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“Nunca me faltes
Nunca me engañes
Que sin tu amor
Yo no soy nadie...”



Las nauseas, la boca deshidratada y dos litros de vodka en la sangre, me ayudan a determinar que esta noche limitaré mi panorama a buscar una película en el cable para después volver a roncar. Mis cabeza marca todavía las vibraciones de la música que sonó hasta el amanecer.
Sin la menor referencia del tiempo entro al baño, apoyo todo el peso de mi cuerpo en las rodillas, pongo los brazos alrededor del wc y tiro la cadena una y otra vez con el propósito de camuflar a los oídos de mi madre el asfixiante y vertiginoso proceso de expulsión de una extraña mezcla de Stolisnaya, dos granos de arroz y una cáscara de tomate, proceso que restituye en mi alma un estado de resurrección que no se prolongará más de unos minutos.
Mi padre golpea la puerta, notificándome la pronta exhibición de los goles en el noticiero, lo que me advierte que son casi las nueve de la noche. He dormido todo el día, pero de nada ha servido para inhibir los inevitables efectos del descontrolado consumo de alcohol y marihuana.
Al percatarme que estoy aún en la línea que separa la realidad con la fantasía, abro la llave del lavamanos, envuelvo de agua mi poco presentable rostro y bebo un poco para borrar del paladar ese gusto que deja el vómito como saldo y que se debate entre dulce y amargo, mientras que desde la profundidad de mis entrañas, emito una poderosa ventosidad intestinal, que por la fermentación de mi cuerpo, traspasa, con suficientes meritos, los límites de mi propia tolerancia.
Con la mejor fisonomía posible, llego al living, me instalo al lado de mi padre y simulando cariño dejo caer tres palmetazos en su espalda. Entonces, y sin una previa solicitud, empiezo a escuchar su característico análisis futbolístico, palabras que son brutalmente interrumpidas por un ding dong del timbre, y que forjan un mal augurio en mi conciencia.
Tras quitar los tres seguros, mi madre abre la puerta y emite esas palabras que hacen desaparecer de mi alma, cualquier creencia en entidades espirituales de origen superior y que para siempre quedarán guardadas en los pasillos de mis más desastrosos recuerdos

- ¡Hola, Claudio!...Si, pasa, está en el living viendo las noticias con su papá...

Luego del cordial saludo a mis padres, invito al visitante a mi caótico dormitorio, espacio que proporciona una óptima privacidad para la entrega de las circunstancias que rodean esta misteriosa aparición.

- Pablín. Necesito que me acompañes a una fiesta que organiza el curso de Lisette.
- Olvídalo, estoy con una resaca insufrible. Lo único que deseo es volver a dormir.

Viendo amenazada la posibilidad de contar con mi compañía, Claudio aplica el juego de su mirada rastrera, de sus dedos entrecruzados y de su labio inferior estirado hacia fuera, táctica que él atribuye al estudio de técnicas orientales de hipnosis del siglo octavo, y que jamás le han proporcionado un resultado negativo. Pero una voz en mi dilatada conciencia sale en defensa de mi organismo, argumentando variables como el malestar físico y la baja sensación térmica, pero nada que se compare al listado de antecedentes que hacen referencia a desastrosas invitaciones realizadas por este personaje, historias como la de la fiesta de matrimonio en que confesó a los padres del novio previas incursiones nocturnas en el dormitorio de su yerna, la organización de una orgía en un retiro espiritual y un atentado que voló la antena que transmitía el capítulo final de una exitosa telenovela, verdaderas aventuras (muchos le atribuyen el incendio de la torre Santa maría y la desaparición de Matute Johns) que han generado en los mártires, verdaderos y solemnes juramentos de estar primero muertos antes de volver a salir con él.
Lamentablemente es tan magistral la apelación de sus ojos, que en el momento que menos esperé, logra sacar de mis labios la frase que deja al desnudo el debilitamiento de mi voluntad.

- ¿Y dónde es?

