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Abro mis ojos, miro a mi alrededor… la habitación en la que me encuentro no es en la que cerré mis ojos. He soñado, lo sé; pero no recuerdo aquello que hizo que mi respiración se acelere y me despierte llenándome de incertidumbre. El miedo inundó mis sienes invitándome a despertar.
Me siento sobre mi cama. El aire es frío y penetra mis pulmones como una tormenta helada de la Antártica. Confusa me paro, voy al baño y lavo mi cara. De repente, se escuchan gritos, risas y pasos en el pasillo detrás de mi puerta. Permanezco quieta y callada. El pavor sofoca mi imparable sudor. Una brisa clandestina eriza los pelos de mi piel y me revela la desnudez de mi cuerpo. Busco mis ropas pero los armarios están vacíos. Dudosa y confusa salgo del cuarto. Las paredes son grises y la oscuridad envuelve todos los espacios.
Camino desnuda lentamente hacia el exit. Veo las escaleras. Me doy cuenta que estoy en un alto piso de un edificio sin vida alguna. Busco los gritos y las risas, pero nadie aparece. La ausencia habita en cada rincón de mi mirada.
Bajo las escaleras y finalmente logro salir de aquel escalofriante lugar. Afuera aun es de noche y sólo la luna y las estrellas me observan desconcertadas. No sé que hacer, carezco de sentido, no encuentro un rumbo, sola estoy.
A lo lejos logro visualizar un hombre, está vestido de negro mirando en mi dirección. A pesar de mi desnudez quiero acercarme para preguntarle dónde me encuentro. El miedo es más fuerte que mi propio pudor. Cuando doy mi primer paso hacia él, vuelvo a buscarlo con mi mirada pero ha desparecido. Una sensación de temor y agonía me envuelve. Una incertidumbre asesina me consume por dentro. Trato de contener mis lágrimas pero mi miedo es tan fuerte que mi alma rompió en un llanto austero y gritón. Me siento sobre mis rodillas y dejo caer mi cuerpo frágil sobre la alfombra de cemento. Quedo paralítica en un punto de ese infernal laberinto.
De repente, miro mis piernas y están sangrando. Mis brazos, mi espalda y mi torso están rasguñados. Una sangre roja intensa desciende sobre mi temblante piel. Tirito de espanto. Toco mi cabeza y mi pelo ha sido cortado. Mi largo pelo ya no esta y sigo llorando.
Mientras que recupero las fuerzas para seguir mi búsqueda por alguien, abro mis párpados y escucho una voz aguda y profunda cantando. La música me llena de calma y me dirijo hacia ella. A medida que me acerco, su canto es vivaz y glorioso. Camino lento siguiendo mis sentidos hasta que encuentro una puerta. Se puede ver que da a un jardín verde y lleno de vida. Intento abrirla pero está cerrada. Un candado me prohíbe cruzar al otro lado.
La voz sigue cantando invitándome a pasar. Trato de gritar para que me abran pero no pude, he perdido mi voz. Estoy muda. Me desespero por mi falencia y comienzo a correr rodeando al jardín. Desde afuera puedo percibir el perfume de las rosas y las amapolas, de las orquídeas y los claveles. Miro hacia el cielo y el sol asoma sus rayos en un nuevo amanecer.
Sigo corriendo sin detenerme hasta que encuentro un enorme portal. Es de acero y madera de roble, impenetrable y distante. Permanezco quieta encandilada por semejante obstáculo. De pronto, un silencio inmenso y oscuro me invade. La voz había dejado de cantar. Me encontraba sola otra vez en frente de aquella puerta gigante como una fortaleza a la cual no era bienvenida. Sé que no puedo pasar, pierdo completamente mi sentido de orientación mientras que mis lágrimas siguen naufragando en mi rostro a la deriva, en un infinito de dolor.
Mientras que mis ojos llorosos están cerrados tratando de tranquilizar mi llanto, escucho el crujir del portal. Las dos puertas se abren de par en par motivándome a pasar. Me dirijo lento y con cautela pero mi instinto es más fuerte que mi miedo. Sólo quiero saber que hay del otro lado. Cuando cruzo los portones, éstos se cierran violentamente tras de mí impidiéndome volver. Llena de pánico continúo el sendero frente a mí hasta que finalmente llegué al jardín. Puedo oler nuevamente las flores. Las luciérnagas son la única luz en aquel crepúsculo. Mis pies descalzos se enfrían con el rocío del pasto. Sigo caminando hasta que encuentro un ciruelo cubierto de pálidas flores rosadas y decido reposarme en sus raíces salientes. Cierro mis tristes ojos y vuelvo a sentir aquel inmortal canto que añoré en mi ilusión. Sin embargo, no fui en su búsqueda. Permanecí acostada, frágil. El aroma del frío rocío me consoló y el ciruelo hizo caer sus hojas para que entibien mi cuerpo helado. Cerré mis ojos. El tiempo carecía de significado.
De repente, una voz me hablada al oído. Me susurraba palabras en forma de suspiros. Levanté mi rostro para ver quien era y el hombre de vestidos negros estaba a mi lado.
_ Duerme niña, duerme tranquila, deja ir a tu soledad, déjate volar con tu alma que el secreto está en tu corazón.
Volví a cerrar mis ojos y caí en un sueño profundo y placentero. El vacío que sentía había muerto en mis ansias. Ahora me encontraba protegida, cubierta de amor, cuidada por la misma soledad que anteriormente me aterrorizó.
El tiempo pasó, no sé cuanto, pero transcurrieron las horas como la luna en su órbita.
De golpe, una acaricia en mi espalda me despierta. Ya no estaba en el jardín. Miré a mi alrededor para conocer de quien era aquella tibia y suave mano. Mi amado estaba dormido junto a mí aun envuelto en sus propios sueños. Lo observé con dulzura y sin dudar sonreí. Pensé que estaba sola pero no fue así. Mi alegría era tan inmensa que no pude contener mis impulsos y lo abracé. Lo acurruqué entre mis brazos y con amor y cariño lo besé. Sus ojos claros y dulces se fijaron en mí, me sonrió tiernamente cuando de mis labios le dije:
_ Te extrañé.
Ya no estaba muda, ya no tenía miedo. Él me volvió a enredar en sus brazos besando mis mejillas y la música volvió a sonar. El momento se llenó de grandeza y dulzura. Era mi amado quien se reposaba a mi lado, quien besaba mis labios y quien palpitaba su corazón al mismo ritmo que el mío.

Texto agregado el 08-04-2005, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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