cuando arrecia el combate y la hoja canta las odas del acero, las partes son una en comunión. No hay melodía más hermosa que la del acero bien templado, no hay sonido más contundente que el golpe dado con el acero bien templado, no hay herida más limpia que la del acero bien templado, ni hay muerte más honrosa que la del acero bien templado.
Una espada reúne las virtudes del guerrero. Un guerrero virtuoso debe ser firme, pero flexible, debe ser ágil aunque contundente, debe presentar una buena estampa, sin dejar de ser versátil y funcional, debe ser balanceado, y nunca salirse de su centro, pero por sobre todas las cosas debe ser instrumento de la sabiduría, y ser oportuno al actuar. La claridad debe regir sus propósitos, la virtud no puede mancillarse, la hoja oxidada debe pulirse, y la sangre seca debe lavarse antes de regresar el arma a la vaina. Un guerrero corrompido no debe regresar al servicio a la par de uno virtuoso. Cuando algún integrante de la línea sea de esta naturaleza, la línea se romperá.
Una espada no miente. Mi espada no miente… La línea se había roto antes de que esa flecha alcanzara su destino. La línea estaba rota y nosotros estábamos perdidos mucho antes de que el flanco cediera. No puedo mentirme a estas alturas de la noche, a estas alturas de la campaña, ni a estas alturas de mi vida. Nosotros perdimos la batalla mucho antes de presentarnos en el campo. Creo que desde hace mucho tiempo que ya no presentamos batalla. Somos espadas rotas.
Una espada es un instrumento de redención.
 
leobrizuela,18.11.2011
Alias Lucho

- Dicen que veinte años no es nada, pero se notan, carajo -dijo Esteban, relojeando su imagen en el espejo de la pared del bar.
Y tenía razón.
Su voz sonaba muy distinta a la del pibe que fuera uno de los tres compinches de la adolescencia. Los otros fuimos Lucho y yo, y los veinte años se referían al tiempo en que estuve ausente.
El bar, el mismo de siempre. Ese del barrio, donde nos juntábamos antes y después de los bailes del sábado. Olor a café quemado, ruido de dados sobre las mesas, discusiones de fútbol y carreras… Eternamente familiar, conocido, añorado.
Nos mirábamos con recelo, con el íntimo deseo que fuera el otro quien dijera la primera palabra sobre el nefasto tema.
- La muerte de Lucho fue espantosa.
Esteban habló, por fin. Mirando el piso, habló.
- Tendrías que haber estado acá, Leo. Contártelo es sencillo, pero hubo que vivirlo. Me las vi negras en el velorio. Llegaron varias coronas y ofrendas a nombre de distintos individuos, pero con la misma dirección. Por suerte pude disimular ese detalle.
Hace dos años que Lucho -nuestro Lucho, ese loco lindo intrépido y audaz, especialmente con las niñas del Liceo- sufrió el accidente fatal. Me sobrevienen mil recuerdos de aquel tiempo de la primera juventud, época de candor y despertar a la vida. Pero también de desarreglos y hazañas no del todo santas.
Lucho fue un modelo de trasgresor. Pero no hablo del trasgresor corriente, escandalizador de señoras pacatas ó ingenuos estructurados.
Nada de eso.
Lucho era dueño de una actitud sutilmente disimulada bajo una máscara de indiferencia, que no le impedía, no obstante, someter con la peor de las bromas a los incautos a su alcance. Actor desaprovechado, siempre ostentó coraje y frialdad para confundir a propios y extraños con sus extravagancias.
Cuando muchacho, para enamorar a una jovencita, inventó un alias -Alejo del Solar- y con atrevidas cartas conquistó a la ingenua. En lo sucesivo, Lucho usaría ese y otros nombre de galán en sus aventuras amorosas.
Ora vez, fingiendo llamarse Ramiro Melgarejo, trabó relación con martilleros profesionales y, con el fin de inflar los precios, pujó duramente en subastas donde se remataban bienes que, secretamente, eran de su familia.
Después creó una identidad conveniente y giró con una empresa aparentando ser un inversionista extranjero. Entretanto, operaba ocultamente con la competencia mediante otro falso nombre, redituando en beneficio propio el uso de los secretos comerciales de la primera.
También se hizo conocer en clubes de colectividades selectas, donde obtuvo fructíferas relaciones.
Así fue Marcel Muriat, Juan de la Cruz Aguero, Marcos Liberman, Joao Soto y varios más que no he conocido.
Es claro que cada nombre suponía un sujeto diferente. Y no sólo de aspecto; se hizo un maestro en las caracterizaciones. Gracias a su prodigiosa habilidad podía representarlos sin traicionar las respectivas personalidades. Así, podía ser humilde o soberbio, creyente ó ateo, piadoso o cruel, honrado o truhán. Podía ser español, yanqui, turco, francés o centroamericano…
Y esto, además de beneficiarlo, lo divertía.
Esteban y yo toleramos, en honor de nuestra amistad, estos procederes, pero nunca dimos nuestro apoyo a estas farsas funambulescas que sólo los tres conocíamos.
-¿Te acordás cuando se hizo imprimir unas tarjetas muy elegantes con la inscripción “Néstor García Saubidet– Representante artístico”? ¡Si habrá levantado minas con ese verso!
La mirada del Esteban se iluminó al evocar aquel caso. Recordé entonces que un día se presentó un japonés, en trance de lavar la afrenta que este bribón hiciera a su hija. Debimos salirle al cruce diciendo que el tipo andaba de gira y no volvía hasta fin de año. ¡Se salvó de tener que practicarse el hara kiri!
- Cuando sufrió el accidente- siguió Esteban-, como no aparentaba mayor gravedad, pensamos que tendría para unos días de hospital y listo. Después de todo, sólo eran unas costillas rotas. Pero se le complicó con algo en los pulmones, y la primera noche entró en coma. Ahí fue el gran susto. Los muchachos pasamos la noche en el hospital. Pero a la mañana, súbitamente, Lucho recobró la conciencia y para el mediodía se hallaba totalmente lúcido.
La voz fue tomando un acento sombrío.
- A la noche siguiente, de vuelta en coma. Chau, dijimos, esta es la definitiva. Pero no fue así. A las seis de la mañana, otra vez en la normalidad.
Ahora las manos de Esteban se retorcían, se expandían y cerraban en el intento de transmitir aquello que las palabras no mostraban en su totalidad.
- Y así durante dos semanas. Moría con el crepúsculo para renacer con el primer rayo de sol. Los médicos hablaban de un mal desconocido e inventaban causas probables.
- Y aquí viene lo increíble, lo espantoso-. Miró hacia ambos lados como asegurándose que no era escuchado por extraños y dijo con tono resignado:
- Una noche, tras verlo caer en la profundidad de la nada, me fui a casa rumiando una sospecha que no me terminaba de germinar. Durante tu ausencia, Leo, fui su único confidente y ello me permitió estar al tanto de sus andanzas. Esa noche, con lápiz y papel, me dediqué a rememorar cada nombre, cada personalidad de Lucho. Una completa revisión me permitió contar veintidós personajes. Tomé un almanaque y calculé los días transcurridos en estado de coma. Llevaba quince y era viernes. Si mi descubrimiento era acertado, el sábado subsiguiente sería el último día de la vida de Lucho.
Y así fue. Murió definitivamente una semana más tarde, el sábado previsto.
- Pasé el día con él, junto a su cama. Flaquísimo, piel y huesos. Los ojos y los dientes enormes, la tez amarilla. Había dejado trozos de sí en cada noche pasada. Cada amanecer lo devolvió más y más destruído.
- No hablamos mucho, charlamos poco y de pavadas. Pero creo que ambos sabíamos que esta era la última, que no había más para fingir.
- Veintitrés muertes son mucho para un solo tipo.




