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Inicio / Lista de Foros / General :: Ensayos y Comentarios / Anton Chéjov, a los cien años de su muerte (julio 1904-julio 2004) - [F:4:728]


albertoccarles,06.02.2004
En homenaje al gran cuentista ruso, un relato suyo estremecedor de un niño que le escribe una carta a su abuelo.



VANKA
[Cuento. Texto completo]

Anton Chejov




Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono obscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanlo dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando lo tenían ya por muerto.En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.- ¿Quiere usted un polvito? -les preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la obscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:«Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.«Te seré todo lo útil que pueda -continuó momentos después-. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.«Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.«Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:- ¡Cógela, cógela! ¡Ah, diablo!Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos lo trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...«¡Ven, abuelito, ven! -continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho-. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdalo bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes que te quiere tu nieto VANKA CHUKOV.
Ven en seguida, abuelito.»Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:«En la aldea, a mi abuelo.»Tras una nueva meditación, añadió:«Constantino Makarich.»Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie lo estorbase, se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...Una hora después dormía, mecido por dulces esperanzas.Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente paseábase en torno de la estufa y meneaba el rabo...





PS: Hay mucho por decir sobre este extraordinario escritor ruso. Dejo la palabra a quienes la pidan.

 
AleydaAime,13.03.2004
Me ha conmovido hasta los huesos, será el momento, será las circuntancias. Yo si quiero saber más de este autor, no lo conocía.
Saludos
 
NINIVE,14.03.2004
GRacias por VanKa . Un placer conocerlo. ¿Hay más?
 
albertoccarles,15.03.2004
bIván Matveich/b

[Cuento. Texto completo]

bAnton Chejov/b


Son las cinco. Un renombrado sabio ruso (le diremos sencillamente sabio) está frente a su escritorio y se muerde las uñas. -¡Esto es indignante! -dice a cada momento, consultando su reloj-. ¡Es una falta de respeto para con el tiempo y el trabajo ajenos!... ¡En Inglaterra, un sujeto semejante no ganaría ni un centavo y moriría de hambre!... ¡Ya verás la que te espera cuando vengas! En su necesidad de descargar sobre alguien su enojo e impaciencia, el sabio se acerca a la habitación de su mujer y golpea en la puerta con los nudillos. -¡Escucha, Katia! -dice indignado-. Cuando veas a Piotr Dnilich, comunícale que las personas decentes no actúan de esa manera. ¡Es un asco!... ¡Me recomienda a un escribiente, y no sabe lo que me recomienda!... ¡Ese jovenzuelo, con toda puntualidad, se retrasa todos los días dos o tres horas!... ¿Qué manera de portarse un escribiente es esa?... ¡Para mí, esas dos o tres horas son más preciosas que para cualquier otro dos o tres años!... ¡Cuando llegue pienso tratarlo como a un perro!... ¡No le pagaré y lo echaré de aquí! ¡Con semejantes personas no pueden gastarse ceremonias! -Eso lo dices todos los días, pero él sigue viniendo y viniendo... -¡Pues hoy lo he decidido! ¡Ya he perdido bastante por su culpa!... ¡Tendrás que perdonarme, pero pienso reñirle como se riñe a un cochero!... He aquí que suena un timbre. El sabio pone cara seria, yergue su figura y, alzando la cabeza, se encamina al vestíbulo. En este, junto al perchero, se encuentra ya su escribiente. Iván Matveich, joven de unos dieciocho años, rostro ovalado, imberbe, cubierto con un abrigo raído y sin chanclos. Tiene el aliento entrecortado y, mientras se limpia con gran esmero los grandes y torpes zapatos en el felpudo, se esfuerza en ocultar a la doncella el agujero en uno de ellos, por el que asoma una media blanca. Al ver al sabio sonríe con esa larga, prolongada y un tanto bobalicona sonrisa con que solamente sonríen los niños o las personas muy ingenuas. -¡Ah... buenas tardes! -dice, ofreciendo una mano grande y mojada-. Qué... ¿se le pasó lo de la garganta? -¡Iván Matveich! -dice el sabio con voz temblorosa, retrocediendo, y enlazando los dedos-. ¡Iván Matveich! -luego, dando un salto hacia el escribiente lo agarra por un hombro y comienza a sacudirlo débilmente-. ¿Qué es lo que está usted haciendo conmigo... -prosigue con desesperación-, terrible y mala persona?... ¿Qué está usted haciendo? ¿Reírse?... ¿Se mofa usted, acaso de mí?... ¿Sí?... El semblante ovalado de Iván Matveich (que, a juzgar por la sonrisa que todavía no ha acabado de deslizarse de su rostro, esperaba un recibimiento completamente distinto) se alarga aún más al ver al sabio respirando indignación y, lleno de asombro, abre la boca. -¿Qué?... ¿Qué dice?... -pregunta. -¡Con que además pregunta usted que qué digo! -exclama alzando las manos-. ¡Sabiendo como sabe usted lo precioso que me es el tiempo me viene con dos horas de retraso! ¡No tiene usted temor de Dios! -Es que no vengo ahora de casa -balbucea Iván Matveich, desanudándose indeciso la bufanda-. Era el santo de mi tía, y fui a verla... Vive a unas seis verstas de aquí... ¡Si hubiera ido directamente desde mi casa... sería distinto! -¡Reflexione usted, Iván Matveich!... ¿Existe lógica en su proceder?... ¡Aquí hay trabajo, asuntos urgentes..., y usted se va a felicitar a sus tías por sus santos!... ¡Oh!... ¡Desátese más de prisa esa absurda bufanda!... ¡En fin, que todo esto es intolerable! Y el sabio se acerca de otro salto al escribiente y le ayuda a destrabar la bufanda. -¡Es usted peor que una baba!... ¡Bueno! ¡Venga ya! ¡Más rápido, por favor! Sonándose con un arrugado y sucio pañuelo y estirándose el saco gris, Iván Matveich, tras atravesar la sala y el salón, penetra en el despacho. En este hace tiempo que le ha sido preparado sitio, papel y hasta cigarrillos. -¡Siéntese! ¡Siéntese! -le mete prisa el sabio, frotándose las manos impacientemente-. ¡Hombre insoportable! ¡Sabe usted lo apremiante que es el trabajo y se retrasa de esta manera! ¡Sin querer, tiene uno que regañar! Bueno, ¡escriba!... ¿Dónde quedamos? Iván Matveich se atusa los cabellos, duros como crines, desigualmente cortados, y toma la lapicera. El sabio, paseándose de un lado a otro y reconcentrándose, comienza a dictar: "Es el hecho (coma) que algunas de las que podríamos llamar formas fundamentales... (¿Ha escrito usted formas?...) sólo se condicionan según el sentido de aquellos principios (coma) que en sí mismos encuentran su expresión y sólo en ellos pueden encarnarse. (Aparte. Ahí punto, como es natural). Las más independientes son..., son aquellas formas que presentan un carácter no tanto político (coma) como social." -Ahora los colegiales llevan otro uniforme. El de ahora es gris -dice Iván Matveich-. Cuando yo estudiaba era diferente. -¡Ah!... ¡Escriba, por favor! -se enoja el sabio-. ¿Ha escrito usted social?... "En cuanto no se refiere a regularización, sino a perfeccionamiento de las funciones de estado (coma), no puede decirse que estas se distinguen sólo por las características de sus formas... ¡Eso!... Sí..." Las tres últimas palabras van entrecomilladas... ¿Qué me decía usted antes del colegio? -Que en mis tiempos llevábamos otro uniforme. -¡Ah... sí! Y usted... ¿hace mucho que ha dejado el colegio? -Sí, se lo decía ayer. Hace tres años que no estudio... Lo dejé en cuarto año. -¿Y por qué dejó usted el colegio? - pregunta el sabio, echando una mirada sobre lo escrito por Iván Matveich. -Pues porque sí... Por cuestiones absolutamente particulares. -¡Otra vez tengo que volvérselo a decir: Iván Matveich!... ¿Cuándo dejará usted de alargar tanto los renglones?... ¡No debe haber más de cuarenta letras en cada renglón! -¿Cree usted, acaso, que lo hago a propósito? -se ofende Iván Matveich-. ¡Otros, en cambio, llevan menos de cuarenta! ¡Cuéntelas! ¡Si le parece que lo hago adrede, puede quitármelo de la paga! -¡Ah!... ¡No se trata de eso!... ¡Qué poca delicadeza tiene usted! ¡Enseguida se pone a hablar de dinero!... ¡El esmero es lo que importa, Iván Matveich!... ¡Lo que importa es el esmero!... ¡Tiene usted que acostumbrarse al esmero! La doncella entra en el despacho, trayendo una bandeja que contiene dos vasos de té y una cestita con tostadas secas... Iván Matveich toma torpemente su vaso con ambas manos y empieza de inmediato a bebérselo. El té está demasiado caliente y, para no quemarse los labios, Iván Matveich lo bebe a sorbitos. Se come primero una tostada; luego otra; después una tercera, y, turbado y mirando de reojo al sabio, tiende la mano hacia la cuarta. Sus ruidosos sorbos, su glotona manera de mascar y la expresión de codicia hambrienta de sus cejas alzadas irritan al sabio. -¡Dese prisa! ¡El tiempo es precioso! -Siga dictándome. Puedo beber y escribir al mismo tiempo... Le confieso que tenía hambre. -¿Vendrá usted a pie seguramente? -Sí... ¡Y qué mal tiempo hace!... Por este tiempo, en mi tierra, huele ya a primavera... En todas partes hay charcos de la nieve que se derrite... -¿Es usted del Sur? -Soy de la región del Don... En el mes de marzo ya es enteramente primavera. Aquí, en cambio, no hay más que hielo y nieve; todo el mundo va con un abrigo... Allí, hierbita fresca... Como por todas partes está seco, hasta se pueden agarrar tarántulas. -¿Y por qué agarrar tarántulas? -¡Porque sí!... ¡Por hacer algo! -dice suspirando Iván Matveich-. Es divertido agarrarlas. Se pone en una hebra de hilo un pedacito de resina, se mete en el nido y se la golpea en el caparazón. La muy maldita, entonces, se enoja y toma la resina con las patitas; pero se queda pegada... ¡Qué no habremos hecho con ellas! A veces llenábamos una palangana hasta arriba y soltábamos dentro una bijorka. -¿Qué es una bijorka? -¡Una araña que se llama así!... Pertenece a una especie parecida a la de las tarántulas. ¡Ella sola, peleando, puede con muchas tarántulas! -¿Sí?... Pero, bueno... tenemos que escribir... ¿Dónde nos detuvimos? El sabio dicta otros cuarenta renglones, luego se sienta y se sumerge en la meditación. Desde su asiento, Iván espera lo que van a decirle, estira el cuello y se esfuerza en poner orden en el cuello de su camisa. La corbata no cae mal, pero como se le ha soltado el pasador, el cuello se le abre a cada momento. -¡Sí!... dice el sabio- ¡Así es!... qué ¿todavía no ha encontrado usted un trabajo, Iván Matveich? -No... ¿Dónde va uno a encontrarlo?... ¿Sabe... yo?... Pienso sentar plaza en un regimiento... Mi padre me aconseja que me haga dependiente de botica. -Sí... Pero ¿no sería mejor que ingresara usted en la Universidad?... El examen es difícil, pero con paciencia y un trabajo perseverante se puede llegar a aprobar. ¡Estudie usted!... ¡Lea usted más! ¡Lea mucho! -La verdad es que... tengo que confesar que leo poco -dice Iván Matveich, encendiendo un cigarrillo. -¿Ha leído a Turgueniev? -No. -¿Y a Gogol? -¿A Gogol?... ¡Jum!... ¿A Gogol?... No; no lo he leído. -¡Iván Matveich! ¿No le da vergüenza?... ¡Ay, ay, ay, ay!... ¡Cómo un muchacho tan bueno!... ¡Con tanta originalidad como hay en usted, y que resulte que ni siquiera ha leído a Gogol!... ¡Tiene que leerlo! ¡Yo se lo daré! ¡Léalo sin falta! ¡Si no lo lee, pelearemos! De nuevo se produce un silencio. Medio tumbado en un cómodo diván, medita el sabio, mientras Iván Matveich, dejando al fin tranquilo su cuello, pone toda su atención en sus zapatos. No se había dado cuenta de que bajo sus pies, a causa de la nieve derretida, se habían formado dos grandes charcos. Se siente avergonzado. -¡Me parece, Iván Matveich, que también es usted aficionado a cazar jilgueros! -¡Eso en otoño!... ¡Aquí no cazo, pero allí, en mi casa, solía cazar! -¿Sí?... Bien... Pero, bueno, de todos modos, tenemos que escribir. El sabio se levanta decidido y empieza a dictar, pero después de escritos los diez primeros renglones, se vuelve a sentar en el diván. -No... Tendremos que dejarlo ya hasta mañana por la mañana -dice-. Venga usted mañana por la mañana. Pero ¡eso sí..., temprano! Sobre las nueve... ¡Dios lo libre de retrasarse! Iván Matveich deja la pluma, se levanta de la mesa y va a sentarse en otra silla. Cuando han pasado unos cinco minutos en silencio, empieza a sentir que ya le ha llegado la hora de marcharse, que ya está allí de más...; pero ¡el despacho del sabio es tan agradable..., tan luminoso y templado!... ¡El efecto de las tostadas secas y del té dulce está todavía tan reciente..., que su corazón se estremece sólo al pensar en su casa!... En su casa hay pobreza, hambre, frío, un padre gruñón... ¡Echan en cara lo que dan..., mientras que aquí hay tanta tranquilidad!... ¡Y hasta quien se interesa por las tarántulas y los jilgueros!... El sabio consulta la hora y toma el libro. -¿Me dará usted a Gogol, entonces? -pregunta, levantándose, Iván Matveich. -Sí, sí...; se lo daré. Pero ¿por qué tiene usted tanta prisa, amigo mío? ¡Quédese! ¡Cuénteme algo! Iván Matveich se sienta y sonríe con franqueza. Casi todas las tardes se la pasa sentado en este despacho, percibiendo cada vez en la voz y en la mirada del sabio algo verdaderamente afable, conmovido..., algo que le parece suyo. Hasta hay veces, segundos, en los que le parece que el sabio está ligado a él; se ha habituado tanto a su persona, que si le riñe por sus retrasos es sólo porque se aburre sin su charla, sin sus tarántulas y sin todo aquello relacionado con el modo de cazar jilgueros en la región del Don.


 
NINIVE,15.03.2004
De lo que resulta que el sabio más que un escribiente necesitaba un hijo a quien proteger un estudiante a quien aconsejar, un amigo que le hablara de las tarántulas. Y en eso de aconsejar lecturas se parece a usted amigo, gracias otra vez. Qué maravilla la descripción de los personajes,el autor lo hace más por sus acciones que por su aspecto. Se aprende a manejar la sencillez.
 
conchitasv,17.03.2004
Chéjov, un genio, sin duda
 
Dhingy,20.03.2004
Siempre me gusto Chejov, es tam sencillo y me resulta tierno tambien
Hay un cuento llamado "tristeza, o melamcolía"
Es de un padre al que se le ha muerto su niñito
quiere que alguien lo escuche y nadie lohace...
El cuento termina con el dicho hombre hablandole a su mula...
Es hermoso...
Viva Chejov
 
AleydaAime,20.03.2004
Hermoso, bello. En un texto tan sencillo se trasmite todo amor, toda dulzura de un hombre con afán de ser padre.

Me encantó.
Saludos
 
Gabrielly,22.03.2004
Alberto, excelente foro. Aquí me uno con una humilde aportación.

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b¡Chist!
Anton Chejov
/b

Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

- ¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!...

Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.

- Nadia-le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga té y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin té... El té es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "¡Vil!" También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

- ¡Dios mío, el óxido de carbono!-gime con una mueca de mártir-. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer... Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá... Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el título...

- ¡Mamá, agua!-grita la voz de su hijo.

- ¡Chist!-dice la madre-. Papá escribe. Chist...

Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: "¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!"

- ¡Chist!-rasguea la pluma.

- ¡Chist!-dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.

- ¡Oiga!-grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.

- Perdóneme-responde tímidamente Nicolaievich.

- ¡Chist! Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira al reloj.

- ¡Dios mío, ya son las tres!-gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:

- Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...

Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!

- Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme...-dijo al acostarse-. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!...

- ¡Ha escrito toda la noche!-cuchichea su mujer con gesto apurado-. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

- ¡Chist!-se oye a través de la casa-. ¡Chist!


 
hache,24.03.2004
¡Rayos!, que texto hermoso...
 
ameliarena,26.03.2004
Quiero colaborar con un relato, justamente el que menciona Dhingy.

LA TRISTEZA

ANTON CHEJOV

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeunte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...

-¿De veras?... ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

-No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchale.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.

-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,

acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos,

discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...

-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...

-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.

Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

-¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-¡Palabra de honor!

-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe

atipladamente.

-¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!

-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...

-¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es

insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-¿Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él

conversación.

-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha

convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.

-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,

acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,

irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

-Sí.

-Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?

Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...

Tras una corta pausa, Yona continúa:

-Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...

Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.

 
jroda75,26.03.2004
Maravilloso este homenaje. Chejov es genial, poco más puedo decir. Recuerdo con especial cariño "La dama del perrito" y "El álbum", por si alguien los encuentra.
 
ameliarena,26.03.2004
jroda75: Para que sigas recordándolo:

EL ALBUM



Autor: ANTON CHEJOV

El consejero administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
-Excelencia: Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran autoridad y paternal solicitud...
-Durante más de diez años-le sopló Zacoucine.
-Durante más de diez años... ¡Hum!... en este día memorable, nosotros, vuestros subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque vuestra noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la hora de la muerte, nos honréis con...
-Vuestras paternales enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso-añadió Zacoucine, enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente-. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que seguramente traía preparado.
-Y que-concluyó-vuestro estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo y de la conciencia social.
Por la mejilla izquierda de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.
-Señores-dijo con voz temblorosa-, no esperaba yo ésto, no podía imaginar que celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la muerte. Creedme, amigos míos, os aseguro que nadie os desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos vosotros...
Serlavis, actual consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo, que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después, calmándose un poco, dijo unas cuantas palabras más muy afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.
En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos y conocidos, le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiese sido una gran desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.
-Señores-dijo en el momento de los postres-, hace dos horas he sido indemnizado por todos los sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha llenado de emoción.
Todos los rostros se inclinaron sobre el álbum para verlo.
-¡Qué bonito es!-dijo Olga, la hija de Serlavis-. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!
Después de la comida, Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día siguiente arrancó los retratos de los funcionarios tirándolos al suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de pensión. Los uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo más que colorear recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de pie en una caja de cerillas y lo llevó colocado así al despacho de su padre.
-Papá, mira un monumento.
Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
-Anda, pilluelo, enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.
 
ameliarena,26.03.2004
La señora del perrito
[Cuento. Texto completo]
Anton Chejov

UNO

Un nuevo personaje había aparecido en la localidad: una señora con un perrito. Dmitri Dmitrich Gurov, que por entonces pasaba una temporada en Yalta, empezó a tomar algún interés en los acontecimientos que ocurrían. Sentado en el pabellón de Verney, vio pasearse junto al mar a una señora joven, de pelo rubio y mediana estatura, que llevaba una boina; un perrito blanco de Pomerania corría delante de ella.

Después la volvió a encontrar en los jardines públicos y en la plaza varias veces. Caminaba sola, llevando siempre la misma boina, y siempre con el mismo perrito; nadie sabía quién era y todos la llamaban sencillamente «la señora del perrito».

«Si está aquí sola, sin su marido o amigos, no estaría mal trabar amistad con ella», pensó Gurov.

