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goldberg,13.07.2006
bFernando González Gortázar hace, en este ensayo, su personalísima nómina de mexicanos del siglo que se acaba de largar. Incluye en ella, muy acertadamente, a los fuereños que hicieron su vida y su obra en nuestro país, antes hospitalario y generoso. Encuentra en su lista a varios creadores que lograron la proeza de realizar su obra fuera de la capital y nos recuerda los orígenes provincianos de los que se vinieron a la Babilonia de todos los pecados centralistas. González Gortázar se limita a proponernos cien nombres fundamentales de la cultura nacional, deja abierto el diálogo y admite toda clase de discrepancias.






1- Salvador de Alba; 2- David Alfaro Siqueiros; 3- Lola Alvarez Bravo; 4- Abraham Angel; 5- Doctor Atl (Gerardo Murillo); 6- Max Aub; 7- Mariano Azuela; 8- Luis Barragán; 9- José Carlos Becerra; 10- Luis Buñuel; 11- Félix Candela; 12- Guty Cárdenas; 13- Luis Cardoza y Aragón; 14- Lilia Carrillo; 15- Rosario Castellanos; 16- Luis Cernuda; 17- Joaquín Clausell; 18- Pedro Coronel; 19- Miguel ``el Chamaco'' Covarrubias; 20- Cri-Crí (Francisco Gabilondo Soler); 21- Jorge Cuesta; 22- Germán Cueto; 23- Amado de la Cueva; 24- Gonzalo Curiel; 25- Carlos Chávez; 26- Salvador Díaz Mirón; 27- Ignacio Díaz Morales; 28- Alfonso Esparza Oteo; 29- Emilio ``el Indio'' Fernández; 30- Gabriel Figueroa; 31- Chava Flores; 32- Fernando de Fuentes; 33- Alejandro Galindo; 34- Blas Galindo; 35- Federico Gamboa; 36- Fernando Gamboa; 37- Ernesto ``el Chango'' García Cabral; 38- Fernando García Ponce; 39- Jaime García Terrés; 40- Elena Garro; 41- Alberto Gironella; 42- Mathias Goeritz; 43- Jorge González Camarena; 44- Francisco González León; 45- Enrique González Martínez; 46- José Gorostiza; 47- María Grever; 48- Martín Luis Guzmán; 49- ``El Jibarito'' Rafael Hernández; 50- Saturnino Herrán; 51- María Izquierdo; 52- José Alfredo Jiménez; 53- Frida Kahlo; 54- Agustín Lara; 55- José Limón; 56- Pedro Linares; 57- Ramón López Velarde; 58- Oliverio Martínez; 59- Leopoldo Méndez; 60- Carlos Mérida; 61- Guillermo Meza; 62- Tina Modotti; 63- José Pablo Moncayo; 64- Roberto Montenegro; 65- Enrique de la Mora y Palomar; 66- Enrique del Moral; 67- Salvador Novo; 68- Carlos Obregón Santacilia; 69- Juan O'Gorman; 70- José Clemente Orozco; 71- Carlos Orozco Romero; 72- Luis Ortiz Monasterio; 73- Mario Pani; 74- Octavio Paz; 75- Carlos Pellicer; 76- Dámaso Pérez Prado; 77- Manuel M. Ponce; 78- José Guadalupe Posada; 79- Emilio Prados; 80- Joseph Renau; 81- José Revueltas; 82- Silvestre Revueltas; 83- Alfonso Reyes; 84- Jesús ``Chucho'' Reyes Ferreira; 85- Diego Rivera; 86- Julio Ruelas; 87- Antonio Ruiz ``El Corzo''; 88- Gabriel Ruiz; 89- Juan Rulfo; 90- Jaime Sabines; 91- José Juan Tablada; 92- Rufino Tamayo; 93- Rodolfo Usigli; 94- Remedios Varo; 95- José Vasconcelos; 96- José María Velasco; 97- José Villagrán; 98- Xavier Villaurrutia; 99- Agustín Yáñez; 100- Francisco Zúñiga.