Realizo un último esfuerzo de oposición que de nada sirve. Sin percatarme estoy listo para abandonar los placeres de mi hogar, pero bajo el manto del siguiente compromiso: Claudio intercederá ante Lisette, para que la estadía en la fiesta no se prolongue más de dos horas.

Luego de traspasar la novena cuadra desde Concha y Toro, las luces de la calle han empezado paulatinamente a desaparecer, al punto que no tenemos una visibilidad superior a los veinte metros desde nuestras narices, el nivel estructural de las viviendas ha bajado demasiado y hace bastante rato que dejamos de ver la última patrulla de Carabineros. En las esquinas se forman tétricas sombras y al fondo de la calle se perciben los resplandores de una fogata.
Analizo la posibilidad de desertar, pero ha sido demasiado el camino el recorrido como para volver. Mi corazón empieza a latir más de la cuenta y el miedo se apodera de mi facultad de pensar. Sin darnos cuenta estamos atrapados en un lugar que no proporciona salidas ante una potencial necesidad de huir, a lo que se suma la confesión de Claudio de estar tan perdido como yo.
Por obra y gracia del Espíritu Santo (en quien vuelvo a creer), desde las profundidades de un basurero emerge una entidad viviente que alguna vez pudo clasificarse como persona, cuya desvalida estructura física no representa la menor amenaza a nuestra integridad, pero como desde niño he sido siempre desconfiado, invito a mi acompañante a acercarnos con precaución, pues al juzgar el hábitat donde el individuo se desenvuelve, además de su vestimenta (harapos, cuya fragancia se asemeja al pijama de un león), no es de extrañarse que desde el fondo de su espalda puedan salir unas alas de murciélago o alguna sustancia pegajosa que nos deje, además de prisioneros, indefensos.
A una distancia no inferior a dos metros del sujeto, Claudio manifiesta una nueva inquietud que bajo ninguna circunstancia puede dejar de pasar por los laberintos de la meditación: El idioma.
Es probable que el casi humano no posea en la reducida lista de sus virtudes, la facultad de hablar, quizás module algún lenguaje desconocido o se exprese con irracionales ladridos, lo que nos impondría la necesidad de dialogar a través de dramáticas gesticulaciones faciales y corporales. No obstante las líneas de su rostro se mueven y su pestilente boca se abre para dirigirnos la palabra.

- ¡¿Qui´pah?!

Ante aquella oportunidad, solicitamos al vagabundo que nos entregue la información que nos permitirá encontrar el rumbo perdido, pero no sin antes manifestarle un respetuoso saludo por encontrarnos dentro de las fronteras de su territorio.
Con un ininteligible español, el casi humano nos incita a cruzar la cancha de tierra, atravesar longitudinalmente los límites del potrero y caminar dos cuadras, datos entregados bajo el requisito de recibir a cambio un par de monedas que iniciarán la reunión de medios para la adquisición de una caja de vino tinto, exigencia, que a pesar de la locuacidad de su mirada, recibe una muy irónica negativa de nuestra parte.
Sumergiéndose en su improvisada vivienda, el furioso casi humano balbucea un conjuro que nos devuelve a nuestros orígenes biológicos maternales.

Al fin encontramos el lugar, ejercicio que no hubiese sido posible sin la ayuda del casi humano, por lo que no puedo dejar de sentir en mi conciencia el peso de no haberle entregado las dos monedas de cincuenta pesos que reposan en el fondo de mis bolsillos. Cabe también mencionar la orientación que nos ha prestado el sonido del bombo y del bajo que colapsan los parlantes de la fiesta y que pueden identificarse a un radio de cuarenta y siete metros a la redonda.
En un principio me niego rotundamente a creer que sea aquel el galpón donde se desarrolla el evento (sin el menor deseo de insultar la formal definición de “galpón”, pues al que hago referencia, no es más que un montón de latas ordenadas de tal manera que forman una gaveta gigante), pero cuando de un grupo de jovencitas, sacudiendo a las alturas uno de sus brazos, sale Lisette, mis esperanzas de regresar antes del tiempo acordado se van por un resbaloso tobogán que desemboca en los depósitos del olvido.