Aún no había cumplido cuarenta años, pero tenía ya una hija de doce y dos hijos en la escuela. Se había casado joven, cuando era estudiante de segundo año, y por entonces su mujer parecía tener la mitad de edad que él. Era una mujer alta y tiesa, de cejas oscuras, grave y digna, y como ella misma decía, intelectual. Leía mucho, usaba un lenguaje rebuscado, llamaba a su marido no Dmitri, sino Dimitri, y él en secreto la consideraba falta de inteligencia, de ideas limitadas, cursi. Estaba avergonzado de ella y no le gustaba quedarse en su casa. Empezó por serle infiel hacía mucho tiempo -le fue infiel bastante a menudo-, y, probablemente por esta razón, casi siempre hablaba mal de las mujeres; y cuando se tocaba este asunto en su presencia, acostumbraba llamarlas «la raza inferior». Parecía estar tan escarmentado por la amarga experiencia, que le era lícito llamarlas como quisiera, y, sin embargo, no podía pasarse dos días seguidos sin «la raza inferior». En la sociedad de hombres estaba aburrido y no parecía el mismo; con ellos se mostraba frío y poco comunicativo; pero en compañía de mujeres se sentía libre, sabiendo de qué hablarles y cómo comportarse; se encontraba a sus anchas entre ellas aunque estuviese callado. En su aspecto exterior, su carácter y toda su naturaleza, había algo de atractivo que seducía a las mujeres predisponiéndolas en su favor; él sabía esto, y diríase también que alguna fuerza desconocida lo llevaba hacia ellas.

La experiencia, a menudo repetida, la cruda y amarga experiencia, le había enseñado hacía tiempo que con gente decente, especialmente gente de Moscú -siempre lentos e irresolutos para todo-, la intimidad, que al principio diversifica agradablemente la vida y parece una ligera y encantadora aventura, llega a ser inevitablemente un intrincado problema, y con el tiempo la situación se hace insoportable. Pero a cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta experiencia se le olvidaba, sentía ansias de vivir, y todo lo encontraba sencillo y divertido.

Una noche que estaba comiendo en los jardines, la señora de la boina llegó lentamente y se sentó a la mesa de al lado. La expresión de su rostro, su aire, el vestido y el peinado, le indicaron que era una señora, que estaba casada, que se encontraba en Yalta por primera vez y que estaba triste... Las historias inmorales, que se murmuran en sitios como Yalta, son la mayor parte mentira; Gurov las despreciaba, sabiendo que tales historias eran inventos, en su mayor parte, de personas que hubieran pecado tranquilamente, de haber tenido ocasión; pero cuando la señora del perro se sentó a la mesa de al lado, a tres pasos de él, recordó esas historias de conquistas fáciles, de excursiones a las montañas, y el tentador pensamiento de una dulce y ligera aventura amorosa, una novela con una mujer desconocida, cuyo nombre le fuese desconocido también, se apoderó súbitamente de su ánimo.

Llamó cariñosamente al pomeranio, y cuando el perro se acercó a él lo acarició con la mano. El pomeranio gruñó; Gurov volvió a pasarle la mano.

La señora miró hacia él bajando en seguida los ojos.

-No muerde -dijo, y se sonrojó.

-¿Le puedo dar un hueso? -preguntó Gurov; y como ella asintiera con la cabeza, volvió a decir cortésmente-. ¿Hace mucho tiempo que está usted en Yalta?

-Cinco días.

-Yo llevo ya quince aquí.

Un corto silencio siguió a estas palabras.

-El tiempo pasa de prisa, y sin embargo, ¡es tan triste esto! -dijo ella sin mirarlo.

-Es que se ha puesto de moda decir que esto es triste. Cualquier provinciano viviría en Belyov o en Lhidra sin estar triste, y cuando llega aquí exclama en seguida: «¡Qué tristeza! ¡Qué polvo!» ¡Cualquiera diría que viene de Granada!

Ella se echó a reír. Luego, ambos siguieron comiendo en silencio, como extraños; pero después de comer pasearon juntos y pronto empezó entre ellos la conversación ligera y burlona de dos personas que se sienten libres y satisfechas, a quienes no importa ni lo que van a hablar ni hacia dónde han de dirigirse. Pasearon y hablaron de la luz tan rara que había sobre el mar; el agua era de un suave tono malva oscuro y la luna extendía sobre ella una estela dorada. Hablaron del bochorno que hacía después de un día de calor. Gurov le contó que había venido de Moscú, en donde tomó el grado en Artes, pero que era empleado de un banco; que había estado como cantante en una compañía de ópera, abandonándola luego; que poseía dos casas en Moscú...

De ella supo que había sido educada en San Petersburgo, pero vivía en S. desde su matrimonio, hacía dos años, y que todavía pasaría un mes en Yalta, donde se le reuniría tal vez su marido, que también necesitaba unos días de descanso. No estaba muy segura de si su marido tenía un puesto en el Departamento de la Corona o en el Consejo Provincial, y esta misma ignorancia parecía divertirla.

También supo Gurov que se llamaba Ana Sergeyevna.

Más tarde, una vez en su cuarto, pensó en ella; pensó que volvería a encontrársela al día siguiente; sí, necesariamente se encontrarían. Al acostarse recordó lo que ella le contara de sus sueños de colegio: había estado en él hasta hacía poco, estudiando lecciones como una niña. Y Gurov pensó en su propia hija. Recordaba también su desconfianza, la timidez de su sonrisa y sus modales, su manera de hablar a un extraño. Debía ser ésta la primera vez en su vida que se encontraba sola, examinada con curiosidad e interés; la primera vez también que al dirigirse a ella creyó adivinar en las palabras de los demás secretas intenciones... Recordó su cuello esbelto y delicado, sus encantadores ojos grises.

«Algo hay de triste en esta mujer», pensó, y se quedó dormido.


DOS

Una semana había pasado desde que hicieron amistad. Era un día de fiesta. Dentro de las casas hacía bochorno, mientras que en la calle el viento formaba remolinos de polvo y tiraba el sombrero a los transeúntes. Era un día de sed, y Gurov entró varias veces en el pabellón y ofreció a Ana Sergeyevna jarabe y agua o un helado. Nadie sabía qué hacer.

Por la tarde, cuando el viento se calmó un poco, salieron a ver venir el vapor. Había muchas personas paseando por el puerto; se habían reunido para recibir a alguien y llevaban ramos de flores. Se notaban allí dos peculiaridades de la gente elegante de Yalta: las señoras mayores iban como muchachas y había muchos generales vestidos de uniforme.

A causa de lo alborotado que estaba el mar, el vapor llegó muy tarde, después de la puesta del sol, y tardó mucho tiempo en atracar al muelle. Ana Sergeyevna miró a través de sus impertinentes al vapor y a los pasajeros como esperando encontrar algún conocido, y al volverse hacia Gurov sus ojos brillaban. Habló mucho y preguntaba cosas desacordes, olvidando al poco rato lo que había preguntado; al hacer un movimiento con la mano dejó caer los impertinentes al suelo.

La gente empezaba a dispersarse; estaba demasiado oscuro para ver las caras de los que pasaban. El viento se había calmado por completo, pero Gurov y Ana Sergeyevna permanecían allí quietos como si esperasen ver salir a alguien más del vapor.

Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces Gurov la miró intensamente, rodeó su cuerpo con el brazo y la besó en los labios, mientras respiraba la frescura y fragancia de las flores; luego miró a su alrededor ansiosamente, temiendo que alguien lo hubiese visto.

-Vamos al hotel -dijo él dulcemente. Y ambos caminaron de prisa.

La habitación estaba cerrada y perfumada con la esencia que ella había comprado en el almacén japonés. Gurov miró hacia Ana Sergeyevna y pensó: ¡Cuán distintas personas encuentra uno en este mundo! Del pasado, conservaba recuerdos de mujeres ligeras, de buen fondo algunas, que lo amaban alegremente agradeciéndole la felicidad que él podía darles, por muy breve que fuese; de mujeres, como la suya, que amaban con frases superfluas, afectadas, histéricas, con una expresión que hacía sospechar que no era amor ni pasión, sino algo más significativo; y de dos o tres más, hermosas, frías, en cuyos rostros sorprendió más de una vez destellos de rapacidad, el deseo obstinado de sacar de la vida aún más de lo que ésta podía darles. Eran mujeres irreflexivas, dominantes, faltas de inteligencia y de edad ya madura; cuando Gurov empezaba a mostrarse frío con ellas, esta misma hermosura excitaba su odio, figurándosele que los encajes con que adornaban su ropa eran para él escalas.

Pero en el caso actual sólo había la timidez de la juventud inexperta, un sentimiento parecido al miedo; y todo esto daba a la escena un aspecto de consternación, como si alguien hubiera llamado de repente a la puerta. La actitud de Ana Sergeyevna -«la señora del perrito»- en todo lo sucedido tenía algo de peculiar, de muy grave, como si hubiera sido su caída; así parecía, y resultaba extraño, inapropiado. Su rostro languideció, y lentamente se le soltó el pelo; en esta actitud de abatimiento y meditación se asemejaba a un grabado antiguo: La mujer pecadora.

-Hice mal -dijo-. Ahora usted será el primero en despreciarme.

Sobre la mesa había una sandía. Gurov cortó una tajada y empezó a comérsela sin prisa. Durante cerca de media hora ambos guardaron silencio.

Ana Sergeyevna estaba conmovedora; había en ella la pureza de la mujer sencilla y buena que ha visto poco de la vida.

La luz de la bujía iluminando su rostro mostraba, sin embargo, que se sentía desgraciada.

-¿Cómo es posible que yo llegara a despreciarla? -preguntó Gurov-. No sabe usted lo que dice.

-Dios me perdone -dijo ella; y sus ojos se llenaron de lágrimas-. Es horrible -añadió.

-Parece que necesita usted ser perdonada.

-¿Perdonada? No. Soy una mala mujer; me desprecio a mí misma y no pretendo justificarme. No es a mi marido, es a mí a quien he engañado. Y esto no es de ahora, hace mucho tiempo que me estoy engañando. Mi marido podrá ser bueno y honrado, pero ¡es un lacayo! No sé qué es lo que hace allí ni en lo que trabaja; pero sé que es un lacayo. Yo tenía veinte años cuando me casé con él. He vivido atormentada por un sentimiento de curiosidad; necesitaba algo mejor. Debe de haber otra clase de vida, me decía a mí misma. Sentía ansias de vivir. ¡Vivir! ¡Vivir!... La curiosidad me abrasaba... Usted no me comprende, pero le juro a Dios que llegó un momento en que no pude contenerme; algo fuera de lo corriente debió ocurrirme; le dije a mi marido que estaba mala y me vine aquí... Y aquí he estado vagando de un lado para otro como una loca..., y ahora me veo convertida en una mujer vulgar, despreciable, a quien todos mirarán mal.

Gurov se sintió aburrido casi al escucharla.

Le irritaba el tono ingenuo con que hablaba y aquellos remordimientos tan inoportunos; a no ser por las lágrimas hubiera creído que estaba representado una comedia.

-No la entiendo a usted -dijo dulcemente-. ¿Qué es lo que quiere?

Ella ocultó su rostro en el pecho de él estrechándolo tiernamente.

-Créame, créame usted, se lo suplico. Amo la existencia pura y honrada, odio el pecado. Yo no sé lo que estoy haciendo. La gente suele decir: «El demonio me ha tentado». Yo también pudiera decir que el espíritu del mal me ha engañado.

-¡Chis! ¡Chis!... -murmuró Gurov.

Después la miró fijamente, la besó, hablándole con dulzura y cariño, y poco a poco se fue tranquilizando, volviendo a estar alegre, y acabaron por reírse los dos. Cuando salieron afuera no había un alma a orillas del mar. La ciudad, con sus cipreses, tenía un aspecto mortuorio, y las olas se deshacían ruidosamente al llegar a la orilla; cerca de ella se balanceaba una barca, dentro de la que parpadeaba soñolienta una linterna.

Encontraron un coche y lo tomaron; fueron en dirección de Oreanda.

-Al pasar por el vestíbulo he visto su apellido escrito en la lista: Von Diderits -dijo Gurov-. ¿Su marido de usted es alemán?

-No; creo que su abuelo sí lo era, pero él es ruso ortodoxo.

En Oreanda se sentaron silenciosos en un sitio no lejos de la iglesia y mirando hacia el mar. Yalta apenas era visible a través de la bruma matinal; blancas nubes permanecían quietas en lo alto de las montañas. No se movía una hoja; en los árboles cantaban las cigarras, y sólo llegaba a ellos desde abajo el cavernoso y monótono ruido de las olas hablando de paz, de ese sueño eterno que a todos nos espera. Del mismo modo debía oírse cuando ni Yalta ni Oreanda existían; así se oye ahora, y se oirá con la misma monotonía cuando ya no vivamos. Y en esta constancia, en esta completa indiferencia para la vida y la muerte de cada uno de nosotros, ahí se oculta tal vez la garantía de nuestra eterna salvación, del movimiento incesante de la vida sobre el mundo, del progreso hacia la perfección. Sentado al lado de una mujer joven que en la luz del amanecer parecía tan encantadora, acariciada e idealizada por los mágicos alrededores -el mar, las montañas, las nubes, el cielo azul-, Gurov pensó lo hermoso que es todo en el mundo cuando se refleja en nuestro espíritu: todo, menos lo que pensamos o hacemos cuando olvidamos nuestra dignidad y los altos designios de nuestra existencia.

Un hombre pasó cerca de ellos -un guarda, probablemente-, los miró, y siguió adelante.

Y este detalle les parecía misterioso y lleno de encanto también. Luego vieron un vapor que venía de Teodosia, cuyas luces brillaban confundidas con las del amanecer.

-Hay gotas de rocío sobre la hierba -dijo Ana Sergeyevna después de un silencio.

-Sí. Es hora de volver a casa. Y se volvieron a la ciudad.

Desde entonces volvieron a verse todos los días a las doce; comían juntos, se paseaban, contemplaban el mar. Ella se quejaba de dormir mal, sentía palpitaciones en el corazón; le hacía las mismas preguntas, interrumpidas a veces por celos, otras por el miedo de que Gurov no la respetara bastante. Y a menudo, en los jardines, a orillas del agua, cuando se encontraban solos, él la besaba apasionadamente. Aquella vida reposada, aquellos besos en pleno día mientras miraba alrededor por temor de ser visto, el calor, el olor del mar y el continuo ir y venir de gente desocupada, perfumada, bien vestida, hicieron de Gurov otro hombre. Encontraba a Ana Sergeyevna hermosa, fascinadora, y así se lo repetía a ella. Se volvió impaciente y apasionado hasta el punto de no querer separarse de su lado, y ella, mientras tanto, seguía pensativa y continuamente le decía que no la respetaba bastante, que no la amaba lo más mínimo, y que seguramente pensaría de ella como de una mujer cualquiera. Todos los días a la caída de la tarde se iban en coche fuera de Yalta, a Oreanda o a la cascada, y estos paseos eran siempre un triunfo para ellos; la escena les impresionaba invariablemente como algo magnífico y hermosísimo.

Esperaban al marido, que debía venir pronto; pero un día llegó una carta en la que anunciaba que se encontraba mal y suplicaba a su esposa que volviera cuanto antes. Ana Sergeyevna se preparó, pues, a marcharse.

-Es una buena cosa el que yo me vaya -le dijo a Gurov-. «¡Es el dedo del destino!»

El día de la marcha, Gurov la acompañó en el coche. Cuando llegaron al tren y sonó la segunda campanada, Ana Sergeyevna le dijo:

-¡Déjame mirarte una vez más... otra vez! Así, ya está.

No lloraba, pero en su rostro se reflejaba tal tristeza que parecía enferma, los labios le temblaban.

-Me acordaré de ti siempre..., pensaré siempre en ti -dijo-. Que Dios te proteja; sé feliz. No pienses nunca mal de mí. Nos separamos para no volvernos a ver más; así debe ser, porque nunca debimos habernos encontrado. Que Dios sea contigo, adiós.

El tren partió rápido, sus luces desaparecieron pronto de la vista, y un minuto más tarde no se oía ni el ruido, como si todo hubiera conspirado para hacer terminar lo antes posible aquel dulce delirio, aquella locura. Solo, en el andén, mirando hacia donde el tren desapareció, Gurov escuchó el chirrido de las cigarras, el zumbido de los hilos del telégrafo, y le pareció que acababa de despertarse. Y meditó sobre este episodio de su vida que también tocaba a su fin, y del que sólo el recuerdo quedaba... Se sintió conmovido, triste y con remordimientos. Aquella mujer, que nunca más volvería a encontrar, no fue feliz con él, porque aunque la trató con afecto y cariño, hubo siempre en sus maneras, en sus caricias, una ligera sombra de ironía, la grosera condescendencia de un hombre feliz que, además, le doblaba la edad. Ana Sergeyevna lo llamó siempre bueno, distinto de los demás, sublime a veces...; constantemente se había mostrado a ella como no era en realidad, sin intención la había engañado.

Un vago perfume de otoño se dejaba ya sentir en la atmósfera, hacía una tarde fría y triste.

-Es hora de que me marche al Norte -pensó Gurov al dejar el andén-. ¡Sí, ya es hora!



TRES

En su casa de Moscú lo encontró todo en plan de invierno; las estufas estaban encendidas, y por las mañanas aún era oscuro cuando sus hijos tomaban el desayuno para irse al colegio, tanto que la niñera tenía que encender la luz un rato. Habían empezado las heladas. Cuando cae la primera nieve y aparecen los primeros trineos es agradable ver la tierra blanca, los blancos tejados, exhalar el tibio aliento, y la estación trae a la memoria los años juveniles. Las viejas limas y abedules, cubiertos de escarcha, tienen una expresión simpática y están más cerca de nuestro corazón que los cipreses y las palmas. Junto a ellos se olvidan el mar y las montañas.

Gurov había nacido en Moscú; llegó a él en un bello día de nieve, y al ponerse su abrigo de pieles y sus guantes, al pasearse por Petrovka, al oír el domingo por la tarde el sonido de las campanas, olvidó el encanto de su reciente aventura y del sitio que dejara. Poco a poco se absorbió en la vida de Moscú; leía con avidez los periódicos ¡y declaraba que los leía sin fundamento! En seguida sintió un deseo irresistible de ir a los restaurantes, a los clubes, a las comidas, aniversarios y fiestas; se sintió orgulloso de hablar y discutir con célebres abogados, con artistas, de jugar a las cartas con algún profesor en el club de doctores. Ya podía hasta comer un plato de pescado salado o una col...

Al cabo de un mes, le pareció que la imagen de Ana Sergeyevna había de cubrirse de una bruma en su memoria y visitarlo en sueños de cuando en cuando, con una sonrisa, como hacían otras. Pero pasó más de un mes, llegó el verdadero invierno, y recordaba todo aquello tan claramente como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna el día antes. Estos recuerdos, lejos de morir, se avivaron con el tiempo. En la tranquilidad de la tarde, al oír las palabras de los niños estudiando en alta voz, el sonido del piano en un restaurante, o el ruido de tormenta que llegaba por la chimenea, volvía de repente todo a su memoria: lo ocurrido en el muelle la mañana de niebla junto a las montañas, el vapor que volvía de Teodosia y los besos. Gurov se levantaba entonces y paseaba por su habitación recordando y sonriendo; luego, sus recuerdos se convertían en ilusiones, y en su fantasía el pasado se mezclaba con el porvenir. Ana Sergeyevna no lo visitaba ya en sueños, lo seguía por todas partes como una sombra, como un fantasma. Al cerrar los ojos la veía como si estuviese viva delante de él, y Gurov la encontraba más encantadora, más joven, más tierna de lo que en realidad era, imaginándosela aún más hermosa de lo que estaba en Yalta. Por la tarde, Ana Sergeyevna lo miraba desde el estante de los libros, desde el hogar de la chimenea; desde cualquier rincón oía su respiración y el roce acariciador de sus faldas. En la calle miraba a todas las mujeres buscando alguna que se pareciese a ella.

Un deseo intenso de comunicar a alguien sus ideas lo atormentaba. Pero en su casa era imposible hablar de su amor, y fuera de ella tampoco tenía a nadie; ni a sus compañeros de oficina ni a ninguno en el banco podía contárselo. ¿De qué iba a hablar entonces? Pero ¿es que había estado enamorado? ¿Hubo algo de poético, de edificante, simplemente de interés en sus relaciones con Ana Sergeyevna? Y todo se le volvía hablar vagamente de amor, de mujer, y nadie sospechaba nada; sólo su esposa fruncía el entrecejo y decía:

-No te va el papel de conquistador, Dimitri.