Hablar de mis, y no de los cien mexicanos del siglo, me salva de muchas responsabilidades: no hago un juicio más o menos absoluto de valor, sino una declaratoria de preferencia, de afinidad y de admiración. Mis mexicanos del siglo son autores de obras que me han conmovido, que han sido como la bíblica zarza ardiente de la que habla Arreola: oráculos, revelaciones. También lecciones y recreaciones a las que he regresado una y otra vez, encontrando siempre nuevas maravillas. Por su trabajo he entendido -hasta donde he sido capaz- la identidad entre lo que es México y lo que es el mundo, lo regional y lo universal; entre la tradición y la modernidad, lo heredado y lo propuesto; entre lo popular y lo cultivado, lo social y lo personal; la trabazón del cerebro y el alma, la cultura, la historia y la belleza. A través de sus visiones he aprendido a mirar, y de sus emociones, a sentir. Por ellos, lejanos o recientes, he intuido lo que es hacer una vida que valga la pena, para uno mismo y para los demás.

Tal vez por cobardía, he incluido sólo personajes muertos -espero algún día rendir homenaje a los grandes que felizmente siguen con nosotros. Tal vez por disciplina, he incluido sólo creadores artísticos, por vaga que esta expresión sea en ocasiones. Es claro que se trata de una injusticia, o por lo menos de una parcialidad: un buen número de líderes sociales, de científicos, de humanistas y de pensadores, son mexicanos del siglo, es decir, personas que con su labor han construido este país y enriquecido grandemente al mundo: espero que otros hagan las listas respectivas. En la mía están las preferencias que ya dije, pero también están mis limitaciones, mis ignorancias, mis insensibilidades; por ejemplo, el único bailarín que puse es José Limón, cuyas maravillosas coreografías he podido disfrutar repetidamente; a los demás no los conozco lo bastante. Tampoco, y a pesar mío, he enlistado intérpretes ni actores (ni toreros, que -crueldad aparte- también pertenecen a la danza), entre los cuales hay muchos que merecen sobradamente el ser llamados creadores. Supongo, pues, que las cosas van quedando claras: mi relación no tiene otro valor que el de dar un testimonio de gratitud personal (que a mi juicio debería ser también, obviamente, colectiva).

¿Qué significa, en este texto, ser mexicano y del siglo XX? Muy simple: haber nacido aquí o haber hecho en México, a partir de 1901, una parte sustancial de su obra. A primera vista el criterio tal vez parezca claro, pero no lo es del todo. Cito un ejemplo: ¿podrían estar en mi repertorio Serguéi Eisenstein o Isamu Noguchi? Creo que, forzando un poco las cosas, pudieran llenar hasta el último requisito, y desde luego me encantaría incluirlos, pero también me parecería abusivo. Caso contrario: la obra vigésima de Salvador Díaz Mirón es muy menor si la comparamos con la decimonónica, que constituye sin duda su núcleo espléndido; pese a ello, creí que tenía que aparecer. Con esto quiero decir que me tomé las licencias que estimé necesarias.

Cien, son demasiados nombres para comentarlos con alguna extensión. Además, para la gran mayoría de ellos eso no hace falta, pues todos conocemos sus méritos. Pero hay excepciones, y entre ellas, algunos de los nacidos en España: los escritores Max Aub y Emilio Prados, así como Joseph Renau, autor de los collages más inquietantes que conozco, son menos recordados de lo que merecen. Mis otros mexicanos de origen foráneo, Buñuel, Candela, Cardoza y Aragón, Cernuda, Goeritz, Hernández, Mérida, Modotti, Pérez Prado, Varo y Zúñiga, son conocidos y reconocidos: catorce fuereños que crearon en México y crearon a México; buena cifra.

