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La moral de Almunia.
(13-XII-1999)
Está soñando con una situación pública: Los micrófonos le rodean, casi parecen una proyección de sí mismo, invaden su sueño de líder de masas y le invitan a merecerse. Es entonces cuando le asalta una reminiscencia de viejas lecturas en manuales que hablaban de ciertos valores, de ciertos problemas, de ciertas personas. Allí donde habita el olvido surge la que podríamos llamar la imaginería Pseudo-Montesquieu: moral, política y derecho son tres mónadas aisladas (¿Estará pensando en una armonía González preestablecida?).
Otros sueños, desde luego no los de Almunia, hablan de modelos de sociedad donde la frágil libertad de los ciudadanos precisa de una separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial (cuentan que tal y como ese dichoso Montesquieu la encontró en la Inglaterra de su tiempo, allá por la 1ª mitad del s. XVIII). Pero como buen dirigente peseoísta (¿Alguien podría proponer otra definición no meramente tautológica y cargada con alguna ideología de carácter social?), en los espacios oníricos de nuestro personaje no se hace posible la discriminación efectiva y no meramente formal entre legislativo y ejecutivo, y el juego de la simulaciones apenas si puede camuflar la bochornosa dependencia del poder judicial respecto de el-los uno-dos anterior-es. ¡Vaya lío, con lo fácil que es!: Las máscaras (Rousseau) de tanto carnaval monetario (Marx) en el escenario (Lledó, medios de comunicación) de los falsos títeres manipulados y manipuladores (Platón y su caverna).
Y es que hay sueños que son pesadillas públicas. Aunque, de tanto vernos soñados en ellos, acabamos por asumirlos como nuestra propia imaginería, como un familiar horizonte que nos habitúa a la contemplación de la niebla descorazonadora que todo lo envuelve y confunde. La pública corrupción política es compatible con los privados juicios morales y, por supuesto, nada tiene que ver con sentencia judicial alguna. Eticidad, moralidad y legalidad se aislan en un pantanoso archipiélago que en su brumosa pegajosidad, a la vez que nos confunden, nos desarman con la contundencia que inviste a todo aquello que nos hace reconocernos como impotentes. Y perdemos nuestra autonomía y con ella la más hermosa de todas las convicciones: la creencia en que merece la pena seguir contribuyendo con nuestro viaje al de los demás (con nuestro verso al poema de la humanidad) como si todavía tuviera un importante sentido liberador seguir representando nuestros papeles en el frágil escenario de un mundo civilmente poblado de proyectos de autorrealización socialmente narrados con historias en las que reconocemos con firmeza preferencias de libertad, justicia, solidaridad, autonomía y diálogo.
Y entre tanto, esta hipócrita construcción de una sociedad que valora todo lo humano (y por lo tanto todo lo valorable) con la medida de la posesión y en el campo semántico del “tener” y no de la autorrealización o del “ser” (Fromm), nos pide a los educadores que la presentemos envuelta en las máscaras de virtudes y valores cívicos como la solidaridad, la responsabilidad, la honradez... La educación en temas transversales como una manera de vertebrar la estructura social de una cultura democrática tan compleja como la que conforma el ámbito de lo que denominamos mundo occidental, es una apuesta a favor de la educación entendida como un proceso de transformación de lo social orientada a hacer cotidiano un horizonte de juegos del lenguaje en los que la impunidad de los crueles (incluyendo a ex-jefes de Estado) no es una jugada deseable ni que estemos dispuestos a consentir.
Somos frágiles, pero podemos construir nuestra fortaleza y para ello también y principalmente contamos con el lenguaje, porque en el uso cotidiano de una lengua fluyen nuestros parámetros de acción. Actuamos tal y como interpretamos el mundo, y si bien no podemos dejar de ser las contradicciones, las incoherencias y las paradojas que realizamos, incluso este llamado a veces ámbito de irracionalidad sigue configurado en nuestro universo simbólico de sentido. Por eso
Decía Camus que le resultaba especialmente interesante ejercitarse en valorar los fines por los medios (Weber, responsabilidad y convicción; racionalidad medios-fines). ¿Acaso podemos entender aquí una invitación a no tolerar jamás la tortura, la malversación de fondos públicos, la no asunción de las propias responsabilidades, la reincidente mentira ante la opinión pública, ..., para salvar a los buenos, de los malos, a lo deseable de lo indeseable...? ¿Se conformarían los pseudopragmáticos con una invitación a no perder las formas no tolerando la apariencia de estos crímenes...? ¿Nos conformaremos los pragmáticos con las declaraciones de alguien que pretende ser un líder sin vergüenza...? ¿Es posible rechazar la tortura de Lasa y Zabala “total y rotundamente” y a la vez no sentirse avergonzado del gobierno, del cuerpo legislativo bajo cuyo ejercicio de poder acontecieron y de todo aquel que no quiso saber o que, conociendo los hechos, los justifica o simplemente acepta sin más...? En su novela La insoportable levedad del ser, Kundera acusa a los comunistas soviéticos que no se “arrancan los ojos” al hacerse más que evidentemente públicas las purgas de Stalin, como lo hizo Edipo cuando supo que había matado a su padre y se había acostado con su madre Yocasta. ¿Habra leído Almunia al escritor checo?
Érase una vez una X buena, a la que maltrataban todas sus víctimas. Había también una cúpula de Interior hermosa, algunos jueces malos y unos ministros honrados.
¿Qué hacer con tan vergonzosa ausencia de vergüenza (pública?)?

Texto agregado el 09-12-2004, y leído por 149 visitantes. (0 votos)


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