Una tarde, al volver del club de doctores con un oficial, con el que había estado jugando a las cartas, no se pudo contener y le dijo:

-¡Si supieras la mujer tan fascinadora que conocí en Yalta!

El oficial entró en su trineo, y se iba ya, pero se volvió de pronto exclamando:

-¡Dmitri Dmitrich!

-¿Qué?

-¡Tenías razón esta tarde: el esturión era demasiado fuerte!

Aquellas palabras tan corrientes llenaron a Gurov de indignación, encontrándolas degradantes y groseras. ¡Qué modo tan salvaje de hablar! ¡Qué noches más estúpidas, qué días más faltos de interés! El afán de las cartas, la glotonería, la bebida, el continuo charlar siempre sobre lo mismo. Todas estas cosas absorben la mayor parte del tiempo de muchas personas, la mejor parte de sus fuerzas, y al final de todo eso, ¿qué queda?: una vida servil, acortada, trivial e indigna, de la que no hay medio de salir, como si se estuviera encerrado en un manicomio o una prisión.

Gurov no durmió en toda la noche, tan lleno de indignación estaba. Al día siguiente se levantó con dolor de cabeza. Y a la otra noche volvió a dormir mal; se sentó en la cama, pensando; luego se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Estaba harto de sus hijos, del banco, y sin ganas de ir a ningún sitio ni de ver a nadie.

En las vacaciones de diciembre se preparó para un viaje; le dijo a su mujer que iba a San Petersburgo a un asunto de un amigo y se marchó a S. ¿Para qué? Ni él mismo lo sabía. Sentía necesidad de ver a Ana Sergeyevna y de hablarle; a ser posible, arreglar una entrevista con ella.

Llegó a S. por la mañana y tomó el mejor cuarto del hotel; un cuarto con una alfombra gris en el suelo, y un tintero gris de polvo sobre la mesa, adornado con una figura a caballo que tenía el sombrero en la mano. El portero del hotel le informó necesariamente: Von Diderits vivía en una casa de su propiedad en la calle antigua de Gontcharny; no estaba lejos del hotel. Era rico y vivía a lo grande, tenía caballos propios; todo el mundo lo conocía en la ciudad. El portero pronunciaba «Dridirits».

Gurov se encaminó sin prisa a la calle de Gontcharny y encontró la casa. Enfrente de ella se extendía una larga valla gris adornada con clavos.

-Dan ganas de echar a correr al ver este demonio de valla -pensó Gurov, mirando desde allí a las ventanas de la casa y viceversa.

Luego recapacitó: era día de fiesta y probablemente el marido estaría en casa. De todos modos era una falta de tacto entrar en la casa y sorprenderla. Si le mandaba una carta, podía caer en manos del esposo y todo se echaría a perder. Lo mejor de todo era esperar una ocasión, y empezó a pasearse arriba y abajo por la calle esperando esa ocasión. Vio a un mendigo que se acercaba a la verja y a unos perros que salieron a ladrarle; una hora más tarde oyó débil e indistinto el sonido de un piano. Ana Sergeyevna debía tocar probablemente. De repente, se abrió la puerta, y una mujer vieja, acompañada del blanco y familiar pomeranio, salió de la casa. Gurov estuvo a punto de llamar al perro, pero empezó a latirle violentamente el corazón, y en su excitación no pudo recordar el nombre.

Siguió paseándose y midiendo la empalizada gris una y otra vez, y entonces le dio por pensar que Ana Sergeyevna lo había olvidado y se estaba a aquellas horas divirtiendo con otro, lo cual, al fin y al cabo, era natural en una mujer joven, que no tenía otra cosa que mirar desde por la mañana hasta la noche más que aquella condenada valla. Se volvió a su cuarto del hotel y estuvo largo rato sentado en el sofá sin saber qué hacer; luego comió y durmió bastante tiempo.

-¡Qué estúpido! -exclamó al despertarse y mirar por la ventana-. Sin venir a qué, me he quedado dormido y ahora ya es de noche; ¿qué hago?

Se sentó en la cama, que estaba cubierta por una colcha gris como las de los hospitales, y empezó a burlarse de sí mismo; sentía un fastidio terrible.

-¡Al diablo la señora del perro y la dichosa aventura! En buen lío te has metido, Gurov...

Aquella mañana le había llamado la atención un cartel con letras muy grandes. La Geisha iba a ser representada por primera vez. Al recordar esto, se vistió y se marchó al teatro.

-Es posible que ella vaya a la primera representación -pensó.

El teatro estaba lleno. Como en todos los de provincia, había una atmósfera muy pesada, una especie de niebla que flotaba sobre las luces; por las galerías se oía el rumor de la gente; en la primera fila, los pollos elegantes de la localidad estaban de pie mirando a la gente, antes de levantarse el telón. En el palco del gobernador, su hija, adornada con una boa, ocupaba el primer sitio, mientras que él, oculto modestamente detrás de la cortina, sólo dejaba visible las manos. La orquesta empezó a afinar los instrumentos; el telón se levantó.

Seguía entrando gente que iba a ocupar sus sitios, y Gurov los miraba uno a uno con ansia.

Ana Sergeyevna llegó también. Se sentó en la tercera fila y Gurov sintió que su corazón se contraía al mirarla; comprendió entonces claramente que para él no había en todo el mundo ninguna criatura tan querida como aquélla; aquella mujercita sin atractivos de ninguna clase, perdida en la sociedad de provincia, con sus vulgares impertinentes, llenaba toda su vida; era su pena y su alegría, la única felicidad que ambicionaba, y al oír la música de la orquesta y el sonido de los pobres violines provincianos, pensó cuán encantadora era. Pensó, y soñó...

Un hombre joven, con patillas, alto y encorvado, llegó con Ana Sergeyevna y se sentó a su lado; inclinaba la cabeza a cada paso y parecía estar continuamente haciendo reverencias. Debía ser sin duda el esposo, que una vez en Yalta, en una exclamación de amargura llamó ella lacayo; sonreía almibaradamente y en el ojal de la chaqueta llevaba una insignia o distinción que recordaba el número de un criado.

En el primer descanso el marido se salió fuera a fumar y Ana Sergeyevna se quedó sola en su butaca. Gurov se acercó a ella y con voz temblorosa y una sonrisa forzada le dijo:

-Buenas noches.

Al volver la cabeza y encontrarse con él, Ana Sergeyevna se puso intensamente pálida, lo miró otra vez, horrorizada casi, y estrujó el abanico y los impertinentes entre las manos como luchando para no desmayarse. Los dos guardaban silencio. Ella seguía sentada, él de pie, asustado por la confusión que su presencia le produjo, y no atreviéndose a sentarse a su lado.

Los violines y la flauta empezaron a sonar, y de repente Gurov sintió como si de todos los palcos los estuvieran mirando. Ana Sergeyevna se levantó, marchando rápida hacia la puerta; siguió él, y ambos empezaron a andar sin saber adónde iban, a través de pasillos, bajando y subiendo escaleras, viendo desfilar ante sus ojos uniformes escolares, civiles, militares, todos con insignias. Al pasar, veían señoras, abrigos de piel colgados en las perchas, y el aire les traía olor a tabaco viejo. Y Gurov, cuyo corazón latía con violencia, pensó:

«¡Cielos! ¿Para qué habrá aquí esta gente y esa orquesta?»

Y recordó en aquel instante cuando, después de marcharse Ana Sergeyevna de Yalta, creyó él que todo había terminado y que no volverían a encontrarse más. Pero ¡cuán lejos estaban del final!

Al pie de una escalera estrecha y sombría, sobre la que se leía: «Paso al anfiteatro», se pararon.

-¡Cómo me has asustado! -exclamó ella sin respiración casi, todavía pálida y como agobiada-. ¡Oh, cómo me has asustado! Estoy medio muerta. ¿Por qué has venido? ¿Por qué?...

-Pero escúchame, Ana, escúchame... -repetía Gurov rápidamente y en voz baja-. Te suplico que me escuches...

Ella lo miraba con temor mezclado de amor y de súplica; lo miraba intensamente como si quisiera grabar sus facciones más profundamente en su memoria.

-¡Soy tan desgraciada! -siguió diciendo sin escucharle-. No he hecho más que pensar en ti todo el tiempo; no vivo más que para eso. Y, sin embargo, necesitaba olvidar, olvidar; pero ¿por qué?, ¡ah!, ¿por qué has venido?...

En el piso de arriba dos colegiales fumaban mirando hacia abajo, pero a Gurov no le importaba nada; atrayendo hacia sí a Ana Sergeyevna empezó a besarle la cara, las mejillas y las manos.

-¡Qué estás haciendo, qué estás haciendo! -gritaba ella con horror apartándolo de sí-. Estamos locos. Vete; vete ahora mismo... Te lo pido por lo que más quieras... Te lo suplico... ¡Que viene gente!

Alguien subía por las escaleras.

-Es preciso que te vayas -siguió diciendo Ana Sergeyevna, y su voz parecía un susurro-. ¿Oyes, Dmitri Dmitrich? Iré a verte a Moscú. Nunca he sido feliz; ahora lo soy menos todavía, ¡y nunca, nunca seré dichosa!... No me hagas sufrir más. Te juro que iré a Moscú. Pero ahora separémonos, mi amado Gurov, no hay más remedio.

Estrechó su mano y empezó a bajar las escaleras muy de prisa volviendo atrás la cabeza; y en sus ojos pudo ver él que realmente era desgraciada. Gurov esperó un poco más, escuchó hasta que dejó de oírse el rumor de sus pasos, y entonces fue a buscar su abrigo v se marchó del teatro.


CUATRO

Y Ana Sergeyevna empezó a ir a verlo a Moscú. Cada dos o tres meses abandonaba S. diciendo a su esposo que iba a consultar a un doctor acerca de un mal interno que sentía. Y el marido le creía y no le creía. En Moscú paraba en el hotel del Bazar Eslavo, y desde allí enviaba a Gurov un mensajero con una gorra encarnada. Gurov la visitaba y nadie en Moscú lo sabía.

Una mañana de invierno se dirigía hacia el hotel a verla (el mensajero llegó la noche anterior). Iba con él su hija, a quien acompañaba al colegio. La nieve caía en grandes copos blancos.

-Hay tres grados sobre cero y, sin embargo, nieva -dijo Gurov a su hija-. Sólo hay deshielo en la superficie de la tierra; a mucha más altura de la atmósfera la temperatura es distinta completamente.

-¿Y por qué no hay tormentas en invierno, papá?

Y le explicó esto también.

Hablaba pensando que iba a verla a «ella», que nadie lo sabía y probablemente no se enterarían nunca. Tenía dos vidas: una franca, abierta, vista y conocida de todo el que quisiera, llena de franqueza relativa y relativa falsedad, una vida igual a la que llevaban sus amigos y conocidos; y otra que se deslizaba en secreto. Y a través de circunstancias extrañas, quizá accidentales, resultaba que cuanto había en él de verdadero valor, de sinceridad, todo lo que formaba el fondo de su corazón estaba oculto a los ojos de los demás; en cambio, cuanto había en él de falso, el estuche en que solía esconderse para ocultar la verdad -como, por ejemplo, su trabajo en el banco, sus discusiones en el club, aquello de la «raza inferior», su asistencia acompañado de su mujer a aniversarios y fiestas-, todo eso lo hacía delante de todo el mundo. Desde entonces juzgó a los otros por sí mismo, no creyendo en lo que veía y pensando siempre que cada hombre vive su verdadera vida en secreto, bajo el manto de la noche. La personalidad queda siempre ignorada, oculta, y tal vez por esta razón el hombre civilizado tiene siempre interés en que sea respetada.

Después de dejar a su hija en el colegio, Gurov se dirigió al Bazar Eslavo. Se quitó abajo el abrigo de pieles, subió las escaleras y llamó a la puerta. Ana Sergeyevna, vestida con su traje gris favorito, exhausta por el viaje y la espera, lo aguardaba desde la noche anterior. Estaba pálida; lo miró sin sonreír, y apenas había entrado se arrojó en sus brazos. Fue su beso lento, prolongado, como si hiciera años que no se veían.

-Y bien, ¿qué tal lo vas pasando allí? -preguntó Gurov-. ¿Qué noticias traes?

-Espera; ahora te contaré..., no puedo hablar.

Y no podía; estaba llorando. Se volvió de espaldas a él llevándose el pañuelo a los ojos.

«La dejaremos llorar. Me sentaré y esperaré», pensó Dmitri; y se sentó en una butaca.

Mientras tanto, llamó al timbre y pidió que le trajeran té. Ana Sergeyevna seguía de espaldas a él mirando por la ventana. Lloraba de emoción, al darse cuenta de lo triste y dura que era la vida para ambos; sólo podían verse en secreto, ocultándose de todo el mundo, como ladrones. Sus vidas estaban destrozadas.

-¡Ven, cállate! -dijo Gurov.

Para él era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse; que no podía encontrarle fin. Ana Sergeyevna cada vez lo quería más. Lo adoraba y no había que pensar en decirle que aquello se acabaría alguna vez; por otra parte, no lo hubiera creído.

Se levantó a consolarla con alguna palabra de cariño, apoyó las manos en sus hombros y en aquel momento se vio en el espejo.

Empezaba a blanquearle la cabeza. Y le pareció raro haber envejecido tan rápida y tontamente durante los últimos años. Aquellos hombros sobre los que reposaban sus manos eran jóvenes, llenos de vida y calor, temblaban.

Sintió compasión por aquella vida todavía tan joven, tan encantadora, pero probablemente no lejos de marchitarse como la suya. ¿Por qué lo amaba ella tanto? Siempre había parecido a las mujeres distinto de como era en realidad; amaban, no a él mismo, sino al hombre que se habían forjado en su imaginación, a aquel a quien con ansia buscaran toda la vida; y después, al notar su engaño, lo seguían amando lo mismo. Sin embargo, ninguna fue feliz con él. El tiempo pasó, hizo amistad con ellas, vivió con algunas, se separó luego, pero nunca había amado; sería lo que quisiera, pero no era amor.

Y he aquí que ahora, cuando su cabeza empezaba a blanquear, se había realmente enamorado por primera vez en su vida.

Ana Sergeyevna y él se amaban como algo muy próximo y querido, como marido y mujer, como tiernos amigos; habían nacido el uno para el otro y no comprendían por qué ella tenía un esposo y él una esposa. Eran como dos aves de paso obligadas a vivir en jaulas diferentes. Olvidaron el uno y el otro cuanto tenían por qué avergonzarse en el pasado, olvidaron el presente, y sintieron que aquel amor los había cambiado.

Otras veces, en momentos de depresión moral, Gurov se había reconfortado a sí mismo con razonamientos de alguna clase; pero ahora no le preocupaban estas cosas; sentía profunda compasión, necesidad de ser sincero y tierno...

-No llores, querida -le dijo-. Ya has llorado bastante, vamos... Ven y hablaremos un poco, arreglaremos algún plan.

Entonces discutieron sobre la necesidad de evitar tanto secreto, el tener que vivir en ciudades diferentes y verse tan de tarde en tarde. ¿Cómo librarse de aquel intolerable cautiverio?...

-¿Cómo? ¿Cómo? -se preguntaba Gurov con la cabeza entre las manos-. ¿Cómo?...

Y parecía como si dentro de pocos momentos todo fuera a solucionarse y una nueva y espléndida vida empezara para ellos; y ambos veían claramente que aún les quedaba un camino largo, largo que recorrer, y que la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar.



 
hache,28.03.2004
venir a este foro es un remanso.gracias a quienes se ocupan de alimentarle para nuestro placer
 
AleydaAime,28.03.2004
Aqui esta otro hermoso.

bUNA PEQUEÑEZ

ANTON CHEJOV/b

Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Pertersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún -treinta y dos años-, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo, y las que las seguían sucedíanse sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

-¡Buenas noches, Nicolás Ilich! -le dijo una voz infantil-. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Roca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

-¡Buenas noches, amigo! -contestó Beliayev-. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

-Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...

Beliayev, para matar el tiempo, se puso a observar la faz del niño. Hasta entonces, en todo el tiempo que llevaba en relaciones íntimas con Olga Ivanovna, casi no se había fijado en él, no dándole más importancia que a cualquier mueble insignificante.

Ahora, en las tinieblas del anochecer, la frente pálida de Alecha y sus ojos negros recordábanle a la Olga Ivanovna del principio de la novela. Y quiso mostrarle un poco de afecto al chiquillo.

-¡Ven aquí, bicho! -le dijo- Déjame verte más de cerca.

El chiquillo saltó del sofá y corrió al canapé.

-Bueno -comenzó Beliayev, poniéndole una mano en el hombro.- ¿Cómo te va?

-Le diré a usted... Antes me iba mejor.

-¿Y eso?

-Es muy sencillo. Antes, mi hermana y yo leíamos y tocábamos el piano, y ahora nos obligan a aprendernos de memoria poesías francesas... ¿Se ha cortado usted el pelo hace poco?

-Sí, hace unos días.

-¡Ya lo veo! Tiene usted la perilla más corta. ¿Me deja usted tocársela?... ¿No le hago daño?...

-¿Por qué cuando se tira de un solo pelo duele y cuando se tira de todos a la vez casi no se siente?

El chiquillo empezó a jugar con la cadena del reloj de su interlocutor y prosiguió:

-Cuando yo sea colegial, mamá me comprará un reloj. Y le diré que también me compre una cadena como esta. ¡Queé dije más bonito! Como el de papá... Papá lleva en el dije un retratito de mamá... La cadena es mucho más larga que la de usted...

-¿Y tú cómo lo sabes? ¿Ves a tu papá?

-¿Yo?... No... Yo...

Alecha se puso colorado y se turbó mucho, como un hombre cogido en una mentira.

Beliayev lo miró fijamente, y le preguntó:

-Ves a papá..., ¿verdad?

-No, no... Yo...

-Dímelo francamente, con la mano sobre el corazón. Se te conoce en la cara que ocultas la verdad. No seas taimado. Le ves, no lo niegues... Háblame como a un amigo.

Alecha reflexiona un poco.

-¿Y usted no se lo dirá a mamá?

-¡Claro que no! No tengas cuidado.

-¿Palabra de honor?

-¡Palabra de honor!

-¡Júramelo!

-¡Dios mío, qué pesado eres! ¿Por quién me tomas?

Alecha miró a su alrededor, abrió mucho los ojos y susurró:

-Pero, ¡por Dios, no le diga usted nada a mamá! Ni a nadie, porque es un secreto. Si mamá se entera, yo, Sonia y Pelagueya, la criada, nos la ganaremos. Pues bien, oiga usted: yo y Sonia nos vemos con papá los martes y los viernes. Cuando Pelagueya nos lleva de paseo vamos a la confitería Aspel, donde nos espera papá en un cuartito aparte. En el cuartito que hay una mesa de mármol y encima un cenicero que representa una oca.

-¿Y qué hacéis allí?

-Nada. Primero nos saludamos, luego nos sentamos todos a la mesa y papá nos convida a café y a pasteles. A Sonia le gustan los pastelillos de carne, pero yo dos detesto. Prefiero los de col y los de huevo. Como comemos mucho, cuando volvemos a casa no tenemos gana. Sin embargo, cenamos, para que mamá no sospeche, nada.

-¿De qué habláis con papá?

-De todo. Nos acaricia, nos besa, nos cuenta cuentos. ¿Sabe usted? Y dice que cuando seamos mayores nos llevará a vivir con él. Sonia no quiere; pero yo sí. Claro que me aburriré sin mamá; pero podré escribirle cartas. Y hasta podré venir a verla los días de fiesta, ¿verdad? Papá me ha prometido comprarme un caballo. ¡Es más bueno! No comprendo cómo mamá no le dice que se venga a casa y no quiere ni que le veamos. Siempre nos pregunta cómo está y qué hace. Cuando estuvo enferma y se lo dijimos, se cogió la cabeza con las dos manos..., así..., y empezó a ir y venir por la habitación como un loco... Siempre nos aconseja que obedezcamos y respetemos a mamá... Diga usted: ¿es verdad que somos desgraciados?

-¿Por qué?