Tras la cálida bienvenida a Claudio (saludo que juntó y embrolló sus bocas y lenguas por más de dos minutos) y del frío beso en mi mejilla, nos ubicamos en el último lugar de una extensa fila de postulantes al ingreso. Viene a mi cabeza la elaboración de una última excusa, que más que si misma, no muestra una situación demasiado lejana a las barreras de la realidad.

- Claudio, yo no tengo mucho dinero.
- No te preocupes, Pablo. Estamos listos pa´ la foto. - Dice Lisette, mostrando desde el bolsillo trasero de su ajustado blue jean, un talonario de entradas suficientes para convocar a todos los miembros activos e inactivos del ejército de Chile, invitaciones predestinadas a la venta, cuyas ganancias activarán las desbancadas arcas del centro de alumnos, movimiento al que pertenece desde su fundación.

Es ahora, en los interiores del recinto (dejando de lado, el manoseo practicado por la gorda compañera de Lisette, que no mostró vergüenza en erotizarse tocando la privacidad de mis extremidades reproductoras, simulando la búsqueda de algún artículo corto punzante, etílico o ajeno al normal desarrollo de la fiesta), cuando viene a mi cabeza el poderoso caudal de respuestas del porqué no fuimos embestidos en el trayecto.

El flaite (entiéndase también por cuma, punga, peliento, picante, roto, chulo, pickle, pulento, rasca, mugriento, calunga, cumón, pelusa y gotalashaleca ) es un personaje ya típico de estas tierras y (por qué no decirlo), de nuestro folklore. La velocidad de su proliferación ha alcanzado niveles que hacen sospechar procedencias vía cultivaciones agrícolas u ovíparas y están desde niños inclinados a asumir cualidades agresivas. Numerosos estudios a su raza han establecido que el flaite es flaite por sentirse reprimido y rechazado, pues su condición no le permite optar a un estilo de vida diferente, es decir nace flaite, vive y se desarrolla como flaite, se casa con una mujer flaite y sus hijos son por defecto, potenciales flaititos.
Se desplazan en manadas no inferiores a los cuatro miembros, se comunican con su propio lenguaje, visten costosas ropas deportivas y pueden verse hurgueteando teléfonos públicos, vendiendo productos refrescantes en la locomoción colectiva, en estadios, locales de videojuegos, esquinas y cunetas, en fin, cualquier lugar, pero con la característica de estar siempre buscando la oportunidad de robar, recurriendo en la mayoría de los casos a la violencia. En el plano netamente personal, nada tengo en contra de la gente humilde, pues tampoco soy alguien que pueda clasificarse como Príncipe de Gales, la diferencia está en que el flaite es por esencia, universalmente indeseable.

Basta sólo decir que un no despreciable número de ellos, representando cada una de las zonas cardinales del gran Puente Alto, está en el galpón, bailando y entremezclándose al inconfundible ritmo de la música sound.

“Haciendo el amor,
haciendo el amor
Toda la noche...
Juntitos los dos,
haciendo el amor
Toda la noche...”

Sintiéndome cotizado de pies a cabeza, no me tomo el trabajo en disimular a los ojos de Claudio la molestia por haber sido traído a este lugar. Me veo en el deber de mencionar el previo acuerdo adquirido como condición antes de salir, invitándole a conversar con Lisette, con el fin de llegar a un consenso que nos permita hacer abandono de la indecente celebración.
Me cuesta entender el concepto que maneja de la frase par de minutos, pues según mis cálculos van más de cuarenta y cinco, tiempo en que mi presión arterial ha estado al borde del colapso y mis narices anuncian no poder soportar más el hedor de los doscientos pares de axilas jamás presentadas oficialmente con el desodorante.
Desde las sombras de su conversación con Lisette, Claudio aparece, pero con un semblante que se debate entre darme o no los negativos resultados de lo que desde un principio se entendió como un simple trámite.

