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Hay pocas cosas de las que uno puede estar seguro en esta vida. Y una de ellas es que ninguno de nosotros es inmortal. Tarde ó temprano, quizás hoy, quizás mañana, tal vez dentro de noventa años, pero al final la Muerte encuentra el camino que la lleva a nosotros.

Pero en esta buena tierra hay muchos seres que quieren ignorar esa inevitable verdad. Entre ellos se encontraban dos gigantes, imponentes, altivos y orgullosos, que se erigían vanidosamente sobre la ciudad que gobernaban. Suyo era todo lo que su vista alcanzara: un vasto reino de riqueza y prosperidad, en apariencia, pero vacío en su interior, en su corazón.

Sus habitantes, tan vacíos como su ciudad, también compartían la soberbia de sus guardianes. Nada había que nadara, reptara ó volara que pudiera atentar contra su aparente seguridad.
No obstante, antes de caer igualmente nosotros en ese error, hay que destacar el hecho de que nada dura para siempre.

Parecía una mañana como cualquier otra en el reino más próspero de la comarca. Sus habitantes sin alma, como robots ajustaban sus articulaciones y engranes para comenzar su monótona labor del nunca acabar. Sin embargo, el Cielo, que había estado pendiente todo ese tiempo de la soberbia que imperaba en aquellos parajes, tenía otros planes. Había esperado pacientemente, planeado y calculado hasta el más ínfimo detalle para llevar a cabo sus propósitos. Así pues, aguardó al primer rayo del alba, esperando a que los titanes bajaran su guardia. Y cómo el que busca encuentra, Él también vio su oportunidad cuando una de las dos torres se desperezaba, un tanto agobiada de permanecer en vela de pie por toda una eternidad.

Cuando menos se lo esperó, una certera columna de fuego incandescente le había atravesado el pecho, hiriéndolo de gravedad. Con humo saliendo de su cavidad todavía, incapaz de seguir en pie, apoyó una rodilla en el piso, jadeando en agonía mientras pedía ayuda a su compañero; éste fue presto a auxiliarle, pero en ese momento una segunda ráfaga, mucho más certera y estrepitosa que la anterior, le dio justo en la cabeza, haciéndosela añicos en un santiamén. Muerto, se derrumbó sobre su compañero, el cual, al no soportar ya tanto peso, cayó de bruces sobre la tierra, para después exhalar su último aliento, entre la polvareda que su caída había levantado.

Aterrorizados por el fuego del cielo, sus esclavos (que por cierto, gran cantidad de ellos habían quedado aplastados bajo sus señores) se liberaban de sus ataduras y corrían sin dirección, cómo ovejas sin pastor, sólo huyendo.

La noticia pronto cruzó los límites de la frontera, y se extendió por todo el mundo conocido. Así que, mientras algunos lloraban de desesperación, otros gritaban de júbilo, pues en su maldad aquellos monstruos habían lastimado a muchísima gente en el mundo.

Aunque muchos sabían que era un fugaz momento de celebración, pues aquella tierra era muy fértil para los gigantes y tiranos. Pronto, otros ocuparían el lugar que los occisos, que seguían quemándose en el suelo llevando la peste de carne quemada a todos los rincones del planeta, habían dejado.

Sin embargo, el Cielo había hablado, y todo escucharon su voz. Existe cierto sincronismo en el Universo, una balanza que pesa todo lo existente, y que siempre está ó tiene que estar equilibrada. Así que cuando alguien comete una injusticia, la balanza se inclina hacia un lado, pero no tarda mucho para que esa fuerza en la Creación volviera a equilibrar la balanza.

Así que, ¿quién puede estera seguro que su vida es eterna?

Nos encontramos en esta vida de paso, y siempre, siempre todos tendremos que abandonarla. Incluso los gigantes, cómo se ha visto.

Cómo decía Sabines: “La muerte no separa, es la vida la que nos aparta, nos aleja, nos golpea”.

Texto agregado el 21-12-2004, y leído por 161 visitantes. (1 voto)


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