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Hace ya un tiempo que estoy en este hotel. Cuando la luz del sol me despierta, a eso de las siete, me levanto a buscar algo de comer en las despensas y siempre encuentro algo de tocino y fruta fresca. La mezcla no me agrada demasiado, así que luego de comer el tocino, dejo las frutas para después de las diez. Entre las siete y media y las ocho observo por una pequeña ventana pasar a la gente por la terraza o por la calle que queda un poco más hacia el este. En ambas diviso con frecuencia a hombres, mujeres y niños que caminan apurados en una y otra dirección. Imagino que todos deben estar apurados, porque han dejado su hotel y no saben qué hacer fuera de él. Yo al menos, no salgo de aquí. El hotel me parece demasiado cómodo como para arriesgarme a perderlo todo otra vez por un capricho aventurero. Mi territorio está delimitado y no pretendo ocupar un espacio mayor. La costumbre puede ser incluso más fuerte que mi enorme curiosidad.

A las nueve comienzo a recorrer los pasillos del hotel. El piso 25, donde vivo, está distribuido en dos pasillos paralelos y uno perpendicular que los conecta, formando una H. En el pasillo izquierdo, hacia la punta oeste se encuentra mi cubículo. Desde allí recorro primero todo el pasillo hasta el extremo opuesto, observando que los números de las puertas se encuentren en su lugar. Un niño muy antipático de la habitación 2521 suele intercambiarlos para que Julio, el jovencito del room service, pase horas buscando al sujeto que pidió helados, o champagne o una almohada nueva. Así que entre nueve y diez me dedico a reordenar la numeración.

Cuando termino, voy por la fruta y me siento cerca del ascensor a esperar que alguien suba con alguna noticia de los pisos inferiores. Lo que pase arriba no importa mucho, porque sólo hay tres pisos superiores. Salvo por una anciana enferma del 27 que a veces le pide a Irene, la mucama, que le envíe con el conserje hiervas o medicamentos, nada más me interesa saber del 26 hacia arriba. En cambio abajo... abajo pasa de todo. Un día Irene me contó que un tipo elegante y bonachón le había pedido que guardara absoluta discreción sobre la dama que lo acompañaba, porque, aunque no tenía nada que esconder, no le agradaba que supieran que no viajaba solo. Reímos largo rato al saber que esa dama era efectivamente su señora esposa, pero de tan fea apariencia que prefería llevarla siempre de incógnita. Un día, como hace dos semanas, supe que una francesa había llegado al hotel, al 14, y que cada mañana pedía que le cambiaran las sábanas porque tenían mal olor. O cuando un ministro llegó al 7 porque su esposa lo había corrido a la calle. Esa noticia creo que incluso salió en la portada de algún periódico o en el noticiero de la televisión.
Casi todos los días, cuando es mediodía me paro justo entre el pasillo derecho y el perpendicular, para alcanzar a ver la mayor cantidad de cosas que ocurren en el piso. Intento saludar a la jovencita del 2515, al militar grandote del 2503 y al caballero del 2522, que conozco más. Ellos llegaron casi juntos, hace seis meses más o menos, y son los que más tiempo se han alojado en este piso desde que recuerdo. Una vez, una señora y sus hijos se quedaron por cuatro meses en el 2520, pero les llegó una carta de lejos y al día siguiente se fueron todos vestidos de negro y caras tristes. No logré despedirme de ellos.

A las tres de la tarde, cuando Irene ya me ha dejado la comida y se ha marchado, me paro justo al otro lado, entre el pasillo izquierdo y el pasillo central, aunque es mucho menos interesante, porque de éste lado hay menos habitaciones, por las escaleras y el ascensor. Casi tres veces por semana, sale la señorita del 2530 a realizar las compras como a las cuatro y quince. Al volver, a eso de las cinco, me trae de regalo algún panecillo o una revista de cómic que leo por las noches antes de dormir.

