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Inicio / Lista de Foros / Literatura :: Crítica / El doble literario2 .Bienvenido Bob de Onetti - [F:5:12184]


ninive,17.12.2011
egún mi parecer en este cuento de Onetti que presento hoy se plantea
una forma diversa del doble. Yo encuentro ese doble en el personaje que
relata la historia ante la prepotente juventud de Bob.
Mas comentarios después de la lectura que no quiero influenciar
otras muchas posibilidades del doble en este cuento.
Juan Carlos Onetti
(Montevideo, 1909 - Madrid, 1994)



Bienvenido, Bob




Es seguro que cada día estará más viejo,
más lejos del tiempo en que se llamaba Bob, del pelo rubio colgando en la sien, la sonrisa y los lustrosos ojos de cuando entraba silenciosamente en la sala, murmurando un saludo o moviendo un poco la mano cerca de la oreja, e iba a sentarse bajo la lámpara, cerca del piano, con un libro o simplemente quieto y aparte, abstraído, mirándonos durante una hora sin un gesto en la cara, moviendo de vez en cuando los dedos para manejar el cigarrillo y limpiar de cenizas la solapa de sus trajes claros.
Igualmente lejos —ahora que se llama Roberto y se emborracha con cualquier cosa, protegiéndose la boca con la mano sucia cuando toso—del Bob que tomaba cerveza, dos vasos solamente en la más larga de las noches, con una pila de monedas de diez sobre su mesa de la cantina del club, para gastar en la máquina de discos. Casi siempre solo,
escuchando jazz, la cara soñolienta, dichosa y pálida, moviendo apenas la cabeza para saludarme cuando yo pasaba, siguiéndome con los ojos tanto tiempo como yo me quedara, tanto tiempo como me fuera posible soportar su mirada azul detenida
incansablemente en mí, manteniendo sin esfuerzo el intenso desprecio y la burla más suave. También con algún otro muchacho, los sábados, alguno tan rabiosamente joven como él, con quien
conversaba de solos, trompas y coros y de la infinita ciudad que Bob construiría sobre la costa cuando fuera arquitecto. Se interrumpía al verme pasar para hacerme el breve saludo y no sacar
los ojos de mi cara, resbalando palabras apagadas y sonrisas por una punta de la boca hacia el compañero que terminaba siempre por mirarme y
duplicar en silencio el silencio y la burla.
A veces me sentía fuerte y trataba de mirarlo: apoyaba la cara en una mano y fumaba encima de mi copa mirándolo sin pestañear, sin apartar la atención de mi rostro que debía sostenerse frío, un poco melancólico. En aquel
tiempo Bob era muy parecido a Inés; podía ver algo de ella en su cara a través del salón del club, y acaso alguna noche lo haya mirado como la miraba a ella. Pero casi siempre prefería olvidar los ojos de Bob y me sentaba de espaldas a él y miraba las
bocas de los que hablaban en mi mesa, a aveces callado y triste para que él supiera que había en mí algo más que aquello por lo que había juzgado, algo próximo a él; a veces me ayudaba con unas copas y pensaba “querido Bob, andá a contárselo a tu hermanita”, mientas acariciaba las manos de las
muchachas que estaban sentadas a mi mesa o estiraba una teoría sobre cualquier cosa, para que ellas rieran y Bob lo oyera.
Pero ni la actitud ni la mirada de Bob mostraban ninguna alteración en aquel tiempo, hiciera yo lo que hiciera. Sólo recuerdo esto como prueba de que él anotaba mis comedias en la cantina. Tenía un impermeable cerrado hasta el cuello, las manos en los bolsillos. Me saludó moviendo la cabeza, miró alrededor enseguida y avanzó en la habitación como si me hubiera suprimido con la rápida cabezada: lo vi moverse dando vueltas a la
mesa, sobre la alfombra, andando sobre ella con sus amarillentos zapatos de goma. Tocó una flor con un dedo, se sentó en el borde de la mesa y se puso a fumar mirando el florero, el sereno perfil puesto hacia mí, un poco inclinado, flojo y pensativo. Imprudentemente —yo estaba
de pie recostado contra el piano— empuje con mi mano izquierda una tecla grave y quedé ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos,
mirándolo.
Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola
con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y
sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo
en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podía pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable. Él continuó inmóvil hasta que Inés golpeó la puerta del dormitorio antes de bajar a juntarse conmigo. Entonces Bob se enderezó y vino
caminando con pereza hasta el otro extremo del piano, apoyó un codo,
me moró un momento y después dijo con una hermosa sonrisa: “Esta noche es una noche de lecho o de whisky? ¿Ímpetu de salvación o salto en el vacío?”.
No podía contestarle nada, no podía deshacerle la
cara de un golpe; dejé de tocar y fui retirando lentamente la mano del piano. Inés estaba en la mitad de la escalera cundo él me
dijo: “Bueno, puede ser que usted improvise”.
El duelo duró tres o cuatro meses, y yo no podía
dejar de ir por las noches al club —recuerdo, de paso, que había campeonato de tenis por aquel tiempo— porque cuando me estaba por
