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A los 15 años se está de pie ante una cruz un arquetipo
del dolor
me arrodillo beso la punta de esos pies sangrantes
y deposito mi moneda en la alcancía
en esta mística de relatar cosas sucias estoy sola
y afiebrada

CARMEN OLLÉ





Ha encontrado una iglesia y se ha metido. Agitada aún, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, llega a la primera banca frente al púlpito y comienza a desgranar su rosario, oración tras oración. Un monaguillo solitario recoge el cáliz y el libro de misa provocando con sus movimientos un eco que es como una invitación a respetar el silencio que reina.

Reza bajito, no por discreción, puesto que no hay nada menos fuera de lugar que una oración en una iglesia, sino porque, más que sus ruegos sean escuchados necesita saber que está lejos de todo peligro. Dios te salve, María, llena eres de gracia, bendita eres entre todas las mujeres. Entre todas ellas le había tocado Erica, con sus dientes exhibicionistas y su bandeja de bombones los domingos al mediodía. La única prima entre tantos varones con quien compartía juegos y confidencias todos los domingos de reunión familiar. Las chicas ayúdenme, decía la tía Andrea con su proverbial machismo, y las dos acudían a decidir la disposición de los cubiertos mientras charlaban fruslerías interrumpidas de vez en cuando por la tía Andrea, que le pedía a Erica que pusiera la comida en la mesa. En esas pausas, Erica entraba y salía de la cocina con la ensaladera, al sopera y las fuentes; las cuales colocaba al centro de la mesa y, cuidando que su madre no la viera, tomaba uno de los bombones, lo mordía sonriendo orgullosamente y le lanzaba la otra mitad a su prima quien hacía malabares para evitar que el chocolate contactara el piso, por lo que a veces se enredaba con sus propias piernas y tropezaba provocando la risa de Erica, lo cual no le molestaba pues había salvado el bombón que luego masticaba sintiéndose clandestinamente bien.

Agacha la cabeza, se muerde los labios, mira su rosario, lo acerca a sus labios, lo besa intentando concentrarse en el misterio que viene a continuación. Cuántas tardes el tío Paco, el sacerdote de la familia, se había dedicado a enseñarles los misterios del rosario a ambas. Ella anotaba todas las indicaciones y enumeraba las cuentas de su rosario recién comprado para ver si estaban completas. Erica se limitaba a masticar chicle ante la impaciencia del tío Paco que se cansaba de repetirle que ya estaba harto de su poco interés en la catequesis y de verla perder el tiempo toda la semana como autómata frente a la computadora. La susodicha se limitaba a seguir masticando la goma y el tío Paco se limpiaba la frente empapada con su pañuelo a cuadros hasta que el plop-plop de los globitos producidos por su sobrina le hacían perder la paciencia y, luego de tirar el pañuelo se iba a buscar un vaso de agua mientras temía morirse de infarto. Erica seguía haciendo globitos que dejaban en el aire el aroma artificial de uva, se reía y miraba a su prima buscando su complicidad. Ella le respondía con otra sonrisa, tratando de mostrar los dientes tan impúdicamente como su prima, mientras intentaba que sus orejas calientes pasaran desapercibidas.

