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Las sombras y los gritos se ensañaban siempre en ese sueño recurrente que no me abandonaba. Desde pequeña había odiado la noche por miedo a que apareciera, entonces comenzaba ese tartamudeo seguido por las lágrimas antes de la cena, preanunciando que el temor había comenzado. Después, los días fueron calmando esa ansiedad noctámbula que invadía mis pensamientos, el matrimonio, los hijos, el trabajo, habían aportado algo para distender aquel recuerdo tallado en la memoria que de vez en cuando afloraba. Cuando mi esposo nos dejó, esas tinieblas nuevamente retornaron con las noches volviendo a hacerse carne en mí. Al principio la lectura fue mi única terapia, luego el cigarrillo, largas caminatas por pasillos interminables, hasta acudir a un profesional, con quien nunca pude congeniar. La vida seguía atada a los recuerdos, a esos gritos aferrados al espanto, a mi cuerpo diminuto perdido en una habitación desolada reclamando la presencia de mi madre. Luego esa resignación, el despertar con las pupilas abiertas al dolor, el llanto, las mismas secuencias una y otra vez rondando los instantes. Y las noches volvían a agolparse tras los días, entre el café con leche de los niños, la dulzura de sus besos, los juguetes desparramados en el piso, la ropa tendida en ese inmenso patio o sus cortas palabras ante la incertidumbre de la vida. A veces sólo creía estar viviendo un sueño dentro de esa realidad que se burlaba de mi psiquis. Me levanté temprano después de una noche interminable de castigo, mi cabeza aún permanecía dentro de esa vorágine, con los labios deshojados de piedad, la mirada deambulando entre los cuerpos, el desamparo. Los niños aún dormían, sus rostros silenciosos se hundían en la blandura de la almohada, como almas inocentes que pendían del universo. Preparé el desayuno, con la mente alejada en el pasado, hasta que mis manos temblorosas dejaron caer la cafetera sobre aquella mancha rojiza que se extendía en la cocina. Corrí al cuarto, a la vez que los vidrios se clavaban debajo de mis pies, ellos aún permanecían quietos entre las sábanas, me arrodillé a su lado acariciando la pureza de las pieles, justo cuando sus bocas al unísono se abrieron en un enorme grito de ayuda: - Mamá........ Entonces, mis sueños volvieron a desmoronarse, al recordar la muerte de ese otro compañero del hospicio.

Comprendí que mi vida había sido sólo un episodio de esos sueños, que aún era esa niña frágil viviendo en la oscuridad de aquel cuarto proyectada hacia una salvación inexistente. Cerré los ojos una vez más, para dejarme llevar por ese corredor habitado de infinitas camas e infinitos cuerpos, ahora de gerontes, huyendo nuevamente hacia otra casa imaginaria.

Ana Cecilia.



















Texto agregado el 02-08-2003, y leído por 335 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
02-08-2003 que buena forma de expresar tu sentir interno, tus temores y las confusiones de una mente rovolucionada. Que bella la forma en que lo plasmas. CaroStar
 
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