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OTRO MUNDO Me invitaron ese día. - Vamos, mijo. Esta es una buena borrachera, de las que nunca se olvidan. Por la noche vengo y lo traigo. Él me invitó, yo me emocioné, no sé por qué, pero sabía que era algo diferente. Seguí trabajando, pintando, embadurnándome las manos de , , , , trabajo¡¡¡ Consentí ése día como uno caluroso, de muy buen agrado, justo para la labor, indispensable en la renovación; era un día que esperaba. Llegó la noche. No podía soportar la emoción. De qué se trataba. Por qué me temblaban los tobillos? por que las uñas se me crispaban? por que la nuca me lloraba? En tanta prístina preocupación, mi mente divagó, deambuló los recodos de los sueños, los surcos de la imaginación. Las hormigas, como soldados en marcha recorrían mi interior, poseían mi cerebro, alteraban mis neuronas, mi mente, mi ,,,, mi no sé qué. Las hormigas continuaron marchando, mientras me embadurnaba más, las manos de ,, trabajo¡¡¡ Llegó la noche. Hoy bajó rápido el sol; el eclipse pronto nubló hasta las cucarachas. Ellas se escondieron. Yo las buscaba, para pegarles la rutina de la noche, la última pisada nocturna, las pisadas de mi descanso, para irme a dormir. Pero esta vez no, las obvié; creo que ellas se enojaron, no tendrían velorios para ése día. Pero no me importó, estaba ensimismado en lo que ocurriría, pensando en el ayer, en el mañana, menos en hoy. Recorrimos luego las calles, pavimento, calor, esta vez calor, fresco, sin sofocar, tibio. Hasta llegar. Me desilusioné. Pensé encontrar un castillo, inmenso, con collarines de concha decorando la entrada. Pensé encontrar un letrero; ya lo había visto, en mí: ¡ Bienvenidos ¡. Pero que va, era una casucha, de barro, tétrica, insipiente a veces, pero tétrica. Tal vez éste relato no corresponda a donde originalmente van todos, a tomarse el hervidito, allá donde van los Indios. No, esto fue una sesión pirata. La entrada, vaya ¡ un laberinto inmenso, cuatro metros, mucho para caminar. Me perdí, en mis recuerdos. La vida se me pasaba lenta y constante, como una cinta, como el galope, del unicornio, del percherón. Encontré más almas, ahí sentadas, también esperando. Esperando que ¡ no se sabe que ¡ Esas almas me preguntaron, me consternaron, me ilusionaron. En una esquina, un escritorio, pocos libros. Algunos interesantes, otros, ni los cogí, ni los miré. De pronto, ya están todos. Falta alguien? No, nadie, están todos, completos. Ya empezamos, ya comenzamos. Ya comenzamos? A que horas? No me di cuenta. Desde que llegamos aquí, empezamos, dijo el que me llevó, mi primo. Entramos como en manada. En una pequeña alcoba, apretada, sofocada. El foco apenas si quería, poco alumbraba, titilaba, tenue, parco, sencillo, triste. El foco tenía las cejas bajas, los brazos caídos. Sus destellos de luz, tan sólo inspiraban pereza. Era una luz cansada. El foco y la pereza. Recemos. Padre nuestro, que en el cielo estás, que, por cierto, deberías estar en la tierra. Perdón. Mejor estás allá. Acá, no sé. Te puede ir mal. Recemos. Padre nuestro, que est.... bla, bla, bla ,,,,,, Luego de aquello, el tipo, de mediana estatura, reza. Tiene la piel tostada, canela, de calor árido y viaje duro. El tipo estaba vestido de blanco. Creo que no era Indio. Trataba de parecerlo. Me parecía cobarde, mentiroso. Habría que verlo. El tipo, sacudió una campanilla en lo alto de la nada, en el aire. La agitó y su