-No sé; papá lo dice: «Sois unos desgraciadas -nos dice-, y mamá, la pobre, también, y yo; todos nosotros.» Y nos suplica que recemos para que Dios nos ampare.

Alecha calló y se quedó meditabundo. Reinó un corto silencio.

-¿Conque sí? -dijo, al cabo, Beliayev-. ¿Conque celebráis mítines en las confiterías? ¡Tiene gracia! ¿Y mamá no sabe nada?

-¿Cómo lo va a saber? Pelagueya no dirá nada... ¡Ayer nos dio papá unas peras!... Estaban dulces como la miel. Yo me comí dos...

-Y dime... ¿Papá no habla de mí?

-¿De usted? Le aseguro...

El chiquillo miró fijamente a Beliayev, y concluyó:

-Le aseguro que no habla nada de particular.

-Pero, ¿por qué no me lo cuentas?

-¿No se ofenderá usted?

-¡No, tonto! ¿Habla mal?

-No; pero... está enfadado con usted. Dice que mamá es desgraciada por culpa de usted; que usted ha sido su perdición. ¡Qué cosas tiene papá! Yo le aseguro que usted es bueno y muy amable con mamá; pero no me cree, y, al oírme, balancea la cabeza.

-¿Conque afirma que yo he sido la perdición...?

-Sí. ¡Pero no se enfade usted, Nicolás Ilich!

Beliayev se levantó y empezó a pasearse por el salón.

-¡Es absurdo y ridículo! -balbuceaba, encogiéndose de hombros y con una sonrisa amarga-. Él es el principal culpable y afirma que yo he sido la perdición de Olga. ¡Es irritante!

Y, dirigiéndose al chiquillo, volvió a preguntar:

-¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

-Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.

-¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.

Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.

-¡Claro! -murmuraba- ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!

-¿Qué hablas? -preguntó Olga Ivanovna.

-¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos sois unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

-No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

-Pregúntale a este caballerito -dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

-¡Nicolás Ilich!-balbuceó-, le suplico...

Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

-¡Pregúntale!-prosiguió este- La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho vuestra felicidad...

-¡Nicolás Ilich! -gimió Alecha-, usted me había dado su palabra de honor...

-¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

-Pero dime -preguntó Olga, con las lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo-: ¿te vas con papá? No comprendo...

Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.

-¡No es posible! -exclama su madre-. Voy a preguntarle a Pelagueya.

Y salió.

-¡Usted me había dado su palabra de honor...! -dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin mas preocupación que la de su amor propio herido.

Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo le habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.
 
albertoccarles,30.03.2004
Hermosos cuentos de Chéjov. Sugiero pongan textos más cortos de él.
Imperdibles, a mi juicio:
La mujer del Boticario
Una bromita
Entre chiquillos
El camaleón
Cirugía
La corista
Ana colgada al cuello
 
ameliarena,30.03.2004
La mujer del boticario
[Cuento. Texto completo]
Anton Chejov

La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.

Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja, conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.

-Huele a botica -dice el oficial delgado-. ¡Claro..., como que es una botica...! ¡Ah...! ¡Ahora que me acuerdo... la semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada...! Con una como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.

-Si... -dice con voz de bajo el gordo-. Ahora la botica está dormida... La boticaria estará también dormida... Aquí, Obtesov, hay una boticaria muy guapa.

-La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá querer a ese de la quijada? ¿Será posible?

-No. Seguramente no lo quiere -suspira el doctor con expresión de lástima hacia el boticario-. ¡Ahora, guapita..., estarás dormida detrás de esa ventana...! ¿No crees, Obtesov? Estará con la boquita entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto boticario no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de lejía es lo mismo.

-Oiga, doctor... -dice el oficial, parándose- ¿ Y si entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.

-¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?

-¿Y qué...? También por la noche tienen obligación de despachar. Anda, amigo... Vamos.

-Como quieras.

La boticaria, escondida tras los visillos, oye un fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los zapatos y corre a la botica.

A través de la puerta de cristal, se distinguen dos sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado Obtesov entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.

-¿Qué desean ustedes? -pregunta la boticaria, ajustándose el vestido.

-Denos... quince kopeks de pastillas de menta.

La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.

-Es la primera vez que veo a una señora despachando en una botica -dice el médico.

-¡Qué tiene de particular! -contesta la boticaria mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov-. Mi marido no tiene ayudantes, por lo que siempre lo ayudo yo.

-¡Claro...! Tiene usted una botiquita muy bonita... ¡Y qué cantidad de frascos distintos..! ¿No le da miedo moverse entre venenos...? ¡ Brrr...!

La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al médico. Obtesov saca los quince kopeks. Trascurre medio minuto en silencio... Los dos hombres se miran, dan un paso hacia la puerta y se miran otra vez.

-Deme diez kopeks de sosa -dice el médico.

La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin vida, extiende la mano hacia el estante.

-¿No tendría usted aquí, en la botica, algo...? -masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos-. Algo... que resultara como un símbolo de algún líquido vivificante...? Por ejemplo, agua de seltz. ¿Tiene usted agua de seltz?

-Si, tengo -contesta la boticaria.

-¡Bravo...! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un hada...! ¿Podría darnos tres botellas...?

-La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.

-¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche... ¿no oye usted un ronquido? Es el propio señor boticario, que duerme.

Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva, está encendida y algo agitada.

-¡Chis! -dice Obtesov cuando al abrir las botellas deja caer el sacacorchos-. No haga tanto ruido, que se va a despertar su marido.

-¿Y qué importa que se despierte?

-Es que estará dormido tan tranquilamente... soñando con usted... ¡A su salud! ¡Bah...! -dice con su voz de bajo el médico, después de eructar y de beber agua de seltz-. ¡Eso de los maridos es una historia tan aburrida...! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos. ¡Oh, si a esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!

-¡Qué cosas tiene! -ríe la boticaria.

-Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo, vender el vino como medicamento. Y vinum gallicum rubrum..., ¿tiene usted?

-Sí, lo tenemos.

-Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo...! ¡Tráigalo!

-¿Cuánto quieren?

-¡Cuantum satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No es verdad? Primero con agua, y después, per se.

-El médico y Obtesov se sientan al lado del mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.

-¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!

-Pero con una presencia así... parece un néctar.

-¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con el pensamiento.

-Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el pensamiento -dice Obtesov-. ¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!

-¡Déjese de tonterías! -dice la señora Chernomordik, sofocándose y poniendo cara seria.

-Pero ¡qué coqueta es usted...! -ríe despacio el médico, mirándola con picardía-. Sus ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.

La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh...! Ya está alegre, ya toma parte en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.

-Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a menudo a la ciudad desde el campamento -dice-, porque esto, si no, es de un aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!

-Lo creo -se espanta el médico-. ¡Una niña tan bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué maravillosamente bien lo dijo Griboedov! "¡Al rincón recóndito! ¡Al Saratov...!" Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de haberla conocido..., encantadísimos... ¿Qué le debemos?

La boticaria alza los ojos al techo y mueve los labios durante largo rato.

-Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks -dice.

Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera, revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.

-Su marido estará durmiendo tranquilamente... estará soñando... -balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.

-No me gusta oír tonterías.

-¿Tonterías? Al contrario... Éstas no son tonterías... Hasta el mismo Shakespeare decía: "Bienaventurado aquel que de joven fue joven..."

-¡Suelte mi mano!

Por fin, los compradores, tras larga charla, besan la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué? Su corazón late, le laten las sienes también... ¿Por qué...? Ella misma no lo sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en voz baja fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por delante de la botica... Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.

La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que dice:

-¿Qué...? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que no oyes...? ¡Qué desorden!

Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.

-¿Qué es? ¿ Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.

-Deme..., deme quince kopeks de pastillas de menta.

Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se empina hacia el estante y coge el frasco...

Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.

-¡Oh, qué desgraciada soy! -dice la boticaria, mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volver a echar a dormir-. ¡Que desgraciada soy! -repite.

Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y nadie... nadie sabe...

-Me he dejado olvidados quince kopeks en el mostrador -masculla el boticario, arropándose en la manta-. Haz el favor de guardarlos en la mesa.

Y al punto se queda dormido.


 
Gabrielly,01.04.2004
Este foro completito vale por si solo la existencia de esta página. Felicidades Alberto, por su creación.
 
ameliarena,04.04.2004
Una noche de espanto
[Cuento. Texto completo]
Anton Chejov

Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:
-Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido...

"¡Declina tu existencia!... ¡Arrepiéntete!", había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.

Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: "Esta noche".

No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.

No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.

Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:

-Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.

Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido...¡brr!... ¡Qué horror!... Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.

"Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta", pensé.

No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí...

Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos... Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.

En medio del cuarto había un ataúd.

Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.

Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio... No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado... Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!

O es un milagro, o un crimen.

Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.

Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?

No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.

Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?

La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando... Sentía frío... No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.

Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:

-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar... En la habitación de mi amigo vi un ataúd... ¡De doble tamaño que el otro!

El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre... ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación... Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.

Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.

"Me vuelvo loco", pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. "¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?"

Sentía vértigos... Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta...

Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.

Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida... Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: "¡Socorro, socorro! ¡Portero!"

Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.

-¡Pagostof! -exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?

Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos...

-¿Es usted, Panihidin? -me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto... ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!...

-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? -pregunté lívido.

-¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!

No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.

-¡Un ataúd, un ataúd de veras! -dijo el médico cayendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista...

Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.

-Nos duelen los pellizcos a los dos -dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?

Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.

-Vamos ahora a averiguar -dijo el médico temblando- si el ataúd está vacío u ocupado.

Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que... el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:

"Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin".

Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene un funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.


 
NINIVE,07.04.2004
Muchas gracias a los que contribuyen a hacer de esta página un oasis de paz.Dicen que una golondrina no hace verano pero las dos golondrinas soltadas a volar por Alberto son ya una bandada.Un placer.
 
margarita-zamudio,12.04.2004
Qué hermoso cuento (sólo leí el primero, para saborearlo mejor).

Lo que más me gusta de este escritor es su extrama sencillez literaria, sin florituras ni adornos, pero que sabe llegar al alma del lector.
 
margarita-zamudio,14.04.2004
Sigo leyéndolos poquito a poquito.
Hasta ahora, CHIST, es el que más me ha gustado, porque me recuerda a una amiga, escritora, que tuvo que dejar de hacerlo porque su marido le dijo que si él se encerraba para escribir,¿quién iba a hacer las labores de la casa?
Y sé de otra que escribía a escondidas, como si fuera un delito.
 
albertoccarles,21.05.2004
ENTRE CHIQUILLOS
(Antón Chéjov)

Papá, mamá y la tía Nadia no están en casa. Están convidados a un bautizo en casa de aquél oficial anciano que tiene una burrita gris.
Esperándolos, Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei, hállanse en el comedor, sentados alrededor de la mesa jugando a la lotería. Es la hora de irse a acostar, pero ¿quién puede dormir sin saber por mamá qué hacía el niñito cuando lo bautizaron, y qué cenaron...? La mesa, alumbrada por una lámpara, está cubierta de papelitos, cifras, cáscaras de avellanas y trocitos de cristal.
Delante de cada uno hay dos cartones de lotería y un montoncito de cristalitos para tapar las cifras. En medio de la mesa hay un platillo con cinco moneditas de a cinco kopeks. Al lado del platillo se encuentra una manzana medio comida, unas tijeras y un plato donde echar las cáscaras.
Los niños juegan dinero: cada apuesta es de un kopek. La condición: si uno hace trampa, será expulsado inmediatamente. En el comedor no hay nadie más que los jugadores. El aya, Agafia Ivanovna está abajo en la cocina enseñando a la cocinera cómo se corta un vestido, y el hermano mayor, Vasia, alumno de la quinta clase del Gimnasio, hállase tendido en el sofá de la sala y se aburre por no tener nada que hacer.
Se juega con mucho afán. Gricha es el más entusiasta. Es un niño de nueve años, completamente pelado, de cara redonda y labios gordos, como los de un negro. Está en la primera clase y por esto lo consideran como el más sabio y el mayor. Juega exclusivamente por el afán de ganar; si no hubiera kopeks en el platillo, dormiría tiempo ha. Sus ojuelos pardos corren intranquilos y recelosos por los cartones de los jugadores. El miedo de perder, la envidia y las combinaciones numéricas llenan su cabeza pelada y no le permiten concentrarse; se mueve en su silla como si estuviese sentado sobre alfileres. Cuando gana toma el dinero con avidez y lo esconde inmediatamente en el bolsillo. Su hermana Ania, de ocho años, con inteligentes y brillantes ojos y barbilla en punta, también tiene miedo de que los otros ganen; palidece, enrojece de emoción y vigila atentamente a los jugadores. Pero los kopecs no le interesan; es la suerte la que reviste importancia para ella; es cuestión de amor propio.
La otra hermana, Sonia, tiene seis años, cabecita rizada y una tez como solamente se ven en los niños muy sanos o en las muñecas. Juega solamente para distraerse. Su cara está alegre, aplaude y se ríe ante cada ganancia, cualquiera sea el ganador.
Aliocha es un chiquitín redondo como un bolo; sopla y mira los cartones; para él no hay avidez ni amor propio. Si no lo mandan a dormir ni lo echan de la mesa, ya está contento. Tiene un aspecto tranquilo; pero en realidad es un granuja. No juega por distracción sino por las riñas que son inevitables en el juego. Disfruta cuando hay una pelea o alguno pega a otro. Hace tiempo que siente una pequeña necesidad; pero no se atreve, por el temor de que le sustraigan sus cartelitos y sus kopeks. No conoce más cifras que las primeras y las que acaban en cero; su hermana Ania lo ayuda y tapa por él sus cartones.
El quinto jugador es el hijo de la cocinera, Andrei; es moreno y enfermizo; está vestido con una blusa de algodón; lleva al cuello una crucecita de cobre. Está inmóvil y fija su mirada soñadora en los números. A éste la ganancia y los éxitos ajenos lo dejan indiferente; está por completo sumergido en la aritmética del juego y su sencilla filosofía. ¡Qué de cifras hay en el mundo! ¿Cómo no se embrollan?
Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno. Como éstos se repiten con frecuencia, los hay que llevan apodos; así, el siete se nombra “el gancho”; el once, “los patitos”; el noventa, “el abuelo”, etcétera. El juego sigue con viveza.
-¿El treinta y dos!- exclama Gricha, metiendo la mano en el sombrero de su padre, donde están los pequeños cilindros amarillos-. ¡Dieciocho!...¡El gancho! ¡El veintiocho!
Ania ve que Andrei no ha notado que tiene el veintiocho en sus cartones; se lo hubiera advertido en otro tiempo, pero ahora triunfa, porque en el platillo, al par del dinero, está puesto su amor propio.
-¡El veintitrés!- sigue Gricha-. ¡El abuelo! ¡El nueve!
-¡Una cucaracha! ¡Una cucaracha!- exclama Sonia, señalando una que corre por la mesa.
-No la mates- dice Aliocha en voz baja-; quizá tenga hijitos...
Sonia sigue con los ojos a la cucaracha y reflexiona cómo será su casa y qué pequeños han de ser sus hijitos.
-¡El cuarenta y tres! ¡El uno! .continúa Gricha, padeciendo ante la idea de que Ania tiene ya casi todos los números tapados-. ¡El seis!
-¡He ganado! ¡He ganado!- grita Sonia, levantando los ojos y chillando.
Las caras de los jugadores se estiran.
-¡Hay que comprobar!- dice Gricha mirando a Sonia con odio.
Aprovechándose de su fama de mayor y más inteligente, Gricha se ha adjudicado el derecho de litigar las diferencias. Se hace todo lo que él manda. Durante mucho tiempo y con minuciosidad comprueban los cartones de Sonia; pero, con grave disgusto de los jugadores, todo está en regla y no hay trampas.
Empieza otra partida.
-¡Qué cosa he visto ayer!- dice Ania hablando como consigo misma-. Filip Filipovitch se volvió sus párpados y sus ojos se pusieron encarnados, terribles, como los de un diablo...
-¡Yo también lo vi!- contesta Gricha-. ¡El ocho! Tenemos en la clase un discípulo que mueve las orejas...¡El veintisiete!
Andrei levanta la mirada hacia Gricha y dice:
-Yo también se mover las orejas...
-¡A ver...muévelas!
Andrei mueve los ojos, los labios y los dedos. Le parece que sus orejas se ponen también en movimiento. Risa general.
-Es un hombre malo este Filip Filipovitch- prosigue Sonia-; ayer entró en nuestro cuarto y yo estaba en camisa. Me avergoncé...
-¡He ganado!- grita con toda su fuerza Gricha, tomando apresuradamente el dinero del platillo-. ¡He ganado!...¡Podéis comprobar!
El hijo de la cocinera palidece, levanta los ojos y balbucea:
-En tal caso, no puedo jugar más.
-¿Por qué?
-Porque...porque no tengo más dinero.
-Sin dinero no se puede jugar- decide Gricha.
Andrei rebusca por si acaso en sus bolsillos. No encuentra nada más que migajitas de pan y un lapicerito medio roído. Su boca se contrae y se le nublan los ojos; llorará en seguida...
-Te prestaré- dice Sonia, no pudiendo ver su cara de mártir-; pero no olvides de devolvérmelo.
Sonia pone el dinero, y el juego vuelve a empezar.
-Parece que se oyen campanas- dice Ania.
El juego se interrumpe; todos miran por la ventana oscura con la boca abierta. En la oscuridad se ve el reflejo de la lámpara.
-Te pareció...
-Por la noche las campanas solamente suenan en el cementerio- declara Andrei.
-¿Por qué suenan allí las campanas?
-Para que los bandidos no entren en la iglesia...ellos temen el campaneo.
-¿Y para qué tienen los bandidos que entrar en la iglesia de noche?- pregunta Sonia.
-Para matar a los guardianes; todo el mundo lo sabe.
Todos quedan silenciosos algunos momentos y se miran unos a otros, temerosos.
El juego prosigue. Esta vez gana Andrei.
-¡Ha hecho trampas!- declara repentinamente Aliocha.
Andrei palidece, contrae la boca, y ¡pam!, le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Éste abre desmesuradamente los ojos, salta furioso encima de la mesa y a su vez le da a Andrei un bofetón... Se reparten algunos cachetes más y se echan a llorar...Sonia, que no puede soportar horrores semejantes, llora también y el comedor retiembla de sollozos. Pero no se crea que el juego termina por este motivo. No transcurren cinco minutos sin que los niños vuelvan a charlar pacíficamente y a reír. Las caras están aún llorosas; pero a pesar de esto sonríen. Aliocha está satisfechísimo: ¡Ha habido pelea!
En el comedor entra Vasia, el colegial de quinta clase. Su aspecto es dormilón y desencantado.
-¡Es abominable!- murmura notando cómo Gricha tienta su bolsillo, en el que suenan los kopeks-. ¡Cómo se puede dar dinero a los niños y permitirles jugar a juegos de azar! ¡Buena educación!...¡Abominable!
Pero los niños juegan con tanto afán que lo asalta el deseo de probar también su suerte y de distraerse con ellos.
-¡Aguardaos un momentito, yo jugaré también!
-Pon un kopek.
-¡Ahora!- dice buscando en sus bolsillos-. No tengo kopeks; tengo un rublo. ¡Pongo un rublo!
-¡No, no, un kopek!
-¡Sois unos estúpidos! El rublo vale más que un kopek- les explica-; el que gane me dará el vuelto.
No, no; haz el favor de irte.
El colegial encoge los hombros y se dirige a la cocina a pedir a los criados alguna moneda suelta; pero en la cocina no hay monedas sueltas.
-En tal caso, cámbiame el rublo- le pide a Gricha al volver de la cocina-; te pagaré por el cambio. ¿ No quieres? Entonces, véndeme diez kopeks por un rublo.
Grica mira a Vasia de reojo; sospecha algún engaño... no se fía.
-¡No quiero!- repite, y aprieta su bolsillo.
-Vasia, te prestaré yo- dice Sonia-. ¡Siéntate!
El colegial se sienta y pone delante de sí dos cartones. Ania lee las cifras.
-¡Se me ha caído un kopek! Exclama Gricha inquieto-. ¡Esperad!
Toman la lámpara y se arrodillan debajo de la mesa en busca del kopek. Se empujan con las cabezas; sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces, pero no el kopek. Vuelven otra vez a buscarlo, hasta que Vasia le quita a Gricha la lámpara de las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue su pesquiza a oscuras.
Por fin encuentra el kopek. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren proseguir el juego.
-Sonia está dormida- declara Aliocha.
Sonia tiene su cabecita rizada puesta sobre los brazos cruzados y duerme un sueño dulce y tranquilo, como si estuviera en su cama. Se ha durmido sin notarlo mientras los otros buscaban el kopek.
-Anda, échate en la cama de mamá; acuéstate- le dice Ania sacándola del comedor-. ¡Vámonos!
Todos la acompañan, y cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo sorprendente: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha; Gricha y Ania tiene las cabezas descansando en las piernas de sus hermanas y están igualmente dormidos, así como el hijo de la cocinera, acurrucado al pie de la cama. Alrededor están esparcidos los kopeks, que han perdido su valor hasta el próximo juego. ¡Buenas Noches!




