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De la colección Semana Negra.

Caminaba presuroso a su trabajo, Phill cuando escuchó una voz retumbante que decía: -Hoy es tu día de suerte. Al voltearse, vio a un anciano que lo contemplaba con dulzura, apuntándolo con su brazo sarmentoso. –Otro loco- pensó para sí y redobló su paso. Se le vino a la mente todo ese verdadero ejército de predicadores que se repartían por las calles agorando mil y una cosas. Cuando faltaban escasas dos cuadras para llegar al metro, se fijó en un maletín que estaba semioculto en un montón de escombros. Temeroso, se quedó paralogizado un momento. -Bien pudiera ser una bomba y hasta aquí no más llegamos- pensó en voz alta. Acercó su oído al maletín pero no escuchó ese tic tac característico que es la fanfarria previa de la destrucción. Recordó lo que le había dicho el anciano y por supuesto, también se le vinieron a la mente todas esas deudas que se acumulaban en su agenda. –Me arriesgo-dijo y sin mayor dilación, extrajo el maletín desde los escombros y lo apretó contra su pecho. La curiosidad era inaguantable, tanto que ingresó a un bar, pidió un café y se dirigió de inmediato al baño. Se introdujo en una cabina y apretando sus dientes, accionó la cerradura. El maletín se abrió de inmediato y aparecieron ante sus ojos alucinados una enorme cantidad de fajos de dinero. Eran billetes nuevos, legítimos, una suma que bien podía bordear los treinta mil dólares. No supo si reír o llorar, la emoción era demasiada. De pronto sintió que alguien remecía la puerta de la cabina. Su corazón pegó un brinco. ¿Quién es?-preguntó algo atragantado. –Soy quien hace el aseo acá, señor. No lo ví entrar y pensé que esto estaba desocupado. Además pregunté dos veces antes y como no respondió…
-No se preocupe, salgo de inmediato- contestó Phill más tranquilizado.

Mientras revisaba su libreta de direcciones, sorbió confiadamente su taza de café, necesitaba beber esa bebida vigorizante para despejar su mente algo obnubilada por la emoción. Un grito de dolor le hizo soltar la taza, la cual se estrelló en el piso de baldosas, haciéndose añicos. Sintió la mano del empleado sobre su hombro. –Señor, señor, yo le advertí que había cambiado su café por uno más caliente. ¿Está bien usted? Phill, molesto, pero sin ánimo de hacer escándalo, pagó el importe y salió presuroso de aquel lugar.

Un automóvil negro paró en seco enfrente de él. Un tipo con cara de pocos amigos, gritó:
-¡Agarrenlo! De inmediato se abrieron las puertas del vehículo y Phill alcanzó a ver una pistola en manos del que parecía dirigir la acción. Espantado, apretando el maletín contra su pecho, cruzó la calle y esquivando a los coches con la agilidad que le imprimía el miedo, pronto llegó a la otra acera, desde donde contempló a cuatro tipos que también hacían esfuerzos por cruzar. Esto lo aprovechó para correr desesperadamente, dobló por una callejuela y se introdujo en una tienda de artículos chinos. Una simpática señora, lo saludó con extremada cortesía pero él, cruzó raudo el local, se introdujo en una habitación, saltó por una ventana y allí para suerte suya, había una escalerilla que conducía a un segundo piso. Sin titubear y por supuesto, sin soltar el maletín, trepó con agilidad felina por ese artificio hasta llegar a una puerta que se encontraba entrecerrada. Ingresó a la oscura habitación sin tomar ninguna precaución, lo que necesitaba en ese momento eran puertas, ventanas, cualquier orificio que le permitiera seguir adelante y poner distancia entre él y sus perseguidores.