 
leobrizuela,24.11.2011
Vuelo nocturno.



Aquella mañana, como muchas otras, había yo concurrido al parque a tomar algo de sol y, de paso, acertar con la ocasión propicia para alguna buena toma fotográfica. En aquella época colaboraba como fotógrafo independiente para una publicación mensual y, cada tanto, aportaba una instantánea original, ya insólita, ya artística.
Como era costumbre, llevaba conmigo un libro. En la ocasión se trataba de El Principito, y pasé un rato agradable releyéndolo, sentado en un banco al cobijo de un árbol umbrío y frondoso. Un alzar la vista cada tanto me permitía acechar el entorno, en la espera de una secuencia adecuada a mi deseo.
Cuando mis huesos se quejaron –los bancos de las plazas no son para nada mullidos, ya lo creo-, decidí caminar cámara en mano.
Gasté medio rollo en efectuar tomas irrelevantes y, cuando daba ya por fracasado el cometido, descubrí un plano que me interesó con solo verlo.
Llamó mi atención ver, calle por medio y junto al estanque, a un anciano que, vestido de blanco, daba de comer a los cisnes; creo que eran migas de pan.
Esa presencia tenía un vago y particular encanto, que no pude precisar. Algo en su actitud, en sus movimientos pausados y elegantes provocaba en mi cierto deleite indefinido.
A su alrededor las aves acudían presurosas por el alimento, y contrastaban en su desorden con la parsimonia del hombre. Ayudado por el contraluz, el cuadro ameritaba una toma excepcional, que de por sí cubría largamente mis pretensiones.
Hice foco con mi cámara, disparé y el click característico me señaló el éxito en el intento. Cuando me disponía a repetir la toma, ocurrió lo inesperado: el transitar de un largo camión se interpuso, y debí esperar su pasaje durante algunos segundos.
Cuando contemple nuevamente la escena… ¡el hombre había desaparecido! Lo busqué infructuosamente con la vista. Parecía haberse esfumado. Resultaba incomprensible, pero lo perdí de vista.¿Dónde se había metido?
Extrañado, emprendí el retorno a mi casa.
Luego del almuerzo me dispuse a revelar las fotografías. Una a una las placas fueron plasmándose en la tina hasta que llegó el turno de la última, aquella del estanque.
Cuando se hubo secado totalmente, mi impresión no tuvo límites: sostenida por las pinzas, el negativo mostraba la escena en su totalidad, excepto… la figura del anciano. Todo estaba allí: arboleda, estanque, cisnes, y hasta las migas de pan en el aire…Sólo que no se veía persona ninguna lanzándolas.
Hice un positivado para revisar mejor la foto, pero no tuve resultado. La imagen del vejete aquel se había evaporado; ¿se desvaneció en el trayecto entre el parque y mi cuarto de revelado?
El fenómeno, por inaudito, me turbó durante días. Lo ocurrido era inexplicable y ocupé muchas horas en procura de desentrañarlo. Cansado de cavilar sobre los mismos puntos sin fortuna alguna, fui relegando al olvido lo pasado y pronto la vorágine del trabajo volvió a inundarme por completo.

