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Mateo entró por la puerta norte, dispuesto como nunca a un nuevo comienzo, convencido de que por fin su tiempo llegó, de que era hora de demostrar su valía. Se imaginó a su familia emocionada, orgullosa, y no pudo evitar el orgullo propio. El edificio es bonito, aunque nada ostentoso. Se ve más grande de lo que en verdad es, quizás por el hecho de albergar una facultad de derecho, lo cual le crea cierta mística, con una halo religioso que provoca veneración y respeto y un sentimiento de entrar en algo sagrado, en un recinto donde no solo se siente la presencia de Dios, sino que el mismo Dios la dirige con sus consabidas contradicciones y arbitrariedades. Para Mateo, por tanto, estudiar Derecho era como estudiar los misterios de Dios, abrazar una religión, o una doctrina, quizás un dogma, abrazar incluso el ateismo más puro, para descifrar un ser sobrenatural, misterioso e inaccesible.
La puerta norte es angosta. No es la puerta principal. Conduce de inmediato a un pasillo y el pasillo a un pequeño patio interior. Allí se encuentra un hombre muy mayor fumando tres cigarrillos a la misma vez. El anciano lo mira de reojo. Mateo le extiende una carta que recién recibió y en la cual le informan su aceptación como estudiante de nuevo ingreso. Un sueño hecho realidad cuyo valor toma mayor importancia cuando consideramos que fue su tercer intento y que le costó diez años para lograrlo, tiempo durante el cual se dedicó a ejercer su primera profesión de contador público en una agencia de gobierno. La carta estaba protegida con cuidado en un cartapacio azul, identificada con nombre y fecha y con un número serial. Al anciano esto le estuvo gracioso y pedante a la vez, pero ignoró el hecho y se limitó a señalar con la mirada y un leve gesto de la cabeza hacia el segundo piso, hacia una puerta entreabierta rodeada de cundiamores marchitos y helechos gigantes entristecidos. Mateo se encaminó por el pasillo hasta una escalera en el fondo para subir al segundo piso. Notó que el pequeño patio parecía un pequeño bosque tropical, con abundancia de helechos, orquídeas, flores exóticas y otros arbustos que no reconocía, además de mucha, pero mucha humedad.
Subió las escaleras con lentitud y ceremonia, fijando su mirada en cada detalle: la pared, los pasamanos, el color de la pintura, la textura de la superficie. Los escalones le parecían muy pequeños, como hechos para niños. Le dio la impresión de que tardó el doble del tiempo en llegar al segundo piso. Ya en el segundo piso se encontró de frente un largo pasillo blanco, con el piso de concreto pulido, la pared de la izquierda se perdía en el horizonte y a la derecha no había nada, que seguro es un balcón al patio interior. Del fondo emanaba una luz brillante en que apenas se distinguía una frase escrita en un letrero colgando no se sabe de dónde. Intentó leerlo pero se le hizo imposible, sintió un dolor en la vista y mientras más intentó leer el letrero, más elusivo se hacía. Sintió un esfuerzo mental avasallador que debió abandonar de inmediato. Se encaminó a su derecha, hacia la puerta que el viejo le había señalado.
Al alcanzar la puerta entró sin pensarlo, todavía sentía dolor en los ojos. La semipenumbra de la habitación lo calmó un poco. La habitación era una pequeña oficina pintada de verde, con un escritorio en el medio y una silla. Sobre el escritorio había un ordenador cuya pantalla iluminaba con suavidad la silla. Las paredes estaban desnudas, salvo por una fotografía enmarcada en la que una mujer madura sonreía junto a dos jóvenes que debían ser sus hijos, o por lo menos, así lo pensó Mateo. Todo estaba húmedo y no había nadie. Se sintió confuso por un momento, no sabía qué iba a hacer en aquella habitación, u oficina o lo que sea. Pensó que el anciano lo engañó, que se burló de él a propósito, sin razón alguna, por una morbosa diversión de ver a alguien pasar trabajos innecesarios, verlo desesperar, incluso verlo herido en sus sentimientos. Su mente empezó a divagar imaginándose una escena: él baja donde el viejo y le reclama por la broma, el viejo le responde, le habla por primera vez, y lo insulta, él se aleja, demostrando respeto al viejo, pero el viejo se abalanza sobre él, sacando un cuchillo de su chaqueta, forcejean, él le quita la cuchilla, lo apuñala, el viejo muere, la policía llega, lo acusan de asesinato, él le expone la verdad al juez, el juez no le cree, como no lo hizo el policía ni el fiscal, no hubo testigos, el asesinato es claro, con intención, premeditación y alevosía, lo condenan y vive el resto de su vida odiando al sistema, odiando al viejo y a todos, tanto como a su miserable existencia.