algún tiempo sin aparecer por allí, Bob saludaba mi regreso aumentando el desdén y la ironía en sus ojos y se acomodaba en el asiento con una mueca feliz.
Cuando llegó el momento de que yo no pudiera desear otra solución que casarme con Inés cuanto antes, Bob y su táctica cambiaron. No sé cómo supo mi necesidad de casarme con su hermana y de cómo yo había abrazado esa necesidad con todas las fuerzas que me quedaban. Mi amor por aquella necesidad había suprimido el pasado y toda atadura con el presente.
No reparaba entonces en Bob; pero poco tiempo después hube de recordar cómo había cambiado en aquella época y alguna vez quedé inmóvil, de pie en la esquina, insultándolo entre dientes, comprendiendo que entonces su cara había dejado de ser burlona y me enfrentaba con seriedad y un intenso cálculo, como se mira un peligro o una tarea compleja, como se trata de valorar el
obstáculo y medirlo con las fuerzas de uno. Pero yo no le daba ya importancia y hasta llegué a pensar que en su cara inmóvil y fija estaba naciendo la comprensión por lo fundamental mío,
por un viejo pasado de limpieza que la adorada necesidad de casarme con Inés extraía de debajo de los años y sucesos para acercarme a él.
Después vi que estaba esperando la noche; pero lo vi recién cuando aquella noche llegó Bob y vino a sentarse a la mesa donde yo estaba solo y despidió al mozo con una seña.
Esperé un rato mirándolo, era tan parecido a ella cuando movía las cejas; y la punta de la nariz, como a Inés, se le aplastaba un poco cuando conversaba. “Usted no va a casarse con
Inés”, dijo después. Lo miré, sonreí,
dejé de mirarlo. “No, no se va a casar con ella porque una cosa así se puede evitar si hay alguien de veras resuelto a que se haga”.
Volví a sonreírme. “Hace unos años —le dije— eso me hubiera dado muchas ganas de casarme con Inés. Ahora no agrega ni saca. Pero puedo oírlo, si quiere explicarme...”. Enderezó la cabeza y continuó mirándome en silencio; acaso tuviera
prontas las frases y esperaba a que yo completara la mía para decirlas. “Si quiere explicarme por qué no quiere que yo me case con
ella”, pregunté lentamente y me recosté en la pared. Vi enseguida que yo no había sospechado nunca cuánto y con cuanta resolución me odiaba; tenía la cara pálida, con una sonrisa sujeta y apretada con los labios y dientes. “Habría que
dividirlo por capítulos —dijo—, no terminaría en la noche”.
“Pero se puede decir en dos o tres palabras. Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted
tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son
extraordinarios”. Chupó el cigarrillo apagado, miró hacia la calle y volvió a mirarme; mi cabeza estaba apoyada contra la pared y seguía esperando. “Claro que usted tiene motivos para creer en lo extraordinario suyo. Creer que ha salvado muchas cosas del naufragio. Pero
no es cierto”. Me puse a fumar de perfil a él; me molestaba, pero no le creía; me provocaba un tibio odio, pero yo estaba seguro de que
nada me haría dudar de mí mismo después de haber
conocido la necesidad de casarme con Inés. No; estábamos en la misma mesa y yo era tan limpio y tan joven como él. “usted puede equivocarse —le dije—. Si usted quiere nombrar algo de lo que hay deshecho en mí...”. “No, no —dijo rápidamente—, no soy tan niño. No entro en ese juego. Usted es egoísta; es sensual de una sucia manera. Está atado a cosas miserables y son las cosas las
que lo arrastran. No va a ninguna parte, no lo desea realmente. Es eso, nada más; usted es viejo y ella es joven. Ni siquiera debo pensar en
ella frente a usted. Y usted pretende...”. Tampoco entonces podía yo romperle la cara, así que resolví prescindir de él, fui al aparto de música, marqué cualquier cosa y puse una
moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas. A mi lado Bob estaba diciendo que ni siquiera él, alguien
como él, era digno de mirar a Inés a los ojos. Pobre chico, pensé con admiración. Estuvo diciendo que en aquello que él llama vejez, lo más repugnante, lo que determinaba la descomposición era pensar por conceptos, englobar a las mujeres en
la palabra mujer, empujarlas sin cuidado para que pudieran amoldarse al concepto hecho por una pobre experiencia. Pero —decía
también— tampoco la palabra experiencia era exacta. No había ya experiencias, nada más que costumbre y repeticiones, nombres marchitos para ir poniendo a las cosas y un poco crearlas. Más o
menos eso estuvo diciendo. Y yo pensaba suavemente si él caería muerto o encontraría la manera de matarme, allí mismo y enseguida, si yo le contara las imágenes que removía en mí al decir que ni siquiera él merecía tocar a Inés con la punta de un dedo, el pobre chico, o besar el extremo de
sus vestidos, la huella de sus pasos o cosas así. Después de una pausa —la música había terminado y el aparato apagó las luces aumentando el silencio—, Bob dijo “nada más”,
y se fue con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento.
Si aquella noche el rostro de Inés se me mostró en
las facciones de Bob, si en algún momento el fraternal parecido pudo aprovechar la trampa de un gesto para darme a Inés por Bob, fue
