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Inicio / Cuenteros Locales / Lulumae / ES MÁS FÁCIL LLEGAR AL SOL QUE A TU CORAZÓN

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Me resulta difícil explicar qué fue lo que me enamoró de ella y no porque me falten razones sino porque me sobran. Obligada por la lógica y el sentido común durante algún tiempo me autocensuré ese sentimiento hasta que no pude más y me dejé llevar, asumiendo dichosamente las consecuencias que, por otra parte, ya intuía desde el principio.

Creo que lo que más me atrajo fue, precisamente, lo que más le hacia sufrir, su timidez extrema, que se traslucía en una mirada esquiva y una sonrisa absolutamente deliciosas que, por sí solas, me bastaban para disfrutar de su compañía.

A pesar de que en raras ocasiones me dejaba entrar en su corazón, había detalles que me confirmaban que era alguien especial a quien valía la pena conocer, aunque ella, quizás por la inseguridad que llevaba aparejada su juventud, todavía no lo supiera.

Su nombre era Edith y utilizo el pasado para referirme a ella por mi deseo o, más bien, imperiosa necesidad de iniciar un nuevo presente en el que su figura sólo sea, si es que ambos calificativos fueran compatibles, un doloroso y bello recuerdo de mi historia, una historia que se remonta a aquel día remoto en que llegué a México desde España con mi mejor amigo disfrazado de mi honorable marido y yo de su respetable mujer.

Álvaro y yo nos conocimos en el colegio cuando apenas teníamos trece años y desde entonces somos inseparables. Durante algún tiempo fuimos pareja, hasta que nos dimos cuenta de que ni él era hombre de una sola mujer, ni yo mujer de hombre, es decir, que mis inclinaciones sexuales iban por otro lado. Estas confesiones, en lugar de separarnos, nos unieron más, hasta tal punto que, cuando terminamos la carrera y comenzamos a trabajar, decidimos irnos a vivir juntos.

Por la edad y profundas convicciones religiosas de mis padres, o tal vez sólo por mi propia cobardía, nunca me atreví a hablarles de mi atracción hacia las mujeres. En lugar de eso, y para evitar su continua presión, le propuse matrimonio a Álvaro quien, sorprendentemente, aceptó.

Siempre fui consciente de mi locura y es obvio que nunca debí infravalorar la suya. Así que, como el par de locos que somos, nos casamos, previo pacto de que aquello terminaba en el momento en que encontráramos a la persona con la que quisiéramos compartir el resto de nuestras vidas, lo cual todavía no había ocurrido el día que llegó a casa totalmente emocionado ante la oferta que le había hecho su empresa de encargarse de la apertura y dirección de una sucursal en México.

A ambos nos encantaba viajar y conocer nuevas culturas así que, aunque comprendí su alegría, no la compartí, pues sabía que ello suponía que nos teníamos que separar, pero, como enseguida pude comprobar, la separación no entraba en sus planes. Con la acostumbrada naturalidad que empleaba para hablar, transformando lo más descabellado en algo totalmente normal, me invitó a acompañarle. Adelantándose a mi previsible respuesta me dijo que el tema del trabajo no era problema pues en la nueva oficina iba a necesitar a alguien que llevara todos los asuntos legales y yo era la persona adecuada.

Por aquel entonces yo estaba trabajando en un despacho de abogados con bastante prestigio de Madrid, y tras un año de pasante sometida a todo tipo de humillaciones, laboralmente hablando, y tres de abogado junior, sometida a unas cuantas menos, iba a ascender a la categoría de abogado senior, así que mi contestación inmediata fue decirle que no podía tirar mi carrera en el bufete por la borda.

Álvaro firmó su contrato por dos años y el día que fuimos a comer a casa de mis padres para dar la noticia, ya habíamos inventado una excusa para justificar por qué no le acompañaba durante ese periodo de tiempo. Sin embargo, mientras tomábamos el postre, en lugar del discurso ensayado, me escuché a mi misma anunciando a mi familia que nos marchábamos a México. Creo que él sabía de antemano que no le iba a dejar irse sólo, pues cuando le miré, en lugar de su cara de sorpresa me encontré aquella otra que me fastidiaba tanto de "te conozco demasiado".