tilín, sonó, nos fregó, a todos, nos jodió. Éste es el que buscan, nos dijo, mientras mostraba la copa llena de lo que buscábamos. Pero yo no buscaba nada. Yo sólo quería salir de ahí. Ya era tarde. Ya me tocó. Pasaron las almas al frente. Tomaron, desearon. Tomaron, se imaginaron que querían y lo quisieron con tanta fuerza, que ahí mismo estaba. Seguí, caminé. El camino gutural, tambaleante. Caminé hasta que por fin llegué. Diez pasos eternos, suaves, tranquilos, en sosiego, desprevenidos. Tomé lo que buscaban, lo que yo no encontraba. Deseé, no sé sin con fuerza, con razón o con sentido. Además, era absurdo. Un solo deseo? Por qué uno? Yo tenía en mente más de cuarenta. Cinco segundos para decidir. Vida de decisiones, cambio de vida, cambio de mundo. Una palabra y decides tu mundo, lo cambias, lo alteras, lo botas. Mis botas, donde están? Ah, ya las voté. Decidir, sí, ya decidí. Mi deseo era usual, lo que siempre desean, la mayoría de mi edad, la mayoría, el común. Quise hacer lo mismo, tener el mismo ideal más allá. Me imaginé entonces en un lugar inmenso, lleno de árboles, de brisa fresca, de gente linda, gente mucha. Me imaginé hablándoles, deseándoles lo mejor. Los miré a todos alrededor mío, mirándome con atención, escuchándome. Yo les hablaba, con altruismo. Era un líder, sabía mucho, de todo, pero nada. Estaba aprendiendo de ellos. Les proponía. Ahora consentía la noche. Salimos al solar. Encontramos sillas, amarradas, acomodadas, listas. Su bienvenida fue viciosa. Me senté. Prendieron fuego. Calentó. Luego, transitar la mente humana, mi mente. El poder. El flagelo del poder. La oportunidad del poder. Eso pensaba, mientras miraba el fuego. Y una voz, imaginaria, me decía, me gritaba, me insultaba. Poder, poder. Que sería del poder? Que sería del humano sin poder? Nada, ni un animal, siquiera. Ni un animal. Que sería de todos con poder? Nada. Si es igual para todos, nada, caos, nada, es ilógico. El poder, la pleitesía de algunos, el suplicio de otros. Poder, poderosos, bellacos. Mandados, encogidos, sublevados. El poder, ah. Sí, poder. Basura. De pronto, lo inimaginable. Mis sentidos estaban alertas, los sonidos se agudizaron. Mi mirada se perdía, sombras,. tan sólo sombras. Y la varita, la hierbita encogida, cobró vida, cogió vigor, se levantó. Susto. Que paso? No, esto es un juego mental. Donde estoy? - Venga, mijo. Acuéstese acá, al lado mío, descanse, piense, me dijo, el que me llevó. Me acerqué. Temblaba; la noche me invadía, me penetraba, en la cien, profunda. Que noche, que oscuro estaba todo. Me acosté. Miré el cielo, sus estrellas, su incipiente inmensidad. Negro, por qué negro? Azul en el día, negro en la noche. Es como la conciencia, como las personas. Mostrar un lado, borrar el otro, esconder. Escribir. El lado malo, escribirlo. Me acosté. Empecé a temblar. Primero muy despacio, apenas perceptible. Pero temblé más. Más duro, más duro, más duro. Mis manos iban y venían, al vaivén de algo, de no se qué. Y me rascaba. La piquiña, que piquiña. Mis bellos, mis hermosos bellos, se crisparon, se sublevaron, querían salir, evitar mis uñas, evitar mis manos. No querían ser lastimados en la pesadumbre de la rasquiña. Rasca, más, rápido, rasca, las manos, los brazos, los hombros, Dios, que pasa ¡ por que mis manos, por qué me rasca ¡¡¡ tanto, por que tanto ¡¡¡ no, no, nooooo, ahora las piernas, me encojo, en el piso, acostado, me rasco las piernas y tengo ganas de