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La bala de cobre me azotaba la sangre haciendo de esos tiempos triviales un infierno febril. Los sacrificados muros de mi alma inquieta de partían a la mitad y ataúdes brotaban del cementerio de las cruces. Las tumbas de mi destino emanaban fuego y los cuarteles misteriosos de mi vida melancólica se convertían en prisiones salvajes con vivos y muertos que me ahogaban con cadenas rodeando mi cuello y sintiendo el poder que ejercían sobre mi cuerpo acurrucado en la sombra del temor. En una cascada de espuma, de sangre, se convirtió mi rostro. Estallaban mis ojos como fusiles en llamas y mis párpados escapaban de esos soles aunque el viento caliente de aquel incendio los condenaba a derretirse como velas. Mis gritos sonaban cual explosión en la lejanía, en el más allá, y los pobres corazones destrozados se detenían a escucharlos con asombro porque eran la melodía del martirio y de la furia que por la brisa mareada volaba por kilómetros hasta convertirla en parte del aire, siendo el himno que sacudía las opacas campanas de la resignación. Una lágrima asomada ya no pude contener. La sensación de soledad mutilaba mi cordura y mi paciencia. En la ruina de la cárcel de mi infancia, los pecados de animales se proyectaban como pesadillas que azotaban mi delicado equilibrio con relámpagos de sangre. Del ojo del cazador nada podía esconderse. Cargué colinas de hierro sobre la superficie de mi espalda rota y hundida. Serpientes como cuchillos se fundían en mi vientre. La tarde era triste y en aquel pozo cerrado no se reflejaba la luz. La forma de mi corazón era la de una piedra rota que palpitaba débil el dolor. Ánimas, fantasmas y espíritus derribaban mi pecho y bebían mi sangre con odio; ellos me llamaban a luchar pero yo no respondía. Destruida y sin saber que hacer me quedé inmóvil en la punta de un trueno. En el abismo de mi ciénaga, barro cortante supuraban mis llagas. Comencé a extirparme los clavos que en mis costillas se enterraban como espinas. Los mechones de mi cabellera de mendiga anudaban pesadillas. Mis alas, arañadas por las uñas filosas de la tortura, no levantaban vuelo. Me desangraba de ira. Aquel encierro ruin me condenaba a esperar para seguir despertando; pero todo se hacía eterno porque ya nada acababa. Perdí mi territorio, mi isla, mi alba, mi aurora, mi duda, mi fe, mi presente, mis motivos, mis razones, mis palabras, mi hambre, mi orgullo, mi moral, mi firmeza, mis sueños, mi tiempo, mi paz. Pero todavía en mi se encontraba aquella muchacha guerrera que alguna vez fui, y decidí, entonces, combatir al maligno con lanzas, arcos y flechas, como india, hasta acechar al peligro que no era invencible. Y así, conquisté mi violenta bandera, disfracé al duelo de olvido y me alejé en silencio de aquel frío purgatorio. Como una vagabunda, pálida, ciega y desesperada, comencé a caminar por el fuego escapando del huracán negro de aquel puñal, antes de que el tormento me absorbiera, antes de que fuera demasiado tarde. No me verían arrodillada en la basura gris de su traicionera cacería. Pasé la línea divisoria entre las fuerzas del bien y del mal, necesitaba cambiar para sentirme viva; entonces dejé de cantar mi amargura y suspiros mudos apagaron mi sufrimiento. Soplaban vientos leves de norte a sur y los metálicos ladridos del cañón ya no se oían. Vacía pero viva, tranquila pero herida, sentía una contradicción entre censura y esperanzo de germinar nuevamente. El rencor mezquino se esfumaba muy lento en el intento desesperado de borrar mi pasado. Caía una lluvia de agua negra y en el medio de un ciclón bailaron las cenizas de aquel circo, de aquella ficción, de aquella locura. A mis pies pequeños, el desierto. El agua estallaba en mi frente quebrando mi razón. De repente se abrió una puerta; me viste con mi viejo vestido roto inmóvil en la lluvia. Mi silueta, mojada por la inmensidad de mi miseria. Tus brazos me llamaron y tu mirada de cielo disipó la neblina que habitaba dentro mío, porque todo se iluminaba con el parpadeo de tus ojos extensos que cayó como polvo de estrellas sobre mi pecho encantando mi alma en el asombro, porque había caminado buscándote y sin temor corrí a conocer ansiosa al ángel de mi refugio, al dueño de mi libertad, y encontré el universo entero en un hombre que me estaba dando la vida. ¿De dónde vienes?, ¿de dónde vengo?, ¿quién soy?, ¡Qué importa! Guiñando los dos ojos me entregaste una flor que se convirtió en un diamante como el tesoro perfecto de aquella aventura. Solos y cobardes, pasaron siglos entre nosotros y seguíamos ahí intactos. Tímidamente mis labios partidos navegaron a la humedad de tu boca de fruta, sentí tu sabor almibarado y crisantemos invadieron mis venas con el perfume de tu beso mojado. Entre a tu vida sin pensarlo: tu casa se convirtió en mi único amparo, en mi