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Doña Lucía era atea y liberal. Si lo primero ya era por sí peligroso en la España de la posguerra, lo último era simplemente inaceptable. Los recelos y enemistades crecían entre la clase pudiente ante "aquella roja descarada a quien Dios, en su infinita bondad, no acababa de fulminar con un rayo". Sin embargo, temerosa y envidiosa a un tiempo de su dinero, esta gente no demoraba nunca en invitarla a cualquier convite de importancia, practicando lo que burlonamente llamaba doña Lucía el juego del "mire usted qué bien".

–Buenas noches, doña Lucía, ¿qué tal lo está pasando?

–Encantadoramente, querida, estaba aquí entablando conversación con su empleada Sofía, que además de guapa es de lo más simpática.

–Mire usted qué bien que aún comenté ayer con mi esposo la suerte de tener una servidumbre tan limpia y cumplidora de sus obligaciones.

–Deliciosa velada, ¿verdad, señoras?

–Desde luego, señor obispo. Disertaba con mi querida invitada de honor lo difícil que es conseguir contar con un servicio decente en los tiempos que corren.

–Sin duda. Es que este pueblo español necesita mano dura, que se habían acostumbrado a la desidia republicana y así no hay manera de levantar un país. Menos mal que Franco está demostrando como hay que conducir a este rebaño tan descarriado. Con la ayuda de Nuestro Señor, sabrán ver el camino.

–Ay, mi Ilustrísima –terciaba doña Lucía–, y fíjese que si por un casual poco probable el Generalísimo tuviera un lapsus con nuestra Galicia que está tan apartada, yo intento contribuir humildemente a fomentar el buen hacer de la gente a mi cargo subiéndoles el sueldo cada año y subvencionando la educación en la escuela del pueblo para los hijos de quienes han tenido la mala suerte de perderlo todo en la guerra.

–Mire usted qué bien que mi esposo y yo ya tenemos hablado de este tema y estamos pensando la manera de socorrer a estos desdichados. No se creerá cuando le diga, por ejemplo, que la comida que vaya a sobrar de esta cena vamos a dársela al mayordomo para que la reparta entre los criados.

–Vaya, ¡qué amabilidad por su parte, doña Jacinta! ¿Verdad, Ilustrísima?

–Sí, mire usted qué bien...

Texto agregado el 05-11-2002, y leído por 444 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
06-11-2002 me dió verguenza ajena la respuesta de jacienta... me gustó tu cuento Giovanni
 
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