Otros que están insuficientemente presentes en la memoria del país son el arquitecto Salvador de Alba; los pintores Abraham Angel, Amado de la Cueva y Guillermo Meza; el notable caricaturista Ernesto García Cabral; el hondo poeta José Carlos Becerra y el asombroso escultor popular Pedro Linares, inventor (nombre incluido) de los alebrijes. Quizás podría añadir algunos otros.

En el extremo opuesto, aquel mexicano cuya obra (que no necesariamente su nombre) es más conocida en el mundo, y forma parte más indisociable de la cultura de todos, es sin duda Agustín Lara. Dentro de México y en países hermanos, su primacía estaría en disputa con José Alfredo Jiménez. Junto con sus colegas, el gran yucateco Guty Cárdenas, que dio origen a tantas cosas; el fabulador infantil Cri-Crí (Francisco Gabilondo Soler); los boleristas Gonzalo Curiel, María Grever, Rafael Hernández y Gabriel Ruiz; el gozoso Chava Flores, Dámaso Pérez Prado, el Rey del mambo, y Alfonso Esparza Oteo, autor de clásicos como ``Un viejo amor'' y ``Pajarillo barranqueño'', estos compositores populares integran un formidable cuerpo de universalización de nuestra cultura y de consolidación de una identidad latinoamericana. Manuel M. Ponce se mantuvo como un puente entre la música clásica y la popular, aunque esta última fue continuamente evocada en las composiciones de Carlos Chávez, Blas Galindo, José Pablo Moncayo y Silvestre Revueltas. Con estos dieciséis nombres queda claro el peso que la música ha tenido en nuestro proceso cultural reciente.

Comparativa y numéricamente (de ninguna manera en calidad), la arquitectura destaca menos: sólo he incluido a Salvador de Alba, excelente y sabio; al inmenso Luis Barragán, uno de los mayores creadores del siglo; a Félix Candela, rigurosa lucidez tras las estructuras laminares de hormigón; al maestro y fundador Ignacio Díaz Morales; a Enrique de la Mora y Palomar; a los precursores y renovadores Enrique del Moral, Carlos Obregón Santacilia, Juan O'Gorman (que también merecería figurar como pintor), Mario Pani y José Villagrán: diez en total.

En cambio, hay aquí treinta y seis artistas plásticos: los heroicos muralistas David Alfaro Siqueiros, Amado de la Cueva (autor de las sorprendentes pinturas del ex templo de Santo Tomás, actual Biblioteca Octavio Paz, en Guadalajara, mala y habitualmente atribuidas a Siqueiros o a la coautoría de ambos), Jorge González Camarena (también -¿sobre todo?- fuerte escultor), José Clemente Orozco (uno de los grandes de la humanidad) y Diego Rivera. Entre los pintores mayoritariamente de caballete, el brevísimo Abraham çngel; el impresionista Joaquín Clausell; el sorprendente Alberto Gironella; Saturnino Herrán, malogrado pionero del nacionalismo artístico; las admirables María Izquierdo y Frida Kahlo; el turbador Guillermo Meza; Carlos Orozco Romero; Roberto Montenegro, nuestro mejor pintor déco; el entrañable Jesús Reyes Ferreira; el juguetón Antonio Ruiz ``el Corzo'', el revelador, liberador y cimero Rufino Tamayo; Remedios Varo; y el espléndido paisajista José María Velasco. El Doctor Atl (Gerardo Murillo), anticipador, provocador, polemista, escritor, político y revolucionario, y encima también paisajista. Los abstraccionistas Lilia Carrillo, de emocionante lirismo; Pedro Coronel, que igualmente enriqueció nuestra escultura; Fernando García Ponce, sólido constructor; y Carlos Mérida, cuyos trabajos de integración con la arquitectura (la mayoría trágicamente destruidos) fueron extraordinarios. Al igual que él, y en grado aún mayor, Miguel Covarrubias tuvo una influencia enorme en nuestra danza contemporánea, pero fue también pintor, antropólogo y, especialmente, singular caricaturista, condición que comparte con Ernesto García Cabral. Y están los grabadores Leopoldo Méndez, José Guadalupe Posada y Julio Ruelas, los tres excepcionales y diferentísimos; el ya citado Joseph Renau, y los escultores Germán Cueto (tal vez el mejor del siglo mexicano), Mathias Goeritz (personaje polifacético, animador también de la arquitectura), Pedro Linares, Oliverio Martínez (cuyas esculturas en el Monumento a la Revolución capitalino le bastaron para estar en la historia), el muy interesante Luis Ortiz Monasterio, y Francisco Zúñiga.