guarida, en mí adorado imperio y en mi clara y brillante gloria. El azul del atardecer se escondía en la almohada, y me diste la llave tormentosa de tu cuerpo de pólvora. Nuestras rojas raíces se encontraron en un vendaval de placer mientras yo recuperaba la vida, mi vida y comenzaba a tejer nuevos sueños con las cuerdas de mi seductora realidad. La distancia ya no existía. Tu piel llamó a mi piel a sentir bien cerca el aroma de tu cuerpo de cardo y clavel. Cara a cara, cuerpo a cuerpo nos reconocíamos. Beso a beso mi boca absorbía la saliva de tu lengua de alga, y mis labios con sal se convirtieron en ciruelos maduros de una boca ardiente pintada de rojo carmesí. Tus grandes ojos violáceos claros alumbraron con sus pálidos reflejos mis hondas horas de dolor. Mis estrellados, cansados y ciegos ojos pedían color, y esmeraldas cristalinas amanecieron de mis castigadas retinas. Desgarrándonos las ropas celebramos el exorcismo del recuerdo maldito. Nuestros pudores expulsaron morbo. En tus brazos, diminuta y desnuda, nueva e intacta, fui mujer, mar furioso, sol en llamas, y éxtasis bajo mi piel golpeó inquieto en las puertas de la necesidad y el deseo. Mi cintura, línea de luna, daba vueltas al son de la música de los grillos que arrancaba el rocío de aquella noche fría, y tus muslos se abrazaron a los míos con toda sensualidad. La guerra entre tus piernas encarnaba en mí convirtiéndome en un soldado más que sobreviviera para ya no volver a flotar en el vacío imperfecto y criminal de mis angustias y para poder disfrutar así de la inmensidad de aquella ceremonia astral. Entre mis caderas, una selva escondida en un hueco, como un nido enmarañado, palpitaba un corazón que ardía. Mis pechos se paseaban por tu pecho, porque mis pezones se convirtieron en burbujas transparentes explorando la pasión de tu tierra sedienta. Nuestros cuerpos se hicieron extensos, unidos en una sola gota de mercurio, sellados a fuego. Y robamos la luna, y vencimos inocentes las tinieblas, porque detuvimos a armados enemigos estando encarnados; fuimos uno. Nos besamos intensamente, gastándonos nuestra piel hasta mordernos los miembros y rompernos las entrañas. Resbalábamos sobre la blanca y sedosa sábana de tu lecho sediento y ardiente. Nos quemamos en una sola fiebre radiante, espléndida, sobre el humo de aquella fogata, sobre la primavera de árboles fibrosos, de praderas anaranjadas, de pétalos, racimos, brotes y enredaderas. Cuando puse las manos en tu pecho vibraron tus latidos extraños en mis garras. Del tajo de nuestros cráneos se despedían susurros y jadeos; yo miraba tus ojos cerrados y apretados por la satisfacción de aquel hermoso encuentro. El sudor de ambos torsos se mezclaba y tú bebías ese océano de mis costas. Fuimos juntos la misma agua. Nuestros cuerpos galoparon como caballos hacia las orillas de un mar tempestuoso que nos levantó en una ola florecida tan alto que temblamos a la luz de un rayo, y sin desenlazarnos descendimos a sumergirnos en el fondo del mar. Olor a esperma viajaba por la habitación como gaviotas poblando la playa de olor salado de agua de mar. Tus ojos satisfechos muy grandes se abrieron y arpas de arlequín sonaron cerca y lejos cuando mi sangre bendita y limpia de virgen manchaba hasta las ramas de los árboles; porque el mío era un cuerpo sin memoria que renació. De mis sentidos crecieron amapolas. Me cubrías con tus brazos como las hojas del otoño descansan sobre las piedras de la calle. El reloj que marca siempre los minutos ya no existía. Te dormiste inocente. Mis pasos y mi corazón de barco me condujeron a seguir dando vueltas, porque mi luna no siempre es la misma, y tu boca no fue mía, porque de nadie son los besos de los labios del mar. Me marché sin decir adiós porque no creo en las despedidas, porque irás dentro de mí. Trenes y veleros me escondieron, arrasé con montes y mareas, pero no se me despegaba tu imagen de mi mente. Tus duros pies de hueso arqueado anduvieron sobre agujas, sobre corales, sobre témpanos y pinos hasta que me encontraron. De los ríos sonaron cantos de una voz poeta. Todo fue tuyo, todo fue mío. Flor que abre, puñado de semillas en mi ombligo. Somos juntos oro rojo, fuimos y seremos al final, la mayor riqueza.

Texto agregado el 26-01-2005, y leído por 713 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
15-06-2005 Sí, tiembla la médula del inocente desprevenido... Sluch
21-02-2005 Sabías que tienes el don de hacer sentir en el cuerpo de otro lo que escribes? felicidades, muy buen trabajo, aunque con algunas pausas quedaría perfecto, porque a veces el texto se te viene encima y no puedes digerirlo MartinLezama
14-02-2005 Me gusto tu texto... muy bueno. peinpot
05-02-2005 Me has dejado con la boca abierta..MUY INTENSO! Wonne
28-01-2005 hermoso! nada mas que decir. saludos. potos
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