Una vez en México, decidimos mantener nuestro status de matrimonio convencional ante la gente que íbamos conociendo, ocultando intencionadamente el dato de que era "ficticio". De esta forma evitábamos chismorreos por vivir juntos en una sociedad todavía demasiado cerrada y, lo que es más importante, nos inmunizaba contra posibles enamoramientos sin futuro, ya que ambos teníamos claro que nuestra estancia en este país era provisional.

Tras instalarnos en Monterrey, nuestra ciudad de destino, durante el primer año, dedicamos casi todo nuestro tiempo libre a conocer la ciudad y sus alrededores y, si juntábamos más días, el resto del país, disfrutando de nuestra mutua compañía con la camaradería que ya era habitual entre nosotros.

A veces, actuábamos tanto como pareja que llegábamos a olvidar que no lo éramos, y cuando nos percatábamos de ello, ambos nos reíamos pensando que lo único real que había en nuestro matrimonio era la ausencia de sexo.

Supongo que era sexo lo que buscábamos el primer día que salimos a un antro de ambiente a tomar una copa. A Álvaro no le importaba acompañarme a este tipo de sitios, parecía como si estuviera provisto de un radar especial que le permitía localizar a las pocas chicas heterosexuales que solía haber en estos lugares y, como es lógico, no sólo porque fuera muy guapo, sino también porque escaseaban los chicos que no fueran gays, tenía el ligue asegurado.

En ese momento finalizó la que a mí me gustaba llamar fase cultural en México y comenzó la fase propiamente de desmadre. Salíamos todos los fines de semana hasta la madrugada, bailábamos, bebíamos y rara vez volvíamos solos a casa, incluso llegamos a compartir alguna novia, juntos y por separado, haciendo justo honor a la fama de liberales que entre los mexicanos teníamos los españoles (sin duda alguna porque no conocían a mis padres).

Un sábado, cuando el alcohol ya difumina los recuerdos, decidimos tomarnos una última copa en un sitio que conocía la chica que me acompañaba en ese momento y que acababa de conocer. A Álvaro, esa noche, le había fallado el radar.

El bar era totalmente underground, oscuro y lleno de maricones con sombreros texanos, lesbianas camioneras, algunos travestíes y muchos morbosos como nosotros. Tenía una especie de pasarela donde las "vestidas" hacían su show, generalmente, de Alejandra Guzmán, una cantante muy conocida en México y musa del ambiente. Entre actuación y actuación, ponían música norteña que todo el mundo bailaba animadamente y, según nos contó Claudia, eran muy habituales las redadas de la policía, lo que confirmaba mis sospechas de que la Ley y ese lugar iban por caminos diferentes. Definitivamente me encantó el concepto.

Nada más llegar, fui a pedir unas cervezas. Desde la barra, observé como Claudia saludaba excesivamente cariñosa a una chica, lo cual no me preocupó pues, a decir verdad, no me gustaba demasiado, sin embargo, si me llamó la atención la receptora de su efusivo saludo.

Normalmente, lo primero en lo que te fijas de la gente es en su físico, aunque en un momento determinado éste pueda resultar indiferente cuando se conoce a la persona en cuestión. Pero hay un grupo escaso de gente que atrae tu interés por su esencia, algo que desprenden que resulta totalmente imposible de describir. La amiga de Claudia pertenecía a ese grupo, de hecho, al día siguiente, cuando intenté recordar cómo era, sólo me acordé vagamente de su cabello negro recogido en una especie de moño que le daba un look muy mexicano y de unos hoyuelos encantadores que se le marcaban en las mejillas mientras hablaba sonriendo.

Me acerqué con las bebidas y Claudia nos presentó, se llamaba Edith y rápidamente nos pusimos a charlar ignorando, no sólo a aquélla, sino también al resto del mundo. Edith admiraba nuestra cultura, uno de sus sueños era viajar a España, conocía la filmografía de Pedro Almodóvar a la perfección y todavía era fan número uno de Mecano, cuyas canciones acabamos cantando a pleno pulmón en nuestra casa, donde decidimos continuar la noche que ya no lo era tanto. Entre cántico y cántico, me contó que salía con una chica desde hacia un año y medio, con quien tenía bastantes problemas a causa de su agresividad, habiendo llegado a pegarla en diversas ocasiones.

