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El primer discurso que nos dieron, aquellos gendármenes de civil, fue sobre las bebidas: alegría envasada de la cual no sabríamos nada hasta el retoño a nuestras andanzas santiaguinas.
Pero un camarada, compatriota de las guerras más funestas, se les adelantó y había comprado a ciegas un licor de “dudosa” procedencia. Aquel nombre se derretía en nuestras bocas sedientas de placer, resonaba majestuoso en nuestros oídos y, con deleite, hacía caso omiso a tan esmerada oración de nuestros presbíteros. Como una manada siguiendo a su presa, nos dirigimos silenciosos, en la hazaña más prodigiosa que jamás batallón alguno había logrado, hasta un pasaje ennegrecido: no sé si por nuestras mentes o por la escasez de luz que a esas horas abundaba. Después de asegurar el perímetro, el cabecilla sacó la garrafa, agradeció al cielo, bendijo nuestra noche y nos hizo partícipes a todos de tan siniestro crimen contra nuestros superiores. Como cual templo reza, permanecíamos mudos y expectantes ante la llegada de nuestro turno: recibíamos dando las gracias, tomábamos un sorbo prolongado y lo pasábamos al del lado.
En más de alguna ocasión hubo que quitarle el biberón al niño, que feliz tomaba sin siquiera darle tiempo a los pulmones de llenarse de aire para respirar. No tardamos mucho en finiquitar la grata tarea, cuando se escuchaba el llamado a reunión. Escondimos la prueba de nuestro engaño detrás de unas plantas y corrimos derecho, o por lo menos así lo intentamos, hasta el comedor donde se encontraba todo el curso.

Por su parte, nuestros amados procuradores, en una mueca falsa, se embriagaban de una risa maquiavélica, al haberle “quitado” un par de botellas a tan inocente alma que compraba frente a sus narices un vino tinto: el “Gato Negro” trae mala suerte.
Orgullosos de su actuar, y frente a nuestra disimulada mirada de desprecio, prometieron recompensarnos y llevarnos de juerga santa a un lugar muy frecuentado. La excusa: no querían vernos tristes, o ¿no querían una rebelión? Sin darle importancia al asunto, marchamos hacia el bus que nos conduciría a la gloria. Entre risas, mareos y una que otra broma, llegamos como invasión a la entrada de la “Sound Dance”, una discoteca de los barrios más bajos de Iquique.
Después de negociar la entrada con el dueño del local, ingresamos turbulentos sobre las aguas caudalosas de un río extraño.

Como buenos milicos, cada uno marcó un objetivo y salió al ataque, mas otros fuimos el objetivo de la amiga-enemigo.

La música invitaba a contornear las caderas con ritmo agitado, a tomar por la cintura a nuestras futuras cónyuges por la noche y a tratar de robarles un beso. Ellas respondían afirmativamente a nuestro juego de seducción, por lo cual la actuación no podría haber sido más perfecta. Después de un rato, alegando estar cansados, como buenos caballeros, nos despedíamos cariñosamente y dejábamos a nuestras doncellas para ir en busca de una nueva aventura.

Fue allí cuando vimos al “mamota” –un personaje que en su vida había conocido la palabra mujer, para qué decir haberle hablado a una– con la que, sin lugar a dudas, era la mejor fémina del partido. Casi atónitos y perplejos nos quedamos mirando como sus manos inexpertas recorrían tan divino cuerpo, de celestial composición, y cómo su boca jugaba alocadamente con la de ella. Era una mujer delgada, de curvas que ni Baldor podría haber descrito tan perfectamente, de labios tiernos y ojos claros. Su pelo liso invitaba a enredarse en él y su sonrisa coqueteaba con tremenda excitación.
No nos pudimos aguantar y aplaudimos vigorosamente al rey de los reyes. ¡Maestro! ¡Ídolo! ¡Gurú! Y un sinfín de palabras se pronunciaban en el aire.
Aquel flamante hermano nos miraba jactándose de su proeza y continuaba dando gracias a la vida.
De pronto su mano, en un intento casi osado, quiso tener la gloria del padre en su palma y se aventuró por debajo de su falda. Sin ser falta de respeto fue avanzando despacio a lo cual su amante respondía acariciando su cuerpo. Pero aconteció lo peor: un vomito casi inexplicable vino a explotar en su estomago, yendo a dar en todo el suelo del lugar, lo que nos hizo estallar de risas.

No pudiendo aguantar las carcajadas, y la pena por nuestro compañero caído, fuimos a entregarle nuestras más sentidas condolencias y a brindarle una mano de ayuda.
No recuerdo cómo fue, sólo recuerdo su cara pálida pronunciar “¡era hombre!”.

Y fue así como nuestro héroe se desvaneció en una desgracia.
No era perfecta.

Texto agregado el 04-04-2005, y leído por 278 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-09-2005 ¡Que manera de estrenarse! Imagino que todavía se está recuperando... Muy divertido!!! Calliandra
30-06-2005 jajaja, excelente relato, muy bueno, tengo un amigo al que le paso algo parecido, la gloria nunca la toco, jajajaja corazonpartio
04-04-2005 que chistoso!! estuvo muy buena la narración.. jajaja mateoroquesk
 
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