Los veintinueve poetas, dramaturgos, narradores y similares, es decir, las mujeres y hombres de letras, son, luego de los artistas plásticos, el grupo más numeroso en este recuento. Separarlos por la índole de su obra es tan artificial como en aquéllos, pues varios pasaban con naturalidad de uno a otro género. Principal o exclusivamente narradores fueron (para mí Mariano Azuela, (artífice de la novela de la Revolución), Rosario Castellanos, Federico Gamboa (autor de la multirrecordada Santa), Elena Garro, Martín Luis Guzmán (tal vez nuestro mayor prosista), el duro José Revueltas; esa torre altísima, magnífica e imprescindible que fue Juan Rulfo, y Agustín Yáñez.

Los (básica o únicamente) poetas, son más abundantes: José Carlos Becerra, Luis Cernuda, el inteligentísimo Jorge Cuesta, Salvador Díaz Mirón (quizá nuestro mejor poeta romántico), Jaime García Terrés (cuyos proyectos de difusión cultural en la UNAM son el ejemplo insuperado), el íntimo Francisco González León, Enrique González Martínez (tan importante en la continuación como en la ruptura), José Gorostiza (autor de Muerte sin fin, uno de nuestros cenits), el reverenciable, incomparable Ramón López Velarde, el iconoclasta Salvador Novo, Octavio Paz (poeta y ensayista non, pilar de nuestra cultura y nuestra ética intelectual), el colosal Carlos Pellicer, el difícil Emilio Prados, Jaime Sabines (quien hizo el milagro de interesar a multitudes en este arte), José Juan Tablada, inventor de joyas diminutas, y Xavier Villaurrutia, recóndito y denso.

Max Aub (autor de obras estremecedoras), el original y desusado Luis Cardoza y Aragón, el polígrafo Alfonso Reyes, maestro siempre, y José Vasconcelos, figura central de nuestro siglo por lo que hizo y por lo que hizo hacer (en la cultura y en la política), son inclasificables. Por último, hay aquí sólo un dramaturgo: Rodolfo Usigli.

Contrastando con la abundancia de artistas plásticos y literatos, en mi nómina sólo hay cuatro cineastas: Luis Buñuel, un fuera de serie, genio indiscutible; Emilio ``el Indio'' Fernández, figura (merecidamente) simbólica de nuestras artes fílmicas; Fernando de Fuentes, que con El Compadre Mendoza y Vámonos con Pancho Villa creó la calidad de nuestro cine, y con Allá en el rancho grande su éxito industrial; y Alejandro Galindo, que en Campeón sin corona y Esquina bajan hizo el mejor retrato de la ciudad marginal. También se incluyen tres fotógrafos: Lola Alvarez Bravo con sus estampas suaves y poéticas, Gabriel Figueroa con su poderosísima visión de la imagen cinematográfica, y Tina Modotti, recia transfiguradora de lo cotidiano. Finalmente, como un caso aparte, está Fernando Gamboa, quien hizo un arte de la museografía.

