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Despacio


- ¿A dónde vas?
- ¿Quetimporta?
- Chinga tu madre…
- Es la misma…
- Pos nomás tu parte… ahí nos vemos. – Y el joven desaparece tras el rabo de mi ojo derecho.

Otra educativa conversación típica de todo buen camión de transporte público mexicano. Hasta la coronilla de ellas, si me preguntan, pero sin más remedio que tragármelas día tras día. La localización de la facultad de medicina, así como la de mi propia casa (es decir, la de mis padres) me obligan a tomar uno, y en ocasiones, hasta dos de estos benditos camiones diariamente. Ni modo… hay que entrarle… pero ahí ando queriendo ser doctor: psiquiatra, médico forense, pediatra, cardiólogo… ni idea.

Soportar de dos a tres horas diarias en un no muy agradablemente aromatizado camión, con un ambiente ahogado en un aura oscura, aguantar temperaturas altísimas (con lo que me gusta el calor), de vez en cuando fumarme completito el suculento aroma evaporizado de la axila de algún cristiano por ahí, oír contra mi voluntad una que otra de las típicas canciones de moda que se escurre entre una oreja del montón y la bocina de un disc-man de mala muerte, que deja escapar cánticos extraños y melodías monótonamente estúpidas, desafortunadamente para los que no encontramos del todo placenteras esas mierdas de canciones que escuchan el noventa y cinco por ciento de mis compatriotas mexicanos; y encima de todo… que a mi lado se siente una gorda peluda y apestosa que me saque el poco aire fresco que queda dentro de mí al replanarme contra la grafitteada ventanilla del autobús en cuestión. Sublime.

El día de hoy parece ser mi día de suerte, ¿por qué? no lo sé a ciencia cierta, me enteré hace unas tres horas que saqué un par de cienes en unos exámenes que nos aplicaron la semana pasada; el fresa por excelencia de mi generación (que día con día hago esfuerzos desmedidos por lograr tragarlo de mala, muy mala gana) llegó con su BMW chocado, aparentemente por otro hijo de papi que conducía ebrio la noche anterior, según las pláticas que accidentalmente escuché por ahí; a la maestra de fisiología celular se le perdieron los exámenes que nos aplicó antier (una de las principales razones por las que vuelvo a afirmar que hoy es mi día de suerte); y el día de hoy… para gran sorpresa mía, el camión va casi vacío: sólo somos cuatro personas, sin contar al chofer y a la que parece ser la novia del mismo (entró al camión sin pagarle nada y lleva como veinticinco minutos platicando y haciéndole ojitos al deforme y tatuado chofer).

Una mujer de unos veintisiete años sentada en la primer fila de asientos del lado derecho del camión. Un peinado a la moda, típica morena nopalona con cabello rubio amarillo-blanquecino, facciones bastante afiladas y verdaderamente bellas, unos ojos aparentemente negros (sólo la vi de frente un par de segundos, cuando se subió hace aproximadamente cinco minutos y le pagó al chofer), ropa a la moda, buen cuerpo; como dirían los cuates: “sí aguanta”. Una modelo, una oficinista, una prostituta, no lo sé.

Un niño sentado en la tercera fila del lado derecho, a él no le vi bien de frente, pero, por lo poco que lo pude apreciar, tenía unos siete u ocho años, y parece tener un pequeño retraso mental, sus facciones eran un tanto amongoladas (sin el más mínimo afán de ofender), y cuando le preguntó al señor que se encuentra también en la tercera fila pero del lado derecho la hora hace como dos minutos, alcancé a notar cierta lentitud en sus palabras, en su manera de hablar, en su manera particularmente bella de mover la boca, conmoviéndome en cierta manera su situación: un niño pequeño, con un aparente retraso mental: quizá medianamente fuerte, quizá muy leve; pero no deja de ser un retraso mental. Ésto me trae a la mente dos posibilidades: o el niño no tiene padres ni algún familiar o amigo que lo pueda acompañar y cuidar; o en efecto tiene padres, quizá ambos, quizá incluso hermanos, mayores que él, quizá mucho mayores que él, quizá lo reniegan, quizá lo maltratan, quizá lo golpean (alcancé a verle al niño lo que parecía ser un morete en el ojo izquierdo cuando pasé a lado de él y lo miré de reojo), que quizá sea un pobre niño que necesita salir de vez en cuando de los demonios con los que comparte techo, y que quizá sólo se sube al camión, al primer camión que ve venir, para pasar un pequeño rato lejos de casa, lejos de ellos, lejos de su propio y único infierno, lejos de su desafortunada pero inevitable realidad… simplemente, lejos.

El señor del reloj de la tercera fila se ve ya bastante anciano, unos ochenta u ochenta y cinco años. Ese señor me cae bien. De alguna extraña manera, siempre que tomo esta ruta de autobús, sea la hora que sea, él se encuentra aquí, en ocasiones incluso lo he llegado a saludar. Me cae bien por el hecho de que siempre viste una amplia sonrisa de oreja a oreja, mostrándole al mundo que el paso del tiempo lo noqueó muchas veces, tirándole uno a uno todos sus dientes. Encías rojizas, inflamadas, en cierta forma asquerosas, pero indudablemente simpáticas al verlas dentro del contexto del rostro de aquel simpático anciano.