Una noche me desperté alertado por un sonido particular; un silbido tenue y breve, como el de un pájaro, sonaba en mi dormitorio. Encendí el velador y lo que descubrí me hizo dar un salto en la cama: un hombre se hallaba parado en un rincón de la pieza. Llevaba un atuendo blanco algo en su aspecto me pareció familiar.
Antes que pudiera articular palabra, habló, sonriente y con voz serena.
¿Me recuerda? -dijo. Y se agazapó ligeramente, en tanto con el brazo simulaba lanzar repetidamente algo hacia delante. Reconocí enseguida al hombre del parque, ese que había yo tratado de fotografiar.
De inmediato me dije que se trataba de un sueño; no podía ocurrir un hecho de ese calibre en la vida real. Por lo tanto, en lugar de sobresaltarme, me dejé llevar por el efluvio de la fantasía y me dispuse a disfrutar de lo que pudiera acontecer de allí en más. Soñar, según mi experiencia, suele ser muy lindo…
No se asuste, joven -siguió el visitante. - Le debo una explicación. Como sabrá, yo no pertenezco al común de los vivos, sino que milito con… con los otros, con los que se fueron. Y no está bien visto que uno de los nuestros vuelva a compartir con los mortales, pero en mi caso…
¡las ganas que tenía de pasar nuevamente un rato en el parque! Fui muy feliz en ese lugar. ¿Sabe? Era “mi” parque. Todas las mañanas me sentaba en ese mismo banco que usted usó y leía una y otra vez el mismo libro, mi preferido. ¿Adivina cuál? Si: El Principito. Al verlo a usted hacerlo, desde allá arriba, sentí un deseo enorme, casi una provocación. Y me dije: ¿Por qué no escapar un rato de lo celestial y recobrar un poquito del placer perdido? Ya que lo esencial es invisible a los ojos, según mi pequeño héroe, podríamos afirmar que lo “no esencial”, aquello que no tiene esencia, sustancia, como es mi caso, fuera visible aunque más no sea por simple definición.
Yo estaba sentado en la cama y, pleno de asombro, seguía el discurso sin acotaciones.
-De modo que me atreví esa mañana -siguió el anciano- y me aparecí en el parque. Pasé desapercibido, como uno más que transita el lugar. Hasta que llegó usted con su cámara. Quedé aterrado cuando me apuntó con su lente, tratando de tomarme una foto. Por supuesto, no podía dejar que lo arruinara todo; imagine el revuelo posterior que se armaría allá arriba. Y, milagrito de por medio, durante el momentito del click hice que mi figura se hiciera transparente para el objetivo. Cierto es que arruiné su trabajo y le debo una disculpa, y por esa razón estoy aquí. Ahora me despido y…
-¡Espere, por favor!-exclamé. - No se vaya aún. Estoy dispuesto a aceptar sus palabras sin cuestionamientos. Le perdono la broma y sólo quiero que me diga algo, si puede hacerlo.
-Si puedo y mi respuesta le satisface, espero quedar a mano, creo.
-Usted nombró al Principito como su héroe. Sin duda, por su condición, debe usted saber que ocurrió en realidad con el autor, Antoine Saint Exupery. Su avión desapareció en la guerra y su muerte nunca se probó. ¿Qué fue de él?
El hombre sonrió una vez más, pensó un instante y dijo:
- Le debo una, por eso le contaré; pero es confidencial y no lo ande divulgando por ahí, muchacho. ¿La verdad? El avión de Antonio no cayó, como se cree, ni en la montaña ni en el mar. Cumpliendo su promesa, el Principito vino a buscarlo, en pleno vuelo, y lo llevó a vivir a su planeta. Desde entonces comparten una amistad de eternidad que sólo crepita de alegría cuando un mortal, como usted, abre el libro y se deleita con esa sencilla historia. Es todo lo que puedo revelar. Lo dejo por fin. Buenas noches.
Y dicho esto, se esfumó en el aire. Por un breve instante un aroma, sutil y desconocido, permaneció en el ambiente.
Luego, el silencio.
Apagué el velador, cerré los ojos y pensé que había tenido un hermoso sueño.
Unos segundos después, mi mujer, que dormía apaciblemente a mi lado, giró en la cama y se aferró a mi brazo. Ronroneó un poco, sin despertar del todo, y con la voz desarticulada por el amodorramiento me dijo con suavidad:
Amoroso el viejito, ¿no es cierto?
 
Yvette27,27.11.2011
La marquesa Eulalia, risas y desvíos
daba a un tiempo mismo para dos rivales…
( Rubén Darío -Prosas profanas)

Eulalia
Eulalia era un nombre que sonaba decadente y aliterado.
La llamaron así en recuerdo de l poeta Rubén Darío, antepasado de la madre. La joven vivía con sus padres en el campo, en una vieja casona que tenía una torre de piedra.
El padre era veterinario y ejercía en el sótano de la casa.
Cuando las granjas y las estancias vecinas fueron desapareciendo dando lugar a edificios de apartamentos y a casitas rodeadas de jardines, el veterinario vió afluir un nuevo tipo de clientela a su consultorio.
Las vacas, los caballos y los bueyes cedieron el paso a perros, gatos y canarios. Los dueños de los nuevos pacientes pagaban bien.
Cierto día, una anciana llegó al consultorio del veterinario deshecha en lágrimas estrechando un perrito entre los brazos, rogando que le embalsamara el animal.” No podría vivir sin verlo, no podría vivir sin verlo sollozaba.
Movido a piedad ante un dolor tan sincero, el veterinario realizó su primer experimento como embalsamador. Desde entonces le fueron llegando pedidos similares y algunos comercios de la ciudad le encargaron la embalsamación de pájaros y conejos. La nueva actividad prosperaba.
Eulalia nunca pensó que debería sentir piedad o aversión por esos animalitos eternizados por su padre, por el contrario, los encontraba atrayentes.
La madre, después de cumplir con los quehaceres domésticos de las mañanas, se transformaba cuando subía a la torre, vestida con un peplo de lino plateado, por las tardes. Allí el don poético que perduraba en sus genes desbordaba y con letra picuda y apretada llenaba de versos innumerables cuartillas.
Cuando hacía calor y el ventanal de la terraza estaba abierto, hasta el aire más suave dispersaba las páginas pero ella no se preocupaba en recuperarlas
-Recuerda, Eulalia-le decía a la hija -estos papeles con los que juega el viento, ya no me pertenecen; lo único que cuenta es el momento de la creación..
Eulalia los recogía y los iba reuniendo en una carpeta negra.