(¿Y Manuel Altolaguirre, Lorenzo Barcelata, Julio Castellanos, Olga Costa, Ernesto Cortázar, Alberto Domínguez, Manuel Enríquez, Luis García Guerrero, Efraín Huerta, Agustín Lazo, Renato Leduc, Candelario Medrano, Chucho Monge, Rodolfo Nieto, Alfredo R. Placencia, Juan Segura, Tata Nacho (Ignacio Fernández Esperón), y tantos, tantos otros? En nuestra cultura decimal, cien parece un número razonable, pero la dictadura de la cifra es cruel.)

De todos estos creadores, varios tuvieron una existencia de éxitos y famas: quizá los más radiantes fueron Paz, Rivera y Lara; otros, como González León, la pasaron con discreción total, y Ruelas lo hizo entre la tragedia y la autodestrucción. Algunos fueron esforzados luchadores sociales; Díaz Mirón, por su parte, tuvo en su vida pública momentos de abyección. Los más afortunados gozaron de largo tiempo para hacer su trabajo: el Doctor Atl murió a los 89, Alejandro Galindo a los 93, y Chucho Reyes a los 95. En cambio, y por desgracia, José Carlos Becerra, Saturnino Herrán, Guty Cárdenas y Abraham Angel sólo contaron con treinta y tres, treinta y uno, veinticinco y unos asombrosos diecinueve años de existencia. No vivieron, así, una época de madurez, pero lo que alcanzaron a hacer fue suficiente.

En mi nómina sólo aparecen nueve mujeres; ojalá que en las que se hagan dentro de un siglo, la situación sea radicalmente distinta. En otras cuestiones, hay en esta lista una pareja de hermanos, los Revueltas, y dos (o tres) parejas afectivas. Entre los de origen forastero, siete nacieron españoles, dos guatemaltecos, y en Alemania, Costa Rica, Cuba, Italia y Puerto Rico alumbraron a cinco más, uno por país (y por Estado Libre Asociado). En cuanto a los de origen local, y como era de esperarse por la concentración demográfica de México, la mayoría nacieron en el Distrito Federal: veintiséis en total (aunque de Pedro Linares no tengo la certeza). Le sigue de cerca Jalisco, con veintitrés; aquí ya no hay demografía que lo explique, y es una cifra tan alta que intriga. Estas dos entidades suman casi la mitad de los enumerados: alguien debería analizar este fenómeno, porque es un fenómeno sin duda.

(Por cierto, el centralismo nacional se exhibe con claridad extrema. Si excluimos a María Grever y a José Limón, cuya vida se hizo en el extranjero, sólo Salvador de Alba, Amado de la Cueva, Ignacio Díaz Morales y Francisco González León -todos ellos paisanos entre sí- crearon el cuerpo de su obra enteramente fuera de la Ciudad de México.)

Media un abismo entre Jalisco y la siguiente cuna, Veracruz, con seis nombres (hay en la lista más españoles que veracruzanos). Zacatecas tiene cuatro, tres nacieron respectivamente en Aguascalientes, Coahuila, Guanajuato y Tabasco; dos en Durango, el Estado de México, Nuevo León, Oaxaca y Yucatán; y al fin, uno en Campeche, Chiapas, Chihuahua, Puebla y Sinaloa. Dieciocho entidades están representadas; no hay aquí nadie de los catorce estados remanentes.

Nunca he dudado de que la aportación de México a la cultura universal de nuestro tiempo es gigantesca; repasando los personajes anteriores, lo confirmo. El siglo ha visto transcurrir muchos imperios, muchas dominaciones, pero en el campo de la creación este país ha sido abanderado de la vital multipolaridad, de la diversidad del mundo. Yo he propuesto aquí sólo un muestrario, un fichero para que cada quien retire o introduzca los nombres que le plazca. Por mi parte, estoy contento. Veo mi lista como una cordillera, una imponente sucesión de cumbres. Las hay más y menos enormes, pero en lo alto de todas ellas brilla un sol.

Fernando González Gortázar/i
 



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