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Todo es cuestión de pasatiempos


Ejercicios telefónicos
Finestro Rodela, hijo de Wassi, había nacido viejo, y como tal se comportaba. El hombre se quitaba las gafas cada que se sentaba en la silla para comenzar con sus ejercicios telefónicos de rutina. Los ejercicios duraban de una a dos horas, dependiendo del estado de ánimo de Finestro. A veces sudaba copiosamente, y su hija debía enjuagarle las perlas que se formaban en su frente. En otras ocasiones, Finestro optaba por orinarse mientras hacía los ejercicios; decía que así ya no necesitaba sudar. Cuando terminaba de hacer los ejercicios telefónicos, Finestro se bañaba con agua fría. Su piel arrugada se estiraba un poco. Luego se sentaba a la mesa y devoraba todo lo que su hija le pusiera enfrente. Por las tardes, se la pasaba sentado en su sillón. Cada que el Papa oficiaba misa, a dos cuadras de su casa, Finestro se ponía nostálgico. Sacaba viejas fotografías y se cambiaba las gafas por unas más grandes y voluminosas. Suspiraba pensando en su juventud, aunque en toda Roma nadie creyera que Finestro había sido joven alguna vez. Sólo una vez se le vio a Finestro rejuvenecer un poco. Fue aquel día que televisaron sus ejercicios telefónicos. Reporteros y camarógrafos llegaron desde temprano a la casa. Era un lío ese lugar. Varias calles tuvieron que ser cerradas. Finestro se acomodaba las gafas nerviosamente mientras veía cómo acomodaban cámaras y micrófonos en la estancia. Su hija, mientras tanto, se afanaba en los cuartos, tratando de sacar un caballo de la policía montada que se había metido. Cuando llegó el momento, el presentador del noticiario matutino le dio la señal a Finestro para que iniciara sus ejercicios telefónicos. Toda la ciudad se paralizó en ese instante. En las casas, oficinas, frente a los aparadores, en terminales aéreas y del ferrocarril, en todas partes la gente mantuvo la mirada fija en las pantallas, observando la destreza de Finestro para ejecutar los movimientos más difíciles de su rutina. Al finalizar la transmisión, la gente continuó con sus labores, preguntándose cómo era posible que un hombre que nunca había salido de su casa se convirtiera de la noche a la mañana en el más popular de todos los ciudadanos.


El perfume de las cosas
Darga Rodela, hija de Finestro, era una apasionada del perfume de las cosas. Todo lo olfateaba, hasta lo que no tenía olor. Darga se perdía de contento en las brisas marinas, en las calles estrechas de Roma y en los parques. Reconocía cada carro, cada picaporte y cada coladera de esta ciudad. A veces su hijo la acompañaba, pero éste se perdía tras alguna falda. En épocas de gran afluencia turística, Darga se apostaba en medio del Coliseo y cobraba por oler. Los aromas extranjeros la hacían vibrar de emoción. Collares bálticos, aparatos electrónicos japoneses, zapatos egipcios, libros ingleses o pulseras mexicanas, todo lo olía sin excepción. Luego los turistas le pagaban cuantiosas sumas. No había nunca obstáculos para que Darga no oliera: cuando llovía, olfateaba la lluvia; cuando el Papa oficiaba misa, a dos cuadras de su casa, olfateaba ángeles y santos; cuando ella o su hijo se enfermaban, olía por dentro la enfermedad. La gente de allí temía a Darga. Pensaba que no es correcto andar oliendo las cosas, porque el aroma es la esencia vedada. Algunos creían que si Darga por las noches, en vez de dormir, se dedicara a olfatear las esculturas de Miguel Ángel o Donatello, éstas cobrarían vida y se convertirían en asesinos o violadores. Darga sabía lo que decían de ella, pero no le importaba. Sabía que la gente de Roma siempre ha sido supersticiosa y cerrada.


Amor a Roma
Wassi Rodela, hijo de Darga, era un efebo de catorce años, aun cuando más de cien tuviera. Era el personaje perfecto de cualquier novelista romántico: de cuerpo impecable, voz de flautín y un gran y triste amor por su ciudad natal, un amor no correspondido. Wassi siempre asistía a la misa que oficiaba el Papa, a dos cuadras de su casa, hacía recorridos culturales, ayudaba a los indigentes, donaba sus ganancias casi íntegras a las obras públicas del ayuntamiento, y todo para que la ciudad siempre fuera la misma. La cara de Wassi resplandecía siempre, a pesar de la tristeza que lo embargaba. Le hubiera gustado ser como su hijo, a quien no le importaba salir a la calle. Wassi no soportaba estar encerrado. A veces, con tal de no estar en su casa, hasta tenía que buscar monedas dejadas por descuido en el suelo. Todos lo saludaban, pero nadie le preguntaba nada. No tenía amigos. Un día decidió fabricar tormentas. Se dijo que tal vez así su corazón se aplacaría. Se encerró en su cuarto durante días, y no salió hasta que tuvo terminada la primera. Su hijo, que hacía ejercicios telefónicos en la sala, escuchó asustado los primeros truenos, y corrió a ver qué había pasado. Wassi sostenía con amor la primera de tantas tormentas. Pronto tuvo que dejarla ir, ya que crecía con rapidez y no cabía en la casa. A partir de ese momento, Wassi se dedicó a fabricar tormentas. Llegó a ser tanta su maestría, que podía fabricarlas en cualquier lugar. Los parques eran sus lugares predilectos. También recibió encargos de varios magnates para que les fabricara su tormenta personal. Su madre lo felicitó varias veces. Estaba orgullosa de él, y decía a cada turista con el que se topara que el amor de su hijo a Roma le agradaba. Tanta tormenta había logrado en pocos meses lo que no había podido hacer el hombre en años: convertir por fin a la ciudad en las ruinas de una esplendorosa civilización.

Texto agregado el 01-03-2005, y leído por 153 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-05-2005 este cuento me entusiasmó, tiene algo q atrapa, (aunq esa sensación no es nueva leyéndote), admás me da la impresión de q esta historia es como ver a través d un caleidoscopio, no sé por qué, tb me recordó a las historias del espejo en el espejo d ende. realmente aun no sé tu verdadera intención al escribirla, sabes q tiendo siempre a buscar sgnificados... por ahora me he d conformar con sensaciones sin forma aunq intensas sin duda Vihima
01-03-2005 muy bueno! juanitaR
 
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