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Supervivencia

Javier Correa Correa

Nunca he podido distinguir babor de estribor. Incluso hoy. Igual, de nada habría servido porque, de pronto, todo era agua. Ahora con más calma pienso que se veía hasta bonito, las cosas alzándose en un torbellino mudo de espumas, libros, sillas, lazos, marineros cuyos ojos gritaban auxilio porque sus bocas sólo permitían el paso del agua hacia la muerte. De pronto, un salvavidas se desató de la pared de madera y pasó por mi lado. Logré asirlo justo en el momento del segundo revolcón –la segunda ola golpeando el barco, supongo– y en un instante llegué a la superficie. Tres metros a mi izquierda flotaba bocabajo el cadáver del capitán cuya mano derecha apretaba unos binoculares. Una fuerza descomunal me volvió a sumergir, después de mirar el casco del barco iniciar su descenso vertiginoso hacia lo más oscuro del mar. Pero yo había alcanzado a tomar algo de aire y con él pude mantenerme con vida durante el momento eterno en el que vi alejarse la embarcación desde la que seguían desprendiéndose cadáveres humanos y objetos ya sin valor. No pensé nada. Ni siquiera en salvar la vida. Seguía aferrado al pequeño salvavidas blanco que de nada me servía, pues la fuerza del agua era impresionante. Tampoco sabía dónde era arriba y dónde abajo, porque un remolino me hacía girar como le daba la gana. Contuve la respiración hasta cuando mis pulmones pudieron hacerlo, y de pronto empecé a sentir que el agua entraba a borbotones por mis fosas nasales –no por la boca–, con una presión tan fuerte que me produjo un inmediato dolor de cabeza. El agua no olía.
Cuando recobré el sentido, estaba bocabajo en una playa pequeña, sobre la cual yacían despojos del barco. Grandes acantilados rodeadan el escenario de mi resurrección. El pecho me dolió cuando empecé a toser agua salada. El dolor en la cabeza era insorportable y deseé que todo se acabara. Pero no podía mover un solo músculo. Cerré los ojos y volví a morir. Eso creí, porque la oscuridad era total cuando los reabrí. Entonces apreté los párpados, y los separé de nuevo tratando de encontrar alguna luz, de vislumbrar el famoso túnel que se supone que nos espera al final de un camino o nos señala el comienzo de otro. Pero nada. Olía, sí: toda la sal marina había quedado impregnada en mi nariz y durante varios días fue el único olor que distinguí. Se escuchaba el desordenado rumor del mar, que bañaba hasta mi cintura. Sentí frío y logré mover los brazos. Estaba vivo y quise seguir estándolo, así que me arrastré hacia adelante, hasta cuando el agua dejó de mojarme. Permanecí quieto el resto de la noche, de la que ya tuve conciencia, hasta cuando una luz tenue, azul, indicó el amanecer. De todas formas esperé a que estuviera completamente claro. Entonces los oí.
Eran miles de cangrejos que se desplazaban de un lugar a otro, como sin rumbo, y algunos salvaban los obstáculos que representaban mis manos sobre la arena. Sonreí. Un pequeño pájaro blanco de alas negras, y pico delgado y largo, me observaba. Alcé las cejas en señal de saludo, pero no entendió. Permaneció quieto, expectante, como si nunca hubiera visto a un ser humano. En ese instante comprendí la soledad y sentí pánico. Me costó mucho desentumecer el cuerpo, por lo que empecé a mover los dedos, luego las muñecas, y así hasta cuando sentí que podía hacer un esfuerzo para flexionar los brazos y empujar mi cuerpo hacia arriba. Los músculos no respondieron, por lo que fue preciso un segundo intento. Entonces sí lo logré y la perspectiva del lugar cambió. Detrás mío, el mar bravo iba y venía, aunque ya no constituía una amenaza. Al frente, el vital verde de una vegetación desconocida. El pájaro se espantó y sólo quedaron los cangrejos.
Comencé a gatear despacio, sin prisa. Bajé la vista para medir el rastro sobre la arena, pero había avanzado poco. No me fue tan difícil devolverme a recoger el salvavidas, mudo testigo de lo que había pasado. Como la noción del tiempo no existía ni importaba, no puedo decir cuánto permanecí preguntándome cómo un objeto tan frágil, tan pequeño, tan insignificante, había logrado conservar mi vida. ¡Estaba vivo!