Desde las seis en adelante no me queda mucho por hacer, así que me dedico a husmear entre las habitaciones vacías. Esto es lo que más me gusta hacer en el hotel. Hay varias piezas que no se ocupan hace un año, y las demás van rotando, de modo que siempre hay alguna habitación recientemente desocupada que no he visitado. De todos modos, si noto que no se va mucha gente, voy dejando una o dos habitaciones de reserva, para visitar en caso de urgencia o de extremo aburrimiento. Administro relativamente bien este asunto, y hasta ahora sólo ha habido tres días en los que no he tenido ninguna habitación que visitar, porque están ocupadas o porque ya las he visto desde que la dejaron sus últimos moradores.

Me llama la atención la cantidad de objetos que se pueden dejar olvidados en una sola pieza. Incluso cuando no están por más de dos días, las personas son capaces de olvidar hasta seis objetos, repartidos, generalmente, entre el baño y el dormitorio, pero algunas veces dejan cosas en la terraza o en la cocina o en la sala de estar. Recuerdo que una vez encontré un lápiz labial, una corbata, un reloj, un par de pendientes y un zapato viejo en el mismo lugar; y más tarde unos medicamentos que le entregué e Irene, para la anciana del 27; además hallé una bolsita cuadrada y dorada con un globo pegajoso en su interior, que no sé lo que es y una peineta con pocos dientes en la habitación 2525. En realidad he encontrado de todo, hasta una pistola con balas en un buró que estaba todavía caliente cuando llegó la policía.

Todo eso, todo lo que encuentro, lo voy guardando en una cajita que me regaló Irene hace un año y medio, y son mis tesoros que voy a vender cuando sea grande para tener dinero y comprarme todas las habitaciones para mi solito. Si Irene quiere, la dejo que escoja una y que se venga a vivir bien cerca de mí, para verla antes de que se vaya a dormir y justo después de que se levante. Nunca la he visto en esos momentos y suelo soñar que la encuentro en el pasillo central con un pijama rosa invitándome a dormir a su lado, para acariciarme el pelo y jalarme las orejas como hace cada lunes que sube desde el 3 a verme como a las 8 de la noche.

Yo no entiendo cómo se le pueden olvidar las cosas a la gente. Son tan bonitos los sombreros, los cepillos dentales, los jabones, los calcetines que no sé por qué no vuelven a buscar nada. Yo siempre espero que alguien llegue a reclamar algo, porque se lo devolvería de inmediato, aunque me dé pena, pero yo sé que robar es malo, Irene me lo dijo una vez cuando supo que husmeaba por las piezas. Pero como le dije que sólo eran cosas pequeñas y que nadie las pedía nunca, no se enojó y me regaló la cajita si le entregaba las balas de la pistola.

Yo nunca voy a perder nada, no dejaré que ningún tesoro se quede sobre un sillón o escondido bajo el armario. Para eso tendré mi cajita. Pero si un día algo se me pierde, y no lo puedo ir a buscar, esperaré que alguien bueno lo encuentre y lo cuide, como yo, porque yo sí sé lo triste que es estar perdido y que aún no me hayan encontrado o reclamado.

Texto agregado el 11-01-2005, y leído por 263 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
26-07-2007 muy de emar. bueno, bueno betelgueuse
18-10-2005 ...(sigo) a uno de los primeros cuentos de ciencia ficción que leí en mi vida, hace ya muuuchos pero que muchos años, sus autores eran unos hermanos rusos, que escribieron también "Picnic extraterrestre". Eh...como sea, ché, me encantó tu cuento. Le van las 5* torovoc
18-10-2005 Hey...qué bueno que me pareció este cuento. Tan extraño...a principio me recordó torovoc
12-02-2005 ay..., me sorprendió, excelente Francisco. Qué bonito narrador. Muyy bueno!!!! carolala
09-02-2005 que bueno está, y no sólo yo lo digo sino también mi primo que está al lado mío. Bien! petropula
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