Padre nuestro que estás en los cielos. ¿Podría decirlo aquí? ¿Decirlo con todas sus letras sin la vergüenza que aquejaba al tío Paco las pocas veces que tuvo que tocar el tema? Ni siquiera hay un sacerdote en el confesionario, porque contárselo al tío Paco... Oprime más su rosario y sus susurros crecen más en intensidad, intentando no pensar en todo aquello que la vuelve tan vulnerable que hasta siente que el Cristo crucificado sobre el altar la mira con reproche. Ya no quiere volver a la casa de sus tíos, no por lo menos hasta que caiga la noche, bien entrada la noche, aunque tenga que ganarse un reproche de sus padres y, al regresar a casa, la manden a dormir sin cena, pero será igual, sentirá, bajo sus sábanas, el impulso que la rodea y ya no la deja en paz. O simplemente podría regresar, tomar la cena con los tíos, soportar la charla de las tías y las palabrotas de sus primos, recoger sus cosas y pasar por la puerta del baño controlando su respiración, tranquila, con el oído aguzado, no precipitada como la vez que la tía Andrea le dijo que debía apurarse porque ya iba a estaba lista la comida y, como de costumbre, la tarea de distribuir los cubiertos en la mesa estaba a cargo de Erica y ella. Estando el baño de visitas abarrotado de primos que se lavaban la cara y las manos luego de jugar fulbito en el jardín, tuvo que elegir ir al segundo piso, subiendo de dos en dos los escalones. Recién oyó la voz cantarina cuando abrió la puerta y se encontró frente a aquella silueta femenina tras la cortina azul transparente de la ducha, los huesos de las piernas se le pulverizaron y los músculos se hicieron desobedientes, no podía articular mentalmente pensamiento alguno. Erica corrió la cortina y asomó su húmedo torso y sus dientes impúdicos, sin siquiera preocuparse por la puerta que la otra había dejado abierta de par en par, sólo le pidió con toda naturalidad que le alcanzara la toalla. Ella cogió la toalla, se la entregó mirándola a los ojos y le dijo que el almuerzo estaba listo. Recobró entonces el poder sobre sus muslos y dio la vuelta para irse cuando volvió a oír la voz de Erica pidiéndole ayuda, esta vez para vestirse porque seguramente había que apurarse con la puesta de cubiertos, y ella le alcanzó la primera pieza como muestra de afirmación. Recordó alguna parábola ¿o fábula? que le había contado el tío Paco en su infancia, sobre el lobo que se disfrazaba con piel de cordero para confundirse en el rebaño. Se sintió un híbrido de ovejita con piel de gallina y el cuello sobreexpuesto mientras le alcanzaba a su prima las prendas y oía sus quejas sobre el pesado del tío Paco que era capaz de hacerles rezar un rosario entero antes del almuerzo. Y ante lo mucho que los ojos de Erica se encontraban con los suyos, decidió ponerle atención a cada arruguita de la ropa pensando que al menos durante el almuerzo sentiría su lanuda piel a salvo, pues estaría rodeada de pastores estúpidos que comentaban lo bien o mal que hablaba tal o cual político y el tipo de cosas que se tocaban en una conversación familiar: clima, chismes, la familia y los niños que cada vez estaban más grandes, haciéndose hombres y mujeres. Qué vieja me siento al ver a Eriquita, Andrea, cada vez que vengo a la casa la veo más crecidita, ya es toda una señorita. Sí, pues, Lucinda, mi Eriquita ya es una mujer hecha y derecha, sonríe la tía Andrea acariciando orgullosamente la cabeza de su retoña. ¿No, hijita? Erica, educadamente, termina de masticar el bocado, mira a su prima y agrega: No soy la única que ya es una señorita, mami. La aludida guarda absoluto silencio sintiéndose absolutamente identificada con el chocolate capturado en la bandeja por la mano diestra de Erica, quien es reprendida por la tía Andrea porque el postre sólo se come al final del almuerzo.