 
NINIVE,22.05.2004
Muchas gracias Alberto por el delicioso regalo de fin de semana que le has hecho a todos los lectores de este foro. El cuento es una maravilla en su sencillez de tema y su profundidad de desarrollo. El caracter de cada chico y su acritud ante el juego son un abanico completo de las pasiones de los hombres, la avidez, la curiosidad, investigación , el sadismo, la diversión pura...Encontré en este texto aparentemente simple la demostración de que no es el tema en sí lo que hace un cuento sino el modo de tratarlo.
 
TururuTururu,22.05.2004
Bravo Alberto. Chejov es inmortal por breve, sustancioso y directo. Un abrazo.
 
Oliveria,29.05.2004
Realmente agradezco al ideólogo del foro. No sabía que se había cumplido ya el centenario de tan gran artista. Me gustaría recordarles que Chéjov fue también un gran dramaturgo. Recomiendo "el tío Vania", y en contraposición -siempre es estimulante ver el otro sendero- la parodia realizada a la dramaturgia chejoviana (y, en especial, al cuento "la Dama del perrito") titulada "El liquido táctil", de Daniel Veronese (gran teatrista argentino).
Dejo de escribir, y sigo disfrutando de la literatura de Antón.
Nuevamente, muchísimas gracias
 
albertoccarles,08.07.2004
bLAS BELLAS/b

de bANTÓN CHEJOV/b

(Traducción del original por Natalia Sávishna)

I

Recuerdo cómo, siendo colegial del sexto o séptimo año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Rostov, en compañía de mi abuelo. Era un día de julio, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca; uno no tenía ganas de mirar, ni hablar, ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando a la yegua, me rozaba la gorra con el látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvareda? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bajchi-Salai, un gran poblado armenio, en casa de un aldeano conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más pintoresco que aquél armenio. Imagínese una cabeza muy rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita va pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste. Esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacarse la pipa de la boca y se comportaba con dignidad armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.

En las habitaciones del armenio no había viento ni polvo, pero la atmósfera de la casa era tan desagradablemente sofocante y tediosa como en la estepa y en el camino. Me recuerdo polvoriento y exhausto por el calor, sentado en el rincón sobre un baúl verde. Las paredes de madera sin pintar, los muebles y pisos recubiertos de ocre expandían un olor a madera seca, quemada por el sol. En todas partes había moscas, moscas, moscas... El abuelo y el armenio conversaban a media voz acerca de las pasturas, el estiércol, las ovejas...

Yo sabía que durante una hora entera iban preparar el samovar, que mi abuelo emplearía no menos de una hora para tomar el té, que luego se echaría una siesta de dos o tres horas y que yo pasaría la cuarta parte del día esperando, después de lo cual volverían el calor, la polvareda y las sacudidas encima de la carreta. Al escuchar el murmullo de dos voces, se me figuraba que hacía mucho tiempo que yo estaba viendo al armenio, el armario con la vajilla, las moscas, las ventanas, en las que pegaba el cálido sol, y que no las dejaría de ver sino en un futuro muy lejano y me dominaba entonces un odio a la estepa, al sol, a las moscas...

Una mujer ucrania, con un pañuelo en la cabeza, trajo la bandeja con la vajilla y luego el samovar. El armenio, sin prisa, salió al zaguán y gritó:

- ¡Mashia! ¡Ven a servir el té! ¿Dónde estás? ¡Mashia!

Se oyeron unos pasos presurosos y entró una joven, de unos dieciséis años, llevando un sencillo vestido de percal y un pañuelito blanco. Lavando la vajilla y sirviendo té, me daba la espalda y pude notar que tenía un talle muy fino, que estaba descalza y que sus pequeños talones desnudos se escondían bajo unos pantalones que alcanzaban el suelo.

El dueño me invitó a tomar el té. Al sentarme a la mesa, miré la cara de la joven, que me alcanzaba el vaso, y de pronto sentí como si una ráfaga de viento sacudiera mi alma, borrando todas las impresiones del día, con su tedio y su polvo. Porque vi los encantadores rasgos del más hermoso de los rostros que jamás haya encontrado o soñado. Ante mí estaba una beldad, y lo comprendí a primera vista, como se comprende un relámpago.

Juraría que Masha o, como la llamaba su padre, Mashia, era una verdadera belleza, pero ya no puedo demostrarlo. Ocurre a veces que las nubes se acumulan en confuso montón en el horizonte, y el sol, escondiéndose tras ellas, las pinta de todos los colores posibles: anaranjado, dorado lila, rosado; una nubecilla se parece a un monje, otra a un pez, otra más a un turco con un turbante. El resplandor abarca la tercera parte del cielo; hace brillar la cruz de la iglesia y las ventanas de la mansión señorial; se refleja en el río y en los charcos; tiembla en los árboles; lejos, recortándose sobre el fondo iluminado, una bandada de patos silvestres vuela en busca de un lugar para pernoctar... El zagal, que va arreando vacas, el agrimensor, que atraviesa en carretela el dique; los señores que están de paseo; todos contemplan la puesta del sol y todos, sin excepción, encuentran que es terriblemente bella, pero nadie sabe ni podría decir en qué consiste esa belleza.

No era yo solo quien encontraba bella a la joven armenia. Mi abuelo, un anciano de ochenta años, hombre duro e indiferente para las mujeres y las bellezas de la naturaleza, miró a Masha con cariño durante un minuto entero y preguntó:

- ¿Es tu hija, Avet Nazárich?
- La hija, sí. Es mi hija contestó el dueño.
- Linda señorita – alabó el abuelo.

Un pintor llamaría clásica y severa a la belleza de aquella armenia. Era precisamente esa clase de belleza cuya contemplación, Dios sabe cómo, origina la seguridad de ver facciones regulares, de que los cabellos, los ojos, la nariz, la boca, el cuello, el pecho y todos los movimientos del joven cuerpo se han fundido en un solo acorde, íntegro y armónico, en el cual la naturaleza no se había equivocado ni en un ápice; no se sabe por qué, usted cree que una mujer idealmente bella debe tener una nariz exactamente igual a la de Masha, recta y levemente encorvada, los mismos ojos, grandes y oscuros, las mismas pestañas largas, la misma mirada lánguida, que sus enrulados cabellos negros y sus cejas hacen el mismo juego con el blanco y delicado color de la frente y las mejillas, como el verde cañaveral con el apacible río. El blanco cuello de Masha y su pecho juvenil no están bien desarrollados aún, pero a uno le parece que para esculpirlos es necesario tener un enorme talento creador. Usted la está mirando y, poco a poco, lo invade el deseo de decirle a Masha algo muy agradable, sincero, bello, tan bello como ella misma.

Al principio me sentía ofendido y avergonzado por el hecho de que Mashsa no me prestaba ninguna atención y siempre miraba hacia abajo; parecíame que un aire especial, feliz y orgulloso, la separaba de mí y la ocultaba celosamente de mis miradas.

“Debe ser- pensé- porque estoy cubierto de polvo, quemado por el sol y porque no soy más que un mozalbete.”

Pero luego, poco a poco, me olvidé de mí mismo y me abandoné por entero a la sensación de belleza. Ya no recordaba el tedio de la estepa ni la molestia de la polvareda; no oía el zumbido de las moscas; no percibía el sabor del té, sólo sentía que al otro lado de la mesa se hallaba una hermosa muchacha.

Percibía aquella belleza de una manera extraña. No eran deseos, ni entusiasmo, ni tampoco placer lo que Masha suscitaba en mí, sino una honda, aunque agradable, tristeza. Era una tristeza indefinida, vaga como un sueño. Sin saber por qué, sentía lástima hacia mí mismo, por mi abuelo, por el armenio y por la misma pequeña armenia, y experimentaba una sensación como si los cuatro hubiéramos perdido algo importante para la vida, algo que jamás volveríamos a encontrar. También mi abuelo se puso triste. Ya no hablaba de rastrojos ni de ovejas, sino callaba, pensativo, mirando a Masha de tiempo en tiempo.

Después del té el abuelo se acostó a dormir y yo salí y me senté en un escalón del pórtico. La casa, como todas las de Bajchi-Salaj, estaba expuesta directamente al sol; no había árboles, ni toldos, ni sombra. El gran patio exterior del armenio, cubierto de armuelle y otras hierbas, a pesar del fuerte calor, se hallaba animado y alegre. Detrás de una de las bajas cercas que aquí y allá cruzaban el patio, se realizaba la trilla. Alrededor de un poste, clavado en el medio de la era, uncidos en fila y formando un solo radio, corrían doce caballos. Cerca de ellos caminaba un mozo ucranio vestido con un chaleco largo y amplias bombachas, quien hacía restallar el látigo y profería gritos, como si quisiera burlarse de los caballos y jactarse de su poder sobre ellos:

-¡A-a-a, malditos! A-a-a-...¡ya os voy a dar! ¿Tenéis miedo?

Los caballos, bayos, blancos y píos, sin comprender para qué los obligaban a girar en el mismo lugar y aplastar la paja del trigo, corrían desganados, como haciendo un gran esfuerzo, y agitaban las colas, ofendidos. De debajo de sus cascos, el viento levantaba nubes de dorado tamo y las llevaba lejos, por encima de la empalizada. Junto a las altas hacinas se afanaban las mujeres con rastrillos y se movían los carros; más allá, en otro patio, corría alrededor del poste otra docena de caballos y otro ucranio, igual que éste, hacía restallar el látigo y se burlaba de los caballos.

Los escalones en que me hallaba sentado estaban calientes; en algunos sitios del estrecho pasamanos y en los marcos de las ventanas el calor ablandaba la cola; bajo los peldaños y los postigos, en las angostas franjas de la sombra, se apretujaban insectos de color rojo. El sol me quemaba la cabeza, el pecho y la espalda, pero yo no lo notaba y sólo sentía el roce de los pies descalzos en los tablones del piso, en el zaguán, en las habitaciones. Después de retirar la vajilla, Masha bajó corriendo por los peldaños, alcanzándome con una ráfaga de aire, y dirigióse volando como un pájaro hacia una pequeña y ahumada construcción que debía ser cocina y de donde llegaban un olor a cordero asado y un irritado parloteo armenio. Ella desapareció a través de la oscura puerta y en su lugar surgió en el umbral una vieja y encorvada armenia, de cara colorada, que vestía largas bombachas verdes. La vieja estaba enfadada y reñía a alguien. Pronto apareció Masha, enrojecida por el calor de la cocina y con un enorme pan negro sobre el hombro; inclinándose con gracia bajo el peso del pan, corrió a través del patio en dirección a la era; en un santiamén se coló por la cerca y envuelta en la nube del dorado polvillo, desapareció detrás de los carros. El ucranio que fustigaba a los caballos bajó el látigo y durante un minuto se quedó mirando, en silencio, hacia el lado de los carros; luego, cuando la muchacha volvió a aparecer junto a los caballos y saltó la cerca, la siguió con la mirada y de repente gritó a los caballos de tal modo como si estuviera muy apenado:

-¡Ea, que os lleve el diablo!

Permanecí escuchando sin cesar los pasos de los pies descalzos y viéndola correr por el gran patio, con la cara seria, preocupada. Ora descendía corriendo los escalones, echándome viento; ora volaba a la cocina, ora hacia la era, ora corría fuera del patio, de modo que yo apenas tenía tiempo de mover la cabeza para seguirla con la mirada.

Y cuando más veces pasaba corriendo, con su belleza ante mis ojos, más fuerte se tornaba mi tristeza. Tenía lástima de mí mismo, de ella y del mozo ucranio que la seguía con su triste mirada cada vez que ella corría hacia los carros, a través de una nube de tamo. No sé si su belleza provocaba en mí la envidia, o lamentaba que la muchacha no fuese mía, ni nunca lo sería y que yo fuese un extraño para ella; o sentía vagamente que su rara belleza era casual, efímera; o, quizás, era mi tristeza aquel sentimiento especial que nace en el hombre al contemplar éste una verdadera belleza. ¿Quién lo sabe?

Las tres horas de espera pasaron inadvertidas. Me pareció que no había tenido suficiente tiempo para ver bien a Masha, cuando Karpo ya había ido al río, bañado el caballo y ya estaba enganchándolo. El mojado caballo resoplaba contento y golpeaba los cascos. Karpo le gritaba: “¡atra-ás!” El abuelo se despertó. Masha empujó el portón y éste se abrió chirriando; nosotros subimos a la carreta y salimos al patio. Viajábamos en silencio, como si estuviéramos enojados.

Cuando, al cabo de dos o tres horas, a lo lejos se avistaron Rostov y Najichevan, Karpo, que durante todo el viaje había permanecido callado, volvióse por un instante hacia nosotros y dijo:

-¡ Linda moza, la del armenio!
Y fustigó al caballo.


II


En otra oportunidad, siendo estudiante, me dirigía por ferrocarril hacia el sur. Era el mes de mayo. En una de las estaciones, creo que fue entre Belgorod y Karkov, bajé del vagón para dar un paseo sobre el andén.

La sombra del crepusculo había descendido ya sobre el pequeño jardín de la estación, el andén y el campo; el edificio de la estación ocultaba la puesta de sol, pero por las bocanadas de humo que salían de la locomotora y que se teñían de un suave color de rosa, era evidente que el sol aún no se había puesto del todo.

Paseando por el andén, observé que la mayoría de los pasajeros caminaban y se detenían siempre junto a un coche de segunda clase y lo hacían con una expresión que parecía señalar la presencia en el vagón de alguna personalidad. Entre los curiosos que encontré cerca de ese vagón se hallaba también mi compañero de viaje, un oficial de artillería, hombre inteligente, cordial y simpático, como todos con quienes trabé un casual y pasajero conocimiento en el camino.

-¿Qué están mirando aquí?- le pregunté.

Sin responder, me señaló con los ojos una figura femenina. Era una joven de unos dieciocho años, vestida a la usanza rusa, con la cabeza descubierta y con una pequeña mantilla negligentemente echada sobre un hombro; no era una pasajera del tren, al parecer, era la hija o la hermana del jefe de la estación. De pie, junto a la ventanilla del coche, estaba conversando con una pasajera de cierta edad. Antes de darme cuenta de lo que estaba viendo, me invadió de repente la misma sensación que otrora había experimentado en la aldea armenia.

La joven era una notable belleza y de ello no teníamos duda ni yo ni los que la miraban conmigo.

Si tuviera que describir su físico por partes, como suele hacerse, debería de reconocer que lo único realmente bello que tenía la muchacha eran sus rubios, ondulados y espesos cabellos, que caían libremente sobre su espalda y sólo estaban sujetos con una cintita negra; todo lo demás era irregular o muy ordinario. Fuese por una manera especial de coquetear o por la miopía, tenía los ojos entornados; su nariz era tímidamente respingada; la boca, pequeña; su perfil, débilmente delineado; sus hombros eran demasiado estrechos para su edad y, sin embargo, la muchacha daba la impresión de ser una verdadera beldad. Mirándola, pude convencerme de que un rostro ruso, para parecer bello no necesita una rigurosa regularidad de facciones; más aun, si a la joven le hubieran cambiado la nariz respingada por otra, recta y plásticamente impecable, como la que tenía la pequeña armenia, su rostro, probablemente, hubiera perdido todo el encanto.

Parada junto a la ventanilla, la muchacha, al conversar, encogía los hombros a causa del aire fresco del anochecer, con frecuencia volvía la cabeza hacia nosotros, se ponía en jarras, alzaba sus manos para arreglar los cabellos, hablaba, reía, expresaba en su cara tan pronto sorpresa como temor y no recuerdo un solo instante en que su rostro y su cuerpo estuvieran quietos. Todo el secreto y el hechizo de su belleza consistían precisamente en estos pequeños e infinitamente graciosos movimientos, en su sonrisa, en el juego del rostro, en las fugaces miradas que nos dirigía, en la conjunción de la elegancia de sus ademanes con la juventud, la frescura, la pureza que se revelaban en su risa y su voz, y con esa debilidad que tanto amamos en los niños, en los pájaros, en los jóvenes ciervos, en los tiernos árboles.

Era una belleza de mariposa a la cual tan bien le queda el vals, el revoloteo por el jardín, la risa, la alegría, y la que no concuerda con una idea seria, ni con la tristeza, ni con la paz; y bastaría, al parecer, que un fuerte viento corriera por el andén o que cayera una lluvia para que el frágil cuerpo se marchitara de golpe y su caprichosa belleza se aventara como el polvillo de las flores.

-¡Sí- sí...!- murmuró suspirando el militar, cuando, después de la segunda campanada, nos dirigíamos a nuestro vagón.

En cuanto al significado de ese “sí- sí”, nunca estuve en condiciones de definirlo. Puede ser que estuviera triste y no tuviera ganas de abandonar a la bella joven y el crepúsculo primaveral para encerrarse en el sofocante ambiente del vagón; puede ser también que sintiera, igual que yo, una indefinible piedad por sí mismo, por mí y por todos los pasajeros que lentamente, sin ganas, se encaminaban hacia sus coches. Al pasar delante de una ventana de la estación, tras la cual se hallaba sentado junto a su aparato el pálido y pelirrojo telegrafista, de cara descolorida y de pómulos salientes, el oficial suspiró y dijo:

-Apuesto que este telegrafista está enamorado de aquella linda. Vivir en medio del campo, bajo el mismo techo con esta celestial criatura y no enamorarse de ella estaría por encima de las fuerzas humanas. ¡Y qué desgracia, mi amigo, qué burla resulta ser encorvado, desgreñado, grisáceo, decente y juicioso y enamorarse de esa muchacha que no le presta a uno ni la menor atención! O peor todavía: imagínese que este telegrafista está enamorado, pero al mismo tiempo es casado y que su mujer es tan encorvada, desgreñada y decente como él mismo... ¡Qué tortura!

Junto a nuestro vagón, apoyándose en el pasamanos de la plataforma, el guarda miraba hacia el lugar en que estaba la joven, y su hinchado y demacrado rostro, fatigado por las noches sin dormir y por el trajín del tren, expresaba ternura y profunda tristeza, como si en aquella muchacha viera su propia juventud, su felicidad, su sobriedad, su mujer y sus hijos; miraba como si se estuviera arrepintiendo de algo y sintiendo con todo su ser que la muchacha no le pertenecía y que la común dicha humana, la de los pasajeros, resultaba tan inalcanzable para él- con su vejez prematura y su torpeza- como el cielo.

Sonó la tercera campanada, silbaron los pitos, y el tren se puso lentamente en marcha. Ante nuestras ventanillas pasaron el guarda, el jefe de estación, luego el jardín y la bella moza con su maravillosa sonrisa infantil y pícara...

Asomándome por la ventanilla y mirando hacia atrás, la vi seguir con los ojos el tren, dar unos pasos por el andén ante la ventana del telegrafista, arreglar sus cabellos y correr hacia el jardín. El edificio de la estación ya no obstaculizaba el panorama, y el campo hacia el lado occidental se mostraba abierto, pero el sol se había puesto ya y las negras bocanadas de humo extendíanse por el verde terciopelo de los sembrados. Había tristeza tanto en el aire primaveral y en el oscurecido cielo, como en el vagón.

El conocido guarda entró en el vagón y comenzó a encender las bujías.
 
