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Andar por las calles de mi ciudad con poca ropa suponía un esfuerzo sobrehumano, y lo digo de forma totalmente subjetiva pues, yo estaba allí, sin el confortable abrigo que empeñé el día anterior para acabar de pagar algunas deudas de juego que mi apreciado cuello tenía pendientes.

El día era gris y ventoso, terriblemente frío, recuerdo que cuando vi a aquel hombre de pié en la cornisa del octavo piso, lo primero que pensé fue que al menos él llevaba un buen abrigo y lo segundo que, si iba a saltar, bien podría prestármelo hasta que nos volviéramos a encontrar algún día en el infierno.

Me quedé de pié dudando por que si subía a pedírselo, volvería a llegar tarde al trabajo y otro día más, sin aparecer por la tienda de embutidos de Don Evaristo a las siete en punto de la mañana, bastaría para que me despediría sin contemplaciones.

De repente la genial idea apareció en mi mente como un relámpago:
–Intentar salvar a un pobre desesperado de una muerte segura, es digno de un héroe -me dije- y a los héroes no se les despide tan fácilmente.

Me imaginé ante los clientes, amontonándose en el mostrador para pedir morbosos detalles de cómo estuve a punto de conseguir que aquel tipo no se tirara, vi como aumentaban las ventas, como aquel miserable se veía obligado a triplicarme el sueldo y, sobretodo, me observé luciendo un flamante abrigo nuevo.
No sabía que terrible suceso lo había podido llevar a encaramarse sobre su muerte, pero para un pobre desgraciado como yo, aquello podría venirle caído del cielo. ¡Nunca mejor dicho!

Una de las dos puertas del octavo estaba entreabierta, parecía forzada, y en su interior no se oía nada. Al llegar a la sala principal todo estaba por los suelos, las cortinas se batían con el viento intentando escapar por el balcón mientras el frío de la calle envolvía ya la estancia, y lo hacía con ese rancio olor que solo el invierno sabe darle a la madera.

Fue el contraste de la sangre sobre el blanco de aquella señorial alfombra lo que hizo clavar mis ojos en el cuerpo de mujer que yacía degollado.

Por un momento, mi mente se quedó en blanco. Cierto es, que nunca la uso más de lo preciso para seguir tirando pero, me molestó que mi flaco intelecto me abandonara justamente en esa delicada situación.
De no ser por el terrible frío que agarrotaba ya mis orejas no hubiese sabido salir del asombro. Froté las manos contra mis oídos con fuerza para intentar recuperarlos, y abrazándome a mí mismo, entre temblores, me acerqué a la ventana para mirar. En ese preciso instante mi mente volvió a funcionar y, antes de sacar la cabeza, me dije:

- Va a ser todo mucho más complicado de lo que pensaba. ¿ Cómo voy a pedirle el abrigo a un loco arrepentido que acaba de matar a su propia esposa sin conseguir que pegue un salto al vacío con solo verme? -

A veces me sorprendía siendo muy perspicaz, y era en esos escasos momentos en los que aprovechaba el filón para solucionar los problemas sin analizarlos demasiado, solo guiándome por mi intuición.
Tenía claro que no podía asustarle, sería mucho mejor acercarse a él por la ventana que, imaginé, debía haber en la habitación contigua. Sin que me viera claro, y sujetarle del brazo para impedir que se suicidara antes de convencerle para darme el abrigo.

Entreabrí la puerta para mirar con cautela en su interior, y la clarividencia que acompañaba a mi cerebro hasta ese momento se desplomó contra el mentón.
Así, boquiabierto, y con los ojos desorbitados presencié la escena que solo un duende burlón podía haber preparado para mí en aquella habitación de matrimonio.
Tres mullidos abrigos de piel, perfectamente colocados, esperando ser elegidos por la mano de una dama, descansaban sobre la cama mirando hacia el techo como lo harían tres hermanas que, entre risas, recordaran sus primeros amores de infancia.
Maldecí mi suerte ante aquellos malditos abrigos de mujer que yo nunca podría usar, hasta tal punto, que me vi obligado a morder mis labios hasta que sangraran para no gritar.

Mi prudencia desesperó, y sin saber como, me sorprendí mirándome a los pies, que se apoyaban apenas, sobre la misma cornisa en la que estaba aquel abrigado suicida.
La palmas de mis manos se pegaban al paramento vertical, con la misma presión que ejercía mi espalda, intentando atravesar la fachada a golpe de empuje.
No podía ni articular palabra, solo me atrevía a mover los ojos mirando hacia los lados para no clavarlos en el atrayente vacío.

El viento me trajo su voz a ráfagas:

- ¿No has tenido bastante con matarla a ella? -dijo entre sollozos- ¿Qué es lo que quieres ahora de mí? Te dimos todo cuanto teníamos, ¿Pero qué clase de demonio eres tú…?

- Bueno yo…, no quisiera molestarle excesivamente… -le contesté intentando calmar mis nervios para darle un tono más convincente a la explicación-. Le ayudaré a saltar si lo prefiere, yo solo… solo vine a pedirle el abrigo…

Sin entender porqué, aquel hombre enloqueció y, justo antes de perder el equilibrio definitivamente, contestó dirigiendo sus ojos hacia mí:

- ¡Maldito seas! Te dejé los de mi mujer sobre la cama, junto con las joyas, antes de la mataras y me obligaras a salir aquí… ¿Y ahora? ¿Quieres mi abrigo? Pues tírate para cogerlo maldito loco, quizá en el infierno me lo puedas arrebatar…

Ahora, varias horas después estoy más tranquilo, el vértigo se está calmando y me siento a salvo.
Los policías tienden una cuerda de ventana a ventana para sacarme de aquí. Por lo que veo han venido muchos a socorrerme, espero que alguno de ellos no sepa negarle su abrigo a un héroe como yo, tanto esfuerzo no debería quedar en vano.




Shaitán.

Texto agregado el 16-01-2005, y leído por 231 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
04-04-2005 genial¡¡¡¡¡... un beso eloisa
13-03-2005 singular e ingenioso¡¡ ese eres tú¡¡¡ mis5* monilili
10-03-2005 Muy bueno shaitan, tienes un estilo muy peculiar...me gusta. Un saludo y mis *****estrellas para tí. Eulba
10-03-2005 aquí van mis estrellas, encantada sigo leyendote ondina
09-03-2005 Muy bueno, realmente. Que te alumbren mis estrellas. vaerjuma
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