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Inicio / Cuenteros Locales / viajero / Por Más Lindas, Cariñosas Y Comprensivas, Al Fin Son Eso: PUTAS.

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El recuerdo de las primeras prostitutas que conocí en mi vida se diluye en un pasado ya distante. Tendría unos diez años, y aunque siempre había escuchado la existencia de aquellas mujeres que compartían su cama por dinero, jamás las había visto en vivo y en directo.
Aparecieron una mañana como si nada, habían arrendado la casa contigua y llegaron con tanto glamour como si fueran artistas de circo, desbordando comentarios de los demás vecinos, y no menos entre mi familia, que supieron su oficio apenas vieron los sofás floridos, los tules de colores fucsias y lámparas de dudosos encajes multicolores. Eran cuatro hermosas muchachas: una rubia de tamaño reducido; otra morena esbelta, casi mulata; la alta mujer de pelo teñido de hermosa sonrisa delineada con labial rosado; y por supuesto, la que en esas lides hacía de administradora, la cabrona, quien dirigía desde su invisible podio el acarrear de los muebles. Tampoco podía faltar el tipo, que sentado al lado de la cabrona, se reducía a fumar sin hacer nada más. Estaba claro, era el correspondiente cafiche de la organización laboral.
Por meses sus correrías se mantuvieron al margen de la cuadra, contrariando a quienes esperaban un completo show nocturno de borrachos en pedo con ganas de fornicar gratis. Al contrario las “señoritas” eran muy reservadas a la hora de armar las fiestas, llegando sólo clientes de alta alcurnia, turistas y extravagante fauna criolla compuesta de uniformados y otros que preferiblemente obviaré de mi infantil memoria.
Durante el tiempo que estuvieron en aquella casa, mis amigos de pandilla y yo fantaseamos con la idea de percibir un seno o una miradita en vivo de alguna de ellas en pleno acto de sexo pagado. Pero por más que espiábamos a vista y paciencia de las musas del catre, estas eran demasiado precavidas a la hora de dejarse ver, quedándonos con la carpa del circo armada pero sin el espectáculo esperado.
Cada una nos sonreía primorosa cuando salía de compras al minimarket de la esquina: vestidas con esos short de mezclilla que dejaban medio glúteo afuera contorneándose al compás seductor de sus pasos. Eran: Margarita, la diminuta pero no menos bella; Debbie la alta y esbelta, de dorada piel y senos tremendos; Jenny, aquella mulata (que luego descubrimos era brasilera como exige la norma para ser catalogada como genuina) que simplemente se limitaba a sonreír; y la cabrona apodada Azucena, como la flor, pero más robusta, morena y de grandes y musculosas piernas tersas. El cafiche se llamaba Lucho, nombre que bien le venía a su limitada labor de jugar dominó con chapitas de gaseosas contra algunos clientes de confianza, apostando fuertes sumas de dinero, tomando cerveza y fumando Kent.
Eran unas señoritas muy amables. Tanto que el dependiente del minimarket les dejaba los tomates más baratos y hasta un chicle como regalo cuando su mujer regordeta no estaba presente. “Tremenda perra” murmuraba cuando la cabrona se agachaba a elegir las verduras que extrañamente estaban cada vez más abajo del estante. Azucena llegaba vestida de minifalda. A veces tuvimos la suerte de estar sentados a su paso cuando algún viento cómplice la levantaba mostrando una diminuta tanguita de encajes que se traslucía completa. Éramos tan felices...
Cierto día llegaron un par de tipos en un auto del gobierno, con escudo de armas y todo. Eran dos corpulentos que más bien parecían gringos del FBI, pero llegaron a pedir los servicios de las damas. Aquella noche fue la primera vez que escuché un barullo desde la casa de las putas, con botellas rotas y gritos desaforados. Al día siguiente una de las chicas, Margarita, no salió a la calle, y después supimos que se había marchado. Al tiempo regresó con el pelo teñido rubio y ojos azules, pechos más grandes y una mirada extraña.
