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Johnny Colorado apareció de improviso desde el fondo de una de las calles que conducen a la variopinta Plaza de Armas. De caminar cansino pero seguro, disimulaba su robustez debajo de una camisa oscura que flotaba fuera de su pantalón negro.

Equidistante a la plaza apareció otro tipo algo más delgado, alto y que vestido completamente de negro parecía un cuervo dado al trajín. Era Tonny Verde, uno de los más enconados enemigos de Colorado. Ambos tipos se aproximaban a paso lento y con una fría resolución en sus miradas algo torvas.

-Ella siempre será mía. Aunque ese pelagatos me atraviese el corazón con una de las balas de su arcabuz, ella se marchará conmigo- se dijo para sí Johnny.

-Tengo la seguridad que aunque hoy mi vida acabe, ella no me abandonará- murmuró Tonny y su barbilla pareció estremecerse en un gesto de resolución.

-Me ha acompañado tantas veces. Ha estado sobre mi hombro cuando me enfrasco en mis relatos fantásticos. Sin ella, yo no sería nada- pensaba en voz alta Colorado.

-Es mía, sólo mía. Su voz de cristales me susurra maravillas, me seduce, me estremece. Nadie más puede atribuirse su posesión- susurraba por lo bajo Verde, mientras una cicatriz rubicunda se dibujaba en su entrecejo.

Los hombres estaban a una centena de metros y seguían aproximándose. La gente, al captar su resolución, adivinó que allí sucedería algo, que la sangre saldaría una antigua cuenta entre aquellos tercos varones. Los pintores de retratos, tomaron sus bártulos y se fueron a refugiar detrás de las puertas de la Catedral. Los comerciantes bajaron apresuradamente las cortinas de sus negocios y se empeñaron en dejar una pequeña rendija para espiar la contienda. La estatua humana bajó rápidamente de su pedestal y fue a esconderse tras los árboles. Hasta las palomas parecieron presentir que algo ingrato se desencadenaría en ese lugar y revolotearon espantadas para enfilar por la calle Puente hacia el norte, buscando seguir el curso del Río Mapocho y hermanarse con esas gaviotas que aún no responden a la pregunta de que diablos hacen allí.

Colorado alzó su ronca voz para gritarle a Verde:
-¿Traes puesto tu corazón, miserable?
A lo que su rival, abriéndose la camisa y mostrándole su pecho velludo, le contestó con estridencia: -Aquí ha estado desde siempre y continuará latiendo aunque intentes acallarlo.
Un anciano que leía su periódico sentado en un banco, se santiguó al escuchar las imprecaciones, un par de viejas huyeron escandalizadas y hasta los vendedores de refrescos hicieron mutis por el foro.

-“Ella es mía. Ha estado conmigo desde siempre, se ha cobijado en mis palabras, me ha sonreído, me ha amado y yo la he poseído. Está en mi lecho cuando cierro mis ojos y cuando los abro, ya ha tejido incansable todo lo que yo requiera, es de mi pertenencia y aún muerto, ella no me abandonará”. Esas palabras brotaron rotundas de la garganta de Verde antes que sus manos se aproximaran al cinto en el cual se bamboleaba dentro de su cartuchera una flamante pistola.

Colorado pareció engrifarse al escuchar esta arenga, pero no contestó absolutamente nada. Su mano derecha, enorme y de gruesos dedos, escarbó el aire que mediaba entre la pistola y esa extremidad ansiosa de venganza.
Todo pareció silenciarse cuando los tipos frenaron sus pasos y se quedaron mirando fíjamente a una distancia de veinte metros.

Como siempre sucede en estos casos, el aire adquirió una densidad que lo hacía irrespirable y que decir del tiempo, que quedó como suspendido en una cuerda floja. Entre ellos mediaban veinte pasos, un cañón de arcabuz y una musa coqueta que revoloteaba histérica por sobre las cabezas arrojando inspiraciones que los hiciera olvidar el propósito de darse muerte.

Nada los persuadía, ni siquiera cuando ella comenzó a arrancarse las vestiduras y a jalarse los cabellos profiriendo todo tipo de amenazas: “Los abandonaré. No pueden hacerme esto. Yo no soy propiedad de nadie” pero los hombres sumidos en una enceguecedora ofuscación apenas si la oían. “Esto tiene que acabar” gritó la musa e interponiéndose entre la balacera cayó atravesada por dos certeros balines de plomo, entró por su espalda, específicamente por el omóplato izquierdo perforándole el pulmón y así robándole todo el aroma a café y al tabaco con esencia de vainilla que solía fumar Colorado cada vez que le escribía aquellos candentes poemas que la dejaban extenuada de tanto suspirar. El otro disparó le dio certeramente en la frente, explotando su cavidad craneana, con todos los hermosos recuerdos incluidos, en mil pedazos, lejos saltaron las noches de Luna que compartía con Verde y todas aquellas canciones que él compuso por amor a ella... a su musa.

Ambos quedaron pintados en un paisaje sin fondo, con los arcabuces en el suelo y las bocas abiertas en un grito que no se oía. Pasó un minuto, dos minutos y medio cuando todo recuperó la normalidad. Colorado y Verde cerraron los respectivos libros, se miraron y sonrieron, pero después de tantos años con una sonrisa fingida, una mezcla de celos y envidia. Se despidieron como de costumbre salvo por el apretón de manos que esta vez fue menos efusivo. Colorado camino hacia el Sur para perderse entre gentío de medio día que a esas horas pululaba por el Paseo Ahumada y Verde quiso darse una vuelta por la Catedral Metropolitana y para allá dirigió sus pasos.

Sobre un banco de la Plaza de Armas quedó una musa hecha pedazos.


Texto agregado el 09-02-2005, y leído por 151 visitantes. (1 voto)


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