- Pablín, yo no me puedo ir, tengo que quedarme con Lisette.
- ¿Hasta que hora?. – Pregunto con los dientes apretados.
- Hasta que termine
- ¿A que hora termina?
- A las seis...

Con el propósito de evitar un robo seguro, disimuladamente miro mi reloj. Faltan catorce minutos para las veintitrés y empieza mi alma a hervir en mierda, mis puños a retorcer un objeto invisible y mis ojos a ver en tonos enrojecidos. Siento un irresistible deseo de estrangular su zona cervical, pero dadas las circunstancias, exteriorizo la ira en forma oral, evocando a su santa madre y otros familiares y amigos, culpables de su irresponsabilidad. Al verme en extremo irritado, Claudio ofrece la posibilidad de encaminarme hasta la esquina del cobertizo, pero el sólo pensar en el mismo camino se me torna abominable, inclinando ciegamente mis preferencias a una caminata nocturna por los valles de transilvania.

Las amenazadoras miradas de los flaites, me ayudan a determinar que por cualquier detalle, movimiento en falso o pronunciación innecesaria, puedo ser linchado y de nada sirve el preguntarme porqué no ha sido Claudio capaz de ejercer sus tácticas de convencimiento con su novia tal como lo hizo conmigo. Todo esto sumado a la sonrisa que empieza a nacer de sus marcadas facciones, dan como resultado la vivencia de una pesadilla, lo que me obliga a buscar un espacio que me albergue hasta la salida del Sol.
Mientras tanto, indirectamente Lisette alude los puntos de venta que están condición de saciar el voraz apetito que me caracteriza y la meta de aumentar los activos de su centro estudiantil, pero como los efectos de la resaca mencionada en los inicios de esta historia están más presentes que nunca, sugiero la compra de algo para su propio consumo, sacando de mi billetera el último ejemplar de mil pesos. Luego de unos minutos, la novia de Claudio regresa, degustando con fervoroso placer algo que según su criterio corresponde a un completo, pero que para el mío, no es más que la mitad de una marraqueta, en cuyo centro reposa una vienesa bañada en un fosforescente elemento amarillo.
Instala en el centro de mi mano extendida, dos monedas de cien y una de cincuenta. Espero un instante el billete de quinientos y con un rostro que denuncia el principio de una ofensa, Lisette recalca con desganada voz el precio del completo, que no baja de los setecientos cincuenta pesos, sepultando así mi última posibilidad de conseguir un taxi.

Ya que esto han traspasado los límites de la desgracia, con el propósito de subir mi alicaído ánimo, Claudio propone a Lisette la búsqueda de alguna de sus compañeras de clase, a lo que rotundamente me niego, exponiendo factores como la resaca, el nulo talento en las artes de la danza y los pocos deseos de caer en la infidelidad con Paloma. Sin embargo, no he terminado de hablar y ya han desaparecido nuevamente en la oscuridad, retornando con una muchacha vestida de negro que supera el metro y ochenta centímetros, con unos pechos semejantes a dos terrones de azúcar y unas caderas me hacen recordar a la destacada cantante argentina María Marta Serralima. Masticando una sustancia chiclosa con la boca exageradamente abierta y con los párpados pintados de un profundo tono azul, la mujer me mira con delatadores ojos de deseo.

- Pablo, te presento a Rossy. Rossy, te presento a Pablo.


Claudio toma de una mano a Lisette y se esfuma en lo que se entiende por pista de baile, dejándome en compañía de esta mujer y proporcionando tres sutiles codazos en una de mis costillas, señal que me invita a disponer sexualmente de su desproporcionado cuerpo.
Los minutos pasan y no doy la menor señal de interés por su presencia. Es ella, sin embargo quien rompe el hielo. Con la boca torcida hacia el hemisferio izquierdo de su rostro, dejando a mi libre visión, el plomizo chicle y la coexistencia de seis tapaduras, (además de una insufrible tufada), dice:

- Oye, ¿Tu no bailai´ na´?
- No, lo siento, es que no me siento bien. – Respondo, sin siquiera mirarle los ojos.