A mí, que había sido educada en la "no violencia" y en el diálogo como única arma contra los demás, me resultaba totalmente imposible comprender cómo se podía estar con una persona así, sin embargo, Edith la justificaba continuamente y, de los argumentos que empleaba para ello, me pareció percibir la loca idea de que, como si se tratara de una regla de tres directamente proporcional, asociaba los golpes que le daba con el amor que le profesaba.

El sentirte tanto más querida cuanto más te maltraten era algo que se escapaba a mi entendimiento y, desde luego, nunca iba a poder querer a nadie de esa manera, así que esa misma noche decidí olvidarla, determinación que me delataba pues con la mayoría de las mujeres que conocía la fuerza de voluntad no intervenía para nada en el olvido sino que era algo que se daba por mi parte de una forma natural y sin esfuerzo alguno.

Cuando nos levantamos, cumplimos con el ritual del intercambio de números de teléfono, aunque esta vez sin falsas promesas de hablarnos, y nos despedimos sin grandes aspavientos. A fin de cuentas solo éramos dos desconocidas que habían pasado un buen rato juntas.

Pasó algún tiempo hasta que nos volvimos a ver lo cual, en cierto modo, era extraño, pues en Monterrey apenas había un par de lugares de ambiente. Sin embargo, hasta ese momento, la casualidad no había estado de nuestra parte, como si previera que nada bueno podía surgir de ese reencuentro.

Ella iba con unas amigas y yo con mi inseparable Álvaro, que ya había perdido de vista y, a buen seguro, andaba haciendo de las suyas. Comenzamos a hablar, tímidas y nerviosas, algo que sólo ocurre con la gente que te interesa demasiado y enseguida buscamos una excusa para volver a reunirnos con nuestros respectivos acompañantes.

A pesar de que no estuvimos juntas en toda la noche, no dejábamos de observarnos, cuando no la sorprendía yo mirándome, me descubría ella a mí. En un momento determinado, cuando yo iba a pedir una copa y ella no se a dónde, nos topamos de frente y, sin mediar palabra, nos besamos. Cuando dejamos de hacerlo, nos sonreímos y continuamos nuestro camino. Después desapareció.

Desconcertada, le dije a Álvaro que si le apetecía cambiar de lugar. Nos fuimos al Océano, el bar que nos había enseñado Claudia y donde había conocido a Edith. Como sospechaba, la vi a lo lejos, hablando con una chica que, por su aspecto y actitud, deduje que era su novia. Edith se acercó a mí, y señalándola con la mirada me dijo:

- Es Gabriela, no puedo hablar mucho contigo porque se enoja
- No quiero causarte problemas - le contesté.

Cuando le iba a dar un beso en la mejilla de despedida, sentí como alguien me agarraba fuerte del brazo, era Gabriela que, con su cara pegada a la mía, me gritaba: ¿Te estaba besando?. Antes de que me diera tiempo a contestarla, se había llevado casi a rastras a Edith al baño y cuando quise llegar a arreglar el entuerto, ya le estaba pegando y alguien de seguridad intentaba separarlas. Edith lloraba.

Traté de acercarme, pero los vigilantes no me lo permitieron, aunque si me escuchó cuando le dije: ni se te ocurra volver a tocarla. Me miró con cara de desprecio que, por otra parte, no era comparable al que sentía yo por ella.

Al día siguiente, llamé a Edith para ver qué tal estaba y para pedirle disculpas ya que, ilógicamente, me sentía responsable de la brutalidad de su novia. Me contestó una voz masculina que me informó que Edith había cambiado de celular. No me quiso dar su nuevo número, así que le di mi nombre y me aseguró que le haría llegar el recado. Pasó la semana sin que me hablara y, por segunda vez, decidí olvidarla, para lo que comenzaría por evitar los lugares que ella frecuentaba. Como segunda medida, y aprovechando las vacaciones de Semana Santa, resolví marcharme a la Riviera Maya una semana, convencida de que las aguas del Caribe me ayudarían a relajarme y a retomar las riendas de algo que se me estaba escapando de las manos.