Quise guardar el liviano aro blanco con una banda roja. Lo apreté bajo mi brazo izquierdo, me levanté y caminé. Una mariposa irisada trazaba un rumbo irregular, de arriba abajo, de izquierda a derecha, y se dejaba llevar por el viento que provenía del mar. Contemplé su juego y la seguí cuando la brisa o su propia voluntad –si es que una mariposa tiene voluntad– hizo que se dirigiera hacia la vegetación. La perspectiva de encontrar agua, así fuera del rocío sobre las hojas, despertó en mí una sed que habría sido imposible saciar con las goticas transparentes. Y comida. También podría haber comida. Caminé sobre un cascajal de semillas y caracoles, hasta cuando perdí de vista a la mariposa. Sentí pánico y, es curioso, me tranquilizó el sonido del mar a mi espalda. Había dejado de ser una amenaza para convertirse en referencia y en la posibilidad de que un barco pasara algún día y me rescatara. Acababa de caer en cuenta de mi condición de náufrago y sonreí al recordar al héroe de Daniel Defoe. Pero yo no quería ser un Robinson Crusoe, ni mucho menos.
Un hilo de agua se deslizaba perezoso entre las raíces de los arbustos. Estaba, otra vez, salvado. Con las manos formé un cuenco para recoger lo que se pudiera, sin tocar el fondo para que no se removiera la arena, y pude refrescar mi garganta. Bebí varias veces y después introduje la cabeza en lo que bauticé como “río”. Hice un juego de palabras que quise compartir con alguien pero, otra vez, tuve certeza de la soledad. Di un gutural grito prolongado, lastimero, angustioso.
Una nube de mosquitos me hizo retroceder hacia la playa, donde podría reconocer el terreno, pensar con más calma, hacer planes para la supervivencia. Contemplé el paisaje. Era una ensenada de 80 metros de extensión, frente a la cual se proyectaba la isla. Unos 50 metros al fondo, se empezaba a elevar una montaña verde, tupida, húmeda, que formaba una herradura cuyas puntas casi se juntaban justo en el sitio donde yo me encontraba. Grandes acantilados flanqueaban el sitio, donde las olas, furiosas por no poder jugar, golpeaban la roca. Después habría tiempo de calcular la fuerza de los siempre embravecidos vientos, la corriente del agua que adivinaba indomable, la remota posibilidad de construir una balsa. Después habría tiempo. De sobra. Tendría que volver a enfrentar la nube de mosquitos para buscar algo de comida. Creí que sería algo pasajero, pues seguro ya alguien debía haber iniciado una búsqueda del naufragio, que necesariamente debió ocurrir cerca a la isla, única explicación posible de que yo siguiera vivo. Era preciso entonces estar alerta del mar y del cielo sin nubes, que alcanzaban a diferenciarse en el horizonte. Todo era demasiado reciente como para no tener, aún, esperanzas.
Además de la comida, que imaginé de frutas, busqué ramas y hojas secas para iniciar una fogata que atrajera la atención de los barcos o los aviones que pudieran rescatarme. El problema era encender el fuego, pero desde la primera infancia había visto dibujos en libros sobre la forma como en la prehistoria los hombres primitivos frotaban dos palitos hasta sacarles chispas. Y si esos seres con inteligencia incipiente pudieron, yo también. El problema era que yo no tenía conciencia de mi ser citadino y de que la supervivencia solitaria es muy difícil, que esa técnica no fue aprendida por el homo sapiens en textos sino después de mucha observación de la naturaleza. Entonces decidí observar a mi alrededor. En los extremos de la ensenada había palmeras con cocos, que además de la fruta podían darme dulce y agua. Después vería cómo bajarlas, pues eso no estaba consignado en ningún libro escolar y lo que mostraban las películas acerca de la facilidad de los raizales de las islas para subir encorvados por los tallos de las palmeras, no me creía capaz de hacerlo, por falta de habilidad y por mi necia acrofobia.