aquella, entonces, la última vez que vi a la muchacha. Es cierto que
volví a estar con ella dos noches después en la entrevista habitual, y un mediodía en un encuentro impuesto por mi desesperación, inútil, sabiendo de antemano que todo recurso de palabra y presencia sería inútil, que todos mis machacantes ruegos morirían de manera asombrosa, como si no hubieran
sido nunca, disueltos en el enorme aire azul de la plaza, bajo el follaje de verde apacible en mitad de la buena estación.
Las pequeñas y rápidas partes del rostro de
Inés que me había mostrado aquella noche Bob, aunque dirigidas contra mí, unidas a la agresión, participaban del entusiasmo y el candor de la muchacha. Pero cómo hablar a Inés, cómo tocarla, convencerla a través de la
repentina mujer apática de las dos últimas entrevistas.
Cómo reconocerla o siquiera evocarla mirando a la mujer de largo cuerpo rígido en el sillón de su casa y en el banco de la plaza, de una igual rigidez resuelta y mantenida en las dos distintas horas
y los dos parajes; la mujer de cuello tenso, los ojos hacia delante, la boca muerta, las manos plantadas en el regazo. Yo la miraba y era “no”,
sabía que era “no” todo el aire que la estaba rodeando.
Nunca supe cuál fue la anécdota elegida por Bob
para aquello; en todo caso, estoy seguro de que no mintió, de que entonces nada —ni Inés— podía hacerlo mentir. No vi más a Inés ni tampoco a su forma vacía y endurecida; supe que se casó y que no vive ya en Buenos Aires. Por entonces, en
medio del odio y del sufrimiento me gustaba imaginar a Bob imaginando mis hechos y eligiendo la cosa justa o el conjunto de cosas que fue capaz de
matarme en Inés y matarla a ella para mí.
Ahora hace cerca de un uño que veo a Bob casi
diariamente, en el mismo café, rodeado de la misma gente. Cuando nos presentaron —hoy se llama Roberto— comprendí que el pasado no tiene
tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás. Algún gastado rastro de Inés había
aún en su cara, y un movimiento de la boca de Bob alcanzó para que yo volviera a ver el alargado cuerpo de la muchacha, sus calmosos
y desenvueltos pasos, y para que los mismos inalterados ojos azules volvieran a mirarme bajo un flojo peinado de cruzaba y sujetaba una cinta
roja. Ausente y perdida para siempre, podía conservarse viviente e intacta, definitivamente inconfundible, idéntica a lo esencial suyo.
Pero era trabajoso escarbar en la cara, las palabras y los gestos de Roberto para encontrar a Bob y poder odiarlo. La tarde del primer encuentro
esperé durante horas a que se quedara solo o saliera para hablarle y golpearlo. Quieto y silencioso, espiando a veces su cara o evocando a
Inés en las ventanas brillantes del café, compuse
mañosamente las frases del insulto y encontré el paciente tono con que iba a decírselas, elegí el sitio de su cuerpo donde dar el primer golpe. Pero se fue al anochecer acmpañado por
tres amigos, y resolví esperar, como había esperado él años atrás, la noche propicia en que estuviera solo.
Cuando volví a verlo, cuando iniciamos esta segunda amistad que espero no terminará ya nunca, dejé de pensar en
toda forma de ataque. Quedó resuelto que no le hablaría jamás de Inés ni del pasado y que, en silencio, yo mantendría todo aquello viviente dentro de mí. Nada más que esto hago, casi todas las tardes, frente a Roberto y las caras familiares del café. Mi odio se conservará cálido y nuevo mientras pueda seguir viviendo y escuchando a
Roberto; nadie sabe de mi venganza, pero la vivo, gozosa y enfurecida, un día y otro. Hablo con él, sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la
música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de
habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de los jóvenes contra los viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de
dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien
nombra “miseñora”; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono.
Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces
sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con
exactitud hasta donde está emporcado para siempre.
No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a
Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos. Es
todavía un recién llegado y de vez en cuando sufre sus crisis de nostalgia. Lo he visto lloroso y borracho, insultándose y jurando el inminente regreso a los días de Bob. Puedo asegurar que entonces mi corazón desborda de amor y se hace sensible y cariñoso como el de una madre. En el fondo sé que no se irá nunca
porque no tiene sitio donde ir; pero me hago delicado y paciente y trato de conformarlo. Como ese puñado de tierra natal, o esas
fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo. Y él acepta; protesta siempre para que yo redoble mis promesas, pero termina por
decir que sí, acaba por muequear una sonrisa creyendo que algún día habrá de regresar al mundo de las horas de Bob y queda en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las
antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables.