La niña se sentía atraída a un tiempo mismo tanto por la delirante fe en la belleza que le trasmitía la madre, como por el penetrante olor a formol que filtraba a través de las puertas del sótano. Pasaba imperturbable del piso alto, desbordante de vida, al laboratorio del padre donde reinaba la muerte.
Todas las tardes, después de preparar sus tareas escolares en la habitación que había ocupado su hermano Félix, la niña se precipitaba al santuario de la madre. Al cerrar la puerta de la torre, dejaba atrás el olor a desinfectantes y antisépticos del laboratorio y entraba en un ambiente perfumado, vasto y luminoso embellecido por una terraza rebosante de jazmines y rosales.
Madre e hija solían cantar acompañándose con la guitarra. Eulalia envolvía su figura con las gasas y encajes que llenaban un gran cesto y se abandonaba al estro del momento. Mecía lentamente su cuerpo y dibujaba rápidos giros, acompañada por el abrazo de un crujiente remolino de rasos y sedas.
Cuando Eulalia tenía diecisiete años, la madre murió a causa de una disentería.poco poética.
Los suspiros escaparon de la boca de la huérfana y enmudecida la guitarra ya no sintió deseos de bailar, de leer poesías, ni de volver al cuarto de la torre. Sin su madre, esa habitación parecía más muerta que los animalitos del laboratorio.
El padre, al notar que su hija había perdido la risa y que el color iba abandonando sus mejillas le propuso que bajara al sótano una vez concluídas sus tareas escolares.¿Te gustaría ayudarme ?
Eulalia no se lo hizo repetir. Fue una alumna atenta y dotada. En poco tiempo aprendió el oficio de embalsamador. Disecaba animales recitando las poesías de su antepasado, o las de Amado Nervo.
Cuando el padre murió, Eulalia era capaz de desempeñar sola el trabajo. Retomó la costumbre de transcurrir por la tarde algunas horas en la torre que mantenía limpia evitando que la humedad o el olor a cerrado se apoderara de sus paredes.
Pasaron los años. la joven continuó oscilando entre la luz y la sombra, entre el perfume de los jazmines y el olor a formol.
Félix, su hermano mayor, desaprobaba la actividad de Eulalia. Había abandonado la casa años atrás disgustado y deploraba que Eulalia, una joven mujer de más de treinta años pero todavía agraciada, perdiera la juventud entregada a tan lúgubre tarea.
¿Quién que estuviera en su sano juicio querría por esposa a una mujer que embalsamaba animales y pasaba la mayor parte de su tiempo disecando cadáveres?
Eulalia comprendía su preocupación, pero no pensaba renunciar a su actividad, pero jugaba con la fantasía de formar una familia, tener hijos y compartir su vida con un hombre que la amara. Hubiera deseado mostrarle a alguien el alma delicada y romántica que poseía, pero se sentía incapaz de dejar su trabajo que la había atrapado por completo.

Félix no insistió pero urdió una estratagema. Le anunció que en los próximos días un compañero suyo que había estado mucho tiempo en el exterior pasaría por su casa y le pidió que lo alojara durante algunos dias. No era difícil adivinar su intención, pero Eulalia se prestó al juego sabiendo que no arriesgaba nada complaciéndolo.
Se acercaban las fiestas de fin de año. El Museo de Ciencias Naturales le había encargado una partida de veinte loros tropicales y Eulalia tenía que cumplir también con los pedidos habituales. Se sentía agotada por el cansancio. Si las cosas seguían así, tendría que buscar un asistente. Subió a su dormitorio para descansar. Al instante se durmió envuelta en una vertiginosa ronda de imágenes desquiciadas.

Escuchó tres golpes de aldaba. Acudió a ver quien llamaba; un hombre elegante estaba apoyado en la reja.
-Soy amigo de Félix- dijo.
-Sabía que vendría en estos días... adelante, adelante.

Hizo pasar al visitante a la sala y al abrir los postigos se sorprendió por la oscuridad a pesar de ser de día..
Con el joven entró en la casa un fresco olor a lavanda.
El hombre era bien parecido, tenía los ojos más claros que el cielo, y vestía con refinada elegancia. Discurría con garbo y en su pronunciación rodaban inflecciones foráneas que no hacían sino aumentar su encanto.
Le contóa Eulalia alguna de sus aventuras en Europa y Asia, habló de literatura y describió instrumentos musicales de formas curiosas y sonidos inusitados vistos en los países de Oriente. Eulalia se sintió atraída por el magnetismo que de él emanaba.

