Me sentía como en un sueño duradero, que comenzaba desde temprano, acurrucada en mi cunita llena de recuerdos. Mis primos y tíos venían de vez en cuando a visitar a mamá, con sus manos llenas de regalos, y sus voces chillonas que retumbaban hasta mí cuarto. Tomábamos el té con galletitas amasadas por la abuela, mientras los mayores hilvanaban sus deseos de un futuro bienaventurado, entrando la tarde. Yo siempre estaba cansada, reposando casi a oscuras, en la penumbra de mis sábanas. Sin embargo mi cuerpo iba creciendo en bastante buenas proporciones, a medida que los días transcurrían. Algunas veces mamá me llevaba de paseo al centro; vibrando de miedo en la escalera mecánica del shooping; o frecuentando al médico, por una cita de control. Papá siempre trabajaba como mecánico hasta tarde, con sus manos tibias y olorosas, que me acariciaban a su regreso. A pesar de mi edad, ya me sentía lo suficientemente grande como para salir a jugar a la calle, con los demás chicos; manejar el auto de mis padres; o ir a la escuela del barrio; aunque siempre me repetían que era demasiado pequeño, para hacerlo. Un día, después de la merienda de mamá, y ya pasados varios meses, empecé a sentirme muy mal. Un temblor semejante al de un terremoto embriagó todo mi cuerpo. Mí voz se gelatinizó de pánico, mientras comenzaba a retorcerme de dolor. El sueño se iba convirtiendo en una pesadilla de colores más profundos y reales. Me fui perdiendo en una nube rozada, que me llevaba de la mano por paredes rugosas, tras un camino más blando que se extendía hacia delante; mientras todo apretujaba mi piel sensible. Por mi boca pasaban todos los sabores, deseables e indeseables, sin poder modular más que una infinidad de gritos, sin retorno. El silencio me humedeció en un manantial de agua templada, que luego fue irrigada lentamente con mi sangre. Tuve tanto miedo, que las palabras me quedaron estancadas en la garganta, sin poder salir. Mantuve mí respiración acuosa, que ahora era invadida por un aire frío, a la par que seguía avanzando por el sendero pulposo. Y cuando creí que mi pecho explotaría en un espasmo final, me solté en un grito desgarrador, junto al de mi madre, que me había visto sufrir, para luego prolongarme en otros tantos, más espaciados; justo al mismo tiempo que una mano atrevida me palmeaba la cola, con una voz, que llena de dulzura repetía: -“ ¡Es una nena; una nena¡”.
Ana.
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