 
qoele,17.12.2011
El cuento es bastante largo para la pantalla. En todo caso se llega al final tranquilamente.
En realidad me dejó bastantes perplejidades y, como ya me sucedió con el de Roa Bastos, este cuento me gustó sólo en parte, siempre dejando de lado su calidad y el oficio, porque estamos hablando de maestros de la pluma y es necesario dejar este punto aclarado.
Dicho lo anterior, el doble literario no lo encontré por ningún lado. Es decir, anulando la incredulidad, que es la forma de leer literatura o ficción, para mí el concepto de doble que tengo, hasta ahora, es muy reducido, sin entrar en Freud y sus aportes a la mente y se limita a Stevenson y Dostoievky.
En el cuento que nos interesa no veo nada de esto, a no ser que llevemos las cosas hacia una especie de especularidad sicológica entre el ambiguo y pusilámine narrador y el enigmático Bob; es decir, que uno se refleje sicológicamente en el otro. En este caso, me parece, que no se puede hablar de doble propiamente tal, porque son dos personajes distintos.
La definición de la vejez, por parte de Bob, literariamente la encontré extraordinaria y existencialmente un desastre.
 
justine,17.12.2011
Tuve que leer varias veces el texto hasta poder ligar la historia, quizá predispuesta por el tema del doble que ninive nos había dejado caer en su presentación. Tal como qoele explica no lo encontré a lo largo de la primera lectura, y cuando ya al final me convencí de que no estaba, releí el cuento sin esa perspectiva. Un buen escrito que exalta a la juventud por encima de todas las cosas y que desde su pletórica existencia desdeña todo lo que no sea joven, bello, inquieto y alegre. Me chocó que Bob se refiriera como viejo al narrador cuando éste sólo contaba con 30 años.
Llama la atención cuando el narrador reconoce que lo ama, por sus rasgos femeninos, porque lo ve fracasado y porque todavía espera verlo caer más.
Una espera larga de una venganza.
 
ninive,17.12.2011
Incluí el cuento de Onetti en este foro sabiendo que probablemente me dirían que no ven el doble por ninguna parte.
El cuento se publicó en La Nación de Buenos Aires en 1944.
El título es el saludo que le da la entrada a Bob al mundo de la realidad y, en la realidad del cuento, el “implacable joven “ se convierte en un Roberto adulto que cambia su halo de pureza y vitalidad por la imagen de un hombre maduro, “deshecho”, de dedos sucios, empleado en una gris oficina, casado , que bebe y juega a las carreras.