Volví mucho más tranquila y también con un tremendo resfriado que me obligó a guardar cama durante cuatro días. Para sobrellevar el encierro, Álvaro rentó un montón de películas de vídeo. Le encargué especialmente que alquilara "Todo sobre mi madre", lo que fue una señal de debilidad por mi parte pues sabía que a Edith le encantaba y creo que era mi forma inconsciente de sentirme cerca de ella.

Eran las diez de la noche cuando estaba viéndola tirada en la cama y el vigilante avisó por el interfono de que teníamos una visita. Oí una voz de mujer y, como no esperaba a nadie, supuse que sería alguna amiga de Álvaro. Al rato, como si se tratara de uno de los delirios provocados por mi fiebre de los días anteriores, apareció Edith en la puerta de mi habitación. Se acercó a mí y me besó ligeramente en la mejilla, mientras yo intentaba memorizar su perfume que tanto la caracterizaba. Tras interesarse por mi salud, nos pusimos a ver la película juntas.

Cuando terminó, y después de hablar de algunas trivialidades, no pude resistir la tentación de preguntarle si seguía saliendo con su novia pues, en algún lugar recóndito de mi corazón albergaba la esperanza de que si estaba ahí conmigo era porque, quizás, habían terminado. Sin mirarme a los ojos, me contestó que sí, que seguían juntas, y a su vez, se interesó por mi relación con Álvaro.

- Estamos casados - le contesté, sin más explicación.

- No es verdad - me dijo. Pero yo asentí con la cabeza, ratificándome en mi respuesta y sin preocuparme por ocultar la alegría que sentía por el efecto que le había causado la noticia.

Se marchó enseguida, no recuerdo con qué pretexto. Cuando Álvaro entró en mi habitación me encontró tumbada en la cama boca arriba con la mirada perdida en algún punto invisible del techo. Se acurrucó junto a mí y, aunque conocía la respuesta, me preguntó:

- ¿No te irás a enamorar, verdad?, apenas la has visto un par de veces.

No le contesté, pero ambos sabíamos que el enamoramiento no era consecuencia de un proceso sino fruto de un instante, en la mayoría de los casos, imposible de precisar. Una mirada, una sonrisa, un aroma, por sí solos, eran suficientes para que ocurriera, era lo que los expertos llamaban química, pero que, en realidad, no debería tener nombre pues no existe palabra en el diccionario capaz de definirlo. En mi caso, ese instante se había dado desde el momento en que la vi a lo lejos, desde la barra de aquel bar, por lo que el empleo del tiempo futuro en su pregunta, en este caso, era totalmente inapropiado. Lo irremediable ya había ocurrido, y si alguna oportunidad había habido de que aquello prosperase, acababa de desaparecer.

Supuse que no querría volver a hablarme, así que ni siquiera hice el intento de contactar con ella, sin embargo, esta vez los astros se alinearon rápidamente a mi favor y al siguiente fin de semana nos volvimos a encontrar.

Envalentonada por el alcohol, se acercó a mí y me dijo:

- He cortado con Gabriela y no me creo que estés casada.
- De lo primero - le contesté - me alegro infinitamente, y lo segundo es sólo una verdad a medias, difícil de explicar y más de entender. Otro día te lo contaré.

No insistió, en lugar de eso, acercó su boca a mi oído y me susurró:

- Me muero de ganas de coger contigo.

Nos besamos, continuamos besándonos en el coche de camino a mi casa, y no dejamos de hacerlo en el elevador, iniciando esa etapa de las relaciones en que la pasión todavía no ha dejado paso a la ternura. Caímos en la cama y, mientras nos desnudábamos mutuamente, con la precipitación y torpeza propia de quien desea algo demasiado, inspeccionamos nuestros cuerpos por primera vez, con idéntica dosis de curiosidad que de lujuria.

