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Cuatro. Cuatro. Cuatro. Cuatro. Cuatro. El número se repite infinitamente en sus oídos como la campana que anuncia que las agujas de un reloj intentan avanzar pero terminan quedándose siempre en el mismo lugar. Tenía esa maldita costumbre piadosa de reprocharse mil y una vez los errores cometidos por la desprevenida ingenuidad de su distracción tan innata. Se culpaba por sus dedos de mantequita, por el estado deplorable de los trenes y los movimientos dantescos que realizaban sobre las vías mientras escaseaban las ventanas que de alguna manera debían servir de resguardo para tales accidentes, la prepotencia inexplicable de ciertos guardias, o la puta suerte que parece que nunca me acompaña. Generalmente, la amalgama de todas esas cuestiones más algunas otras que, en definitiva, pintaban de cuerpo entero una vida que escamoteaba cínicamente de los lujos del delirio y que lo llevaba de un lado al otro, en un claro abuso de circunstancias como aquella que estaba pasando; no solían preocuparlo demasiado. Era consciente de su realidad ajena a sofisticaciones pero de un tiempo a esta parte parecía retomar el dulce elixir de las formas ilógicas de ciertos trayectos, aunque sabía con alucinante falta de lucidez, que si había un culpable, era ella. Por eso mismo dejar caer eso, viejo, es imperdonable.

No sé porqué pasó todo lo que nos pasó en estas semanas pero, no sé cómo decírtelo, no me arrepiento de ciertas cosas. Desde que nos conocimos sabía que vos eras alguien distinto, especial sí, y por eso distinto. Y también sabíamos que algo estaba naciendo de esa relación que parecía tan ingenua. Es que cuando yo te hablaba y vos me mirabas ahí, tímido de meter siquiera una palabrita, con tu presencia estática y tus ojos movedizos que daban la impresión de que me estuvieses leyendo como si yo fuese nada más que un montón de palabras como estas, que se amontonan en un papel y te dicen cosas que, al no morirse nunca por estar encerradas bajo las fronteras de esta hoja, te aprisionan con la excusa de querer reerlo una vez más y jamás huir de su aislamiento. Pero yo no soy un texto, nunca lo fui. Yo no quiero ser una hojita que se puede doblar prolijamente de lado a lado y guardarse en un cajón, y visitar cada tanto. ¿Por qué te pensás que la otra vuelta te pedí que me quemes? ¿Acaso me conocés tan poco que de un día para el otro iba a volverme totalmente loca y hacerte un pedido tan descabellado que sólo lograría hacerte correr del miedo? No, te estaba pidiendo que hagas todo lo contrario a lo que siempre hiciste. Quería lastimarte, sí. Quería quemarte y que dejes de pensar que cuando tus ojos se apartan de mí, yo desaparezco y sólo quedan en tu memoria retazos agradables de mi presencia. No sé que va a pasar ahora, sinceramente te lo digo, pero antes de que me quemes, quería decirte algunas cosas. Dos pares de cosas. Cosas que hubiese preferido nunca tener que decirte. Y aunque te resulte una ironía (yo sé que no) la forma metódica en que te las digo, tal vez te ayude a comprender, nos ayude a comprender, lo que está ausente.