El doble es similar al del cuento de Cortázar (Lejana) las dos caras de la misma moneda. Alina, la reina y la miserable del puente de Buda-Pest)

Aquí se trata de dos personas diversas que llegan al final a fundirse en una sola.
El doble es lo que cada uno de los personajes ve en el otro y así se desarrollan situaciones de amor-odio, de latente incesto(el protagonista maduro y la hermana de Bob) y de solapada homosexualidad. El personaje se va a casar con la hermana de Bob “para estar más cerca de él”
Cada rasgo de la hermana se reproduce en el rostro de Bob y estamos nuevamente en el espejo.
Los cuentos de Onetti ponen a menudo en relieve la dinámica de lo inestable, de lo que cambia y se transforma.
¿No ven relación con el doble? No importa, pero creo que he puesto ante los ojos de los amigos cuenteros un texto admirable para imprimir y leer y releer.

 
justine,17.12.2011
Me cuesta entender esa perspectiva con mi lectura.
Ciertamente el texto es admirable.
 
leobrizuela,17.12.2011
Coincido con la apreciación de Nínive en su comentario. Entre el narrador y Bob (emblema de juventud, liderazgo, personalidad) se establece una relación amor-odio, aumentado por la existencia del triángulo narrador-Inés-Bob.
El narrador distingue a Bob, a través de descubrir el parecido facial y gestual con Inés, con un encubierto deseo homosexual, oculto bajo la alianza propia de varones concurrentes al bar.
La descripción exclusivamente facial de Bob evidencia la mirada homoerótica del narrador; el cuento comienza con ese detalle, inicializando la historia.
El cambio de nombre (Bob ahora es Roberto), señala el advenimiento de un Bob maduro y decadente, lejano de aquel prometedor joven que lo obligara a renunciar a Inés acusándolo de viejo sin ideales. El título, Bienvenido Bob, suena entonces irónico: Roberto es una sombra vencida de aquel que fuera Bob.
Y creo que es acá donde hallamos el doble pretendido y no hallado en comentarios que anteceden; el antes y después de un individuo desdoblado por los años.
 
justine,18.12.2011
Coincido leobrizuela en el homoerotismo y la atracción repulsión entre ambos personajes, Sigo sin ver el doble entendido como tal, son diferentes versiones de uno mismo en el recorrido existencial.
 
ninive,18.12.2011
Sabes bien Justine que de todo texto se pueden extraer impresiones y que no coincidas conmigo o con leo tu interpretación es válida también .
Onetti tiene también la temática del paraíso en sus cuentos y es posible que esa temática sea más congenial al cuento de Bob. El paraíso sería en este caso LA JUVENTUD y el paraíso perdido, por ende LA VEJEZ.

Sorprende que se considerara viejo a un hombre de 30 años (apunte de justine). Eran otras épocas y entonces y puede ser que también ahora, a los ojos de un joven de 17 18 uno de 30 o 40 es viejo y "deshecho"
 
ninive,18.12.2011
Espero que alguno de los lectores tome la iniciativa y proponga una lectura interesante.
 
qoele,18.12.2011
Propongo la lectura del cuento de Borges, El Otro.
 
qoele,18.12.2011
El no coincidir en las lecturas es lo que enriquece estas conversaciones literarias. En caso contrario sería como estar leyendo a nuestros "dobles" sicológicos. Algo así como las neuronas espejo.
 
justine,18.12.2011
Amí me parece bien leer "El otro" siempre que a todos nos parezca bien.
 
EL_RETO_GANADORES,18.12.2011
O.K .voy a publicar mañana: "El Otro" de Borges
Gracias bqoele/b
 
qoele,18.12.2011
Me parece que hay un error, porque mi sugerencia iba para ninive y los participantes al foro "El doble lierario", y no al Reto_ganadores.
 
justine,18.12.2011
qoele, no hay ningún error. El reto_ganadores es un foro de talleres que dirige ninive con un nick con ese nombre. Supongo que leyó la propuesta cuando estaba trabajando en el foro y por eso ha respondido con ese nick.
 
ninive,18.12.2011
O.K .voy a publicar mañana: "El Otro" de Borges
Gracias qoele
 
qoele,18.12.2011
Todo claro entonces, y qué energía tiene ninive para participar en tantas actividades. Felicitaciones!
 
ninive,09.03.2013
actualización
 
rhcastro,28.06.2013
Muy parecido a 'el otro' de Borgues, pero con diferente trama.-
 



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