Pese a la urgencia por el hambre, preferí explorar otras alternativas, para lo cual debía adentrarme otra vez en la vegetación y buscar pequeños frutos y, por qué no, algún animal distinto a los mosquitos, que pudiera cazar. Seguro habría culebras que aprovecharían la presencia de carne fresca. La víctima potencial era yo. Ya había perdido todo, lo único que me quedaba era la vida y no pensaba renunciar a ella, de modo que decidí internarme, armado con un palo a manera de lanza. Otra vez recordé a los hombres primitivos y me prometí fabricar un hacha de piedra a mi regreso a la playa, que desde entonces había quedado definida como el lugar donde construiría mi casa. Nuevamente bebí agua, sin medida, y decidí que, para no perderme –como si supiera dónde estaba– seguiría el curso de la cañada hacia arriba y hacia abajo, y que cuando me tuviera más confianza iniciaría exploraciones perpendiculares. Empezaba a hacer planes para una larga permanencia.
Encontré unos pequeños frutos carnosos que mordí sin contemplar la posibilidad de que fueran venenosos. No me importó, cuando caí en cuenta. De lo que se trataba en ese momento era de echarle algo al estómago, que comenzaba a quejarse. Como dije antes, el sentido del olfato había desaparecido o, lo que es peor, había sido colmado por el olor del agua salada. Devoré esos frutos que adiviné dulces pero que varias semanas después, cuando encontré otros alimentos, desprecié por su mal sabor. Pero no me adelantaré a la fidedigna narración cronológica de los hechos, sino que regresaré a ese momento en el que la mariposa irisada volvió a hacerme señales para indicarme caminos por descubrir, como lo haría después en varias ocasiones. La seguí, en un juego de sorpresas que me llevó a caminar un buen rato, ya con las fuerzas algo recobradas. Hacía calor y sólo cuando pretendí despojarme de la camisa tuve conciencia de que los mosquitos me rodeaban de nuevo y pretendían traspasar la tela con sus jeringas para chupar mi sangre. Me pregunté de qué habían vivido los infelices antes de mi llegada y si en alguna parte de eso que llaman destino estaba escrito que hubieran aguardado millones de años para saciar su hambre conmigo. Regresé y en el camino recogí algunas ramas desgajadas que me sirvieron para improvisar un alpende que me protegiera del sol. Varias veces perdí el equilibrio y temí romperme algún hueso, lo que me refrescó un horrible sentido de indefensión. Caminé con cautela.
Enterré cuatro palos en la arena y como pude armé un techo con malanga, una planta con unas grandes hojas verdes brillantes y acorazonadas que las descendientes de las mujeres africanas usan en la costa del Pacífico colombiano como sombrillas. El cansancio, más que la comodidad, me permitió dormir profundamente esa noche, después de observar con terror ponerse en el horizonte a ese sol gigantesco, inalcanzable, ardiente, luego de que tiñera de rojo el agua del mar. Entonces fue la oscuridad plena. No había luna esa noche y me daba igual abrir o cerrar los ojos que, de tanto esforzarse, eligieron cubrirse con los párpados hasta cuando alguna luz los tocara. No tengo conciencia de cuándo me quedé dormido ni del momento en el que desperté, pero estaba cómodo utilizando el salvavidas para recostar la cabeza.
El día siguiente fue de exploraciones. Tomé agua en la fuente inagotable que descendía de la montaña y busqué en los restos del barco, llevados a la playa por la misma corriente que a mí, los utensilios y herramientas que pudieran serme útiles: una olla mediana de peltre, un plato con el borde mordido, un cuchillo de mesa, un tenedor, una cucharita dulcera, un vaso plástico de color verde, un lápiz, una bacinilla, una linterna con la pila estropeada por efecto del agua, una capa impermeable con caperuza, una foto enmarcada de una joven y hermosa mujer de piel negra y boca gruesa, un machete sin filo, y un botiquín con gasa, esparadrapo, algunas drogas que no sabía para qué servían y algodón que puse al sol para que se secara. Era lo único en plural, todo lo demás había sido dispuesto por la providencia por unidades, como para que no quedaran dudas de que yo estaba solo en esa isla. Si alguien más hubiera sobrevivido al naufragio o aparecido a hacerme compañía, no habría podido compartirle nada. Agradecí el hecho de estar solo. El resto eran tablones que utilicé para terminar lo que consideré casa y bauticé como “El pingüino”, para burlarme del calor y recordar una finca que visité con mi familia en la niñez. Me declaré descubridor y conquistador de la isla, que recorrería después con más calma. Así que organicé el espacio lo mejor que pude, con la cocina y la alcoba delimitados por la distribución de los objetos.