No es alguna preferencia por otros géneros sexuales lo que me impulsa a mostrar tan claro rechazo, es más bien la realización de un simple análisis estadístico, pues basta que sólo uno de los doscientos flaites tenga, haya tenido o pretenda tener algo con esta mujer, como para desencadenar el inicio de una vida minusválida, una visita al hospital Sótero del Río o mi cuerpo abandonado en algún potrero.
Sin darme cuenta, la mujer ha desaparecido en las sombras sin despedirse.
Como ahora enfrento esto en solitario, me veo en la obligación de estudiar algo que instale en mi conciencia un fugaz paso de las seis horas y media. Un lado de mi espíritu lanza como idea la búsqueda de un principio que solucione el enigma del origen de las asequibles prendas deportivas por parte de los flaites, idea descartada desde un principio, pues todas las hipótesis apuntarán al hurto. El otro lado propone la reconstitución mental de los cuentos de Marcelo Cabello, oferta que a pesar de tentadora, trae consigo el riesgo de caer en la profundidad de una depresión o más que eso, sumergirse en los abismos de una inconciencia analítica. Viene entonces a mi cabeza una lluvia de potenciales respuestas, entre las que destaco la rigurosa contabilidad de vellosidades en uno de mis brazos, la interna reproducción de toda la discografía de Joan Manuel Serrat (incluyendo ediciones inéditas y en catalán) o un análisis filosófico a la caída de Bizancio en mil cuatrocientos cincuenta y tres. Pero es Claudio, con su denigrante forma de bailar, quien supera todas las expectativas, apoderándose de mi atención e inadvirtiendo el paso de dos valiosas horas en el reloj.
Son mis pulmones los que ahora exigen una pronta renovación del viciado oxígeno de la fiesta. Salgo y respiro, suplicando a Dios que nada malo me suceda, ofreciéndole a cambio las tres cuartas partes de mi próximo sueldo a una obra de caridad. Entonces, desde un viejo escritorio ubicado en el antejardín, suena una voz que me llama o mejor dicho, me invita.

- Hey, joven. Si, usted, ¡venga pa´acá!
- Cuénteme – Digo, con un tono de voz receloso al hombre, que según su apariencia supera los cincuenta años y da la impresión de ser el cuidador del recinto.
- Veo que no se adapta en la fiesta.
- No es eso, amigo lo que pasa es que me siento mal – Respondo con confianza al ver los amigables ojos del individuo.
- ¡Véngase para acá, entonces! yo tengo que quedarme hasta que se cierre...

El hombre saca desde un cajón del escritorio una botella de ron, una bebida cola, dos vasos de plástico y una bolsa con charqui, mientras que desde afuera, un flaite, con conmovedores ojos al borde de la humildad y la ternura le solicita permiso para ingresar a la fiesta sin la previa adquisición de la entrada.
El cuidador, sonríe y abre el portón, dando al flaite las premisas para entrar al galpón sin ser visto por los organizadores, aunque con el recíproco acuerdo de negar ante la luna como testigo y en nombre de la mismísima virgen de Guadalupe, cualquier relación en caso de ser descubierto.
Tomando en cuenta que el flaite se refirió al hombre como tío (aunque bien existe la latente posibilidad que el hombre sea hermano o primo de su padre o madre), lo más probable es que el cuidador sea para ellos, alguien digno de respeto, lo que para mi caso en particular, representa una excelente oportunidad de salir ileso de esto, que por ningún motivo pasará por las lagunas del desprecio.
Al sentirme más seguro en presencia del hombre, sufro un inexplicable ataque de amnesia que me hace olvidar la ofrenda pactada con Dios y la resaca que me acompañó desde que desperté. La conversación, los vasos de ron, los chistes y uno que otro pedo enlazan entre él y yo un agradable vínculo de amistad, que borra de mis pensamientos los malos momentos vividos hasta llegar al galpón, pero como todas las cosas buenas de esta vida, el instante se ve seriamente amenazado por la desnutrida silueta de Claudio.