Gabrielly,09.07.2004
Ciertamente, la bliteratura/b nos universaliza en sentido estético, ocasionalmente. Chejov ha querido en esta nueva pieza que Alberto tan amablemente ha subido para nuestro beneficio cognitivo-reflexivo enfatizar que dentro de lo universalmente bello, habrá lugar para demarcar, regionalizar, distinguir, diferenciar y hasta para delimitar todo aquello dotado de la más sublime hermosura, digno para ser narrado, digno para ser perpetuado. A veces la dama, el personaje, la beldad como él la llama, se beneficia de este concretizar que hace Antón; a veces son unos chiquillos, o una casa; puede que hasta una chimenea. Únicamente él ha tomado un evento de singular belleza (la armenia, o la rusa, o el resultado de la comparación magistral de ambas) para infinitesimalmente adherirlo a otro evento de singular belleza (el relato) y que ambos se alimenten, se crezcan, se transformen ante los ojos de un lector agradecido.
 
cathara,12.07.2004
la verda es que soy teatrera. les tengo un regalo mi obra de teatro favorita. les va a encantar



El canto del cisne

(Lebedinnaya Pesnia)


Anton Pavlovich Chejov




ESTUDIO DRAMÁTICO EN UN ACTO


(1886)





PERSONAJES

VASILII VASILIEVICH SVETLOVIDOV actor cómico. Viejo de sesenta y ocho años.
NIKITA IVANICH apuntador. Otro viejo.



La acción tiene lugar por la noche, en el escenario de un teatro de provincia, y después de terminado el espectáculo.




Acto único
Escenario vacío de un teatro de provincia de segundo orden; a la derecha una hilera de puertas, toscamente construidas y desprovistas de pintura, abren sobre los camerinos. Todo el plano izquierdo y el fondo aparecen llenos de trastos viejos. Caído en el suelo en el centro del escenario hay un taburete.

Es de noche y reina la más completa oscuridad.



ESCENA PRIMERA
SVETLOVIDOV, vestido de Kaljas y con una vela en la mano, sale riendo del camerino.
SVETLOVIDOV -¡Vaya historia!... ¡Vaya bromita!... ¡Me quedé dormido en el camerino!... ¡La función terminó hace tiempo, todo el mundo se fue del teatro, y yo me dormí tan tranquilo!... ¡Ah, viejo chocho..., viejo chocho!... ¡Eres un viejo perro!... ¿Conque bebiste hasta el punto de dormirte sentado?... ¡Muy bien! ¡Te felicito! (Alzando la voz.) ¡Egorka! ¡Egorka!... ¡Diablo!... ¡Petruschka!... ¿Os habéis dormido, cien diablos y una bruja?... ¡Egorka!... (Levanta el taburete, se sienta sobre él y pone la vela en el suelo.) No se oye nada. Solo contesta el eco... ¡Es claro!... ¡Egorka y Petruschka cobraron hoy de mí, por sus afanes, tres rubios cada uno, y ahora ni echándoles perros puedes dar con ellos... ¡Los muy canallas se largaron, cerrando, seguramente, el teatro al salir!... (Moviendo la cabeza.) ¡Uf!... ¡La de vino y cerveza que me habré echado hoy al estómago para festejar mi beneficio!... ¡Dios mío!... ¡Me parece tener el cuerpo lleno de brasas y veinte lenguas pasando la noche en mi boca!... ¡Qué asco!... (Pausa.) ¡Qué tonto! ¡El viejo tonto se emborracha sin saber él mismo para qué!... ¡Uf!... ¡Dios mío!... ¡Me duele la calamocha, estoy tiritando con todo el cuerpo, y tengo en el alma el frío y la oscuridad de una bodega!... ¡No sientes lástima de tu propia salud y, por lo menos en la vejez..., deberías pensar, bufón Ivanich!... (Pausa.) ¡Vejez!... ¡Por mucho que se haga uno el valiente, que se engañe a sí mismo y no quiera enterarse..., la vida ya está vivida! ¡Sesenta y ocho años es una edad respetable!... ¡A los años no se les puede hacer volver! ¡Se ha apurado ya el contenido de la botella, y solo queda un poquito en el fondo!... Pero ¡eso que queda son posos!... ¡Así es! ¡Así es, Vasiuscha!... ¡Lo quieras o no, ya es hora de que empieces a ensayar el papel de muerto! ¡La madrecita muerte no está ya lejos!... (Mirando frente a él.) ¡Llevo cuarenta y cinco años trabajando en el teatro, y se me figura que hoy es la primera vez que le veo por la noche!... ¡Sí!... ¡La primera vez!... ¡Es curioso! (Acercándose a las candilejas.) No se distingue nada. Un poco solamente la concha del apuntador... También el palco proscenio..., el atril... Pero todo el resto son tinieblas!... ¡Lo mismo que un hoyo!... ¡Negro y sin fondo!... ¡Como una tumba en la que se escondiera la misma muerte, brrrrr!... Tengo frío... El aire de la sala parece venir de una chimenea de piedra... Resulta mas adecuado para convocar los espíritus. ¡Qué miedo, diablos! ¡Siento un hormigueo por la espalda! (Llamando.) ¡Egorka! ¡Petruschka!... ¿Dónde estáis, diablos?... ¡Dios mío!... ¿Por qué me habré acordado del maligno?... ¡Ay!... ¡Dios mío!... ¡Lo que tienes que hacer es dejar de emplear palabras así!... ¡Tienes que dejar de beber!... ¡Eres viejo y ya es hora de que te mueras!... ¡A los sesenta y ocho años, la gente va a misa temprano! ¡Se prepara para la muerte!... ¡Tú, en cambio!... ¡Oh Dios mío!... ¡Esas palabras malignas! ¡Esta carota de borracho! ¡Este traje de bufón!... ¡Ojalá no los vieran más mis

ESCENA II
SVETLOVIDOV y NIKITA IVANICH

SVETLOVIDOV -(Lanzando un grito de espanto al ver a NIKITA IVANICH, y retrocediendo.) ¿Quién eres? ¿Por qué vienes? ¿A quién buscas? (Dando patadas en el suelo.) ¿Quién eres?
NIKITA IVANICH -Soy yo, señor.
SVETLOVIDOV -¿Y quién eres tú?
NIKITA IVANICH -(Acercándosele despacio.) Soy yo... El apuntador... ¡Nikita Ivanich!... ¡Soy yo, Vasil Vasilich!
SVETLOVIDOV (Dejándose caer sin fuerzas sobre el taburete, con la respiración fatigosa y un temblor en todo el cuerpo.) ¡Dios mío!... ¡Quién es!... ¿Conque eres tú, Nikituschka!... ¿Por qué estás aquí?
NIKITA IVANICH -Suelo quedarme a pasar la noche en los camerinos..., pero..., ¡hágame la merced!... ¡No le diga nada a Aleksei Fomich!... ¡A fe mía que no tengo donde dormir!... ¡Créamelo!
SVETLOVIDOV -¡Tú, Nikituschka!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!... ¡Dieciséis veces me llamaron a escena! ¡Me obsequiaron con tres coronas y otra porción de cosas!... ¡Todo el mundo estaba entusiasmado... y, sin embargo, no hubo un alma que tuviera la buena ocurrencia de despertar al viejo borracho y llevárselo a casa!... ¡Soy viejo, Nikituschka!... ¡Tengo sesenta y ocho años!... ¡Estoy enfermo! ¡Mi espíritu débil sufre!... (Reclina la cabeza sobre el apuntador y llora.) ¡No te vayas, Nikituschka!... ¡Soy viejo! ¡Estoy enfermo y ya es hora de que me muera!... ¡Qué miedo! ¡Qué miedo!...
NIKITA IVANICH. -(Afectuosamente, pero en tono respetuoso.) De lo que es hora es de que se vaya a casa, Vasil Vasilich...
SVETLOVIDOV -¡No me voy!... ¡No tengo casa!... ¡No, no y no!
NIKITA IVANICH -¡Dios mío!... ¿Ha olvidado, acaso, dónde vive?
SVETLOVIDOV -¡No quiero ir allí! ¡No quiero!... ¡Allí estoy solo, no tengo a nadie, Nikituschka!... ¡Ni parientes, ni vieja, ni hijos!... ¡Estoy tan solo como el viento en el campo!... ¡Cuando me muera, nadie se acordará de mí!... ¡Me da miedo la soledad! ¡No tengo a nadie que me acaricie, que me dé calor, que acueste al borracho en la cama!... ¿De quién soy?... ¿Quién me necesita?... ¿Quién me quiere?... ¡Nadie me quiere, Nikituschka!
NIKITA IVANICH -(Entre lágrimas.) ¡El público le quiere, Vasil Vasilich!...
SVETLOVIDOV -¡El público se fue! ¡A estas horas está durmiendo y no se acuerda de su bufón!... Sí... ¡Nadie me necesita! ¡Nadie me quiere! ¡No tengo mujer ni hijos!
NIKITA IVANICH -¡Vaya cosa que le da pena!
SVETLOVIDOV -Pero ¡soy un hombre!... ¡Un ser viviente!... ¡Por mis venas fluye sangre, no agua!... ¡Soy noble de nacimiento y, antes de meterme en este hoyo, serví en el ejército.... en artillería!... ¡Y qué buen mozo era! ¡Qué guapo!... ¡Qué hombre cabal, valiente e impetuoso!... ¡Dios mío!... ¿Adónde fue a parar todo?... Y luego, Nikituschka..., ¡qué actor fui!... (Levantándose y apoyándose en el brazo del apuntador.) ¿Dónde están ahora aquellos tiempos?... ¿Adónde se fueron?... ¡Dios mío!... ¡Hoy, precisamente, mirando este hoyo, lo recordé todo!... ¡Él es el que ha devorado cuarenta años de mi vida!... ¡Y qué vida, Nikituschka! ¡Mirándola ahora, la veo toda entera, hasta en su último detalle, y tan claramente como tu cara!... ¡Primero, el entusiasmo de la juventud..., la fe, el ardor, el amor de las mujeres! ¡Las mujeres, Nikituschka!...
NIKITA IVANICH -¡Debe marcharse a dormir, Vasil Vasilich!
SVETLOVIDOV -De galán joven, cuando no había hecho más que empezar a calentarme, recuerdo que una mujer se enamoró de mí por mi talento escénico... ¡Era fina, esbelta como un sauce, joven, inocente, pura y ardiente como la aurora del estío!... ¡Ni la más bella noche podría resistir la comparación de la mirada de sus ojos azules ni de su sonrisa maravillosa!... ¡Si las olas del mar quebrantan las rocas..., las ondas de sus cabellos rompían las peñas, las montañas de hielo y los montones de nieve!... Recuerdo un día en el que estaba ante ella, como estoy ahora ante ti... ¡Más maravillosa que nunca, me miraba de un modo que no olvidaré hasta la tumba!... ¡En sus ojos había cariño, terciopelo, profundidad y resplandor de juventud!... ¡Yo..., radiante.... caí de rodillas ante ella pidiéndole que me diera la felicidad!... (Con voz que se apaga.) Me contestó así: «Deje el teatro.» ¡Dejar el teatro!... ¿Comprendes?... ¡Podía amar a un actor, pero nunca ser su mujer!... Recuerdo otro día en que estaba yo actuando... Hacía un papel de bufón... canallesco. Pues bien: mientras lo representaba, sentía abrirse mis ojos. Comprendía entonces que no hay tal sagrado arte, que todo es un delirio..., un engaño... ¡Que lo que soy es un esclavo, un juguete del ocio ajeno, un bufón, un titiritero!... ¡Comprendí al público y, desde aquel tiempo, no volví a creer ni en los aplausos, ni en las coronas, ni en los entusiasmos!... ¡Sí, Nikituschka!... ¡El espectador me aplaude, paga un rubio por mi fotografía.... pero para él soy algo ajeno!... ¡Barro!... ¡Casi una «cocotte»!... ¡Por vanidad busca trabar conocimiento conmigo, pero no se humillará hasta el punto de darme a su hija o a su hermana por mujer!... ¡No creo en él!... (Sentándose pesadamente en el taburete.) ¡No creo en él!
NIKITA IVANICH -Tiene usted muy mala cara, Vasil Vasilich... Hasta yo mismo tengo miedo... ¡Vámonos a casa! ¡Sea usted generoso!
SVETLOVIDOV -¡Se hizo entonces la luz dentro de mí..., pero qué cara me costó esa luz, Nikituschka!... ¡Después de aquella historia..., de aquella muchacha..., me puse a vagar sin rumbo y a vivir sin sentido! ¡Sin mirar, al futuro!... Hacía de bufón, de gracioso, de payaso... Desmoralizaba las cabezas, pero... ¡qué artista era!... ¡Qué talento el mío!... ¡Enterré mi arte, lo vulgaricé, destrocé el lenguaje, borré mi propia imagen!... ¡Me devoró, me tragó ese hoyo negro!... ¡Antes no tenía conciencia de ello; pero hoy, al despertarme y echar la vista atrás, vi a mi espalda mis sesenta y ocho años!... ¡Ahora veo sólo la vejez! ¡La canción está cantada!... (Solloza.) ¡La canción está cantada!
NIKITA IVANICH -¡Vasil Vasilich! ¡Padrecito! ¡Querido! ¡Tranquilícese!... ¡Dios mío!... (Llamando.) ¡Petruschka! ¡Egorka!
SVETLOVIDOV -¡Y qué talento el mío! ¡Qué fuerza!... ¡No podrás nunca imaginar cómo era mi dicción! ¡Cuánto sentimiento y cuánta delicadeza había en ella! ¡Cuántas cuerdas suenan en este pecho! (Golpeándoselo.) ¡Podrían ahogarte!... Escucha, viejo... Espera... Deja que respire... Oye, por ejemplo, a «Boris Godunov»(1)...

¡La sombra del terrible prohíjome!
¡Desde la tumba me nombró Dmitrii!
¡En torno mío sublevó a las gentes
y sentenció por víctima a Boris!
¡Sol zarevich!... ¡Basta!
¡Me avergüenza el humillarme
ante una altiva polaca!...

¿Qué?... ¿Mal?... (Con animación.) Espera. Ahora verás «El rey Lear». ¿Te das cuenta?... Un cielo negro.... lluvia, truenos... Brrrr... Relámpagos..., sssss..., rayando todo el firmamento, y entonces: «¡Soplad, vientos, hasta reventar los carrillos; soplad con rabia! ¡Cataratas y trombas, diluviad hasta sumergir los campanarios y anegar las veletas, y vosotros, relámpagos, pensamiento y obra en destello, precursores de los rayos rajadores de encinas, abrasad mi cabeza blanca; y vosotros, truenos retembladores, aplastad la redondez de la tierra, quebrad los moldes todos de la Naturaleza y dispersad por siempre los gérmenes que dan vida a seres ingratos!» (Impacientándose.) ¡Pronto! ¡Las palabras del bufón! (Dando patadas en el suelo.) ¡Dilas deprisa!
NIKITA IVANICH -(Recitando el papel de bufón.) «¡Ay, tío; sequedades bajo techado son preferibles a estas mojaduras puertas afuera! Vuelve, buen tío, y pídeles perdón a tus hijas; mira que es una noche esta que no tiene compasión de los cuerdos ni de los locos.»
SVETLOVIDOV -«¡Retumbe tu repleto vientre, escupe fuego, arroja agua! ¡Ni la lluvia, ni el viento, ni el trueno, ni el rayo son mis hijos; no os acusaré de ser crueles conmigo! ¡Oh elementos! Ni os di mi dinero, ni os llamé hijos, ni me debéis obediencia.»
NIKITA lVANICH -¡Qué fuerza! ¡Qué talento! ¡Qué arte!
SVETLOVIDOV -Veamos alguna cosa más... Algo para recordar los tiempos pasados. A ver... (Prorrumpiendo en alegre risa.) Del «Hamlet»... Empiezo... ¿Qué es lo que recito?... Esto: (En actitud de HAMLET.) «Ya están aquí las flautas... Dejadme ver una... Parece que me quieres hacer caer en alguna trampa, según me cercas de todos lados.»
NIKITA lVANICH -«Ya veo, señor, que si el deseo de cumplir con mi obligación me da osadía, acaso el amor que os tengo me hace grosero también e inoportuno.»
SVETLOVIDOV -«No entiendo bien eso. ¿Quieres tocar esta flauta?»
NIKITA IVANICH -«Yo no puedo, señor.»
SVETLOVIDOV -«¡Vamos!»
NIKITA IVANICH -«De veras que no puedo.»
SVETLOVIDOV -«Yo te lo suplico.»
NIKITA IVANICH -«Pero si no sé palabra de eso.»
SVETLOVIDOV -«Más fácil es que tenderse a la larga. Mira, pon el pulgar y los demás dedos según convenga sobre estos agujeros, sopla con la boca y verás qué lindo sonido resulta. ¿Ves? Estos son los puntos.»
NIKITA IVANICH -«Bien, pero si no sé hacer uso de ellos para que produzcan armonías... Como ignoro el arte...»

SVETLOVIDOV -«Pues mira tú en qué opinión tan baja me tienes. Tú me quieres tocar, presumes conocer mis registros, pretendes extraer lo más íntimo de mis secretos, quieres hacer que suene desde el más agudo hasta el más grave de mis tonos; y ve aquí este pequeño órgano, capaz de excelentes voces y de armonía, que tú no puedes hacer soñar. ¿Y juzgas que se me tañe a mí con más facilidad que a una flauta? No, dame el nombre del instrumento que quieras; por más que le manejes y te fatigues, jamás conseguirás hacerle producir el menor sonido.» (Ríe y aplaude.) ¡Bravo! ¡Bis! ¡Bravo!... ¡La vejez!... ¡Qué diablos! ¡Aquí no hay vejez ninguna!... ¡Tontería todo!... La fuerza fluye tan rápida por mis tendones como el agua por la fuente!... ¡Esto significa juventud, frescor, vida!... ¡Donde hay talento, Nikituschka, no hay vejez!... ¿Estás aturdido, Nikituschka?... Espera... Déjame a mí también recobrar el sentido... ¡Oh, Dios mío!... Escucha esto... ¡Qué música, qué ternura, qué delicadeza!... Tsss. Silencio...

¡Queda es la noche ucraniana!
¡Transparente el cielo!
¡Brillan las estrellas!
¡Vencer su somnolencia,
no quiere el aire!
¡Las hojas del sauce de plata
apenas palpitan!...(2)

(Se Oye ruido de puertas al abrirse.) ¿Qué es eso?
NIKITA IVANICH -Petruschka y Egorka, seguramente, que habrán venido... ¡Es usted un talento, Vasil Vasilich! ¡Un talento!
SVETLOVIDOV (Con fuerte voz y por el lado de donde llega el ruido.) ¡Aquí mis halcones!... (A NIKITA IVANICH.) ¡Vamos a vestirnos ¡No existe vejez ninguna! ¡Tontería todo! (Riendo alegremente.) ¿Por qué lloras?...¡Tonto querido!... ¿Por qué haces pucheros? ¡Eso no puede ser! ¡No está bien!... ¡Bueno, bueno, viejo!... ¡Basta ya de mirarme así!... ¿Porqué mirarme de esa manera? ¡Bueno, bueno!... (abrazándole entre lágrimas.) ¡No se debe llorar!... ¡Donde hay arte y donde hay talento, no hay ni vejez, ni soledad, ni enfermedades, y hasta la misma muerte parece otra! (Llora.) ¡No, Nikituschka!... ¡Nuestra canción está cantada!... ¡Vaya talento el mío!... ¡Lo que soy es un limón estrujado..., un clavo oxidado!... ¡Y tú, vieja rata de teatro, un triste apuntador!... ¡Vámonos! (Echa a andar.) ¡Vaya talento el mío!... ¡En obras serias, no sirvo más que para formar en el séquito de Fortimbrás! ¡Y aun para eso estoy ya viejo!... Sí... ¿Te acuerdas de este pasaje de «Otelo», Nikituschka?...

¡Adiós tranquilidad; adiós contento;
adiós brillo marcial y vastas guerras
que trocáis ambiciones en virtudes!
¡Adiós, adiós, relinchador caballo,
clarín sonoro, excitador redoble
del bélico tambor, pífano agudo,
estandarte real, noble cortejo
de pompas, vanidades y esplendores,
inseparables de la lid gloriosa!...