Una sola vez pudimos ver las tetas de Debbie, primorosos globitos erectos frente a la ventana de uno de los dormitorios. Las largas horas de espera frente a él dieron sus frutos, porque una mañana Debbie separó las cortinas y nosotros estábamos ahí. Llevaba sólo un diminuto bikini como ropa interior, y para arriba nada más que su piel. Ni siquiera se inmutó ante nuestra presencia, porque fuimos nosotros quienes escapamos corriendo cuando la vimos. Esa tarde nos desarmamos en aquellas peleas manuales que tanto agotan a los jóvenes, con la única imagen lúdica de una puta que nos regalaba una miradita a sus dotes con la que se ganaba la vida.
Aquellas eran mujeres que valían la pena a la hora de la cama, porque no salían a las calles en busca del caliente ni en espera a que aquel que diera más por su sexo. Eso nos dijo una tarde el papá del Rorro: “Estas son maracas caras. Nada de patinas baratas. Para tirarse a una de éstas minas tenemos que ser bonitos, de buena familia y harta plata” Así nada más, sin asco. La experiencia valiosa de un hombre con mundo nos fue trasmitida en una gratuita lección callejera.
Cierta tarde de marzo las niñas se fueron así como llegaron: con sus sofás floreados, sus tules y lámparas. El cafiche hacía mucho que se había peleado con Azucena y se había ido “a la chucha” como le ordenó ella cuando tiró sus ropas por la ventana. De modo que la cabrona se movía como leona libre, organizando a las muchachas que en ese momento eran cuatro, porque también poco tiempo antes había llegado una pelirroja desgraciada llamada Barbarita, de cuerpo enjuto y menudo, pero con tantas pecas como estrellas en el cielo. Nunca nos sonrió, por eso nunca le tuvimos cariño como a las demás. La llamábamos despectivamente la puta colorina, porque la antipática era puta, las otras eran ‘las niñas’ con su respectivo nombre de fantasía.
Aun recuerdo cuando se subieron a la camioneta y desde la parte de atrás nos hacían adiós con sus manitas adornadas con enormes uñas pintadas de colores llamativos: Margarita con sus ojos azules de mentira brillantes al sol; Jenny hermosa como siempre, con sus gruesos labios al natural y vestida con una faldita de lambada de su tierra; Debbie gentil y primorosa como de costumbre, con su sonrisa rosa pálido y su piel siempre bronceada. Azucena conducía, pero también dejo una mirada sonriente a través del espejo del lado.
Las putas de mi infancia marcaron un parámetro a la hora de catalogarlas, porque las mujeres que años después vi en las calles caminando solitarias, mal vestidas, viejas, rubias a la fuerza, con esos pantalones claros de lycra que les acentuaba la celulitis me asustaban, porque una vez se me acercó una vieja decrépita, carente de los dos incisivos, con rimel corrido y labial de puta (de esos que luego aprendí a reconocer como tal) con ropas roídas y cara marcada por cicatrices: “¿Querí una chupadita?” Me dijo y se acercó tratando de ser sexy. Por supuesto que escapé, porque sí, porque me dio asco creerme encima de una mujer tan usada, aunque tuviera dignidad de ser humano, pero simplemente mi sistema inmunológico no podría ser capaz de tanta maravilla. Porque las putas de mi infancia eran bonitas, hermosas, curvilíneas, educadas y siempre visibles a la luz del día. En cambio las putas de la noche, aquellas que años después descubrí en las sucias calles de los barrios rojos, me llenaban de espanto.