No concurrió a su trabajo aquel día. Desde un teléfono público avisó que se sentía muy mal por lo que acudiría al doctor. Claro, el doctor era una excusa pero no lo era ese golpe vitamínico que esparcido en su cama parecía prometerle todas las alegrías frustradas. Eran treinta y cinco mil dólares, dinero suficiente para cambiar todas sus perspectivas. Atontado aún por tanta emoción vivida, se tendió en su lecho para acariciar esos gordos fajos, símbolos de poder, pasaporte a una estabilidad tantas veces deseada. De pronto, la sensatez introdujo sus molestas narices en todo ese asunto y le preguntó con su voz monótona: -¿A quien crees que le haya pertenecido todo ese dinero? ¿O el viejo de la voz retumbante tenía razón con aquello de su día de suerte y para probarlo, había puesto ese maletín a su alcance? No, demasiado de película, la vida no es así. Se quedó dormido profundamente. Cuando despertó, aún estaban sobre su cama esos misteriosos fajos de dinero. Se levantó, puso su cabeza bajo el chorro de agua fresca y luego se dirigió al living para ver las noticias. Relajado frente al aparato de TV, escuchó a los cotidianos lectores de tragedias y novedades, voces bien timbradas que daban a conocer la noticia de un horrendo crimen con la misma inflexión con que anunciaban la boda del gran astro del básquetbol con la bailarina de Puerto Rico.

De pronto, desde el estridente aparato escuchó esto: “Cuatro maleantes asaltaron el Banco Internacional y luego de asesinar al cajero y a un guardia, huyeron con la importante suma de treinta y cinco mil dólares. Los hechores, delincuentes de alta peligrosidad, son buscados intensamente por la policía.” Su corazón pegó un tremendo brinco dentro del pecho. ¡Tenía en sus manos el producto de un robo que había ocasionado dos víctimas! Se sintió cómplice de este delito, el portaba ese dinero ensangrentado que no le pertenecía, si era ese su regalo de buena suerte, prefería entregarlo ya que no quería disfrutar de una alegría a tan alto costo.

Reintegrado el dinero en el maletín, lo envolvió con una bolsa de plástico y se dispuso a dirigirse a la jefatura de policía. Ya se aprestaba a salir cuando el teléfono hizo estallar sus oídos. Riiiiiiiiiiinnnnnnnnnnnnnnnggggggg. Tomó el aparato. Una voz ronca preguntó: “¿Phil Evans?” –Si- respondió mecánicamente. –“Ahhh. Gracias”. Y el tipo cortó de inmediato. ¡Quien podría haber sido? Quizás sería preferible llamar a la policía para que lo escoltasen a las oficinas. Buscó su libreta de direcciones en los bolsillos. No la encontró. Recién entonces reparó que no la había dejado olvidada sobre el mesón del bar. Los tipos lo habían visto salir de aquel lugar. Seguramente regresaron para preguntarle al mesero si lo conocía. Habrían visto su libreta y…de ser así ¡Estaba en sus manos! ¡Claro! El que llamó debe haber sido uno de ellos. Ahora, confirmado el domicilio, se dirigirían en esos precisos momentos al lugar para acribillarlo a balazos y rescatar el ahora siniestro botín. Sudando a mares, intentó escapar mientras fuese posible. Estaba ya en el umbral cuando vio dibujarse una sombra en la fisura de luz bajo la puerta. Aterrado, una vez más recurrió al expediente de huir por la ventana, su departamento estaba en el cuarto piso por lo que era impensable saltar a la calle. Por lo tanto, con el maletín en su mano derecha, salió sigilosamente, cerrando la ventana con cuidado.

Saltó al balcón vecino y desde este al siguiente. Parapetado contra el muro, pudo contemplar con el alma en un hilo que los individuos habían ingresado a su departamento y que ahora asomados en su balcón miraban a todos lados. El que parecía jefe, le indicó a uno de ellos que examinara los balcones vecinos. Era demasiado, sus esfínteres comenzaron a aflojarse, el individuo se aproximaba. Fue en ese preciso momento que una mano firme se posó sobre su hombro y lo impulsó dentro de la habitación.