De pronto, siguiendo un impulso incontrolable, le tomó la mano y lo conduj,o escaleras arriba, a la habitación de la torre.
Él admiró la luminosidad del lugar, alabó los jazmines, que en esa época del año estaban en plena floración, y luego, como al azar leyó algunas poesías de la carpeta negra con una voz aterciopelada de cadencias melodiosas, que terminó por fundir el corazón de la joven.
El visitante dijo que había regresado a la patria después de tantos años porque estaba enfermo. El rostro de Eulalia se ensombreció cuando le vió llevarse una mano al pecho para indicar de dónde provenía su mal. No supo si tomarlo en serio o no, porque hablaba sonriendo.La invitó a bailar. No había música pero a Eulalia le pareció escuchar la guitarra de su madre.
En una de las vueltas de la danza ella tomó un tul del canasto y lo puso sobre sus cabellos. Parecía una novia.
El huésped la sostenía por el talle y las mejillas arreboladas, a veces se rozaban. Eulalia se dejó transportar por la magia del momento.
Revoloteaban enlazados y la torre giraba con ellos en torbellinos vertiginosos. De pronto el hombre aflojó el abrazo, detuvo la danza y se desplomó al suelo. Eulalia supo de inmediato qué debía hacer. ¡No podría seguir viviendo sin verlo!
La despertaron dos golpes de aldaba seguidos por otros tres, más vigorosos y espaciados. Eulalia despertó sobresaltada. Le resultaba muy difícil desprenderse de los últimos jirones del extraño sueño.
Había oscurecido. Llegó a tientas hasta la puerta.La entreabrió y vio a un joven apuesto y elegante que emanaba una fresca fragancia.
-Soy amigo de Félix –dijo….



 
leobrizuela,07.12.2011
Papá está de vuelta.
I

Cuando el órgano arrancó con la marcha nupcial, nos dimos vuelta y enfrentamos al centenar de personas que colmaban la iglesia. Las luces, encendidas a pleno, nos devolvían sus miradas regocijadas.
En primera fila, los padres de mi flamante esposa, mi madre, mi hermana. Más atrás, familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos.
Charito me tomó del brazo y emprendimos la caminata por la alfombra roja. La música, el perfume de las flores, alguna lágrima traidora me hacían sentir que aquello era la felicidad.
Papá.
Lo busqué con la mirada y enseguida lo hallé, junto a un confesionario. Aunque alejado de los otros, sonriente, como si acabara de llegar, impecable con su traje cruzado gris y una flor blanca en la solapa, él también se sumaba al festejo.
No me sorprendió verlo.
No era la primera vez.
Y la situación hubiera sido perfectamente normal, si no fuese por una circunstancia de extrema particularidad: mi padre había muerto hacía ya diez años.

Poco antes de cumplir yo diecinueve, papá murió de un infarto absolutamente inesperado. Para mí fue doloroso, es cierto, pero también liberador: aunque de gestos tiernos, muchas veces mostraba su peor condición al ser dominado por la ira. Siempre quise acercarme a él, pero más pudieron el temor y la desconfianza.
En vano había intentado olvidar aquel antiguo dolor: con los años habría de comprender que sus frutos seguían intactos, infiltrados en mi alma como bacilos.

Unos veranos más tarde se produjo la primera experiencia.
Fue una época feliz, en que me sedujeron las motos. Me había comprado una Gilera para viajar del trabajo a la Facultad de Ingeniería. Manejaba con juvenil indolencia, y el resultado no tardó en llegar. Una tarde de enero volaba por Leandro Alem cuando imprevistamente un colectivo me encerró. No pude detener la marcha, fui a dar debajo del monstruo con Gilera y todo. Golpes muy duros, fracturas que me dolían terriblemente. Y hubo una ambulancia, personas que acudieron. Cuando me llevaban boca arriba en la camilla, entreví esas caras asombradas, compasivas.
De pronto descubrí la de papá.
Papá me contemplaba como uno más entre el gentío.
¡Era él, sin duda! ¡Si hasta llevaba la gorra gris, la de aquellas tardecitas!
No pude levantarme: allí mismo perdí el conocimiento.

Medité sobre aquella visión. ¿Se trataba, acaso, de un mero extravío? ¿Me había afectado la conmoción del accidente?
Como fuese, al poco tiempo lo supe: aquella había sido sólo la primera vez.

Al graduarme se repitió el fenómeno. Fue en el Salón de Actos, después de estrechar la mano del decano y recibir el diploma. Desde el escenario, volví la vista hacia el salón. Y lo vi. Lo vi aplaudiéndome. De pie, entre algunos rezagados, tras las filas de butacas.
Tuve un segundo de duda y cerré los ojos. Pero, al abrirlos, mi padre seguía allí. Aplaudía, con un traje azul impecable y lo estoy viendo aún, una flor roja, quizá un clavel, en el ojal.
Bajé rápido del tablado, corrí hacia él.
No estaba, se había ido.
En medio del asombro de la gente salí al hall, y luego a la calle. Pero fue inútil.
Callé la razón de mi salida intempestiva. ¿Quién me lo creería?
La tercera vez fue la mencionada, durante mi casamiento. No me asombró su aparición, porque había caído en cuenta que sólo se presentaba en sucesos de mi vida ligados a sentimientos extraordinarios.
A la vuelta de mi primer viaje, un par de años después y tras meses de ausencia, también estuvo en el puerto, con su traje marrón y aquella corbata a rayas verdes. También cuando nacieron Juan Manuel y Melita. Y cuando se casó mi hermana Nora.
Y también cuando murió mamá.
Decidí entonces que esa vez sería la última.