“El pingüino” soportó con dignidad el primer aguacero, que me servía para calcular la hora, pues mi reloj se descompuso en el naufragio. Siempre, todos y cada uno de los días, llovió en la mañana. Me guarecía en el alpende, que reforcé con hojas de palma, y esperaba a que escampara para salir a buscar alimentos. Perfeccioné varios métodos a medida que el tiempo transcurría, pero como confío en no estar redactando una cartilla para futuros náufragos, no los describiré aquí. Sólo uno. El de la pesca nocturna. La víspera de zarpar de Tumaco hacia Buenaventura presencié lo que llaman embilar. Se aguarda la media noche y el pescador se adentra unos metros en el mar que reposa, cuando los peces juguetean en las crestas de las olas tímidas. Con un mechero se los encandila y se aprovecha ese instante de duda para arponearlos.
Para hacerlo debí fabricar el arpón, con una vara larga y delgada que encontré en el bosque. En la noche fracasé en el primer intento de embilar, pero en otras jornadas tuve éxito. Fabricar el mechero fue más difícil. Después de tres días de comer frutos y semillas que me tributaba el mar, estaba cansado. Y aunque los cangrejos continuaban desafiándome en las mañanas, me negaba a cogerlos porque, aunque cualquiera desde el sosiego diría hoy que no lo habría dudado, a mí la sola idea de comerlos crudos me repugnaba. Me refugié en la casa a esperar que pasara la lluvia, acompañada por una terrible tormenta eléctrica que me sorprendió persignándome cada vez que un rayo cortaba el cielo e iluminaba todo parejito. Uno de esos rayos cayó cerca al arroyo y fue mi salvación, como la de los trogloditas que pudieron recoger algunas brasas. Eso hice, precisamente. En el espacio de “El pingüino” que había dispuesto como cocina abrí un pequeño hueco en la arena, enterré tres leños al rojo, les puse encima unas cuantas hojas secas, ramitas tímidas y soplé. El milagro se hizo en el momento perfecto en el que la primera lengua surgió de un palito seco, coqueta se volvió a apagar como llamándome, incitándome, y volvió a tomar fuerza. Aunque yo pretendía precisamente encender el fuego, me sorprendí. Con delicadeza coloqué otras ramas, un poco más gruesas, hasta cuando estuve seguro de que la llama sería permanente, de que, por fin, tenía compañía. Fue la primera vez que lloré después del naufragio. No lo hice por las decenas de marineros y pasajeros que murieron, ni por la sensación de soledad, ni por el hambre. Esa mañana entendí por qué los griegos decían que el fuego era uno de los elementos fundamentales de la vida.
Debía preservar ese milagro a como diera lugar, pues en los días tendría posibilidad de cocinar y, en las noches, de acompañarme en los desvelos, alumbrarme y proyectar una sombra desigual sobre la arena, y permitirme espantar los mosquitos. En la tarde construí una cocina aparte, con un montículo para el fuego, pues existía el riesgo de que la lluvia mojara el piso y las llamas fueran alcanzadas por el agua. Busqué unos postes más altos para que el techo de malanga y hojas de palmera quedara alejado de las chispas. “El pingüino” crecía, el cuidado del fuego me hacía obligatoriamente sedentario. Tal vez repetía la milenaria historia de la humanidad, con la diferencia de que yo no tenía posibilidad de dejar descendencia. Esa noche me desvelé, cuidando que los dos fuegos se mantuvieran vivos. Después descubrí que las brasas sobrevivían toda la noche y en la mañana era fácil revivir la fogata. Al alba, y como el primer día, vi los cangrejos caminar soberanos por la playa. Fácil cogí cuatro y los metí en el agua de mar que puse a hervir en la olla de peltre. Como dicen los escritores mediocres, no tengo palabras para describir lo que sintió mi paladar. No soy Defoe, al fin y al cabo, sino un náufrago, un anónimo Crusoe.