Un sonido agudo del ordenador lo despierta de su divagación. Se da cuenta que exageraba, que la ansiedad que sintió de pronto era imaginaria, por lo que se prestó a examinar por sí mismo el ordenador. Se sentó ante la pantalla del monitor, que estaba en blanco, y casi por instinto tocó una tecla del tablero. Sale en la pantalla el nombre de él: Mateo Salgado Alemán, estudiante 154537347. Programa de clases para el primer año de estudios: La verdad 101, Aula 13. Mateo no comprendió, tocó otras teclas del tablero pero siempre se repitió el mensaje. El ordenador ni siquiera tenía botón de encendido-apagado. Supo que nada más lograría allí, por lo que salió caminando ligero, todavía confuso, pero decidido en ir y confrontar al viejo que lo envió allí.
Pero el viejo ya no estaba. La Facultad parecía desierta. El patio interior semejaba más una selva, llena de neblina y humedad, con un calor sofocante e insoportable, que la pequeña plaza de reposo que pretendía ser. Mateo decide buscar el Aula 13, el cual encuentra, sin mucha dificultad, dado que, como dijimos, el edificio era pequeño. Tras la puerta, encuentra un salón abrazado por completo por la oscuridad. Inmediato tras la puerta, una escalera que baja, el fondo no se ve. Mateo baja sin detenerse a considerar nada, sin pensar que podía ser una trampa, o conducir a una cloaca llena de alimañas o, peor aún, conducir a ningún lado. No sabe a ciencia cierta cuánto bajó. Fueron, sin duda, varios niveles, adentro de la tierra, hacia el centro. Perdió la noción del tiempo y la distancia, solo supo que se alejaba cada vez más de la superficie, en una oscuridad absoluta, hacia un destino incierto. El miedo comenzó a aflorar con timidez por el temor a no poder regresar, a enajenarse o volverse loco. Cómo surgió ese sentimiento no se lo explicaba. Era extraño, instintivo, como si fuera consecuencia natural de entrar en el Aula tal como el instinto sexual asoma en la pubertad.
Después de bajar por mucho rato, palpando el borde de cada escalón con las canillas para evitar caerse, se ve una tenue luz que crece según se acerca, lo cual le ayuda a adaptar su vista hasta poder apreciar sin dificultad el aposento al cual llega. La penumbra es pesada entre el anaranjado de la luz trunca e incierta. La habitación es amplia, de paredes amarillentas y desgastadas atravesadas de caminos de grietas y humedad. El piso parece de tierra, pero es tan incierto como la luz. Al fondo, en la parte contraria a donde se halla Mateo, hay dos puertas, una en cada esquina, que de seguro conducen a otros aposentos, pero que desde donde él está solo se ven en penumbras. En el medio hay una silla de patas de porcelana muy largas y en la silla, sentado sobre el nivel de la cabeza de Mateo, un hombre desnudo de mediana edad que no dejaba de rascarse la nuca por una pulga que le picaba sin piedad, en cuya frente está escrita con cenizas una inscripción: El Sabio.
Mateo, luego de calcular el largo de las patas, dos metros, y del resto de la silla, un metro adicional, y de apreciar el marfil de los brazos, la madera de ausubo con la cual está construida, labrada con motivos mitológicos y las telas de seda blanca con líneas rojas y doradas de los cojines, habla a El Sabio, preguntando si esa es la clase de La Verdad 101. El Sabio le contesta con un escueto sí, sin dejarlo de mirar de reojo, y permanece en silencio. Para Mateo la situación comenzaba a ser incómoda. Era el único estudiante. No sabía si preguntar o seguir esperando a que el Sabio comenzara la clase, o llegaran otros. Dado que no había asientos debió permanecer de pie. Pasó un buen tiempo en silencio, hasta que el Sabio volvió a hablar.