NIKITA IVANICH -¡Qué arte! ¡Qué talento!
SVETLOVIDOV -Y esto también:(3)

¡Fuera de Moscú!
¡Aquí no vuelvo más!
¡A escape voime sin volverme atrás
en busca por el mundo de un rincón
do refugiar el sentimiento herido!...
¡Mi berlina! ¡Que traigan mi berlina!...

(Sale seguido de NIKITA IVANICH. El telón baja lentamente.)
 
albertoccarles,27.07.2004
14 de julio de 1904- 14 de julio de 2004.

Irene Nemirovsky, en iLa vie de Tchekov/i, cuenta en el último capítulo de su biografía, la noche del 14 de julio en Baden Weiler, una estación termal alemana de la Selva Negra:

“ Olga Leonardovna, esposa de Antón Chéjov, lo acompañaba en esa ocasión. Él la había enviado a pasear, ya que se sentía mucho mejor, pero ella no lo abandonaba; tenía miedo. Sin embargo, él insistió. Entonces ella bajó al parque y al volver lo encontró inquieto. ¿por qué no comía? Debía de tener hambre. Hasta el último momento pensó más en ella que en sí mismo. Ninguno de los dos había oído el gong que anunciaba la comida. Olga Leonardovna se acostó sobre un diván, cerca de la cama de Antón Pavlovich. Permanecía silenciosa, triste, cansada, “aunque como dijera más tarde, no tuvo la menor sospecha de que el fin estuviera tan cercano”. Para distraerla, Antón Pavlovich empezó a imaginar un relato, “describiendo una estación termal muy elegante, con muchos bañistas ahítos, sanos, amantes de la buena mesa, ingleses y americanos de rojas mejillas, y he aquí que todos...vuelven al hotel soñando con una buena comida y el cocinero se ha ido. .¿Cómo reaccionaría esta gente feliz, mimada, ante este contratiempo?” Hablaba, y Olga Leonardovna lo escuchaba riendo. Caía la noche. Poco a poco, el hotel y la pequeña ciudad se calmaron y se durmieron entre los bosques y las colinas. El enfermo calló. Algunas horas después llamaba a su mujer a su lado y le pedía que le trajera al médico. “Por primera vez en su vida, dice Olga Leonardovna, reclamaba él mismo un médico”.

“El hotel estaba lleno de gente, pero todos dormían, y la mujer de Chéjov se sentía aún más abandonada y sola en medio de esa multitud indiferente. Se acordó de que dos estudiantes rusos vivían no lejos de allí; los despertó. Uno de ellos corrió a buscar a un médico, mientras Olga Leonardovna rompía hielo para ponerlo sobre el corazón del moribundo. Él la rechazó dulcemente:”

“-No se pone hielo sobre un corazón vacío...”

“Era una cálida noche de julio. Todas las ventanas estaban abiertas, pero el enfermo respiraba con dificultad. El médico le dio una inyección de aceite alcanforado, que no reanimó su corazón. Era el fin. Trajeron champaña. “Antón Pavlovich, escribe Olga Knipper, se sentó y, gravemente, le dijo en voz alta, en alemán, al doctor (hablaba muy mal el alemán): i¡Ich sterbe!/i (Me muero). Después tomó la copa, se dio vuelta hacia mí y sonriendo con su maravillosa sonrisa, dijo: “Hacía mucho que no tomaba champaña”, bebió todo tranquilamente hasta el fondo y se acostó suavemente sobre el costado izquierdo”.

“Una mariposa de noche, enorme y negra, entró en ese instante en el cuarto. Volaba de una pared a la otra, se golpeaba contra las lámparas encendidas, caía dolorosamente, las alas quemadas, y retomaba su vuelo, ciego y fatal. Después encontró la ventana abierta, sobre la tibia noche oscura, y desapareció. Chéjov, mientras tanto, había dejado de hablar, de respirar, de vivir.”

------------------

A través de la Biografía de Irene Nemirovsky, recuperé a fines del año pasado la devoción por los textos de Chéjov, a la que agregué el apasionamiento por su vida, dramática por cierto. Así fue que me sentí impulsado a escribir el relato i“Nosotros tres”/i, a la manera de..., y las i“Variaciones sobre Las Bellas”/i, que hoy adjunto en mis textos de La Página.

Un escritor llega a sus lectores a través de sus letras, y a veces también, con su biografía. En este caso, como en el de D.H.Lawrence, en el de Franz Kafka , y en el de Nikos Kazantzaki, sus biografías, y las obras que he alcanzado a leer y releer de ellos, me han dado la posibilidad de aproximarme a sus vidas enormes, contemplar sus combates siempre desiguales, perdidos invariablemente en primera instancia, pero también verlos erigirse triunfantes, sin saberlo ellos mismos, en una posteridad inequívoca de la que tenemos la invalorable prerrogativa de participar.

Tenerlos en mi biblioteca, y llevarlos adentro mío, es mi privilegio particular.

ACC, 14 de julio de 2004.-


 
albertoccarles,27.07.2004
Variaciones sobre bLas Bellas/b de Anton Chéjov


-Poco probable, sí, parece muy poco probable que haya llegado a tus manos por esa vía tan extraña como estrambótica, un texto que podría ser nada menos que de Antón Chéjov- me decía hace unos años mi amigo Ernesto cuando le mencioné la curiosa manera mediante la cual había obtenido un texto en caracteres cirílicos, escrito aparentemente a fines del siglo XIX. Lo había hecho traducir por una conocida dama de la ciudad donde vivo, de ascendencia rusa ella, quien lo leyó de corrido, de un tirón, como si fuera castellano corriente. Al finalizar, la mujer alzó una mirada encendida, y opinó simplemente: “¡Qué lindo!”

A la semana me entregó la traducción, la leí y empecé a buscarle el origen entre los autores rusos que conocía, empezando por León Tolstöy, hasta que, hurgando entre la amplia bibliografía del muy querido y mejor apreciado Antón Chéjov, finalmente le encontré un lugar en el gigantesco rompecabezas del cual se habría desprendido, quizá sin otra intervención que la del azar.

-Es sabido que en una época, Chéjov admiraba a Tolstöy, y hasta seguía sus enseñanzas e incluso sus consejos... y también es sabido que los comentarios del conde eran muy tenidos en cuenta por Chéjov. iAmorcito/i es un cuento que al gran escritor le deleitaba particularmente. Ahora, hasta donde yo sé, no hubo una relación epistolar entre ellos que justifique lo que vos decís- respondió Ernesto, luego de mi exposición, mientras sostenía la traducción con una mano, y la comparaba con las cuartillas centenarias que mantenía en la otra. Presuponía que sopesando lo que cargaba entrambas, aclararía lo cierto o apócrifo del origen del relato.

-El Cte. J. Tolstöy, pariente y amanuense del conde L. Tolstöy le envió a mi tío abuelo, el doctor Carlos Carlés, en febrero de 1898, un grabado con el retrato del conde, realizado por Frank de una pintura del célebre pintor ruso Ilyá Repin. Así consta en la carta redactada en francés desde la iAcademie Impériale des Beaux Arts, St. Petersburg/i por el mencionado Cte. J. Tolstöy-. Insistía yo con el relato original-. Éste le escribía a mi tío en nombre del i“grand écrivant”/i en retribución por haber recibido un envío del doctor Carlés, a la sazón Director de Correos y Telégrafos de la Nación.

-¿Y que iba en ese envío, si puede saberse?

-Nunca lo supe. También ignoro si se repitió, ya que la carta hablaba del i“premier envoi”/i. Tal vez en los archivos de Correos y Telégrafos pueda encontrarse algo al respecto...Pero no es el caso...

-Y este texto vino junto con el retrato y al llegar, tu pariente armó el cuadro con el uno debajo del otro- me interrumpió Ernesto, haciendo gestos dubitativos con la cabeza.

-Así parece. Cuando el cuadro cayó desde donde colgaba y se trizó el vidrio, hubo que desarmarlo y limpiarlo. Y el texto apareció allí, apretado entre el grabado y la lámina de madera terciada contrapuesta al dorso. La carta, visible, se conservó siempre en una esquina del retrato- y al ver la perplejidad pintada en su rostro -: Sí, ya lo sé, es increíble, y en ambos sentidos...- acepté finalmente.

-Se me ocurre que podrías presentarlo como un texto tuyo, como un experimento literario- propuso él- . Si es verdad que tenés especial predilección por los cuentos de Chéjov, y tanto afecto te despierta su biografía, podrías esperar hasta el aniversario de los cien años, que no falta tanto, y hacerlo como un cumplido homenaje. Sería más aceptable si lo mostraras como una ampliación del cuento original bLas Bellas/b, para el que vos le hubieras desarrollado una tercera parte...- y movía la cabeza afirmativamente, como convenciéndose a sí mismo.

-¿Te parece? Pero...¿cómo se puede hacer algo así? ¿Es lícito, ché? ¿ No estaría pretendiendo plagiar a un enorme escritor, patrimonio hoy día de la humanidad? Podría ser muy mal interpretado...Algo así como una sórdida superchería...
-Bueno, hay un famoso autor que tituló un cuento suyo : i“Para E....con amor y sordidez”/i. Creo que no hay que exagerar. El texto me parece bueno, aunque no es de los mejores, si presumimos que es de él...Pero podrías cambiarle algunos detalles, algunas frases, para que parezca algo tocado, para que despierte dudas razonables...De esa manera dejarías algunas pistas. El lector avezado no va a tener problemas en saber de que se trata...Y al fin y al cabo- terminó con un breve suspiro y una sonrisa - , sería una especie de “broma literaria”, como la que él le hace a Nádeñka, el dulce personaje del cuento i“Una bromita”/i, que finalmente conserva del chasco un recuerdo feliz, bello, conmovedor...

Y aquí está. Con licencia, y respetuosa dilección.

El argumento debería ser considerado como un tercer capítulo del conocido cuento bLas Bellas/b, por lo que podrán tenerse presentes los otros dos capítulos a modo de introducción, y como elementos fidedignos de comparación.

bLAS BELLAS III/b
iTraducción gentileza de Ania Grigórievna (Aniuta)/i


“Algunos años después, habiendo pasado ya la etapa de practicante y siendo médico del izemstvo/i de la ciudad de C***, en el jurisdicción de Galchinsk, tocóme en suerte concurrir a una casa situada en las afueras de la ciudad, donde debía asistir a un niño de unos seis años de edad, atacado por una repentina y severa enfermedad, según refería la nota que un iisvoschik/i traía consigo al presentarse agitadamente en mi casa. La fiebre tifoidea era frecuente en esos parajes, y no me parecía nada extraño que de eso se tratara. Vañka Alekseich, tal era el nombre del cochero, había sido enviado por la señora de Diukovski, y conducía una desvencijada itroika/i, en la cual recorrimos con agotador traqueteo, las doce iverstas/i de la accidentada carretera. Era una noche obscura, ventosa, extremadamente fría y desapacible, de un otoño que ya estaba haciéndole lugar al rigor del invierno. Cuando arribamos a la casa, me abrió la portezuela del coche una afanosa ipolia/i, que me señaló la puerta de entrada con un brazo extendido, mientras se acompañaba de grititos ininteligibles. Avanzaba yo hacia allí, cuando sentí sus pasos cortos y apresurados que me perseguían. Entré, pero ella misma adelantóse en el vestíbulo para recibirme la bufanda con el abrigo y la chistera. En ese momento percibí el rumor de unos pasos que bajaban por la escalera. Cuando me volví, ya una dama, aún oculta por las sombras, se acercaba extendiendo una mano hacia mí:”

“-Gracias por venir a estas horas, doctor-. La dueña de casa, Olga Nicolaievna Diukvski me recibía con natural cordialidad, aunque en el entrecejo se le adivinaba un desasosiego, que manifestó en seguida: - ¡Venga, doctor, apresúrese! Sasha está arriba, y arde de fiebre...”

“La seguí escaleras arriba hasta el piso alto, pensando en las posibles dolencias que podrían estar socavando el delicado organismo del niño. La alcoba donde se encontraba Sasha era amplia, aunque en ella se respiraba una atmósfera casi sofocante. Una enorme ventana se adivinaba detrás de las pesadas cortinas, y tentado estuve de abrirla a pesar del mal tiempo que reinaba afuera. Objetos infantiles desparramados por todas partes hablaban de las anteriores ocupaciones del jovenzuelo, ahora postrado en su lecho de enfermo.

Hundía la pelirrubia cabeza en un enorme almohadón, cuya blancura disolvía su pálido rostro, al que sólo las mejillas y los labios otorgaban una nota de color. Las estrechas sienes y los ojos brillantes, en un semblante amarillo extremadamente somnoliento, me provocaron una sensible impresión. Me senté junto a él y le tomé el pulso, rápido y filiforme. La boca muy seca, y los labios agrietados, hablaban por sí solos de la necesidad de líquido, cuya provisión ordené de inmediato, al mismo tiempo que la aplicación de compresas húmedas en la frente, abrasada con una temperatura difícil de soportar. Luego de reconocerlo con detenimiento, me volví hacia la madre, que permanecía de pie junto a mí:”

“-Parece una fiebre corriente, señora, pero aún no se puede descartar...”

“-¡Por el amor de Dios, doctor! ¡Dígame lo que sea, y no me oculte nada...Se lo pido por lo que más quiera!- prorrumpió ella impulsivamente, y sacudía con temblor involuntario una pierna contra la cama del niño.”

“-¡Tranquilícese, señora!- reclamé con energía, y miré nuevamente hacia arriba, viéndola creo por primera vez. Y tal fue mi impresión, que me puse de inmediato de pie, pues no hubiera podido mantener la calma un minuto más sosteniendo la mirada desde abajo. En su hermosísimo y níveo rostro, la seriedad del cabello rubio recogido, se ajustaba a lo que reflejaban las marcas azulíneas alrededor de los ojos, el gesto severo de la boca, la nariz, recta y algo afilada; en fin, toda su fisonomía que revelaba una vasta inquietud, un franco abatimiento, y al mismo tiempo un férreo temple para desafiar la adversidad. Cuando nos enfrentamos, comprobé que ella también me observaba, asistida por la generosa luz de varias bujías, que brillaban vivamente desde una mesa al costado de la cama. Sus ojos, que se adivinaban claros, dilatados ahora por la crisis y la luz artificial, eran muy grandes y muy bellos. El rostro, ahora contraído por la ansiedad, no obstante ello, conservaba las señas de una original, dulce y refinada lozanía, unida a una mesurada pero agraciada reserva. Perfectamente delineada, su frente amplia sugería una brillante inteligencia, y su encantadora boca finalizaba, con signo inequívoco de voluntad diamantina, en una barbilla delicada y prominente Las orejas, bonitas y pequeñas, escondidas a medias por los bucles sueltos de las sienes, remataban un cuello esbelto y delicado, de una blancura exquisita, donde ahora sobresalían los músculos prontos para el esfuerzo que reclamaba la presente circunstancia, lo que también se adivinaba en el leve temblor de los hombros, que bajaban hacia los brazos con suavidad y gracia natural. Sus manos, también pequeñas y muy blancas, se estrechaban entrambas con notoria aunque controlada zozobra. La apostura de la izhena/i irradiaba, toda ella, una sencilla, ligera, y al mismo tiempo madura excelencia. Si en ese momento hubiera podido sonreír, y si en verdad existen, yo no habría dudado de estar contemplando a un ángel. Pero no lo hizo, y me miró con interrogante insistencia.”

“-¿Qué necesita, doctor? ¿Comisiono al iisvoschik/i a la farmacia por algún remedio? – Y al ver mi señal de asentimiento, llamó con energía: :- Pelagia, ¡Ven aquí!-, y al aparecer la polia: - Busca en seguida a Vañka Alekseich, que debe ir a la botica de Chernomórdik...¡Díle que pronto, que debe partir ya mismo!”

“Con rápidos rasgos prescribí una solución de quinina, bromuro de sosa, infusión de ruibarbo, itinturae gentinae/i y iaquae foeniculí/i, con jarabe de rosas para aminorar el gusto amargo del brebaje y se lo entregué a la criada, que había ingresado a la alcoba respirando con agitación. Al rato se oyó al imujik/i emprender viaje otra vez en la itroika/i, al son de los alegres cascabeles. Entre tanto, nos abocamos a ofrecerle agua al niño, mientras le humedecíamos la frente con las compresas que, con extraordinaria rapidez, perdían la frescura original.”

“Avanzaba la noche, y la enfermedad del pequeño no presentaba visos de ceder en su mórbida embestida, aunque la fiebre y los temblores no parecían haberse agravado. La madre de Sasha ordenó preparar té, y Pelagia subió el isamovar/i con diligencia. Yo bebía la infusión hirviente acompañada por unos sencillos pastelitos de miel, que me dejaban en la boca un amable gusto a ciprés, más entretanto no podía dejar de observar de reojo a Olga Nicolaievna. Inclinabase ella con solícita actitud sobre el niño, ora para ofrecerle una cucharada del brebaje, ora para intimarle a beber algo de agua, sea para humedecer de tanto en tanto las compresas que refrescaban la afiebrada frente. Me cautivaba estar atento a la repetida cadencia de sus movimientos, suaves y pausados, a su cálida manera de aproximarse a Sasha, con el cuello y la cabeza ligeramente erguidos, y el gesto de la boca y la barbilla hacia delante, solicitando, alentando, exigiendo la llegada del esperado alivio.

Para desarmar el hechizo que comenzaba a poseerme, y no dar rienda suelta a la fantasía, me incorporé y caminé hasta la ventana; corrí los visillos y limpiando con una mano el vidrio escarchado, intenté mirar hacia el exterior. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles sacudidos por el viento, y ya se advertía la llegada del tiempo icuando el cuello del castor se argenta de polvillo helado/i. El cansancio me provocó un brusco estremecimiento; me volví, casi farfullando una queja, y busqué con las manos heladas el calor de la chimenea. Las llamas del fuego desparramaban sombras que se agitaban en el suelo y temblaban sobre las paredes, los muebles, los cortinados. Ella también se acercó al fuego, con un aire de compunción peculiar, mansamente interrogante:”

“ -¿Y...qué le parece, doctor? ¿Cómo va a salir mi pequeño Sasha?- Desvié la mirada del fuego y me sorprendí al descubrir por segunda vez en la noche a Olga Nicolaievna, pues en su rostro la lumbre del hogar recientemente avivado con nuevo combustible, resplandecía con asombroso juego de matices, iluminándole con extraordinaria intensidad. Y tal como se percibe un relámpago, un súbito destello de aguda percepción cruzó por mi conciencia, devolviéndome las imágenes que aún se conservaban en mi memoria de la joven armenia, y de aquella muchacha rusa de la estación de ferrocarril, entre Belgorod y Karkov. De conmovedora belleza aparecía ahora ineludible su maravilloso semblante, cuyos rasgos habían adquirido un brillo preternatural, donde sobresalían con fascinante atractivo sus ojos enormes, de un color azul oscuro como el fondo de un mar muy profundo pero muy tranquilo, y que, acariciados por las llamas que crecían en la chimenea, reflejaban un tembloroso fulgor de irresistible encanto. No pude reprimirme y tomé sus ateridas manos entre las mías, que oprimió con extraña fuerza.”

“Afuera, el viento de la noche golpeaba contra las ventanas y silbaba por encima de los tejados. El niño hablaba por momentos de manera entrecortada, poseído cada tanto por el delirio de la fiebre.”

“-Olga Nicolaievna, va a ver que pronto el cuadro clínico comenzará a perder fuerza. Estoy seguro de ello- formulé casi susurrando.- No creo posible que a partir de ahora surja alguna complicación- dije finalmente, más esperanzado que convencido. Y le transmití, a través del contacto de mis manos quemadas por el ácido fénico, una suerte de tierna y al mismo tiempo exaltada agitación, producto de un estado emocional tan extraño como turbador, que esa noche no terminaba de embargarme con creciente intensidad.”

