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Cinco pequeñas dracmas, monedas de plata, estaban escondidas dentro de un cofre de roble, cuya madera estaba añejada por la humedad de suelo, bajo una de la raíz de un abedul viejo en el bosque contiguo al pueblo de Paisana, Italia.

Tal vez eran la pertenencia de algún ladrón quien fue condenado a muerte y no regreso por él. O tal vez eran el botín de un pirata quien dio por olvidado el lugar donde las enterró. Al menos eso lo imaginó Ian Maccario, un joven pelirrojo hijo de un italiano en la provincia de Cuneo de apenas 12 años de edad, mientras se tropezó con aquella caja ese miércoles. Pero él lo que en realidad estaba buscando era el medallón en forma de trébol de su madre que él había dejado anteayer sepultado a escondidas en una de las raíces del abedul.

Esto causa de que la banda de delincuentes, los jóvenes más grandes del pueblo, constantemente le quitaba a Ian todos los objetos de valor que él llevaba consigo: los cuadernos y lápices, los recados de alimentos del hogar, el dinero que llevaba consigo, y una vez, incluso, su ropa, en esa ocasión como no habían conseguido quitarle absolutamente nada le habían despojado de casi toda su ropa y dejado en calzones en el medio del camino entre el pueblo y el colegio.

Ian era muy cauteloso con el medallón, ya que por lo general lo dejaba bajo la almohada de su cama después de haberlo observado antes de acostarse todas las noches. Sin embargo, el lunes antes de ir al colegio no lo colocó en el mismo sitio de siempre, puesto que se había pasado casi todo el domingo detallando aquel medallón como ningún otro día lo había hecho, y por un desliz inconsciente lo había introducido en la faltriquera de su chaqueta aquella mañana. Acordándose de que lo lleva consigo cuando sintió su corazón al latir con fuerza palpar el objeto que estaba en el bolsillo junto a su pecho, entretanto él divisaba a lo lejos del camino a Caccavari y a los hermanos Cabaldi, los líderes de la banda de rufianes de aproximadamente 17 años, sin sus seis esbirros. Aunque bastaba con ellos tres para amedrentar a cualquiera.

¿Cómo un solo muchacho podía enfrentarse a tres más fornidos y grandes que él? Inconcientemente todo los jóvenes menores de quince años, incluyendo a Maccario, sabían que era imposible oponer resistencia antes sus maldades a menos que corrieran como al diablo que lleva el viento, o sea, pirarse con todas las fuerzas que les proporcionara sus piernas hacia el resguardo de sus hogares. De hecho Alfonso Caccavari, el jefe de todos los rufianes, “Caca de Caballo” como le decían los niños quienes le tenían terror y a veces para mofarse de él -aunque no en su presencia-, era un corredor nato, capaz de alcanzar a cualquiera que le hiciera competencia. De hecho no había nadie en todo el pueblo e incluso en muchos kilómetros a la redonda capaz de escaparse de él cuando este corría atrás de sus víctimas.

El joven pelirrojo de inmediato salió corriendo a toda prisa al vislumbrar aquellas tres personas en el horizonte. Se dirigió hacia el bosque de los abedules seguido por aquellos truhanes quienes de ante manos dedujeron que el muchacho debía tener algo valioso para a ver huido de aquella manera.

Nunca antes el corazón de Ian le había palpitado con tanta prisa como en aquella ocasión. Sentía un miedo de verse despojado del único recuerdo que tenía de su madre. Pues ese medallón se lo había dado ella a él antes de morir en la epidemia de fiebre amarrilla que había azotado hace cinco años aquella región.

Para el pequeño Ian de 9 años la imagen del rostro de su madre se iba haciendo con el paso del tiempo más borrosa. Además que en la casa de él no había ninguna foto con que recordarla. Esto debido a que los Maccarios eran una familia pobre que no contaba con tanto dinero para darse esos lujos, y los pocos ahorros conseguidos por el padre de Ian escribiendo para el periódico de Paisana, D’Angeli, apenas y sí alcanzaba para la comida.

Casi no quedaba un recuerdo nítido para la edad que tenía actualmente Ian de la hermosa mujer que había sido la madre de cuyos cabellos carmesí era iguales a los suyos. Era como si él intentase leer un libro si hubieses usado lentes, sin embargo, él no sabía que era eso, y en cierta forma lo sentía, ya que los ojos de este muchacho eran semejantes en agudeza a los de un halcón. Nadie podía decir lo contrario. Y si no fuese por su sutil vista, no habría tenido tanta distancia de separación entre sus perseguidores cuando se precipitó a huir hacia el bosque.

Caccavari lo estaba alcanzado como si fuese una flecha deslizándose por el aire hacia su blanco y el cual no tardaría en perforarlo.

La acción en vana del joven Macario de zigzaguear entre los árboles para perderlos le hizo entender que debía hacer algo rápidamente. Sacó un pañuelo medio mugriento la cual tenía en su pantalón desde hace un mes, acordándose de que se le había olvidado lavarlo, pero eso no importa, envolvió el medallón con él, al instante de pasar por al lado del tronco grueso de un olmo, para así evitar que lo viesen.

Frente a este olmo había un abedul casi muriendo. Precisó una posición que él estaba casi completamente seguro que no lo verían; y ocultó de bajo de una de las raíces sobresaliente de aquel árbol el pañuelo con el medallón. Lo tapó con algunas hojas secas y siguió corriendo como si no fue hecho aquella tarea.

Tenía una leve esperanza en su corazón de que sus perseguidores no se hubieran dado de cuenta de la faena de ocultar su más querido tesoro. Al parecer así era porque siguieron de largo al pasar al lado del longevo árbol en afán de poder cazar a su presa, Ian. Y a quien no tardaron en darle alcance.

– ¡YA LO AGARRE! – le grito Caccavari a Alejandro y Abelardo, los hermanos Cabaldi, mientras zumbaba al suelo la cabeza del joven Maccario como si este fuese un mamón con el que estaba jugando.

Cuando se hubo acercado Abelardo, quien era el que se había quedado más rezagado por culpa de su gordura, hacia donde se encontraba su hermano y Caccavari fue cuando comenzaron: primero a darle de puñetazos en la barriga del joven Ian hasta el momento que se cansaron y aburrieron; segundo registrarle y quitarle todo cuanto llevaba consigo, entre ello tres monedas las cuales seguramente era toda la mesada del niño (Y que Ian tenía que usar bien administrados para que le alcanzar para todo aquel mes); y por último para dejar bien claro sus maldades le humillaron con toda las grosería más viles que se sabían.

Aun así él permanecía callado como una liebre permanece escondida y encerrada dentro de su madriguera cuando ésta es acorralada por un lobo sediento de sangre. Y entretanto si apenas sentía su cuerpo por todo el dolor que emanaba de todo los moretones recibidos. No obstante, él estaba acumulando rabia y miedo en su corazón.

Texto agregado el 12-02-2005, y leído por 732 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
12-02-2005 ¿Cómo finaliza?... Es interesante... Portos. Portos
 
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