Algunas veces me adentré en una pequeña cueva, aprovechando la marea baja. De los riscos desprendí decenas de moluscos que cociné en agua de mar y sabían hasta sabroso. El problema de los alimentos estaba resuelto. El del techo también, y con tablones del barco abandonados en la playa acabé de asegurar lo que consideré paredes de la cocina. Los momentos de tedio eran en las mañanas, con la lluvia, pero los convertí en un juego, ya que me desnudaba y salía a corretear por la playa. La hora de la ducha. La ducha más grande del mundo. No tenía afeites, champú ni jabón, pero tampoco había necesidad de acicalarme para nadie. Poco a poco, y sin tener conciencia de ello, me convertía en un pequeño salvaje.
Un tiempo después volví a encontrar la foto de la mujer. La saqué del marquito para buscar pistas de su identidad. En el reverso, y con una cuidadosa caligrafía y empalagosas frases, le dedicaba su amor al desafortunado capitán que imaginé en el fondo del mar con sus binóculos en la mano. Firmaba: “tuya, Silvia”.
–Silvia –dije, y me asusté al escuchar mi voz. Comprendí que durante varios días había estado en absoluto silencio, que las palabras que armaba en la mente no alcanzaban a ser convertidas en impulsos de aire entre el paladar, la lengua, los dientes y los labios. La boca se abría sólo para bostezar e ingerir alimentos. Sólo. Solo. Desde entonces opté por monologar después de cada comida, que se fue regularizando a medida que la despensa se llenaba de frutas, semillas, cocos que caían solos de las palmeras y yo no tenía más que recoger de la arena, y un tubérculo que encontré al arrancar la mata de malanga. Lo cocinaba, también en agua de mar, para acompañar la dieta de moluscos, peces y cangrejos. Una vez encontré un nido y disfruté de tres huevos cocidos que me recordaron los desayunos en mi casa en Bogotá. Comprendí que había transcurrido mucho tiempo y seguramente se habrían dado por vencidos en la búsqueda. De modo que las posibilidades de salir de mi pequeño paraíso, como el que soñamos todos los citadinos, era mediante los medios que yo mismo me procurara. Una mañana, después de la lluvia, pasó una avioneta y volví a gritar como el primer día. La vi hacerse cada vez más chiquita y me senté en la arena hasta cuando la perdí de vista en el horizonte.
Hice memoria del porqué me encontraba en esa isla. Yo era vendedor de enciclopedias y me habían comisionado visitar los pueblos costeros de Nariño, Cauca, Valle y Chocó, en Colombia. Me embarqué en Buenaventura con rumbo hacia Tumaco, pero otra editorial había copado seis meses antes el incipiente mercado. Vendí una sola colección en el colegio La Misional, de monjas, y aseguré las cajas restantes para mi regreso. El dinero escaseaba ya y en Bogotá no me reconocerían todos los gastos. Además del capitán, ocho marineros y un cocinero conformaban la tripulación. Éramos veinticuatro sudorosos pasajeros, entre hombres, mujeres y niños que supongo que también se ahogaron.
Una tarde decidí escalar la montaña. Llené la olla de agua para que me sirviera de improvisada cantimplora, pero se derramaba y debía volver a llenarla en el riachuelo que se angostaba a medida que se acercaba a su nacedero. La vegetación se hacía más tupida, varias telarañas, hermosas, se mecían de orilla a orilla, y decenas de mosquitos habían sido atrapados. Sentí el placer de la venganza por las miles de picaduras que me habían hecho y lamenté haber tenido que destruir algunas de las redes para continuar mi ascenso. El piso estaba resbaloso y varias veces perdí el equilibrio, así que decidí regresar a “El pingüino”. Emprendería la aventura otro día, de madrugada, cuando hubiera transcurrido tiempo suficiente para que se secaran los residuos de la lluvia de la mañana anterior.