“Volvimos a un costado de la cama del niño, y continuamos con la tarea de bajarle la temperatura, contener su delirio, obligarle a beber, mantenerle en definitiva la homeostasis, para que encontrara naturalmente el camino de la defervescencia.”

“La madrugada insinuóse por una rendija de las cortinas, pálida, macilenta, muy fría. El combustible de la chimenea escaseaba, pues ya la ipolia/i se había retirado hacía un buen rato. El agotamiento nos poseía a ambos por igual, pero de pronto una sonrisa iluminó por fin el extenuado rostro de Olga Nikolaievna.”

“-¡Venga, doctor! ¡Tóquelo! Me parece que ya no tiene fiebre...”

“Me acerqué y comprobé que, efectivamente, la frente del pequeño ya no ardía. La tibieza de su piel anunciaba un cambio favorable de su estado, que fue reforzado cuando, de pronto oyósele sollozar solicitando con un quejido algo para beber.”

“Más tarde, contemplaba yo la salida del sol arrebujado en el fondo del asiento de la itroika/i, de regreso rumbo a mi casa, mientras pensaba, sacudido por los barquinazos, que alguien debería entretener el deteriorado camino, pues el coche veíase obligado a evitar continuamente las rodadas. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza parecía esconderse tras una bruma transparente, a través de la cual asomaban los primeros rayos de un tímido sol otoñal. Un cansancio, por momentos desconocido, habíase apoderado de mi cuerpo entero, y en el alma insinuábase una antojadiza sensación de llana tristeza, impregnada de un dulce, inexplicable presentimiento. La promesa de unas horas de sueño reparador no lograba disipar, como siempre, la situación de excitada fatiga que en esos momentos me dominaba. Sólo me serenaba el compromiso adquirido con Olga Nicolaievna de regresar por la tarde para comprobar la resolución de la enfermedad de Sasha. El iisvoschik/i Vañka pasaría a buscarme en el idrozhki/i, pues habíame prevenido que estaría disponible para antes de que cayera el crepúsculo.
 
albertoccarles,27.07.2004
Variaciones sobre bLas Bellas/b de Anton Chéjov


-Poco probable, sí, parece muy poco probable que haya llegado a tus manos por esa vía tan extraña como estrambótica, un texto que podría ser nada menos que de Antón Chéjov- me decía hace unos años mi amigo Ernesto cuando le mencioné la curiosa manera mediante la cual había obtenido un texto en caracteres cirílicos, escrito aparentemente a fines del siglo XIX. Lo había hecho traducir por una conocida dama de la ciudad donde vivo, de ascendencia rusa ella, quien lo leyó de corrido, de un tirón, como si fuera castellano corriente. Al finalizar, la mujer alzó una mirada encendida, y opinó simplemente: “¡Qué lindo!”

A la semana me entregó la traducción, la leí y empecé a buscarle el origen entre los autores rusos que conocía, empezando por León Tolstöy, hasta que, hurgando entre la amplia bibliografía del muy querido y mejor apreciado Antón Chéjov, finalmente le encontré un lugar en el gigantesco rompecabezas del cual se habría desprendido, quizá sin otra intervención que la del azar.

-Es sabido que en una época, Chéjov admiraba a Tolstöy, y hasta seguía sus enseñanzas e incluso sus consejos... y también es sabido que los comentarios del conde eran muy tenidos en cuenta por Chéjov. iAmorcito/i es un cuento que al gran escritor le deleitaba particularmente. Ahora, hasta donde yo sé, no hubo una relación epistolar entre ellos que justifique lo que vos decís- respondió Ernesto, luego de mi exposición, mientras sostenía la traducción con una mano, y la comparaba con las cuartillas centenarias que mantenía en la otra. Presuponía que sopesando lo que cargaba entrambas, aclararía lo cierto o apócrifo del origen del relato.

-El Cte. J. Tolstöy, pariente y amanuense del conde L. Tolstöy le envió a mi tío abuelo, el doctor Carlos Carlés, en febrero de 1898, un grabado con el retrato del conde, realizado por Frank de una pintura del célebre pintor ruso Ilyá Repin. Así consta en la carta redactada en francés desde la iAcademie Impériale des Beaux Arts, St. Petersburg/i por el mencionado Cte. J. Tolstöy-. Insistía yo con el relato original-. Éste le escribía a mi tío en nombre del i“grand écrivant”/i en retribución por haber recibido un envío del doctor Carlés, a la sazón Director de Correos y Telégrafos de la Nación.

-¿Y que iba en ese envío, si puede saberse?

-Nunca lo supe. También ignoro si se repitió, ya que la carta hablaba del i“premier envoi”/i. Tal vez en los archivos de Correos y Telégrafos pueda encontrarse algo al respecto...Pero no es el caso...

-Y este texto vino junto con el retrato y al llegar, tu pariente armó el cuadro con el uno debajo del otro- me interrumpió Ernesto, haciendo gestos dubitativos con la cabeza.

-Así parece. Cuando el cuadro cayó desde donde colgaba y se trizó el vidrio, hubo que desarmarlo y limpiarlo. Y el texto apareció allí, apretado entre el grabado y la lámina de madera terciada contrapuesta al dorso. La carta, visible, se conservó siempre en una esquina del retrato- y al ver la perplejidad pintada en su rostro -: Sí, ya lo sé, es increíble, y en ambos sentidos...- acepté finalmente.

-Se me ocurre que podrías presentarlo como un texto tuyo, como un experimento literario- propuso él- . Si es verdad que tenés especial predilección por los cuentos de Chéjov, y tanto afecto te despierta su biografía, podrías esperar hasta el aniversario de los cien años, que no falta tanto, y hacerlo como un cumplido homenaje. Sería más aceptable si lo mostraras como una ampliación del cuento original bLas Bellas/b, para el que vos le hubieras desarrollado una tercera parte...- y movía la cabeza afirmativamente, como convenciéndose a sí mismo.

-¿Te parece? Pero...¿cómo se puede hacer algo así? ¿Es lícito, ché? ¿ No estaría pretendiendo plagiar a un enorme escritor, patrimonio hoy día de la humanidad? Podría ser muy mal interpretado...Algo así como una sórdida superchería...
-Bueno, hay un famoso autor que tituló un cuento suyo : i“Para E....con amor y sordidez”/i. Creo que no hay que exagerar. El texto me parece bueno, aunque no es de los mejores, si presumimos que es de él...Pero podrías cambiarle algunos detalles, algunas frases, para que parezca algo tocado, para que despierte dudas razonables...De esa manera dejarías algunas pistas. El lector avezado no va a tener problemas en saber de que se trata...Y al fin y al cabo- terminó con un breve suspiro y una sonrisa - , sería una especie de “broma literaria”, como la que él le hace a Nádeñka, el dulce personaje del cuento i“Una bromita”/i, que finalmente conserva del chasco un recuerdo feliz, bello, conmovedor...

Y aquí está. Con licencia, y respetuosa dilección.

El argumento debería ser considerado como un tercer capítulo del conocido cuento bLas Bellas/b, por lo que podrán tenerse presentes los otros dos capítulos a modo de introducción, y como elementos fidedignos de comparación.

bLAS BELLAS III/b
iTraducción gentileza de Ania Grigórievna (Aniuta)/i


“Algunos años después, habiendo pasado ya la etapa de practicante y siendo médico del izemstvo/i de la ciudad de C***, en el jurisdicción de Galchinsk, tocóme en suerte concurrir a una casa situada en las afueras de la ciudad, donde debía asistir a un niño de unos seis años de edad, atacado por una repentina y severa enfermedad, según refería la nota que un iisvoschik/i traía consigo al presentarse agitadamente en mi casa. La fiebre tifoidea era frecuente en esos parajes, y no me parecía nada extraño que de eso se tratara. Vañka Alekseich, tal era el nombre del cochero, había sido enviado por la señora de Diukovski, y conducía una desvencijada itroika/i, en la cual recorrimos con agotador traqueteo, las doce iverstas/i de la accidentada carretera. Era una noche obscura, ventosa, extremadamente fría y desapacible, de un otoño que ya estaba haciéndole lugar al rigor del invierno. Cuando arribamos a la casa, me abrió la portezuela del coche una afanosa ipolia/i, que me señaló la puerta de entrada con un brazo extendido, mientras se acompañaba de grititos ininteligibles. Avanzaba yo hacia allí, cuando sentí sus pasos cortos y apresurados que me perseguían. Entré, pero ella misma adelantóse en el vestíbulo para recibirme la bufanda con el abrigo y la chistera. En ese momento percibí el rumor de unos pasos que bajaban por la escalera. Cuando me volví, ya una dama, aún oculta por las sombras, se acercaba extendiendo una mano hacia mí:”

“-Gracias por venir a estas horas, doctor-. La dueña de casa, Olga Nicolaievna Diukvski me recibía con natural cordialidad, aunque en el entrecejo se le adivinaba un desasosiego, que manifestó en seguida: - ¡Venga, doctor, apresúrese! Sasha está arriba, y arde de fiebre...”

“La seguí escaleras arriba hasta el piso alto, pensando en las posibles dolencias que podrían estar socavando el delicado organismo del niño. La alcoba donde se encontraba Sasha era amplia, aunque en ella se respiraba una atmósfera casi sofocante. Una enorme ventana se adivinaba detrás de las pesadas cortinas, y tentado estuve de abrirla a pesar del mal tiempo que reinaba afuera. Objetos infantiles desparramados por todas partes hablaban de las anteriores ocupaciones del jovenzuelo, ahora postrado en su lecho de enfermo.

Hundía la pelirrubia cabeza en un enorme almohadón, cuya blancura disolvía su pálido rostro, al que sólo las mejillas y los labios otorgaban una nota de color. Las estrechas sienes y los ojos brillantes, en un semblante amarillo extremadamente somnoliento, me provocaron una sensible impresión. Me senté junto a él y le tomé el pulso, rápido y filiforme. La boca muy seca, y los labios agrietados, hablaban por sí solos de la necesidad de líquido, cuya provisión ordené de inmediato, al mismo tiempo que la aplicación de compresas húmedas en la frente, abrasada con una temperatura difícil de soportar. Luego de reconocerlo con detenimiento, me volví hacia la madre, que permanecía de pie junto a mí:”

“-Parece una fiebre corriente, señora, pero aún no se puede descartar...”

“-¡Por el amor de Dios, doctor! ¡Dígame lo que sea, y no me oculte nada...Se lo pido por lo que más quiera!- prorrumpió ella impulsivamente, y sacudía con temblor involuntario una pierna contra la cama del niño.”

“-¡Tranquilícese, señora!- reclamé con energía, y miré nuevamente hacia arriba, viéndola creo por primera vez. Y tal fue mi impresión, que me puse de inmediato de pie, pues no hubiera podido mantener la calma un minuto más sosteniendo la mirada desde abajo. En su hermosísimo y níveo rostro, la seriedad del cabello rubio recogido, se ajustaba a lo que reflejaban las marcas azulíneas alrededor de los ojos, el gesto severo de la boca, la nariz, recta y algo afilada; en fin, toda su fisonomía que revelaba una vasta inquietud, un franco abatimiento, y al mismo tiempo un férreo temple para desafiar la adversidad. Cuando nos enfrentamos, comprobé que ella también me observaba, asistida por la generosa luz de varias bujías, que brillaban vivamente desde una mesa al costado de la cama. Sus ojos, que se adivinaban claros, dilatados ahora por la crisis y la luz artificial, eran muy grandes y muy bellos. El rostro, ahora contraído por la ansiedad, no obstante ello, conservaba las señas de una original, dulce y refinada lozanía, unida a una mesurada pero agraciada reserva. Perfectamente delineada, su frente amplia sugería una brillante inteligencia, y su encantadora boca finalizaba, con signo inequívoco de voluntad diamantina, en una barbilla delicada y prominente Las orejas, bonitas y pequeñas, escondidas a medias por los bucles sueltos de las sienes, remataban un cuello esbelto y delicado, de una blancura exquisita, donde ahora sobresalían los músculos prontos para el esfuerzo que reclamaba la presente circunstancia, lo que también se adivinaba en el leve temblor de los hombros, que bajaban hacia los brazos con suavidad y gracia natural. Sus manos, también pequeñas y muy blancas, se estrechaban entrambas con notoria aunque controlada zozobra. La apostura de la izhena/i irradiaba, toda ella, una sencilla, ligera, y al mismo tiempo madura excelencia. Si en ese momento hubiera podido sonreír, y si en verdad existen, yo no habría dudado de estar contemplando a un ángel. Pero no lo hizo, y me miró con interrogante insistencia.”

“-¿Qué necesita, doctor? ¿Comisiono al iisvoschik/i a la farmacia por algún remedio? – Y al ver mi señal de asentimiento, llamó con energía: :- Pelagia, ¡Ven aquí!-, y al aparecer la polia: - Busca en seguida a Vañka Alekseich, que debe ir a la botica de Chernomórdik...¡Díle que pronto, que debe partir ya mismo!”

“Con rápidos rasgos prescribí una solución de quinina, bromuro de sosa, infusión de ruibarbo, itinturae gentinae/i y iaquae foeniculí/i, con jarabe de rosas para aminorar el gusto amargo del brebaje y se lo entregué a la criada, que había ingresado a la alcoba respirando con agitación. Al rato se oyó al imujik/i emprender viaje otra vez en la itroika/i, al son de los alegres cascabeles. Entre tanto, nos abocamos a ofrecerle agua al niño, mientras le humedecíamos la frente con las compresas que, con extraordinaria rapidez, perdían la frescura original.”

“Avanzaba la noche, y la enfermedad del pequeño no presentaba visos de ceder en su mórbida embestida, aunque la fiebre y los temblores no parecían haberse agravado. La madre de Sasha ordenó preparar té, y Pelagia subió el isamovar/i con diligencia. Yo bebía la infusión hirviente acompañada por unos sencillos pastelitos de miel, que me dejaban en la boca un amable gusto a ciprés, más entretanto no podía dejar de observar de reojo a Olga Nicolaievna. Inclinabase ella con solícita actitud sobre el niño, ora para ofrecerle una cucharada del brebaje, ora para intimarle a beber algo de agua, sea para humedecer de tanto en tanto las compresas que refrescaban la afiebrada frente. Me cautivaba estar atento a la repetida cadencia de sus movimientos, suaves y pausados, a su cálida manera de aproximarse a Sasha, con el cuello y la cabeza ligeramente erguidos, y el gesto de la boca y la barbilla hacia delante, solicitando, alentando, exigiendo la llegada del esperado alivio.

Para desarmar el hechizo que comenzaba a poseerme, y no dar rienda suelta a la fantasía, me incorporé y caminé hasta la ventana; corrí los visillos y limpiando con una mano el vidrio escarchado, intenté mirar hacia el exterior. En la oscuridad se divisaban las siluetas de los árboles sacudidos por el viento, y ya se advertía la llegada del tiempo icuando el cuello del castor se argenta de polvillo helado/i. El cansancio me provocó un brusco estremecimiento; me volví, casi farfullando una queja, y busqué con las manos heladas el calor de la chimenea. Las llamas del fuego desparramaban sombras que se agitaban en el suelo y temblaban sobre las paredes, los muebles, los cortinados. Ella también se acercó al fuego, con un aire de compunción peculiar, mansamente interrogante:”

“ -¿Y...qué le parece, doctor? ¿Cómo va a salir mi pequeño Sasha?- Desvié la mirada del fuego y me sorprendí al descubrir por segunda vez en la noche a Olga Nicolaievna, pues en su rostro la lumbre del hogar recientemente avivado con nuevo combustible, resplandecía con asombroso juego de matices, iluminándole con extraordinaria intensidad. Y tal como se percibe un relámpago, un súbito destello de aguda percepción cruzó por mi conciencia, devolviéndome las imágenes que aún se conservaban en mi memoria de la joven armenia, y de aquella muchacha rusa de la estación de ferrocarril, entre Belgorod y Karkov. De conmovedora belleza aparecía ahora ineludible su maravilloso semblante, cuyos rasgos habían adquirido un brillo preternatural, donde sobresalían con fascinante atractivo sus ojos enormes, de un color azul oscuro como el fondo de un mar muy profundo pero muy tranquilo, y que, acariciados por las llamas que crecían en la chimenea, reflejaban un tembloroso fulgor de irresistible encanto. No pude reprimirme y tomé sus ateridas manos entre las mías, que oprimió con extraña fuerza.”

“Afuera, el viento de la noche golpeaba contra las ventanas y silbaba por encima de los tejados. El niño hablaba por momentos de manera entrecortada, poseído cada tanto por el delirio de la fiebre.”

“-Olga Nicolaievna, va a ver que pronto el cuadro clínico comenzará a perder fuerza. Estoy seguro de ello- formulé casi susurrando.- No creo posible que a partir de ahora surja alguna complicación- dije finalmente, más esperanzado que convencido. Y le transmití, a través del contacto de mis manos quemadas por el ácido fénico, una suerte de tierna y al mismo tiempo exaltada agitación, producto de un estado emocional tan extraño como turbador, que esa noche no terminaba de embargarme con creciente intensidad.”

“Volvimos a un costado de la cama del niño, y continuamos con la tarea de bajarle la temperatura, contener su delirio, obligarle a beber, mantenerle en definitiva la homeostasis, para que encontrara naturalmente el camino de la defervescencia.”

“La madrugada insinuóse por una rendija de las cortinas, pálida, macilenta, muy fría. El combustible de la chimenea escaseaba, pues ya la ipolia/i se había retirado hacía un buen rato. El agotamiento nos poseía a ambos por igual, pero de pronto una sonrisa iluminó por fin el extenuado rostro de Olga Nikolaievna.”

“-¡Venga, doctor! ¡Tóquelo! Me parece que ya no tiene fiebre...”

“Me acerqué y comprobé que, efectivamente, la frente del pequeño ya no ardía. La tibieza de su piel anunciaba un cambio favorable de su estado, que fue reforzado cuando, de pronto oyósele sollozar solicitando con un quejido algo para beber.”

“Más tarde, contemplaba yo la salida del sol arrebujado en el fondo del asiento de la itroika/i, de regreso rumbo a mi casa, mientras pensaba, sacudido por los barquinazos, que alguien debería entretener el deteriorado camino, pues el coche veíase obligado a evitar continuamente las rodadas. Como cubierta por un velo, toda la naturaleza parecía esconderse tras una bruma transparente, a través de la cual asomaban los primeros rayos de un tímido sol otoñal. Un cansancio, por momentos desconocido, habíase apoderado de mi cuerpo entero, y en el alma insinuábase una antojadiza sensación de llana tristeza, impregnada de un dulce, inexplicable presentimiento. La promesa de unas horas de sueño reparador no lograba disipar, como siempre, la situación de excitada fatiga que en esos momentos me dominaba. Sólo me serenaba el compromiso adquirido con Olga Nicolaievna de regresar por la tarde para comprobar la resolución de la enfermedad de Sasha. El iisvoschik/i Vañka pasaría a buscarme en el idrozhki/i, pues habíame prevenido que estaría disponible para antes de que cayera el crepúsculo.

albertoccarles (2004).
 
veroveran,18.05.2005
si alguien tiene Amorcito de ANTON CHEJOV
 
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veroveran,18.05.2005
si alguien tiene Amorcito de ANTON CHEJOV y lo puede subir se lo agradeceria tengo ansias de leerlo y no se de donde obtenerlo
gracias
 
TURIN,18.05.2005
A mi me encantó la sala seis (la mayoría los había leído ya (modestia aparte)). Chejov fue un tipo (no debería decirle "tipo" pero no he encontrado una fomar de decirle que le haga honor, así que cualquiera da igual) que escribía sencillo, y que a pesar de ello lograba descubrir para el lector el alma de cada uno de sus personajes, eso para mí vale Oro. Quizá su noción tan profunda de la humanidad se la deba a su profesión de médico, no se yo, lo que me parece curioso es que le rindan un tributo y omitan su biografía. No estaría de más creo yo (nomás digo). Genial foro, todos deberían ser parecidos a este.
 
TURIN,18.05.2005
no es tributo, es homenaje, y tengo otros cientos de herrores (hay va uno), pero se comprende. No vasta con q se comprenda porq soy intento de escritor?, es un foro así q no jodan. insito con la biografía.
 



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