II

Vengo de mil consultas y consejeros, licenciado. Y a usted me lo recomendaron como un parapsicólogo serio.
Céskel no me respondió. Seguía estudiándome desde aquel sillón de respaldo enorme. Me había recibido en un salón amplio, casi huérfano de muebles. Sólo una mesa ratona, un par de sillas, una biblioteca, muy poca luz, cuadros con retratos de cuerpo entero.
Yo no podía dejar de mirar su barba negra y puntiaguda: el licenciado Lászlo Céskel era un personaje enigmático y no tenía el aspecto de todos los farsantes que ya había visitado. Haciendo un esfuerzo, me concentré en un detallado relato de las doce o más apariciones registradas a lo largo de veintitantos años. Durante una media hora hablé sin que Ceskel me interrumpiera.
—Y eso es todo —dije por fin.
Entonces, haciendo un gesto con la mano, él manifestó haber comprendido. Y bajó la cabeza, como meditando.
Y se lanzó a hablar. Usó términos desconocidos, invocó ciertos antecedentes, hizo asociaciones de causales relativas, sin hacer concreción alguna. En suma, me dijo que él poco o nada podía hacer, en forma personal.
—Aunque existe —señaló—, una posibilidad —se levantó del sillón, fue hasta un escritorio que había permanecido en la penumbra, abrió una caja de habanos—. Le sugiero lo siguiente —dijo, y encendió uno—, y présteme atención porque va en serio: usted debe viajar a Montevideo y ubicar un bar almacén muy antiguo, llamado “Del hacha”.
—Lo oí nombrar —dije.
—Vaya y pregunte por Don Pedroso —me ordenó, sin llevarme el apunte—. Y me lo espera la cantidad de días que sean necesarios. Espérelo siempre de tarde y hasta la nochecita. Una vez con él, si le pregunta algo, dígale que usted necesita un trabajo sanador. Lo demás será contarle todo y esperar su palabra. Le deseo suerte. —Lanzó una bocanada de humo por encima de mi cabeza, y agregó—: Y no me comenta con nadie ni una palabra de esto.
Al momento de despedirme, me atreví a preguntar:
Y este hombre, licenciado, ¿qué es? ¿Otro parapsicólogo?
Este hombre, mi amigo, no es un hombre —se quedó en el aire, contemplado una voluta caprichosa—. Digamos que es..., haga de cuenta que es una encarnación. Y no pregunte más.
Céskel cerró la puerta, y me vi en la vereda.

III

Montevideo. No tardé en dar con el almacén, en la Ciudad Vieja.
Hacia l780, “Del hacha” había empezado como pulpería. Hoy conserva su aspecto monacal de paredes lisas con los huecos de puertas y ventanas un tanto ojivales. Ocupa una esquina, y como única decoración del frente cuelgan grandes faroles. También se destaca una formidable hacha amurada a la pared, debajo del cartel que ilustra su nombre. Adentro, las mesas y sillas se empeñan en asemejarse a aquellas que, alguna vez, nacieron con la casa.
En un rincón, un mulato y la exquisita dulzura de su guitarra. El ambiente olía a humo, el sol no lograba alumbrar más que algunos espacios aislados. Un enorme mostrador me hizo rememorar épocas de paisanos acodados en fila delante del estaño. Los imaginé serios, silenciosos, un vaso en la mano. Hasta las trazas de sus vestimentas veía.
Busqué una mesa y pedí una ginebra.
El mozo, atento aunque impersonal, la sirvió —como si hiciera lo mismo desde siempre— de una limeta igual a la que el gaucho usaba a diario. Después dejó el recipiente sobre la mesa y se quedó parado, acaso esperando mi aprobación. Entonces percibí la impresión de haber penetrado en un templo.
Se me ocurrió indagar por el motivo de aquel nombre, “Del Hacha”. El mozo me explicó entonces que en ese almacén, hacia sus inicios, tuvo lugar un crimen espantoso. No se supo si fue por una pelea o a raíz de un atraco, pero lo cierto es que mataron, a hachazo limpio, a un empleado de la casa.
Ahí fue la cosa, justo en el medio dijo señalando una mancha oscura en el piso. Eso es lo que quedó de la sangre derramada por el finado. Algunos dicen que fue con ese hacha que está colgada afuera, ¿la vio? Y que la familia del muerto no se fue nunca más de la zona. Dicen que todavía sus descendientes viven en Montevideo, como si algún día ... ¡Vaya a saber! y las cejas se le enarcaron como reviviendo lo ocurrido hacía dos siglos. —Y fueron al ñudo los esfuerzos del patrón por evitarlo: todo Montevideo empezó a llamar “Almacén del Hacha” a este boliche. Y así le quedó.
Después de ordenar, me las arreglé para formular la pregunta de una vez por todas:
—Cómo encuentro a don Pedroso.
El mozo ni se inmutó. Sin dejar de pasar el trapo a la mesa por enésima vez, me señaló que en cualquier momento, “una tarde de estas, nomás”, lo iba a ver por allí.
¿Y como lo reconoceré? ¿Usted me avisaría, si lo ve entrar? … por favor.
Cuando él se aparezca dijo, con una sonrisa enigmática—, usted se dará cuenta solito.
Caía la noche.
Tomé una pieza en una pensión cercana, dispuesto a pasar allí muchos días, lo necesario. No fue preciso: a la tercera jornada de guardia, como a las seis, lo vi entrar.
El mozo tenía razón. Aunque no sé explicarlo ahora, en el momento supe que ese hombre maduro, de rasgos aindiados, mirada dura y severa, era quien yo buscaba.