Cuando llegué a la playa alcancé a ver un objeto en el extremo sur de la ensenada. Caminé con cuidado y empuñé el machete al que le había sacado filo restregándolo contra una piedra, para vencer el tedio en una mañana de lluvia. Era una caja de madera oscurecida por el agua. Estaba medio enterrada en la arena, inclinada en uno de sus extremos. Caí en cuenta de que no era preciso seguir cauteloso y me acerqué. Nada supuse, pero me sorprendí cuando descubrí que contenía ocho botellas de vino –otras cuatro se habían roto–, separadas entre sí por hojas de icopor. Supongo que la madera y el icopor contribuyeron a solevantar la carga que flotó a la deriva para, finalmente, llegar a mí. Permanecí un buen rato mirando la caja –no tenía prisa alguna– y después la llevé a casa. Allí la revisé con mayor cuidado y leí en una de las tablas algo así como Resort La Isla. Como es apenas obvio, el irónico nombre me produjo mucha risa. Y, como es también obvio, carecía de un descorchador. De modo que me desnudé, con la ropa armé una especie de cojín para que amortiguara los golpes que le daba a la base de una botella contra la misma piedra plana que me había servido de afilador. El corcho empezó a asomarse y mi ansiedad aumentó, por lo que golpeé la botella con más fuerza, hasta cuando caí en cuenta de que podía romperse. Recobré la paciencia y en un momento, como en las películas que ambientan restaurantes lujosos, el descorche produjo un sonido seco, simpático. Como si fuera un experto catador, dejé que fuera la nariz la primera que probara el vino. El olor era dulce, de uva fermentada y guardada en tonel de una madera que no pude identificar. Después humedecí los labios y la lengua, como si estuviera besando a una mujer por primera vez. Dejé que el licor se mezclara con mi saliva, justo como en un beso, y entonces sí lo dejé rodar por mi garganta. El segundo sorbo fue más grande, y más aún el tercero, hasta cuando perdí el control y tomaba a borbotones, sin disfrutarlo. Me embriagué y me excité mirando la foto de Silvia, la enamorada del capitán.
Con la cabeza dándome vueltas, ebrio y con un pequeño residuo en la botella, caminé por la playa hasta cuando perdí el equilibrio y caí rendido. Desperté cuando el sol se posaba majestuoso sobre el agua, en el ocaso. Los mosquitos empezaban a picarme y la fogata en la cocina amenazaba apagarse. Así que recogí la ropa y escurrí en mi boca las últimas gotas de vino, pero su sabor y olor me produjeron náuseas, y tuve conciencia de una resaca impresionante. Sobre las brasas eché unas cuantas ramas secas que comenzaron a arder, me acosté lo más cerca de las llamas que pude y volví a dormir hasta el día siguiente.
No tuve fuerzas para escalar la montaña y lo aplacé de nuevo. Recordé la avioneta y sobre la arena ordené los troncos más largos que encontré, hasta formar las letras S. O. S., a la espera de que alguien las viera y viniera en mi auxilio. Imaginé la cara de un piloto, sus comentarios por radio con alguna torre de control aéreo, las discusiones presurosas de cómo organizar un destacamento que partiera en mi ayuda, la disposición de un helicóptero que me recogiera. Pero pasaron varios días y nada. El cielo era surcado sólo por pelícanos que dibujaban una punta de lanza, rota a veces por alguno que se dejaba caer en picada sobre el primer pez que nadara desprevenido cerca a la superficie.
Sin embargo, había organizado lo que me llevaría al momento del rescate. La lista la encabezaba una de las botellas de vino, para celebrar con mi familia. Según la tradición, la familia está compuesta por el papá, la mamá y los hijos, el mayor de los cuales debería ser hombre, para perpetuar la especie y el apellido. Pero mi familia se había descompuesto hacía cuatro años, cuando me separé de la mujer que había dejado de amarme y regresé al seno de la familia primera, a una vieja casa bogotana en la que también vivía mi hermana menor. A mi regreso de este viaje tenía previsto ocupar el apartamento que ya había tomado en arriendo y empezaba a llenar de muebles viejos, unos prestados, otros regalados y, los menos, comprados en almacenes de segunda. Lo único nuevo era el colchón, que pensaba usar en ardientes fiestas privadas con amigas. Mi colchón de ahora era la arena, sobre la que tendía la capa impermeable. De mi familia me extrañarían todos, incluso algunos primos que nunca veía y, tal vez, mi ex mujer. Hijos no tuvimos, el apellido no se había perpetuado por obra y gracia mía, y mis dolientes eran pocos. Pero a mi ex mujer también la invitaría a celebrar con la botella de vino. Es más, podría hasta invitarla a estrenar el colchón en el apartamento que me aguardaba. Si alguien de afuera me rescataba, porque yo había perdido incluso la noción del tiempo, que se repetía igual cada mañana al clarear, cogía algunos mariscos después de reavivar el fuego y poner a hervir agua de mar, soportaba la lluvia bajo el techo de hojas secas que debía reemplazar periódicamente o la disfrutaba correteando por la arena húmeda de la playa, comía frutas al medio día y pescado en la noche, observaba en el poniente cuando el mar se tragaba al sol, y me iba a dormir. Casi con avaricia bebí las botellas de vino, incluso la última, la de la celebración en Bogotá, aunque pretendí guardar unos sorbos más para cumplir la promesa de compartirla. La rutina empezó a ser desesperante. Pero no emprendía la escalada de la montaña, decisión que había tomado pero que aplazaba con cualquier excusa. Aunque veía necesario explorar salidas, me había acomodado a la situación. El último trago de vino fue la muestra de que todo estaba perdido. Ese día me acosté desnudo sobre la arena y así me sorprendió el medio día, cuando la piel empezó a arderme, pese a que ya estaba lo suficientemente bronceado como para figurar como galán en una telenovela. Caí en cuenta de lo deplorable que debía ser mi estado físico: el pelo sucio y enredado caía sobre los hombros, las uñas irregulares guardaban la mugre que no tenía como remover, el aliento de la boca y el olor del cuerpo debían ser horribles. Eso lo confirmé poco después.