No sabe cuánto tiempo ha pasado ni cuántas avemarías va. El monaguillo desapareció hace rato y sólo está acompañada por la escultura del Cristo del corazón coronado de espinas. Dios te salve, María. Ni siquiera hay un sacerdote para confesarse. Sería inútil de todos modos pues la fuerza desconocida le impide cualquier palabra que no sea la de las oraciones. Ni siquiera hubiera podido negar el pecado de María como contraseña. Ese “algo” la rodea siempre, incluso cuando no está en casa de sus tíos, seis días a la semana. Pero hasta entonces aquello había quedado latente, olvidado en el sótano de la conciencia, como un dolor de espalda olvidado por la cotidianeidad. Sin embargo cada vez se había hecho más manifiesto y pérfido, hasta lograr alterar el orden de las cosas, pues esa insólita tarde el tío Paco les había ordenado encerrarse a estudiar, ya que pronto comenzarían los preparativos para la confirmación. Erica aceptó de mala gana, pues iba a perderse un programa de tv, y con un mohín de burla para el tío Paco, la tomó de la mano y ella se dejó conducir a la habitación para repasar el catecismo. Erica cerró la puerta y dejó la ventana abierta quejándose del calor que hacía, mientras la otra ordenaba sus libros sobre la mesa y pensaba que el sol de Chosica era suficiente para dejarse de melindres y vestir algo más ligero como lo hacía su prima. Se sentaron en la mesita de trabajo y abrieron libros y apuntes. Ella leía en silencio algunas notas que había tomado de un libro del tío Paco sobre la formación del infierno, se preguntaba si sería cierto lo de que el fuego eterno achicharraría las almas pecadoras, ¿sería fuego lo que había allí? Porque se suponía que el alma humana era inmaterial, entonces ¿cómo iba a quemarse algo inmaterial? Entonces lo que había en el infierno no era fuego material ¿qué clase de fuego entonces? Se lo iba a comentar a Erica, pero esta permanecía con la mirada en el vacío, la mejilla apoyada en el puño izquierdo, masticando chicle y dando golpecitos a la mesa con su lapicero. Sintió recién entonces el artificial aroma de uva que flotaba en al aire y ocupaba sus narices. Qué tal calor ¿no? Comentó Erica sin emoción, saliendo repentinamente de su ensimismamiento regresando seguramente de algún viaje astral u otro menos agradable. Su prima se estremeció pensando que tal vez era cierto aquello que decían la mayoría de los tíos: que Erica era un demonio. Sí, era cierto, sí que lo era seguramente, por eso se estremecía cuando le mostraba su ancha sonrisa, porque sólo algo diabólico podía hacer que se sintiera fuera de sí. Pucha, dijo Erica sacándola de sus temerosas reflexiones, estoy quemando, siente, le informó tomándole la mano. Ella sintió el calor de su mano, atrapada entre la de Erica y el trozo de vientre que el polo dejaba al descubierto. Las oleadas de calor empezaron a subir por su mano e incrementarse dentro de sí, a manera de las enormes columnas de fuego que había visto en la película del bombero valeroso, y como él se sintió atrapada entre las llamas, entre el calor intenso de un fuego invisible, pero se dejó envolver y arrastrar por aquella ola de hálito tibio, anheloso y dulzón; luego dos lenguas de fuego ramificadas se pasearon por su piel que, extrañamente, no se chamuscaba, su voluntad se perdió en el ritmo de la crepitación y el remolino de vapor que estallaba en su sangre. Su respiración y sus latidos se hicieron problemáticos a medida que el calor se revolvía en explosiones por toda la piel y finalmente la hacían convulsionar hasta que abrió los ojos y se encontró observando el techo, o quizás intentando mirar al cielo, tartamudeando una plegaria, reconoció bajo sus narices el artificial perfume de uva al tiempo que Erica la dejaba regresar a su silla, lamiéndose los dedos como si hubiese metido la mano en un panal, sonriéndole con mirada líquida como seguramente debía estar la suya. Notó que todavía temblaba y Erica, al verla tan alterada, cambió bruscamente su gesto, la miró con preocupación y se acercó a ella, quien terminaba de abotonarse el pantalón, para rodearla con los brazos. Pero ella, apenas sintió el dulce aroma, reaccionó echándose a correr dejando a su prima con los brazos extendidos. En adelante se sucedieron por segundos, entre la bruma de su confusión, las escaleras en imágenes de sube y baja, un retazo de la conversación de los tíos en la sala, dos palabrotas de los primos jugando al fulbito y el aroma del pasto recién cortado en que trabajaba el tío Pepe, que ni siquiera le prestó atención porque era comprensible que a esa edad su sobrina anduviese en tales trajines. Pero para ella nada era comprensible en ese momento, en su carrera sobre la acera, mientras dentro de su pecho galopaba un caballo sobre su esternón. Corrió sin saber a dónde se dirigía específicamente, sólo sabía que estaba huyendo, se sacó el rosario del bolsillo y lo estrechó entre sus dedos como si fuese la soga que la salvaría de caer en el abismo infernal sobre el cual se mantenía suspendida. Corrió hasta que divisó en el anaranjado atardecer la silueta de la pequeña torre de la iglesia y aceleró sacando fuerzas de quién sabía dónde, hasta encontrar la iglesia y entrar en ella. Ahora, con las rodillas comenzando a resentirse por la dura madera sobre la que están apoyadas, le da vueltas y vueltas al asunto, repasando hechos y sensaciones y piensa que quizás ha encontrado un fuego inmaterial que habita en ella, no quema y le da sentido a ciertos actos en apariencia condenables. Nota que ya no tiembla y que siente apenas un rescoldo de la agitación y del agradable calor. Una gota de sudor resbala de su sien y empapa su rosario. Lo observa un momento y comprende, por fin, que no llegó a ese lugar para pedir perdón sino para dar las gracias. Sonríe y se persigna dispuesta a terminar el rito, sintiendo aún el sabor a uva en su boca.

Abril 2003

Texto agregado el 21-01-2005, y leído por 159 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-07-2007 esta muy bueno tu escrito me gusto mucho, mis estrellas para ti. fheer
25-07-2006 Genial texto, Regis, llegué a él, gracias a Kareli. La combinación exacta de la descripción, narración y cambio de tiempos y espacios es lo más relevante en este relato. Mis felicitaciones !! IsamaR
10-06-2006 excelante escrito, desde el principio hasta el fin una historia fascinante... azuletereo
25-05-2006 Este texto es fenomenal regis, es uno de mis favoritos desde que lo leiste, lástima que pocos hayan pasado por acá y eso se debe a los textos cortos, estamos demasiado acostumbrados a ellos. igual es magnífico. KaReLI
 
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