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Función de circo:

El hombre ve la foto carné y siente deseos de salir corriendo. Ella es, de algún modo, su sombra; también su redención. Siente cómo cada uno de sus músculos llora, sangra y pugna por una huida sin límites. Pero se queda. Toma la foto con una mano, la sostiene, la mira, la desea; y la guarda.

La sala está llena, pese a faltar todavía una hora para comenzar. El hombre está desnudo, solo, en un camarín vacío. La gente va y viene.
-Vamos a ver qué pasa- dice en voz alta, hablándose a sí mismo.
Comienza por pasarse por la frente (donde infinitas arrugas lo muestran sufriendo) un líquido amarillento, que al hacer contacto estira la piel, dándole aparente elasticidad. Si sólo miraran la frente, verían a un hombre despreocupado.
Toma una pequeña botellita verde con un líquido transparente. Se echa un poco sobre la palma derecha, frota las manos, y con las manos ya bañadas de ese líquido oleoso comienza a recorrer su rostro, empezando desde el cuello, la quijada, las mejillas, la nariz, la frente, las sienes, las orejas, de nuevo el cuello. La piel llena de cicatrices toma un color uniforme, lleno de luz y de color.
Deja a un lado el frasquito y busca en su bolsillo derecho (siempre en el derecho) un pomito rojo del que sale una pasta roja. Apenas una montañita sobre el labio inferior, y la pasta empieza a recorrer la boca del hombre. Segundos después, los labios otrora resecos y partidos se muestran aparentemente sanos y frescos; listos para cualquier trampa del destino.
Mientras guarda el pomito rojo un haz de temor cruza sus ojos. Su rostro se mantiene imperturbable, aparentemente feliz, casi tenso. Pero sus ojos toman un aspecto vidrioso. Saca del último cajón de la izquierda un lápiz azul.
-Odio esta parte- alcanza a decir sin comprender sus palabras, mientras examina la punta del lápiz. Aprieta los dientes y hunde el lápiz en su ojo derecho. Saca el lápiz que chorrea sangre, y lo hunde sin dudar en su ojo izquierdo. Un gemido de dolor se escapa. Revuelve apenas el lápiz, y lo saca. Le gustaría poder llorar, pero sólo sale sangre. Pestañea un par de veces, como si se encontrara con la luz después de un largo período de absoluta oscuridad. Abre los ojos y se mira al espejo. El color azul ha reemplazado al verde, y las comisuras de los ojos apuntan levemente más hacia arriba. Está listo.
Guarda el lápiz en el mismo cajón, y observa su rostro en el espejo. No se reconoce, pero sabe que es él quien desde el frío lo observa. Mira su cuerpo, y lo ve cubierto de ropas extrañas, que no reconoce, que no le gustan. Los zapatos le incomodan, el calzoncillo le aprieta.
Da un pequeño saltito, y entra a escena.

La sala estalla en un alarido de sorpresa, sucedido por un gesto de unánime complicidad. Ha comenzado el juego.
El hombre sube a la torre ubicada en el centro de la sala. Mira hacia abajo y reconoce que el vértigo es por la subida y no por la caída. Decide terminar con toda la farsa. Intenta vomitar, y lo único que consigue es sonreír. Cien metros abajo, el público espera impaciente. El hombre no soporta más ese peso sobre su garganta, y se arroja al vacío. Pero el juego ya ha comenzado.
Mientras cae siente un atisbo de alivio, que desaparece en el momento en que unas manos lo toman de las muñecas y lo desplazan por el aire. Recién entonces descubre a los dos trapecistas que hacen malabares con él, a más de cincuenta metros de altura. Se deja llevar: son las reglas del juego. Ya aburrido del juego se da cuenta de que después de haber sido lanzado, nadie lo atrapa. Siente como si se le hubiera caído el cielo sobre la cabeza, y descubre que ha caído de cabeza al suelo. Se levanta, sintiendo cada una de las partes de su cuerpo. El público estalla en aplausos y él, pese a haber perdido todas sus fuerzas, se agacha a modo de saludo.
Mientras se agacha descubre en la platea un rostro que le recuerda a algo. Al levantarse un payaso le da un tortazo en la cara, que es limpiada con el chorro de un sifón enorme, en manos de un payaso con una margarita en el sombrero. Pero ya no importa que nada tenga sentido. Esa cara es importante. Recuerda un cuadradito de papel con fondo azul. Y en seguida ve a la mujer.
Disimuladamente sale de escena mientras dos payasos con sendas tristezas dibujadas en sus rostros dan con una vara enorme en el lomo a un elefante que recibe como recompensa un maní.
Llega al camarín y se mira al espejo. Frente lisa, pómulos rosados, unos labios firmes, y ojos azules... pero en los ojos hay algo extraño. Un brillo.
Y no se ha dado cuenta de que la mujer que viera en la sala se ha ubicado exactamente detrás suyo. Sin saber por qué, el hombre golpea su propio rostro. La bofetada cruza su mejilla, y el dolor no llega. Todavía resuenan en su cabeza los ecos de aplausos y risas. Una mano sobre su hombro le llama la atención, pero no lo asusta. Ve a la mujer y nota que sus ojos son marrones, y caen en suave agonía. Recuerda que esa mirada alguna vez pareció severa, y entiende. Una lágrima cae de esos ojos marrones, pero es interceptada en su lento descenso por un beso de labios rojos y tensos que al tocar la lágrima se vuelven opacos y resquebrajados. La abraza, y estando ambas mejillas juntas, las lágrimas pasan de una a otra piel sin sentir diferencias. Pero con esto consiguen convertir la piel en un manto de cicatrices. El hombre le besa el cuello, y ella aprovecha para besarle con sus labios resecos la frente, que se convierte en mil arrugas.
Como obedeciendo a una orden secreta, ambos miran al suelo y descubren que todo el maquillaje se ha mezclado dentro de los límites de dos dimensiones. Sólo entonces se dan cuenta de su desnudez. Ambos están desnudos desde siempre, aunque no recuerdan desde cuándo. Y se descubren hermosos. Se acuestan sobre el suelo, y se besan. En ese beso la pasión no es el fuego que todo lo devora, sino el aroma de una fruta jugosa en verano. El beso dura horas, sin modificar siquiera la posición de los labios. El único movimiento es el posicionamiento de ella sobre él. Los ecos de los aplausos y las risas ya no se escuchan; y las luces se han ido. Se separan al mismo tiempo, mirándose a los ojos. Dos lágrimas caen desde los ojos de ella, y van a dar en los ojos del hombre. En medio de la oscuridad, el hombre empieza a llorar boca arriba (y sólo entonces recuerda que él la ha visto a ella llorar así), y las lágrimas son espesas. Llora durante veinte minutos. Cuando levanta la cabeza las luces están prendidas. Se mira al espejo y constata que sus ojos son verdes. ¿Cómo podrían ser de otra manera? Lo único que lo extraña es el sentirse tan solo, como si le faltara alguien o algo; y una amorfa mancha celeste en el piso. Busca un trapo y la limpia.

La sala está llena, pese a faltar todavía una hora para comenzar. El hombre está desnudo, solo, en un camarín vacío. La gente va y viene.
-Vamos a ver qué pasa- dice en voz alta, hablándose a sí mismo. Y comienza a maquillarse para una función que ha repetido infinitas veces, sin siquiera recordarlo.

Texto agregado el 28-12-2004, y leído por 470 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-12-2004 el dolor, las laceraciones... aca hay nueces y no ruido... bittersweet
 
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