- Pablín.. – No tengo el recuerdo de haber aborrecido alguna vez el sonido y pronunciación de mi nombre.
- ¡¿Qué pasa?! – Respondo secamente, sin esconder el deseo de verlo desaparecer.
- Te tengo un regalo – Dice, sacando de su billetera, un redondo y bien elaborado cigarrillo de marihuana, imponiendo así, el único punto que hablará a su favor en el próximo balance de la jornada.

Después de fumarlo entre ambos (el cuidador se negó, argumentando el peligro de lanzarse definitivamente a las delicias de la vida, en caso de darle una sola probada) y de empezar a sentir la nebulosa influencia en nuestras mentes, experimento un relajo que me lleva incluso a sentir agradabilidad por la presencia de Claudio, quien establece como tema los misterios del cosmos, la formación de hoyos negros en el universo y un estudio a otros objetos de siderales y sin darnos cuenta caemos en la nostalgia y recordamos al casi humano del camino y otros personajes, ajenos a este embrollo, como el negro Quiroga, el rucio Nicolás y el bruto Marcos Sutherlin.
Pero ya me parecía extraño el transcurso de tanto tiempo sin que Claudio hiciese alguna estupidez. No sintiéndose conforme con la primera explicación, insiste en interrogar al cuidador ante su negativa de fumar marihuana, preguntando por la existencia de algún borroso pasado en la historia de su vida, usando por ejemplo y tomando entre sus dedos índice y pulgar la enrojecida nariz del hombre, semejante, según él a la de un payaso de mala muerte.
Al ver su comentario acompañado sólo por los grillos nocturnos, nos suministra su limitada visión sobre la actividad deportiva del país, resaltando el deficiente rendimiento de la Universidad de Chile en la última versión de la copa libertadores de América, sin percatarse del notorio tatuaje que el cuidador lleva en uno de sus brazos y que representa la insignia y fanatismo por la azul camiseta.
Acorralado ahora por la oficializada molestia del hombre y por las manos que tapan de vergüenza mi rostro, se ve en la exigencia de cambiar bruscamente el tema, exponiéndonos su gusto y devoción por las mujeres asistentes a la fiesta, destacando especialmente a una de ellas y de su nula posibilidad de establecer algo por la entorpecedora presencia de Lisette.
Yo, que de alguna forma intento restablecer el ambiente que reinó desde un principio, me sumo a sus palabras, exigiendo una breve descripción de la hembra, para vernos así en la posibilidad de emitir algún dictamen que argumente o discrepe sus preferencias.
Sin antes exponer el rechazo que le di a Rossy, la muchacha que se me presentó en los interiores del galpón, Claudio entabla el detalle físico de la muchacha, destacando sus anchas caderas, abultadas nalgas y rizado cabello castaño, aunque censurando sus casi inexistentes pechos. Por mi parte yo no me hago problema en descartar cualquier reverencia por mujeres, cuyo busto sea inferior a los noventa y cinco centímetros, mientras el cuidador, que ya ha olvidado el anterior incidente, opina que es un problema que puede ser solucionado con una buena imaginación o con el exagerado usufructo de otros recursos alternativos, como el ano o la boca, testimonio que saca de nuestras facciones una sobre actuada, pero sincera carcajada. Pero como el hombre no ha todavía reconocido a la mujer en cuestión, humildemente pide a mi compañero de viaje un breve inventario de sus ropas.

Cuando el amable cuidador establece ferozmente y con ojos desorbitados que se está hablando de su hija, diagnostico necesario para nuestra salud despedirnos en forma educada, pero rápida, tomando a Claudio por una de sus extremidades e ingresando una vez más al galpón en busca de Lisette.

“Que lindo es tu cucu
(cucu),
tan bello tu cucu
(cucu)...”