Cierta noche Diego, un compañero de curso, me dijo después de una inesperadamente corta fiesta de colegio: “¿Vamos a maracas?” Me la tiró de una. Él tenía el financiamiento para tamaña empresa, y sólo asentí para no parecer cobarde, maricón, metiéndome entre la ropa todos los miedos que me infundían aquella calle llena de música y botillerías, donde las mujeres se confundían con maricas y asaltantes, incluso existían cofradías evangélicas que tenían como frustrada cruzada convertir a las meretrices a una mejor vida. Los colores cálidos de las luces aturdían un poco al incauto ebrio que no sabía donde frecuentar, topándose muchas veces con aquellas putas que existían en mis pesadillas noctámbulas, pero para Diego la cosa era distinta, porque su formación sexual de mano de su padre y tíos lo habían curtido para elegir la entrada más modesta de entre todas las demás, carente de luminarias y sin esbeltas musas como muestra en las puertas. Ésta era incluso hasta decorosa, y si no me percato por los vidrios de las ventanas pintados de negro, creería que estaba tan borracho que me esta metiendo en una casa particular. Esa noche descubrí el equilibrio de la profesión: mujeres de todas las edades, de todas las formas, pero con una gracia que las hacía verse felices en su nicho social, donde atendían y divertían a los clientes que consumían alcohol. Esa noche tuve mi primer par de maracas sentadas en mis piernas, una a cada lado, con sus pechos al aire y todo lo que la imaginación de mis manos pudieran hacer mientras no se terminara el copete. Luego, para rematar la noche, terminé en una de las piezas de la casa de putas con la morena que más me simpatizó. No recuerdo su nombre, ni mucho de lo que me hizo por el módico precio que finalmente cobró, pero sí recuerdo que desde ese día cambié la percepción de las prostitutas de burdel.
Ya adulto frecuenté a las mejores putas de la calle roja de mi ciudad, esas que visten cara lencería erótica en las puertas de los prostíbulos, los burdeles o las boites. De esas que como guerreras del amor son demasiado peligrosas para ser lentos o ingenuos, porque te sacan hasta el último peso de tu billetera. De esas que te piden piña colada. “Vos vai a tomar piña colada mierda” le dije a una que cierta vez exigía aquel trago. “Apenas tomai pisco cagá. Piña colada quería la huevona” y fin de la discusión, porque la cambié como quien cambia un adorno por otro que no exigiera cosas caras. Al final igual me aceptó el combinado de pisco, porque quería terminar con ella en la cama, pero no le pedí disculpas. “Porqué a una puta no se le piden disculpas ni se le pasa el anillo de matrimonio” decía mi abuelito cuando le conté que frecuentaba las casas de remolienda. Siempre tan sabio el viejo.
Pero en ese antro encontré a una en un millón, una noche muerto de curado, parado en los mocos como decimos por acá. Terminaba una larga jarana entre mujeres de las que ya era conocido como cliente, pero de las cuales jamás me hubiera fiado. Había bebido una botella de ron solo, como si el mundo se fuera a terminar, sin razón específica para hacerlo, pero al fin metido en el lugar menos indicado para embriagarse con ganas. Entre aquellas que sentadas en filas esperan que los clientes pasen a las mesas para abordarlos, apareció una como nunca antes había visto, incluso en el estado en que estaba pude distinguir cierto refinamiento en su proceder y en sus modales.
“Tan rico y tan huevón” me dijo a modo de cumplido, y me llevó a su pieza minimalista: una cama, un lavamanos y nada más que una toalla rompiendo la monotonía de la pared cruda. Se llamaba Priscila, como la mujer de Elvis. Hermosa, joven, bella: delgada, ojos claros y hermosa sonrisa de carmín brillante, con enormes senos sobresalientes obviamente de silicona, y unas caderas que hacían volver la mirada para observar aquel culo hasta a los evangélicos más fundamentalistas. Me sostuvo y no me robó nada, estuve en esa pieza hasta que la resaca se me espantó. Ahí apareció, al natural, sin maquillaje, con el pelo tomado, con camisa, jeans y zapatillas. Era hermosa. Me llevó hasta la calle y llamó un taxi. “Para que no te cures otra vez en lugares como este” me dijo sonriendo. Gracias y me fui. Encontré un número anotado en mi cajetilla de cigarros con una letra ‘P’ (me costó un poco descifrar si era P de Priscila o P de puta) pero luego que la llamé nuevamente cambié la forma de ver a las putas, porque ya no eran tales, fueron ‘niñas de la vida’, como las putas que me simpatizaron antaño.