A partir de esa noche, comenzamos a vernos con regularidad, pero la relación con ella resultó más complicada de lo que había imaginado. A causa de su timidez e introversión, Edith era difícilmente accesible, cuando intentaba averiguar cosas de ella, me ponía una barrera que sólo me permitía franquear levemente en contadas ocasiones. El conocer los vericuetos de su corazón lo convertí en un reto y, en ocasiones, también en una obsesión. Su hermetismo me desesperaba y, al mismo tiempo, me enganchaba más a ella. Quería saberlo todo, no quería saber nada.

Poco a poco y hasta donde era capaz, fue cediendo a mi tenacidad, y yo guardaba como un tesoro cada dato que me revelaba de su vida, pero, como casi siempre ocurre, según nos fuimos conociendo mejor, fueron surgiendo las diferencias y las primeras peleas, algunas de ellas provocadas por malentendidos derivados la diferencia cultural que había entre ambas.

Un día, tras una de estas disputas, salí a tomar una copa con Álvaro, al que tenía un poco abandonado desde que Edith había entrado en mi vida. Esta vez no iba buscándola y, sin duda, ella tampoco esperaba encontrarme, pues allí estaba abrazándose con Gabriela. Parece que había acudido otra vez en busca de la emoción de los golpes, algo contra lo que yo no podía y, lo que es más importante, no quería competir.

No quise ver más y casi le rogué a Álvaro que nos marcháramos de allí. De camino hacia la salida, me encontré a Claudia, nos saludamos y, en un arranque al mismo tiempo de valentía, por el contenido del mensaje, y de cobardía, por no ser yo la portadora del mismo, le pedí que le dijera a Edith que no quería volver a verla.

Claudia cumplió, intuyo que alegremente, su misión de mensajera. Así pude comprobarlo al día siguiente cuando el vigilante de mi casa me entregó una carta de Edith en la que, de forma resumida, me pedía perdón, me decía que me quería más de lo que creía, y que nadie más que yo ocupaba su corazón.

No la creí, así que le contesté diciéndole que odiaba haberme enganchado a ella y que era mejor poner fin a nuestra relación antes de que las dos sufriéramos demasiado, a fin de cuentas lo nuestro estaba destinado a terminar el día que yo me marchara a España, aunque yo bien sabía que sólo de mi dependía quedarme en México toda la vida o, al menos, mientras hubiera alguien que allí me retuviera.

Más tarde me enteré de que, después de recibir mi carta, había comenzado a salir de nuevo con Gabriela, quien no se había enmendado tras la separación y continuaba maltratándola. Pasaron unos cuantos meses hasta que nos volvimos a encontrar, y ante mi pregunta de porqué había vuelto con su novia, me contestó que porque, a diferencia de mí, ella si le había demostrado que la quería. Su respuesta me descolocó por completo: si no te has enterado de que te amo, es que no te has enterado de nada- pensé, pero en lugar de eso, le dije: sólo prométeme una cosa, no permitas que te vuelva a pegar, me di media vuelta y me marché.

Decidí no volver a hablarla y sólo incumplí mi promesa una vez, el día que la llamé para decirle que podía recoger este relato en la caseta del vigilante. Un relato que es sólo eso, un breve esbozo de mi vida inspirado en mi percepción de la verdad.


FIN


Texto agregado el 03-12-2002, y leído por 705 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
17-02-2008 Lo olvidaba,,, SAludos desde Jalisco !! y que VIVA Mexico Lindo !! hippie80
17-02-2008 Un relato extenso pero que se lee con facilidad y se va comprendiendo la historia segun avanzan las letras. Muy original y bueno a la vez. 5* saludos. hippie80
29-01-2008 Bien!!! me gusto bastante...fluido el relato...saludos... sensei_koala
15-08-2003 Muy valiente tu relato y muy bien contado.No es fácil asumirse y menos aun aceptar que los demas crean que hay algo que "normalizar".Me gustó el relato pero creo que aun no tiene final.Posiblemente al leer este comentario "Edith" esté nuevamente en tu vida.Donde hubo fuego...RIVERO RIVERO
03-12-2002 Es una bonita historia de amor, sin final feliz, pero bonita...Tratas dos temas polémicos y muy de actualidad: lesbianismo y maltrato, que no tienen porque ir asociados... esperemos que se normalice el primero y se erradique el segundo. Clara
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