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El regalo más grande que un hombre puede recibir es vivir honestamente, vivir en libertad y amar. Hay algunos que aman sus pertenencias, otros aman los placeres, otros se aman a si mismos como me tocó ver ayer, otros han amado todo lo que la imaginación humana ha podido concebir en sus años de historia, desde objetos nobles por los que se da la vida, hasta las cosas más aborrecibles y miserables.
Pero me quiero detener en el amor y decir que es definitivamente para lo que el hombre fue concebido. Nadie puede decir "yo odio todo" porque tarde o temprano encontrará un amor, que, aunque pequeño es amor al fin y al cabo.
Yo conocí a una niña una vez que era prima de una amiga. Fue a ver una película a la casa de su prima y yo también había sido invitado y la vi solo unos instantes. No recuerdo como era porque mis ojos estaban cegados por el destino.
Años después, en vacaciones me encontré en la playa con esta vieja amiga que andaba con su prima que seria como siempre no me saludó, y yo, tímido a reventar como siempre tampoco me atreví a dirigirle una mirada amable, una sonrisa, o un saludo porque, lo repito, no soy muy bueno en esas cosas de las relaciones humanas. En fin. Mi amiga, a la cual no veía por años, me invitó a su casa y me invitó el día siguiente a la playa con su familia. Pero ocurrió algo sorprendente, mis ojos como por cosa de magia no se fijaron más en el paisaje muy acogedor de aquellas latitudes ni en los viejos amigos ni en los amigos que podría conocer. Sólo una cosa inundó mi tarde de verano, la niña que conocí aquella noche fría en la casa de mi amiga. Sus ojos eran verdaderas estrellas que brillaban y absorvian mi alma con cada mirarme a la luz del ocaso, aunque tampoco me miraba mucho. Su cuerpo era como moldeado por un artesano divino. Su piel, aunque cobriza en esos instantes, era porcelana que hubiese querido el mejor de los alfareros, siempre callada, siempre tan inmutable que me inspiraba un poco de temor, no miedo, sino ese temor que se siente al viajar a tierras lejanas, esa expectación que cosquillea en lo profundo del ser, el sabor de lo desconocido, de la aventura el sentir el peligro.
Ella toda era una joya en la orilla del mar, que el mar como si me la hubiera entregado para que la cuidase toda mi vida, o la entregara si yo no fuese digno de ella. Sin darnos cuenta, después de bañarnos en ese gélido mar austral que no deja estar mucho tiempo disfrutando de sus vaivenes, nos pusimos a conversar de lo típico: familia, estudios y trivialidades que la gente común como yo trata de hablar a personas fuera de lo común como era ella. Llegado un momento solos nos quedamos a la orilla de ese océano, ella y yo, ignorantes del océano que nos deparaba el destino de dichas y alegrías.
Al caer la tarde fuimos a su casa, que era como la de esas familias grandes en donde todos se reúnen en torno a una matriarca, que en el caso de mi familia era mi abuela materna, y que cuando murió ya ninguna fiesta fue lo mismo y cada hijo, nieto o primo se fue separando poco a poco del resto de sus parientes, para formar la propia. El caso es que mi amiga tenía que hacer no se qué cosa y me dejó al cuidado de la más linda, acogedora, agradable y tierna de las criaturas que he conocido. Mariela se llamaba y nunca voy a olvidar su nombre, porque es el más dulce, el que significa todo para este pobre inmerecedor de tan gran regalo. Hasta ese momento todo en mi vida parecía que encajaba. La familia, el trabajo, los estudios, los amigos, la vida entera, nada alteraba la tranquilidad de la vida común.
Después, al volver a Santiago, todo volvió a ser lo mismo, y pienso que para ella también volvió a ser la rutina de siempre, el ir y venir monótono y agitado, incluso algunas veces, apagado y plomizo de la gran ciudad. Pero el destino, gobernante de las vidas de los hombres nos deparaba otra gran sorpresa, horizontes desconocidos y sin fronteras, una verdadera historia, la más fantástica de las que recuerdo y que tendré memoria... porque esa niña que un día vi en la playa como caída del cielo, comenzó a convertirse en lo más preciado de mi vida. Por ella daría mi vida y cuidaré de la de ella como un perro fiel a los pies de su amo. Porque como nada hacía presagiar este desenlace, así también llegó el amor a nuestras vidas, como un gran terremoto que todos esperan pero no se puede anticipar. Y este sacudimiento del alma derrumbó ideas y cambió el paisaje de mi cruel existencia. Lo transformó en el mejor de los jardines, porque en el ahora está toda la alegría que el hombre puede querer, ahí vive el amor y vive a sus anchas disfrutando de los manantiales de ternura y cariño que ella derrama sobre este corazón que por fin ve el fin de su existencia: quererla para siempre, amarla y cuidarla como se cuida a la más tierna flor del jardín de los hombres.

Texto agregado el 03-07-2003, y leído por 193 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-08-2003 Parece el reencuentro de dos "Almas Gemelas"... Nusk
03-07-2003 Deberias escribir más cosas... MariMcBeal
 
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