IV

Si hoy tuviera que describirlo, no podría. Sencillamente porque mientras avanzaba los pocos metros que nos separaban, la imagen lenta y armoniosa de aquel hombre, que parecía no tener edad, mutaba asombrosamente. En un primer golpe de vista, me impresionó como un paisano de andar vacilante y gesto perdido. Pero unos segundos después, por fin ya más cerca, parecía un mestizo de cabello entrecano, con la cabeza pegada al torso por un cuello inexistente. Me detuve —o, mejor dicho, algo superior me detuvo— a unos pasos de él. Ahí se había quedado, como sabedor de que yo lo esperaba en ese almacén, dispuesto a encararlo. Al quitarse el chambergo descubrió una cicatriz tremenda, muy antigua sin duda.
Supe que no tenía sentido andarme con vueltas, que él ya estaba al tanto de mi inquietud y que resultaba ocioso reiterarla. Me acerqué a él, y permanecimos mirándonos fijo a los ojos, sin palabras, varios segundos.
¿Y que andáj queriendo hacer aura, dispués de tantoj años de muerto el tata?
Nunca sabré si lo dijo, si me lo expresó por algún otro medio o si lo imaginé. Lo cierto es que esa frase, así nomás de certera, brutal pero no menos desprovista de sorpresa, me conmovió.
Que no venga más dije, y las palabras me surgieron encimadas, sin pausas, como si hubieran hallado ese preciso instante para estallar. Que no venga más. Eso quiero. Que se quede donde le corresponde. Que no me persiga con su fantasma. No me importa lo que le ocurre ni por qué carajo se empeña en reaparecer cuando nadie lo llama. El viejo está bien muerto. Y listo. Ya bastante me jodió en vida.
Entonces ocurrió algo que jamás hubiera imaginado.
Sos muy estricto —dijo el viejo poniéndome la mano en el hombro; pero… ¿era realmente aquel mestizo quien hablaba?—. Y muy cruel sos. No podés asegurar que en el más allá no sobreviven los sentimientos. Tu padre sólo intenta protegerte, compartir tus dolores y celebrar tus alegrías. Es una cuenta pendiente, hijo mío. Pero, ya que lo pedís tan convencido... ¡Así será! ¡Estás en tu derecho!
La voz me sonó familiar. Tan familiar que... por un momento tuve la convicción de que sí: quien había hablado era mi viejo. Ya no dudaba: debido a un arcano milagro había escuchado otra vez su voz, después de tantos y tantos años de ausencia. Su inflexión, su timbre, sus eses silbadas. Esa misma voz que tantas veces pronunciara mi nombre, me ordenara, me aconsejara. Esa misma voz que tantas veces me hiciera temblar.
Sobrevino su imagen, la de mi madre, la de la casa natal, el aroma del aire en las noches calurosas, la mesa tendida, el rumor del patio por las tardecitas con el crespón derramándose en flores.
¡Era él, era papá!
Se calzó el sombrero —¿Pedroso?— y se fue, sin que pudiera impedirlo: yo, clavado al piso como si me hubieran soldado a las baldosas, con la mirada fija en un punto, conteniendo la respiración, tratando comprender lo incomprensible.
Luego, ignoro, no recuerdo, qué fue de mis actos. La percepción que retengo es una imagen del viaje de retorno, la llegada a mi habitación y la doble llave que le eché a mi puerta.

V

Los días que siguieron fueron de confusión. Me mantuve encerrado en la casa aprovechando que el resto de la familia veraneaba.
No logré ordenar mis pensamientos, sólo rescato un fenómeno inexplicable: las fotografías que conservaba de papá comenzaron a mostrar modificaciones.
Sutiles modificaciones al principio. Evidentes después.
Durante años me había venido acompañando, desde un cuadro en la pared, una foto donde mis padres, mi hermana y yo nos veíamos posando en una playa. Había sido tomada meses antes de la muerte del viejo. Papá. Su aspecto era saludable y particularmente expresivo, a pesar de lo que estaba por venírsele encima.
La foto. Los cuatro, allí. Siempre me emocionaba contemplarnos en esa fotografía. Había nostalgia en ella.
Pero una mañana, al levantar la vista, noté algo extraño: el rostro de mi padre se había borroneado. Estudié la foto con una lupa y comparé ese primer plano con el resto de la placa: las líneas de papá se habían distorsionando. Era evidente que algo estaba ocurriendo con la imagen, pese a hallarse protegida por un vidrio. Hongos, pensé. La humedad.
A la mañana siguiente la borratina se había extendido. Y, a los pocos días, la figura de papá se desvaneció por completo: donde se hallara su persona, ahora se veía perfectamente el paisaje, como si el cuerpo se hubiera vuelto transparente.
Confronté el caso con otros retratos que conservaba de él. El fenómeno se reproducía en cada uno. Así, en poco tiempo, yo me quedé sin fotos de mi viejo.
Disimulando la desesperación, telefoneé a mi hermana. Tras comentarios banales, fui al tema con aparente displicencia. Le pedí prestada alguna buena fotografía de papá, para un portarretrato.
Tengo una muy linda me dijo en el escritorio, junto a la tuya y la de mamá. Está bien tomada, por lo que veo. Papá tiene puesto un sombrero tirolés, y los bigotes le lucen maravillosos. Te la presto. Vení a buscarla y hacele copias.
En cuanto corté me di cuenta: desde algún lugar inexistente, desde la memoria empecinada, desde un pasado improbable, el viejo se estaba peleando conmigo.