Repuesto del pánico contempló el rostro de quien lo había salvado de las garras de la muerte. Era el anciano de los ojos dulces que lo miraba con una especie de compasión. Le acercó un vaso de agua tan fresca que se la bebió de un sorbo.
-¿Quién es usted?- le preguntó Phill. El anciano sonrió y peinándose con sus dedos deformes su larga y blanca cabellera, le contestó que era el encargado de notificar a los mortales sobre su próximo destino.
-¡Pero usted me dijo que este era mi día de suerte y mire por todas las que he pasado!- le reclamó Phill.
El anciano lanzó una ronca carcajada y luego le dijo: -Muerte muchacho, muerte. Te anuncié con esta misma voz que escuchas ahora, que hoy era el día de tu muerte. Todo lo que sucedió después yo ya sabía que ocurriría. Encontrarías ese maletín y loco de codicia harías lo imposible por retenerlo. Te perseguirían y te acosarían y el instante de tu muerte se produciría precisamente aquí-apuntó con su largo dedo su propio balcón. –Después… bueno, eso no puedo revelártelo dado que no moriste.
Phill miraba al anciano con su boca abierta. Claro, indudablemente que adolecía de una sordera incipiente que le hacía cometer todo tipo de barbaridades.
-¿Y que fue lo que me salvó?- preguntó con la incredulidad pintada en su rostro.
-Un simple detalle. Cuando supiste que había víctimas, ya no quisiste el dinero, incluso lo ibas a entregar.
-Y aún pienso hacerlo- dijo Phill con resolución.
El anciano volvió a lanzar una carcajada. –Percátate que aún está en el maletín entonces- le dijo, mirándolo con sus dulces ojos, ahora simpáticamente achinados por la risa.
Phill abrió el maletín y grande fue su sorpresa al encontrarlo completamente vacío.
-¿Es usted un mago o que?
-O que- le contestó el anciano y le entrecerró un ojo. –Todo lo que haces en esta vida está apoyado en objetos y propiedades, asuntos absolutamente prescindibles por supuesto. Desde donde vengo, podemos contemplarlos a ustedes, a los seres humanos, moviéndose en el vacío, nada los parapeta. Los objetos que se desean y se atesoran, son simples recursos mentales que se materializan. Quienes logran desprenderse de este estigma son los ermitaños, los mendigos y los locos. Y ellos son los privilegiados más tarde cuando se les libera de este tránsito terrenal.
-Ah- exclamó Phill, sin comprender nada de nada. Lo único que le preocupaba era que aún estaba en peligro. Los tipos que le perseguían no se creerían ese cuento y…
-No te angusties. Todo terminó ya. El viejo se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Con los ojos desorbitados, Phill pudo ver que el tipo que lo andaba buscando lo veía, lanzaba un grito de sorpresa y se abalanzaba sobre él. El intentó alcanzar la puerta, justo cuando el tipo comenzó a diluirse. Primero fueron sus brazos, luego su tórax, más tarde su cabeza y finalmente sus pies. Horrorizado, Phill retrocedió y quedó pegado a la pared.
-Recuerda muchacho que ya no tienes nada que temer. Puedes continuar con tu rutina normal. Ah, conserva por supuesto esos valores. En algún momento te pueden salvar la vida- el viejo volvió a entrecerrarle uno de sus ojos.
No se preocupe ust… Antes que terminara la frase, se sintió atrapado en una especie de torbellino, todo se borró a su alrededor, fue como si alguien lo hubiese subido a un carrusel que giraba vertiginosamente, eso duró algunos segundos, después…

Caminaba presuroso a su trabajo, Phill cuando escuchó una voz retumbante que decía: -Hoy es tu día de… Afinó su oído para escuchar bien la última palabra…








Texto agregado el 06-01-2005, y leído por 270 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-01-2005 Si, es tu día de estrellas. Muy buen cuento, buen final, suspenso, palabras acertadas. Un abrazo. neus_de_juan
 
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