La casa crujía por sus aberturas de madera, flameando en un sollozo lejano, que se elevaba junto al viento. Todas las mañanas la veía, con su boca entreabierta de pena, bajo el marco de la puerta; la nariz sanguinolenta, chorreando en su revoque, y el cabello anaranjado, que iba desapareciendo de a poco, allí, en donde los pájaros anidaban tibiamente por las noches, masajeando su piel descabellada. Mis amigos y yo, jugábamos a verla con distintos rostros; a veces su lengua en forma de felpudo nos saludaba, dándonos la bienvenida; otras, sus orejas flotaban, en postigos sacudidos por el viento. Pero siempre su lamento acudía a mí, como un pedido de auxilio latente. Creíamos que estaba abandonada; por el pastizal crecido que fluía de su patio; las cortinas en hilachas danzando tras los vidrios rotos; y el murmullo que los árboles trasladaban, en un canto desvirtuado. Pablo siempre la veía como un ogro maléfico, que nos gritaba a todos; con la bocota pintada de negro; sus brazos agitados, en los troncos de la arboleda lindante, y los pelos en tiritas hacia el cielo, de algún barrilete abandonado sobre el techo. Y a medida que íbamos creciendo, ella se deterioraba un poco más.
La vida nos llevó a otros puertos, de otras lunas, aunque nunca dejé de recordar su fachada; quizás, como un paralelo de mi vida, que iba decayendo con el tiempo; o tal vez, por el mero hecho de haber vivido junto a ella, toda mí niñez. Me hice arquitecto, con la particularidad de tener un plano idéntico a su estructura, en cada ciudad que visitaba. Su aceptación, había sido poco remunerada, pero al menos, había intentado procrearla. La empresa me adjudicó un nuevo proyecto en la ciudad, así que sin pensarlo, viajé hacia mis pagos. El paseo obligado me llevó nuevamente hacia ella. Su rostro compungido, latía sobre las paredes de infinitos surcos, como una anciana casi al borde de la muerte. Estacioné bajo su mirada angustiada, que seguía atentamente mis pasos. Y ante su piel herida, casi sin maquillaje, me quedé de pie para observarla. Su puerta no dejaba de chillar, en largos tonos de agudos; la tomé para callar el ruido, mientras se abría lentamente. Obviamente nadie la habitaba; solo las sombras del follaje, que se deslizaban sobre sus escombros. Me quedé dentro unos minutos, pensando en como salvarla. Luego, la tarde se estremeció en un inmenso suspiro, que se fugó con las aves.
El derrumbe no ocasionó ninguna víctima, la implosión había salido justo como lo planeamos. Ahora el complejo turístico foráneo, se levantaría con suma rapidez.
Algunas noches, en las que el insomnio me abate, el viento me acerca su quejido doloroso, que se pierde en un silbido penetrante, dentro de la habitación; otras, mi cuerpo se plasma con el eco de sus huellas, tendidas sobre el pasto.
Ana.
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