- La única, la verdadera y natural verdad, es aquella que trasciende los tiempos y sobrelleva todas las pruebas, la que busca todos los sabios del mundo, y los alquimistas y astrónomos, y los reyes y capitanes, y los sacerdotes, magos y prestidigitadores. Aquella por la cual se ha derramado tanta sangre como lágrimas, pero ha eludido toda razón y principio, toda filosofía, todo dogma y toda explicación material y divina.
Mateo sintió ganas de vomitar, no sabía si por el estupor que la causa la humedad de la habitación o por las palabras de El Sabio, pero se contuvo.
-¿Cuál verdad?- Preguntó con la ingenuidad de un niño preguntando por qué un ratón tiene a un perro de mascota.
El Sabio extendió su mano y mostró a Mateo una inscripción en la pared del fondo, entremedio de las dos puertas. Mateo se acercó a la pared bordeando la silla del Sabio y leyó: “Lo más cercano a la verdad es la libertad”. Mateo se acercó a la puerta de la derecha. Se asomó con cuidado y encontró que daba a un pasillo muy corto y una vez sus ojos se acostumbraron a la penumbra, pudo leer otra inscripción en la pared del fondo del pequeño pasillo: “La verdad es lo que dice el Sabio.” Mateo sintió cierto recelo que le afectó su respiración por breve plazo. Se encaminó a la puerta de la derecha. Ésta también daba a un pequeño y corto pasillo, con la diferencia que no tenía piso, sino un abismo sin fondo. En la pared al final del pasillo, leyó otra inscripción: “La libertad es escoger la verdad que dice el Sabio.” Esta vez el recelo se convirtió en duda primero, luego en indignación. Volvió frente al sabio pero no logró articular palabra. Su corazón palpitaba desbocado mientras su propia respiración lo ahogaba.
El Sabio no dejaba de rascarse la nuca por la pulga que lo importunaba, picándolo como si tocara su conciencia.
-Escoge una puerta- Le dijo, sin dejar de rascarse.
Mateo no sabía que hacer. Las inscripciones de El Sabio lo dejaron petrificado, sentía como si un bisturí largo y fino, invisible, intentara hacerle una lobotomía, allí, improvisada y de fragante obscenidad. Un vaho comenzaba a apoderarse de él, mientras la imagen de El Sabio, sentado en la alta silla y rascándose con desespero la nuca, se hacía difusa y lejana, confundiéndose entre la acuosa penumbra de la habitación, penosa imitación de un aula supuesta a hacer los hombres y mujeres libres por la educación.
Mateo comprendió rápido que iba entregando el alma, sintió que se perdía, que ese vaho, ese cansancio espontáneo y ligero, era la muerte misma, el camino al infierno, la miseria encarnada y descargada sobre quien calla. No quería morir, de ninguna manera, y menos sin el sentido de la muerte, lo cual es peor, sin duda, a la muerte sin sentido. Hizo un esfuerzo sobrehumano, miró a El Sabio directo a los ojos, adivinándolos en la oscuridad y gritó: ¡NO! El Sabio lo miró con más rabia que asombro. El Sabio no puede demostrar que le molesta la disidencia, debe parecer sensato. Sin embargo, no se contuvo e intentó escupir a Mateo, con una sonora y acuosa escupida que atravesó el aula como una bala, estallando en la pared de atrás de Mateo, a varios metros de donde Mateo estaba. El sonoro estallido hizo reflexionar al Sabio, supo de inmediato que no era la manera, pues mal juzgarían a un sabio que no aduce razones, sino la fuerza. El problema es que si Mateo no acepta su verdad, no aceptará sus razones, que al fin de cuentas para él es lo mismo.
-Mateo, hijo, me parece que en estos momentos no estas capacitado para entender la verdad, pero no he de insistir contigo.
El Sabio toma un espejo de mano y se mira mientras frota sus cabellos. Mateo solo calla y espera.
-Mateo, no te asustes, permanezca tranquilo tu corazón, pues soy justo, me gusta escuchar, te protegeré y serás mi amigo. Diré a todos la verdad sobre ti, mi verdad por supuesto, la única y genuina verdad, esta por la cual no solo soy sabio, sino que soy El Sabio, y ellos te ayudarán a entender, ellos serán tu luz y mis ojos, recrearán contigo la divina complacencia de poseer la verdad del espíritu.