Cuatro-cuatro-cuatro-cuatro-cuatro-cuatro-cuatro-cuatro. A fin de cuentas y a grandes rasgos, todo había concluido. Su condición de hombre cabal le permitía reconocer que no había forma de retrotraer el tiempo, revivirlo y hacerle un amague sublime y perentorio a esa suerte que, otra vez, lo había abandonado a la intemperie en ese transporte público que dejaba pasar el frío que luego se colaría por los huecos de su blazer negro e irremediablemente anacrónico. Pero de alguna manera, quizás delirante, los recuerdos inmediatos, los jirones de una memoria frágil en la mente de un hombre, paradójicamente o no, disociado por momentos de la vida propiamente dicha, lo hacían pensar que podrían ayudarlo a culminar con ese número díscolo que jugueteaba en su cabeza. Pero el guardia insistía con ese boleto que no aparecía ni en su bolsillo ni en sus manos ni en el sempiterno diario de otro día que se relamía debajo de la axila y creaba sudorosas noticias nuevas sin motivo alguno. Cuatrocuatrocuatrocuatrocuatrocuatrocuat. Era un aquelarre de olvidos sin sentimientos que mezclaban todo como en la vidriera de un gran cambalache ausente de cualquier melodía taciturna y sensual a la vez, y de uniones sin fundamentos que permitían la desesperación del desencuentro: era la ausencia, la impostura, las dos cosas, la autoflagelación psíquica a través de la imagen imborrable del papel besando con violencia el anden y dejando escapar maliciosamente ese número que debía finalizar algo y ahora residía sin permiso en su cabeza, el mal momento que siempre se vive si se está en Buenos Aires en pleno verano y olvidándose de que, cada tanto, un hombre vestido en negro gastado, con sus facciones pulidas por el acero ferroviario y la ignominia del paisaje, podía hacerle recordar a uno que siempre falta algo y cada vez hay menos. Quién sabe, tal vez el boleto también se le había caído por la ventana pero ocurría que el hombre no iba a recular en su legalidad fuera de moda aunque el brilloso sudor en su frente, que se escondía bajo el sombrero desubicado en forma y contenido del resto de su uniforme, se pareciera tanto al suyo por más que proviniese de la intolerancia que produce el agotamiento y no del fracaso permanente que en algo se imitaban entre sí. Cuatrocuatrocuatrocuatrocuatrocuatro. Había tantos papeles y ninguno de ellos era alguno de todos los que necesitaba, y jamás había sucedido algo así en todos estos años que viajaba en tren, y sepa comprender que probablemente se me haya caído en la estación anterior, y si quiere yo me comprometo a abonarlo nuevamente aunque, seamos sinceros, ya haya llegado a la estación de Flores y aquí me bajo y no tengo muchas monedas, usted sabe como está el país, y la economía que está para atrás, y...
- No te hagas el vivo, la puta que lo parió

Uno. Si hago esto es porque te quiero, siempre te quise. Pero ya no sé, si esto se mantiene así, si voy a poder seguir queriéndote. No es una mentira, ni una palabra al azar que se deshace en el aire y se muere sin jamás pisar el suelo y luego flotar unos centímetros más arriba. Es en serio. Más allá de todo, nadie me fue tan sincero a la hora de mirarme y escucharme. Tan fiel para encontrar el significado de cada palabra que digo, y hasta de las risas y mis lloriqueos. Pero jamás quisiste verme más allá de la imagen que te entregaba involuntariamente cada vez que nos veíamos. O tal vez querías, qué sé yo, pero realmente se notaba que no podías. Que te era muy difícil salir vos mismo de esos límites que te imponías, y esto no lo sabías, eran límites que nos imponías.

Cuatro.
Cuatro.
Cuatro.
Cuatro.
Cuatro. Sabía que ya era en vano seguir con ese número que caía como una catarata sobre aquel cuerpo vapuleado por la derrota final, el desprecio, la humillación repleta de hipérboles. Sí, el barrio ya no era como antes. Nada parecía ser como antes, che. Ni los cirujas que se ríen, ni los que no lo hacen, ni el trayecto al Cementerio de Flores, ni ella que ya no estaba, ni él mismo. Excepto por ese nene jugando en la esquina con un cable suelto y esa puta en la otra, que también juega con las arrugas de sus setenta ya pasados y que quizás no era tan sólo un juego pero parecía enjugarse una lágrima, o el rimel corrido. Excepto por aquellos esbozos de realidad ya no había nadie en la calle para verlo sonreír con ternura recordando cuando ella, tan simple que parecía inalcanzable, le había dicho que cuando leyó los Karamazov comenzó a leer párrafo por párrafo cuando se acercaba al final, y leía dos hojas por noche, y cada vez lo hacía más lento porque le gustaba tanto que no quería terminarlo. Y él no lo entendía pero el día que se vio a sí mismo ojeándola de arriba abajo y de abajo arriba, lentamente, para que no se termine el tiempo, fue el día en que creyó haber comenzado a escribir en su piel, y en la otredad tan distantes, pequeñas frases de Dostoievski, y un poco de existencialismo, y otro poco de cincuenta años de historia, de la misma manera en que ella se reía y le tomaba el pelo cuando él hacía suponer que se reflejaba la historia del país en su imagen de pobre desgraciado arquetípico. Pero ahora iba descubriendo, si es que había sido su lector, su espectador o un mero actor inocuo cuando las circunstancias le gritaban que tenía que hacer algo, que nada había sido suficiente si ahora ella no estaba, si el número se asemejaba al castigo inexcusable de haberla dejado ir por las ventanas de un tren destartalado cuando la terrenal providencia le había permitido una última posibilidad.