Creí haber encontrado una mujer especial. Y no me equivoqué. Era descomunal. Cariñosa, simpática y excelente amante. Era una por las que muchos se trenzaban a golpes en las calles iluminadas de violeta y rojo. Ella era Priscila, por ese entonces mi Priscila.
Amé a esa mujer con todo mi corazón de domingo a miércoles, y además con todo mi cuerpo y toda mi billetera de jueves a sábado. La amé hasta que una noche que fui a buscarla como siempre me dijo el cabrón que ya no estaba, que se había ido con un tipo del norte para trabajar en un nigh club de estatus, que eso era lo que siempre quiso, que se despedía de todos los amigos, en especial de mí, que tal vez regresaría, pero que no la buscaran.
Se fue así como si nada. No contestó más a mis llamadas y nunca más la volví a ver. Frecuenté el local unos meses más y me hice cliente de la Laurel, la Negra Yesenia, la Susuki, la Grimanessa, la Rusia Ágata y otras más que no vale la pena mencionar, porque ninguna era como la Priscila, con esa manera de escuchar como le contaba mi vida y mis problemas, como me hacía sentir comprendido y luego me hundía en los más oscuros abismos del mejor sexo de toda mi vida. Nunca más conocí a una mujer igual, y nunca entendí mucho esa historia del viaje, que todas las demás lo afirmaran, aunque jamás me habló de querer irse a un nigh club del norte, de Brasil o no sé que chucha. Nunca habló nada al respecto.
Ahora recuerdo a las putas de mi vida. Las de mi infancia: con sus amoríos selectivos, con sus cuerpos bellos y como fantaseaban a unos mocosos calientes con la sola sonrisa. Debbie, Jenny, Margarita y Azucena. Luego recuerdo a las viejas patinas que maltrechas se movían entre la basura y vendían una chupada de pico por mugrientos pesos que les financiaran los vicios o las adicciones ganadas con años de mala vida. Recuerdo a las putas de burdel, esas tan jóvenes, casi niñas, con esa vida que no era tal. Mujeres que tenían que soportar a cualquier huevón que por el hecho de llegar con plata era capaz de pedir lo que se le ocurriera. Muchas veces sometidas a golpes, asaltos, crímenes y muchas degradaciones que desde el otro lado de la cama no somos capaces de comprender. Recuerdo a mi mujerzuela, la mía propia, aquella que me elegía entre todos los demás, pero que a la hora de elegir de verdad, entre uno que le daba amor de domingo a miércoles por nada y otro que le daría fama internacional, se quedó con el último. Aún recuerdo como sufrí por no tenerla más entre mis brazos borrachos de alcohol, pero feliz de saber que existía una mujer como ella, y que a pesar de ser quien era, para mí llegó a ser distinta.
Ahora comprendo que las putas, por más lindas, cariñosas y comprensivas, al fin son eso: putas.

Texto agregado el 09-02-2005, y leído por 1484 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-06-2006 Muy entrenido ***** LILI9
18-05-2005 Parece que en temas de putas nadie se atreve a opinar. Será porque el que compra sexo se pone a la altura de quien lo vende. (A no ser que sea una "francesa" donde cambia la altura). No he estado nunca en putas, pero he conocido algunas; las que se casan para salir de casa, las que no se separan porque económicamente están bien, las que negocian el divorcio. En fin, las que se venden de una u otra forma. Claro que he tenido el privilegio de conocerlas de lejos. A sus hijos los he conocido de cerca, generalmente en puestos importantes. newen
 
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