También me agradaba ese señor por otra razón: siempre estaba leyendo. Se veía que se le dificultaba. No traía lentes, quizá no tenía los suficientes medios económicos para comprarlos, porque fácilmente se le notaba que no podía leer bien, tardaba horas en una sola página, y siempre estaba con el libro a unos cuantos centímetros de sus opacos ojos. “Cien años de soledad”, “Cantar de ciegos”, “Narraciones extraordinarias”, “El Aleph”, “El llano en llamas”, nunca leía algo que no fuese interesante… él era interesante: su falta casi total de cabello blanco, su piel colgante y enmohecida, su pícaro y blanco bigote de Cantinflas, sus ropas que decían con voz baja al mundo que no era un individuo con una buena cuenta bancaria, sus antiguos zapatos siempre nítidamente boleados, brillosos, impecablemente negros; y por supuesto sus ya mencionadas encías sonrientes.

Y por último, el pasajero que siempre que podía (casi nunca) se sentaba hasta la parte de atrás, para poder estar así en el lugar más oscuro, y con suerte, más silencioso y calmado del camión, y así poder llevar a cabo mi ya rutinaria lectura autobusina.

El día de hoy, por lo mismo que era aparentemente especial, decidí dejar el libro en la mochila, aunque fuese por un rato. No me apetecía leer; prefería, en este momento, ver el paisaje fugaz que efímeramente pasa: parece otro mundo, otro planeta por completo, los árboles que veo día con día se ven distintos, la luz que entra por la ventanilla que grita con letras rojo sangre “PUTO EL QUE LO LEA”, es de un color y de una densidad distintos, por alguna razón siento que el tiempo transcurre el día de hoy más despacio, pero no despacio con acotaciones negativas, como de costumbre, sino un despacio bello, un despacio que tranquiliza, un despacio lento, un despacio calmado y relajado, un despacio agradable y rico… un despacio… un despacio… un… despacio…

Despierto… desgraciadamente despierto.

El chofer logró escapar, quizá por la puerta de enfrente… ¡Ah! ¡Me duele!... Su compañera bajó del camión minutos antes de aquel despacio rico y somnoliento. La mujer de hasta enfrente yace tirada en el cemento caliente del medio día, sus ropas rasgadas, manchadas de sangre, ella inerte. El viejo simpático, en su lugar de siempre, sentado, recargado por completo en la ventanilla derecha, manchada por su propia sangre, que, aparentemente, salió de su boca, quizás aún esté saliendo, brotando poco a poco, gritándole al mundo que su anfitrión fue mutilado por un tubo torcido, por un tubo afilado que el día de hoy se puso la capucha del viejo verdugo y realizó su labor, decapitando al pobre hombre. El niño, ese niño sigue vivo, no estoy seguro cómo, ni cómo es que llegó aquí, justo enfrente de mí. No llora, me pregunto por qué. Sigue vivo, aún mueve su cabeza, y parpadea, no veo que esté sangrando de ningún lado, de hecho parece que está del todo ileso… ¡Puta madre! ¡Ah!... Mi abdomen, duele… duele demasiado…
El niño está en pose de gatear frente a mí, sus ojos clavado en los míos.

- Me llamo Xavier, ¿Tú?
- …Sergio… - logró decir con mucho esfuerzo, por alguna razón no me sale adecuadamente la voz.

¡Demonios! no puedo voltear a verme… duele… el abdomen, mi panza, ahí siento dolor… demasiado… Xavier me mira aún, con sus ojos rasgados, grandes, exageradamente grandes y de color café oscuro, justo igual que los míos. Se acerca más a mí. Puedo verme reflejado en sus pupilas. No me había dado cuenta de la sangre que mancha mi barbilla, ni de las muchas cortadas que apuñalan mi cara…¡Ahhh!

- ¿Qué te duele?

Intento, mucho lo intento, pero no puedo responder.


- El señor que maneja estaba tomando de una botella como la que compra todos los días mi papi, con un agua como amarillita adentro. Parece que se pasó el alto… también otro camión… y pues…

No pudo terminar la frase, agachó la cabeza y recorrió mi cuerpo, se detuvo mirando fijamente mi pecho, quizá un poco más abajo… ¡Chingada madre!... es demasiado fuerte el dolor…espera, creo que… ¡Sí! ¡ya no lo siento!… Xavier se agacha acercando su cabeza con la mía, me besa tiernamente en la frente… de nuevo todo… todo parece… todo anda… todo huele… todo se oye… todo se siente… todo se vive… despacio…

Sergio Covarrubias

Texto agregado el 17-02-2005, y leído por 331 visitantes. (0 votos)


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