VI

Pasaron años, muchos años.
En busca de la paz me torné ermitaño, hosco. Me hice fama de eremita. Poco a poco, quienes me visitaban dejaron de hacerlo.
Pero hoy lo he logrado.
Deambulé por esta casa, al principio, sin hallar un lugar. Terminé encerrado en la pieza de la terraza. Su único lujo es una ventanita que muestra la calle. Cuando insistieron, confesé. Ante el estupor de todos confesé —aunque a medias— cuál era mi calvario.
No entendieron.
Sin siquiera mirarme, como si yo ni estuviese allí, hablaron de trastornos mentales y atención médica. Nadie se detuvo a escucharme. Nadie propuso otra mirada más comprensiva, menos mundana.
Poco a poco me fui convirtiendo en un hombre corrosivo, aislado, que les hablaba a las paredes mientras hacía sonar y sonar música de ópera, desde aquellos antiguos discos de pasta heredados de mi padre.
Yo también me negué a escuchar.
Y me abandonaron.
Y me quedé solo.
Pero hoy todo eso terminó.
Mi esposa ya no está, mis hijos y los nietos no vienen más que un par de veces al año, sólo para comprobar si aún vivo. Hace años que no salgo de mi casa más que para lo imprescindible.
Hoy es un día glorioso, porque finalmente he sido escuchado. Mil veces imploré a la memoria de mi padre, lloré ante su tumba, repasé los mejores momentos de nuestra relación, rogando por un perdón que, por tantos años, no llegaba. Mil veces maldije mi lengua por aquellas palabras infames, escupidas esa tarde de Montevideo. El viejo está bien muerto. El viejo está bien muerto. No me importa lo que le ocurre. ¡Que no venga más! Vanamente volví a aquel almacén. Supliqué un minuto a solas con Pedroso. Pero nunca más supe de él ni de su cicatriz que replicaba la forma del hacha.
Aunque ahora, en este día, todo ha pasado. Hoy es un día maravilloso.
Hoy lo he visto, ha vuelto.
Me ha otorgado su perdón.
Allá lo veo, en la vereda, junto al árbol más añoso: papá mirando hacia mi ventana. No fue una casualidad que lo divisase: cada vez con mayor esfuerzo —la edad ha hecho precaria mi condición—, en las últimas mañanas me he levantado del lecho sólo para verificar si estaba allí.
Lo contemplo un rato más y noto que se conserva juvenil, esa elegancia característica.
Y ahora me ha visto y me hace una seña. Abre los brazos y sonríe. Yo también lo saludo, apurado: debo bajar a la calle. ¡Él me aguarda, me llama! ¡Me está llamando! ¡No debo hacerlo esperar!
¡Allá voy, papá!

 
leobrizuela,07.12.2011
Lamentablemente, el protocolo de la página ha alterado los guiones de diálogo. Ruego disculpen la anomalía que dificulta un tanto la lectura. Gracias.
 
Yvette27,12.12.2011
La bola de fango
Corría el 2710.
Quedaban pocos veraneantes en el club de turismo Luna Lunera. Los últimos cincuenta terrestres regresarían a la Tierra con la próxima nave espacial .
Las vacaciones en la Luna estaban de moda desde que un ingenioso emprendedor había conseguido montar allí una fábrica de oxígeno y compensar la fuerza de gravedad bajo la enorme cúpula transparente del club turístico. El lugar estaba dotado de todos los entretenimientos y actividades deportivas habidas y por haber.
Los cincuenta terrestres gozaban tranquilamente de sus últimos días de vacaciones cuando fueron convocados por los dirigentes del campo para informarles que la planta de oxígeno sufría un grave desperfecto y estaban usando el generador de emergencia que podía funcionar sólo tres días.
La situación era muy grave.
La nave espacial tardaría una semana en llegar y los turistas tuvieron que aceptar una solución extrema.
El director del establecimiento lunar se había comunicado con el planeta Chipifulka y una cápsula espacial , munida de un sustituto de oxígeno, vendría a buscar a los veraneantes, en su mayoría parejas en Luna de Miel.
Los terrestres tuvieron que acatar también las condiciones de los chipfulkanos; debían rapar a cero sus cabellos y presentarse desnudos al embarque el día siguiente Dejaron en la luna todas sus pertenencias y a medida que entraban en la nave cada uno encontró una túnica espacial y un escafandro con sus medidas y su nombre.
Durante el viaje no pudieron ver a sus “salvadores” pero al llegar fueron recibidos por una multitud de chipifulkanos. Los humanos estaban frente a criaturas de gelatina que en reposo parecían enormes gotas de aceite, pero al moverse adquirían formas grotescas o monstruosas. Los Chipifulkanos tenían en la parte dorsal de sus formas una enormidad de cables que semejaba a una enmarañada cabellera.
La comunicación fue inmediata ya que pusieron en función un traductor instantáneo. Los terrestres escucharon que pasarían una selección y que una parte de ellos serían llevados a un laboratorio de investigaciones .
La otra parte sería comprada por los poderosos del planeta como juguetes . Para tal efecto fueron reducidos a medidas irrisorias y fueron la diversión de los chipifulkanitos hasta que se les acabó la reserva de oxígeno y fueron arrojados al cráter de un volcán que escupió lava de sangre durante algunos días.

Tres siglos más tarde los descendientes de esos primeros terrestres habían mejorado sus características humanas y tenían incorporados todos los adelantos técnicos de los chipifulkanos. No necesitaban respirar para sobrevivir y se reproducían con gran rapidez porque el sexo y la gestación eran producto de un rápido clonaje. No conservaban recuerdoalguno de los sentimientos . Algunos a veces soñaban con lágrimas y besoso con lun rio blanco que surgía del torso de una mujer, sin comprender que eran sueños atávicos de los que no conocían el significado.

En el 3010 se organizaron unos viajes charter-espacio para que los descendientes de los primeros terrestres pudieran conocer la patria de sus predecesores; esa la bola de fango llamada Tierra, que, desmembrada por frecuentes terremotos y violentos tsunamis estaba en via de extinción.






 



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