Dos. Es que acaso nunca entendiste que te veía dejar pasar las horas con un incalculable tedio en tus pasos sin siquiera comprender que yo estaba a tu lado permanentemente como algo más que lo que vos te permitías tener. Y tal vez fue mi error el haberte hablado con palabras que no servían de nada, porque en el fondo te veía tan lejos mío que me pregunto acaso de qué sirve la libertad si esa distancia es correcta, si no podemos reírnos en un velorio, posar desnudos a la luz del sol, gritar con desparpajo entre los límites del silencio, pasarla bien con cosas mínimas y nuestras, trepar el camino y hacernos dueños de su asfalto, etc., etc., etc. Porque te amé sin que vos lo supieses y vos me amabas también aunque algo te cerraba y te iba dictando cosas que yo no quería escuchar. Porque eran palabras que no tenían valor si no me acariciabas. Porque quién me va a negar diciendo que nunca te besé, si la única mentira es jurar que nunca volveré a hacerlo.

Cuacutroatrocuacutracuatrocuoatrtrotrcoautrocurtatrotro. Y ya todo era exactamente lo mismo pero iba careciendo de algún sentido. En la oscuridad del sur, en su propia negrura indómita, ya no había ni siquiera letras para leer, ni una vida propia que liberar. Estaba ya muy cerca de su casa pero no quería entrar. Entre la antigua luz que se repartía timorata por su calle, y el mismo sentimiento de desprenderse de lo que había sido suyo; fue descubriendo que habían sido los ojos desvelados de ella los que habían soltado a ese fantasma gritón que ahora lo perseguía cuando menos lo necesitaba. Y se sentía incómodo por esa volátil figura que lo iba conduciendo a la locura, al no entender un carajo lo que estaba pasando, al estar perdiendo tiempo por hacer algo al servicio de nada. Pero también sentía cierta soberana dulzura ante aquel dolor que se iba haciendo carne en ese número, en ese recuerdo, en esa piel desgarrada por la posibilidad de una carta que se había escapado llevándose para siempre sus letras moribundas.
Entonces bajo aquel farol indiscreto que enriquecía el macabro aspecto de su estadía permanente; volvió a entrometerse en la tierra, y junto a las palabras de esos ojos que hablaban de un llanto tan cercano a la risa y aquellas manos como semillas que abonaban el barro que lo descubría por completo; desenterró su propia figura que era también el recuerdo de la incertidumbre por lo que vendrá. Ese hombre que no era nada, ya no podía esperar para ver algo que se moría si en el fondo tanto él como todos tenemos algo de misántropos, porque a través de su deslucida indiferencia se estaba aborreciendo a si mismo, a esa imagen que aparecía en el espejo del charco de la vereda, imagen de alguien que desconocía por completo, que veía todos los días y obligaba a refugiarse en cierta muerte para escapar de un cementerio desolado que llamamos misterio y temor, para que nuestras propias manos entierren ese cadáver disfrazado de una vida que se llama a silencio.

Tres. Y ahora no estoy haciendo otra cosa que dejándote y al mismo tiempo salir a buscarte como lo hago siempre (generalmente bajo la lluvia) y aunque creo que hoy tampoco estás acá, camino sólo por la idea de que puedas hacerme aparecer, construyéndome a través de tu fantasía. Y te derrumbes en la locura de atreverte a buscarme aunque pareciera que ya no hay lugar, que ya no tiene sentido. Y que ya no queda más tiempo. Sólo resta espacio para algo más. Sólo queda ese grito que está por venir.
Cuatro.

Texto agregado el 13-07-2003, y leído por 264 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
13-07-2003 Las imaginaciones colectivas como las imaginaciones subalternas siempre matan, pero matan en un intento desgarrado por entender que todo lo que escapa a los ojos de ostra, sólo permite una vida un poquito más magnánima. Ah, por favor, no me llamé de usté. Si bien no creo en Cronos, aún no tengo edad para ese rótulo que formaliza el decrépito respeto (Y prometo intentar concentrarme en los puntos aparte) pleimovil
13-07-2003 Que perfecta la epístola. Se cuela de maravillas en el relato. En una primera persona muy bien interpretada se le va la vida a este hombre. El tren como escenario le queda bien, una a una las estaciones dejan atrás el tiempo. Impecable factura como lo demás que he leído de usté. (adivine qué le escribiría aquí!). Las imaginaciones colectivas como toda imaginación superlativa, al final siempre matan blanquita
 
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