Me daba miedo dejar atrás “El pingüino”, la mediocre comodidad que me brindaba, y me producía un pánico espantoso llegar a la cima de la montaña y confirmar que detrás no había nada, que, definitivamente, estaba solo en esa isla, estaba íngrimo en el mundo. En la medida en que no subiera, seguiría abierta la posibilidad y, por eso, era mejor dejarlo sólo en posibilidad, y no en la terrible realidad de no encontrar nada. Pero una madrugada emprendí el camino, para descubrir, al menos, el amanecer. Lavé la botella y la llené de agua, aunque luego confirmé que era innecesario, porque cada vez más alto el agua era más pura, más cristalina. Atrás, el mar tronaba al estrellarse contra los acantilados y al volcarse sobre la arena. Después de un trayecto no muy largo, la vegetación se hizo menos tupida y pude subir más fácil. El corazón latía con una fuerza descomunal y por un momento temí que las fuerzas no me alcanzaran. Pero ya había empezado y llegaría al final del camino, así se tratara del final de la vida misma. Imaginé otros acantilados inexpugnables, como los de “mi” lado de la montaña, pero no me desanimé. Pocas veces miré hacia abajo donde, al fondo, cada vez se erguía más pequeño “El pingüino” y a su lado la cocina, de la que salía un hilillo de humo que pronto era removido por el viento que, a la altura en la que me encontraba, producía un silbido grave y estremecedor. Olía a verde dulce. Una mariposa irisada, otra, jugueteaba alrededor mío, pero esta vez era yo quien la guiaba hacia la cumbre.
Quedé estupefacto cuando llegué. Frente a mí se abría suave, coqueta, la falda de la montaña, en un descenso fácil. Al pie suyo se encontraba empotrada una maravillosa construcción, alrededor de la cual varias cabañas formaban una urbanización turística de la que salían bulliciosos niños en vestidos de baño. Al fondo, sobre una bahía amplia y tranquila, con un mar sereno y transparente, en el muelle varios barcos permitían que sus velas descansaran destendidas. Un barco de mayor calado depositaba su ancla en el fondo, mientras decenas de turistas se asomaban a la barandilla saludando lo que serían varios días de apetecible descanso en el Resort La Isla. No sabía si reír o llorar. Lo que temía no encontrar estaba a sólo una pequeña jornada, que había tardado no sé cuánto tiempo en decidirme a recorrer. A remontar. Sentí vergüenza de mí mismo y en lo estúpida que les sonaría a todos mi historia, que a partir de ese instante dejó de ser heroica. La gesta de la supervivencia. Mi gesta de la supervivencia. Dudé en regresar a “El pingüino”, pero tuve certeza de que ya nada, absolutamente, me esperaba ahí. De modo que continué hacia adelante, llorando como un niño que ha perdido a la mamá y vuelve a encontrarla.


Bogotá, diciembre 2003, febrero 2004

Texto agregado el 09-03-2005, y leído por 805 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-03-2005 Definitivamente me gustó, tal vez algo lento en ciertos pasajes, pero le da la monotonía de la vida solitaria en la isla. El final: genial. Muy bueno. maitencillo
 
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