Ha terminado la penitencia, el reloj marca las seis de la mañana y uno a uno los flaites empiezan a hacer abandono del recinto. Entre ellos, tomada de la mano con el más peligroso (unánime decisión del ficticio jurado en mi cabeza), veo salir a Rossy.
Qué es lo que ha sucedido estas horas y porqué estoy todavía ileso, son respuestas que no estoy en las condiciones de dar. Sólo sé que ya no hay más suplicio y que basta con que Claudio busque a Lisette, para que juntos tomemos el mismo recorrido, pero ahora con la diferencia y beneficio de las primeras luces frescas del día.
Sin poder mantener mi cuerpo de pie un segundo más, me deshago en un rincón. Mis párpados no aguantan más el arenoso peso y lentamente mi conciencia se apaga para no pensar más nada. Vienen imágenes a mi cabeza, unas reales, otras no tanto, pero no hay diferencia, toda reflexión empieza a ahogarse en una informe masa oscura que no permite el análisis de otra cosa que no sea dormir. Buenas noches

Unos pies me sacuden, restableciendo impetuosamente mi cuerpo y la mitad de mi juicio, dejando la otra mitad correteando becerritos en las colinas de Frankfort. Cuando confirmo que los pies son de Claudio, un misterioso impulso nervioso me pone de pie, sin siquiera flectar las rodillas. Con una abominable sonrisa espero me que diga que la deseada hora de partir ha llegado, pero como es de esperar, algo malo sucede.

- Pablín, no podemos irnos, la chica tiene que quedarse a hacer el aseo con sus compañeras...
- ¡Pero cómo! – Respondo horrorizado, con lágrimas que caprichosamente empiezan a deslizarse por mi rostro – ¡Pero si yo mismo vi salir a la mina que me presentaron anoche!...¿No es ella compañera también?
- Si, pero ella es la presidenta del curso, puede...

No lo dejo terminar. Sin pensar tomo en mis manos una gastada escoba y ágilmente empiezo a barrer cada uno de los rincones del galpón. Al terminar con esto distribuyo cera, espero unos minutos que se oree y con un montón de viejos trapos, saco al piso un brillo jamás antes visto que exige a las mujeres que usan falda taparse del reflejo. Levanto y ordeno siete pesadas cajas llenas de no sé qué, limpio los vidrios, arreglo y aceito las chapas de las puertas, resuelvo un ejercicio de aritmética escrito en una pizarra y cambio una ampolleta (además de dar a una de las apoderadas un consejo que pondrá fin a su crisis matrimonial).
Al salir al jardín levanto, clasifico y distribuyo botellas, ayudo a los encargados de la música a subir sus equipos a un furgón y corto el pasto del jardín.
Cuando me percato que no hay nada más que hacer, voy donde Claudio y Lisette, que entre risas y besuqueos, cómodamente conversan fumando un cigarrillo y bebiendo un gigantesco vaso de cerveza.

- ¿Terminaste?
- ¿Podemos irnos, por favor?

Me sentiría como un vil y corrompido mentiroso, si dijese que durante el regreso han sido capaces mis ojos de proporcionar una íntegra visión de este domingo que empieza a imponerse en el inevitable transcurso del tiempo, o si percibí las decenas de elementos sonoros que conforman todos los amaneceres, tales como el concurrido canto de los pajaritos, las campanillas de los carros que ofrecen el abastecimiento de productos lácteos y el tradicional canto del gallo madrugador (mucho menos las adormecedoras bromas con que Claudio intenta componer mi desamparada percepción de su persona). Ni siquiera hizo su paso en mi debilitada facultad de pensar la idea de depositar las últimas monedas en los bolsillos del casi-humano, que con inocente expresión de recién nacido, duerme en la esquina de Arturo Prat con Sargento Menadier.

