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- La puta madre. Otra vez lo mismo.
Las madres, parece, siempre están para putear. A veces bien, con ganas de abofetear la rígida estructura pedagógica de la Enciclopedia Materna, o como fáciles rezongos de un pesado día de humedad; a veces mal, cuando la puteada es el corpus del metadiscurso, es decir, la metaintersubjetividad entre madre e hijo; y a veces por inercia, como cuando son madres primerizas, viven en un departamentito mediocre de Flores, no alcanza el sueldo más que para el vestido floreado y la permanente mensual en la peluquería, comprar un cassette de Silvio Rodríguez, y putear porque cuando llegan a casa y quieren tirarse un segundito en el sillón -después de planchar- y encender la televisión Phillips blanco y negro, terminan pisando los playmobiles que su adorable retoño dejó dispersos en el suelo luego de haber jugado y huido.
La casa está en orden. Mi casa para mí, todavía hijo único, parecía ser el mundo, o al menos, Argentina toda. De repente había llegado a una edad donde sólo me importaba jugar con los muñecos de moda, muñecos, que más allá de su origen primario, estaban hechos en Argentina. Industria Nacional. Hecho en La Rioja. Aunque no me importaba mucho. Creía, con otros conceptos -si es que los había- en la pluralidad y libertad que como novedad me regalaba esa casa democrática, cual institución, donde mis padres no me querían pegar, porque ya les habían pegaron demasiado, ni me prohibían ciertas cosas que ya les habían prohibido también demasiado, y no obstante no jugaban casi nunca conmigo porque los juegos son de nenes, y encima se preocupaban porque uno tiene siete años en 1988, y juega con playmobiles y legos y figuritas de Lucha Fuerte, y encima hablaba solo, divagaba con mis muñequitos, creaba historias, las narraba, y en voz alta, no vaya a ser cosa que, para incertidumbre de mi tío, pareciera un mero producto de mi más íntima y solitaria imaginación.
Y hay pecados de juventud. A veces salíamos de casa para ir a la Iglesia, y era como una salida habitual. Así como llevaba mis He-Man al cine Gran Rivadavia para ver Masters of the Universe, y no me querían comprar la última Billiken, excepto que fuese la de inicio de clases, que venía con setecientos treinta y cuatro regalos escolares, o la de alguna fecha patria con sus figuritas de San Martín, o Sarmiento, o los padres de la Patria; así iba a la Iglesia con mis Mazinger Z, y me arrodillaba, y Afrodita despedía sus tetas, y el mismísimo Mazinger expulsaba su pijita de plástico como una temprana arma de destrucción masiva, y le pegaba en la frente repleta de pliegues del cura, y veinticuatro avemarías y cincuenta y ocho padrenuestros. Y los pecados de juventud siempre tiene que ver con tetas y pijas, y culos, y la tapa de esa revista de chicas desnudas del kiosco de la esquina que, no sabía porqué, la miraba y me deban muchas ganas de mear.
Pero lo cierto es que hay cosas que no están, y no es una simple nostalgia de poco vuelo. En algún momento nos mudamos de casa, nos fuimos a tres cuadras de distancia, a una casa más grande, donde entrábamos todos, cada cual tenía su propia habitación, y todo desapareció. Hay una memoria que físicamente ya no estaba porque había juguetes que ya no existían. Vaya a saber uno cuándo elegí ciertos apodos, y formas de vestirme, y más pecados de juventud. Vaya a saber uno cuándo, diez años después, mi primita empezó a jugar con telefonitos celulares de juguete. Cuándo se fue la Década Sin Fama.

Texto agregado el 13-07-2003, y leído por 316 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-07-2003 no son nostalgias de poca monta, pero nostalgias al fin y al cabo, melancolías hechas surco si se quiere. Tomo los juguetes como un símbolo que ya no está, ni pertenece más aquí, los tiempos cambian blanquita
 
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