llorar. No aguanto más. El llanto me sale despacio, con miedo, como asomando la cara, como asomando las lágrimas. Y lloro, despacio, tranquilo. Hasta que sigue más, duro; el pecho se me hincha, se me quiere salir, las lágrimas abundan, soledad, siento soledad, siento miedo. Me siento sólo; soy el hombre más solo del mundo, en éste instante. Soledad, amargura de la soledad, no puedo más. Lloro, más duro, grito, ahhhhhhhh¡¡¡¡¡¡¡ ahora no, por favor, no quiero más. De repente el ruido, de collares, de conchas enlazadas, las que esperaba, las que nunca estuvieron. Un crujir agudo, sutil, chas, chas, que es eso? Me produce terror, pánico. No, basta ¡¡¡ por favor ¡¡¡ no más ¡¡¡ apague esa mierda ¡¡¡ apáguela ya ¡¡¡¡ no aguanto más ¡¡¡ ahhhhhhh ¡¡¡¡¡ pero el tipo insistía. Golpeaba más sus conchas contra ellas mismas, las lastimaba, las laceraba. Yo grité, me revolqué, en un mismo círculo, sin salida, estaba atrapado, me miré ahí tendido. Era consiente de lo que hacía, pero no podía dominar mis movimientos. Mis impulsos se adueñaron de mí, invadieron mi cuerpo, se expresaron. Ahhhhhh ¡¡¡¡¡ los collares seguían sonando. Ví voces, oí caras. Muchacho, decían. Mijo, decían, reaccione, decían. Váyanse ¡¡¡¡ Lárguense ¡¡¡¡ Era lo único que alcanzaba a articular. Diga Cristo. Sólo se imaginaban ése remedio para esa locura. Lo que fuimos a buscar? Yo no buscaba eso ¡¡¡¡¡ yo quería paz. Luego me explicaron, que la paz venía después, que descargar era perentorio. Lloraba, sin remedio, sin descanso. Jamás en la tierra hubo mayor llanto, llanto sólo, desgarrador, inconsolable. Jamás se escuchó gemido alguno. El alma estaba podrida, ya lo veía, ya lo escuchaba. Nooooo ¡¡¡ no podía más que gritar, que decirles que se fueran, que me dejaran sólo, que quería pensar. Aunque no pudiera pensar. Se fueron, menos el tipo, por que el pedí solamente a él que se quedara. Él se fue por un momento. Yo estaba boca abajo, acurrucado, con tierra en el pelo, largo, sucio, crespo, de obrero. Boca abajo, acurrucado, con las piernas en mi pecho, las rodillas en mi mentón. La desidia, la vergüenza, la humildad se conjugaron. Me vi pequeño, domable, manejable. El mundo se me hizo inmenso. Me enteré que yo era diminuto, que el mundo tenía más. Lloré. El tipo llegó, llegó con alguien, que se instaló en mí. Hablé lo que no sabía, lo que no quería. Dije lo que la boca articuló, por que simplemente, no manejaba una tez de mis labios. Mi voz sonó ronca, agria; la espuma babeaba en mi garganta, levantaba la cabeza desde lo bajo, para mirar suplicante, con miedo. El tipo llegó y trajo a otro consigo, pero además, trajo hiervas. Hiervas de espinas, negras, grandes. Son las espinas más dolorosas que se hayan sentido. Las levantó, las escupió, aguardiente. Me escupió, aguardiente. El alcohol me quemaba; sentía la piel desagarrarse con cada gota que penetraba en mi piel; la desgarraba, la quemaba, la laceraba. Yo lloraba. Yo gritaba. Diga Cristo. No se le ocurría otra cosa. Levantó la ortiga, y con la pasión del animal, con el corazón de hierro, clavó sus espinas en mi cara, en mi cuello, en mi espalda. Me dolía. Le suplicaba. No me castigue. Le lloraba. Ya no lloraba a mí, sino a él, a mi verdugo, al tipo, al que se parecía a Indio, pero que no era. Y espina tras espina cumplieron su labor. Saborearon la sangre fría y la caliente, entibiaron el ambiente, me hicieron crujir los dientes, enterrar los dedos en la arena, en el