Frente a mis ojos una visión que ilumina mi rostro con una sonrisa semejante a la de un niño que por vez primera ve llegar un circo a su ciudad. Un número que se me hace familiar. Definitivamente no es mi número de teléfono, tampoco el de mi cédula de identidad, menos mi fecha de nacimiento. Un último esfuerzo, necesito enfocar al máximo las retinas en el enorme portón de acceso a... ¡Mi casa!
No puedo contener la felicidad, tomo entre mis brazos a una anciana, entono el estribillo de “Whatever gets you thru the night ” de Lennon y saltando en un pie, imito la carrera del avestruz nórdico. Pero cuando veo a Claudio y Lisette mirándome como a un extravagante insecto curioso, suspendo rápida e indefinidamente la realización de estas actividades, reduciéndome a enronquecer mi voz para empezar la tan ansiada despedida.

Ni la guitarra de Jimi Hendrix puede compararse al sonido de la llave girando la chapa del portón. Por miedo a ser convertido en una estatua de sal, entro sin mirar atrás. No obstante una leve picazón en la zona pélvica me hace suponer la presencia de dos personalidades que se niegan a partir sin suministrarme un último disgusto.

- ¡Pablo!

Con una indefinible expresión, ignoro las oscuras advertencias de mi subconsciente. Doy la vuelta, traiciono la promesa de no volver a acercarme a ellos por los próximos doscientos años, cruzo mis brazos y con los ojos exteriorizo una disponibilidad no superior a diez segundos en cuenta regresiva.

- Pablo, no te olvidís´ mañana de pasarle la plata a la chica...

En un principio lo asumo como el nacimiento de un cuadro de otitis, pero después de tomar en cuenta, que tratándose de este personaje cualquier cosa es posible, a modo de investigación, me impongo la responsabilidad de averiguar hasta el más insignificante detalle que establezca los conceptos necesarios para el perfecto entendimiento de lo que acabo de oír.

- Disculpa, Claudio. No sé si me equivoco, pero me da la impresión que acabas de decir algo que me cuesta demasiado entender. Si no fuese demasiada la molestia, quisiera que de alguna forma más didáctica tratases de expresar otra vez eso que mis oídos captaron, pero que mi cerebro se niega impetuosamente a analizar.

- La plata de la entrada a la fiesta...¿O acaso creiai´ que era gratis?

Señor don Destino, me dirijo a usted para agradecer el no haber puesto al alcance de mi mano algún objeto como un cuchillo, garrote o un revólver. Cabe también mencionar el vocacional aporte entregado por los primeros docentes que me educaron, pues sin su ayuda jamás hubiese aprendido la imprescindible tarea de contar hasta diez, además de instruirme en las básicas normas cívicas que rigen nuestra sociedad. Gracias, muchísimas gracias a todos ustedes por no permitir la inminente realización de un crimen en primer grado y por darme la oportunidad de continuar con el normal desarrollo de mi vida. Ahora, con toda la humildad del mundo y espacio exterior, quisiera pedirles sólo un deseo más:
La facultad de poner el más detestable rostro de psicópata, torcer mis manos en dirección al cielo y darle a Claudio una respuesta que para siempre ahuyente de su memoria no sólo la idea de recibir un centavo de mi procedencia, sino también cualquier impulso por volver a buscarme en caso de necesitar compañía para salir.

- ¡Ándate a la chucha...!

Ahora que me siento felizmente conforme y que ya soy parte del asistido club de víctimas de Claudio Rodríguez, bloqueo el portón con dos vueltas de llave y desaparezco para siempre de sus ojos .

El día ya se ha instalado, la noche ha desaparecido, pero me da igual. Abro la puerta principal y oficializo mi llegada. Entro a mi dormitorio, cierro herméticamente las cortinas y dejo caer mi osamenta en la cama. Cierro mis ojos y todo desaparece sin antes recordar que la intención de aprobar el ramo de contabilidad, implica estudiar para el examen todo el día de hoy.
Pero es mi audición la que entrega el último estímulo del mundo real. Una micro que desde la calle deja oír el funcionamiento de su radio.

“Loquito por ti
Loco, loco
Loquito por ti
Por ti, por ti...”

Texto agregado el 01-07-2003, y leído por 942 visitantes. (0 votos)


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