-No creo que seas tan sabio como pretendes. Dijo Mateo, intentando recobrar su fuerza.
El Sabio se indignó, nunca habían cuestionado su autoridad de sabio. Mateo parece un caso difícil. Esto lo irritó, su rostro se puso rojo como un tomate, las manos le temblaron, sus ojos parecían resistir una explosión producto de una tensión generalizada, apretaba los labios e intentaba disimular su irritación, aunque era evidente, tan evidente como que estaba deseando ver morir, o mejor, desaparecer, a Mateo.
En eso aparecen tres doctores por una de las puertas del fondo de la habitación. Uno de ellos trae un Informe, en el cual concluye que Mateo se equivocó. A Mateo no le sorprendió. Ya nada le sorprendía. Acto seguido, dos de los doctores trepan por el espaldar de la mesa hasta alcanzar la nuca de El Sabio y sin preámbulo alguno intentan sacarle la pulga que lo viene molestando. El otro doctor se mantiene de pies, dudoso sobre lo que acontecía. El Sabio estaba complacido, acariciaba las cabezas de los doctores, quienes compartían entre sí caricias y sonrisas.
-Mateo, hijo, debes comprender que la verdad no es una finca privada que te pertenece. Mateo sintió asco, comenzó a correr el recinto buscando una salida. La oscuridad y la penumbra lo abrumaban y cada vez le faltaba más el aire. De tanto correr asfixiado cayó al piso y se desmayó.
Aparece en un sueño: todo se veía a media luz como en una antigua película de guerra. Era precisamente donde se encontraba, en un campo después de una agria batalla. Los árboles negros y quemados, humo por doquier, golpes de luz sobre cuerpos desparramados y edificios en ruinas. Mateo se arrastró hasta el borde de un pequeño precipicio, desde donde vio a lo lejos varios sobrevivientes. Bajó con dificultad y se unió a ellos. No los escuchaba, ni ellos a él.
“Ya no importa quien tiene la culpa”, pensó, “lo que importa son esos pasillos llenos de sangre y el hedor de los cuerpos descompuestos. Es incómodo estudiar así e imposible concentrarse en las clases. Lo más que deseamos es salir, buscar espacios abiertos llenos de luz y espacios de aire, cielo azul y nubes cúmulos, donde podamos correr como si no existiera otra responsabilidad en la vida. Pero el espacio es limitado y cerrado. No podemos salir y debemos permanecer aquí, moviéndonos de pared en pared para evitar entumecernos, pero sin esperanzas de caminar más allá de los muros de piedra. Lo peor, sin embargo, es esa sangre constante en los pasillos que nunca se cuaja ni se seca. Espesa como la miel se mueve con azorada lentitud y lo peor es verla bajar las escaleras gota a gota, lentas como las horas tristes. Cada gota alarga caerse y no podemos evitar quedarnos enajenados mirando deteniendo nuestro pulso y el latido del corazón a un golpe cada diez horas. La gota no acaba de caer y se estira y estira y forma un bombillo rojo anaranjado mezclado con el sol y nunca cae. Tan simple como eso.
Aquí nos educamos. Todos los recintos son abiertos y hay ventanas de doble hoja llenas de flores primaverales. Hay mil aves de distinto plumaje en los pupitres de colores tan vivos y diversos que no hace falta la tinta. Todo es tan alto y bello, si no fuera por esa sangre constante y sonante en los pasillos.
Algunos lamen la sangre al pie de la escalera. Puede que la encuentren sabrosa o puede que piensen que les da vida. Me da tristeza verlos y saber que son las víctimas. Son quienes alimentan la sangre y esto no acaba nunca, nuuuncah....”

Mateo despierta de su delirio. Confundido ve la estampa de los doctores con el Sabio sobre la silla. Harto ya de la comedia, se dirige a la escalera y sube hasta salir del aula. Allí el hombre viejo continúa fumando y se ve más digno que al principio. Mateo sale por la misma puerta que entró. Antes de alejarse mira al edificio y siente tristeza. Y lástima, porque el sabio está muy solo y no podrá salir nunca de esa aula húmeda y oscura.

Texto agregado el 08-12-2004, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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