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Estaba emocionado. Por fin volvería a ver la ciudad que me vio nacer. Me habían dicho que ha llegado un nuevo alcalde al servicio municipal, que ha contribuido a la mejora de la ciudad en todos los aspectos. Me paro a pensar en cómo era antes de marcharme a Argentina para trabajar. La recuerdo con un hermoso parque lleno de árboles y jardines, y con gente encantadora que te saludaba aunque nunca hubieras hablado con ella.
El avión aterrizó. Cogí mis maletas y llamé a un taxi. Desde la ventanilla veía el paisaje de mi tierra; las verdes encinas vigilaban la autovía desde lo alto del monte majestuosamente, los toros pastaban ingenuos a su futuro tan desagradable, nada había cambiado. El conductor me preguntó si era de fuera al ver lo ensimismado que estaba viendo a través de la ventanilla. Yo contesté que no, pero por mi acento argentino, que había adoptado después de cuatro años, y la cara de niño viendo una caja de colores que seguramente se me puso, me pareció que no me creyó.
Faltaba poco para llegar. Me pregunté si seguiría habiendo drogadictos a punto de morir por una sobredosis tirados por mi calle o en el parque con las jeringuillas a un lado, o pidiéndote dinero con una navaja en la mano temblando como si tuviesen parkinson. Pero mi pregunta pronto tuvo repuesta. El lugar favorito de los "drogatas", en el que se juntaban todos, era precisamente el portal de mi casa. Ya no había cajas de cartón tiradas por el suelo ni bolsitas de plástico, donde guardaban las pastillas, en su lugar estaba un imponente macetero de piedra con plantas de plástico. Pero si el macetero había costado mucho o poco, o si eran de verdad o no las plantas daba igual, lo importante era que el aspecto, no sólo del edificio sino del barrio, había cambiado. Porque ahora no tendríamos que quedarnos en casa cada vez que lloviera y nos hiciese falta alguna cosa que pudiéramos comprar en la tienda de abajo, por no tener que pasar entre la aglomeración de drogadictos que "habitaban" el portal. Ni tendríamos que cruzar de acera cuando viéramos a uno apoyado en una pared (que era constantemente).
Subí a mi casa y observé que no tenían tanto polvo los muebles como pensaba. Me apetecía un cigarrillo, sería el primero en mi hogar. No encontré la cajetilla así que decidí bajar a la tienda para comprarlos y de paso el periódico y unas cajas de leche.
Habían puesto un letrero de colores y una puerta más amplia. Me sorprendí al ver el rostro del dependiente, se parecía mucho a aquel muchacho que me robó 5.000 pesetas a punta de navaja. Él también parecía asombrado, y, alegremente, me dijo un ¡hola! que era de esos que te dicen los amigos cuando hace mucho tiempo que no te ven. Yo le respondí con otro ¡hola! muy alegre pero que escondía la duda. El muchacho me dijo que gracias al dinero que me robó pudo entrar en un centro de toxicómanos y que ya estaba totalmente rehabilitado. En el fondo me alegré de que mis 1.000 duros hayan servido de algo mejor que unas cuantas de pastillas. Me prometió que cuando tenga suficiente me las devolverá, pero yo, como persona honesta que soy, rechacé la propuesta inmediatamente. Y pensé, que era buen momento para dejar de fumar.

Texto agregado el 09-07-2003, y leído por 3714 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-07-2003 Que bueno esto cielo!!! Que bueno! Un beso y un abrazo hache
 
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