lodo, en mi tierra. Me dolieron los colores, tres. Me dolió vivir, me dolió morir. Quería que mi cuerpo reaccionara, volver en sí. Pero yo miraba, suspendido en el aire, en la nada. Mi cuerpo se abatía, yo lo miraba. Cuando se cansó, yo me coloqué a llorar, despacio, para que no me escuchen, para que no me miren, para que no me peguen más. Esa hierva, ortiga, invento de Luz Bell, hierva malcriada que azotó los pecados de un hombre, de un muchacho. Purificó. Fue el verdadero efecto catarsis. Mi boca siguió hablando. Que quieres de mí, decía dentro. De mi? Me preguntaba sin entender qué decía mi boca. El tipo, el que se parecía a indio y no era, el tipo le sugirió. Ya se conocían, ya se habían visto. Él le dijo –vete ¡¡¡ el no quería, estaba bien conmigo, seguro en mi cuerpo. Compartíamos la habitación y no me daba cuenta. Él estuvo detrás de cada acto, incidiendo, despilfarrando mi vida. Maldito degenerado. Si lo hubiera encontrado antes. Por qué ahí? La vida sabrá. Yo no. De pronto sacó sus trigueñas manos, envueltas en manillas, en anillos. Las levantó y soltó el nombre, el de Cristo. Las levantó con exclamación, con seguridad. Me dolieron las costillas, mi cuerpo sufría por culpa de estos dos, peleles, malcriados. Las costillas me dolieron, los huesos me crujieron, se quebrantaban una y otra vez. Yo lo sentía. Me enrosqué aún más. No soy cristiano, no creo en eso, no se lo que pasó ese día. Mi iglesia yo la creé, yo la hice, desengañada, en diálogo. Pero ese nombre me dolió en las entrañas, en las nalgas. Me dolió en los muslos y en las rodillas, en los codos. Me dolió en las muñecas. Ese nombre me encogió, humilde y clavó mis dedos en la tierra, con fuerza, levanté tierra. Era como si me recordara de donde vine, a dónde iré a parar. Pura tierra, sabia tierra. Luego, el impulso, el estómago, la faringe. Todo se revolvió. Regurgitar. Verde, espeso, con sombra, negro. Vomitar, la sal, la peste, lo negativo, lo malo. Apoyé al cabeza en un árbol, de frente, de rodillas. Las piernas no cederían hasta que se limpiara mi alma, de rencor, de vida sucia, de llanto, de lágrimas, de dolor, causado, sufrido. Mi alma no me dejaría parar hasta que la liberara. Por fin, regurgitar. Me levantaron, entre dos. El tipo y quien me llevó. Me localizaron en otra silla. Divagué. Mis manos cayeron sobre sus muñecas. Mis brazos se movían pero mis manos no. Mis manos paraban en mis mejillas sin respuesta alguna, no se movían. Estaba en trance, flojo, sumergido en otro mundo. Y mi vida. Hora tras hora recorrí lo que había sido de mi vida. La vi toda, a mi padre, a mi madre, a mi hermana, a una mujer, para conocerla y después amarla. Las vi a todas, sentí su cariño infinito. Sentí su profundo amor y me sentí desdichado, por no entenderlo a tiempo. Miré el round final, el fin. Miré lo que quería ver, hablé, siendo otro. Divagué más. Mis manos no reaccionaron. Yo en la silla. Cuando todo acaba, alcé los ojos al cielo, ahora más blanco, ahora más puro. Él se hizo sentir. Me explicó el por qué de su nombre. No soy cristiano, tengo mi propia iglesia. Me rindo cuentas a mí y le hablo en privado; no más. Él se hizo presente y me hizo sentir la grandeza del mundo, digámosle así, por no decir la de él. Otra vez a la fogata. Yagé. Así le llaman los Indios, los que son y los que se hacen.

Texto agregado el 02-02-2005, y leído por 130 visitantes. (0 votos)


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