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Me refugié en el alcohol hace seis meses para olvidar a Claudia Martínez de la Rosa, secretaria ejecutiva, 1.70, 58 kilos, tez clara, cabello castaño, ojos verdes, 25 años, DNI 40734561, teléfono 485–2402, Av. Larco 325, Miraflores, Lima, Perú.

Pero vayamos por partes, el día que ella decidió poner fin a nuestra relación, aduciendo razones que en ese momento me parecieron válidas pero que ahora me suenan al más flojo y puro floro, me lo tomé con calma. Y es que literalmente me lo tomé, me bebí su recuerdo para que jamás vuelva a lastimarme como dice la canción y no sólo eso me bebí, sino que arrasé además con media barra de un exclusivo salón de baile miraflorino y de paso con mi exiguo presupuesto semanal. Sólo recuerdo que amanecí en una cama que no era la mía, con una desconocida a mi lado. Más tarde me enteraría que el personal de seguridad de la discoteca me sacó en vilo del local, invitándome cordialmente a nunca más regresar, cosa que no volví a hacer y no precisamente porque me atormente la vergüenza, que hace muchos años la perdí, sino por razones más prosaicas: después de aquella noche de copas, mi bolsillo nunca más volvió a estar a la altura de tales circunstancias.

Luego de aquel incidente me propuse rehacer mi vida, si es que a eso se le podía llamar vida, pues desde hacía mucho tiempo mi día empezaba a las cinco de la tarde y terminaba a las siete de la mañana, sin el menor respeto por los ritmos circadianos ni cosa que se le parezca. Me levantaba de la cama con un esfuerzo enorme y me daba una ducha fría y contundente, tratando de lavar mis culpas y mi conciencia. Luego venía el desayuno, una taza de café negro, alguna sobra del almuerzo –evento al que desde hace mucho tiempo no asistía– y el antiácido de rigor. Después, el proceso de escoger cuidadosamente la ropa que me pondría esa noche y luego, al trabajo.

Mi trabajo consistía en sentarme frente a la computadora y escribir cualquier idiotez que se me viniera a la cabeza sobre algún tema sugerido –y en muchos casos, impuesto– por el editor de la revista, bajo la única condición de que debía de tener un cierto dejo irónico, y es que cuando acepté no tenía la menor idea de lo difícil que es escribir en broma a comisión, pero como todo se aprende en esta vida, en pocos meses llegué a redactar mis artículos casi de memoria. Enviaba mis colaboraciones religiosamente cada semana en un sobre lacrado y tuve la suerte de que casi nunca me las rechazaran y fuesen pagadas a vuelta de correo con un cheque que –a diferencia de los míos– sí tenía fondos.

Una vez que estampaba mi firma al pie de la hoja, me acicalaba, cogía las llaves del auto y salía a disfrutar de los dudosos encantos que la noche limeña suele ofrecer. Tras un par de vueltas por el circuito de playas para aspirar la brisa y de paso divertirme un poco imaginando qué estaría sucediendo en los cientos de carros aparcados a la orilla del Océano Pacífico, mar que de sólo contemplar semejante espectáculo –supongo yo– dejaba de hacer honor a su nombre y perdía toda calma, ahogando con el rugido de sus olas los gemidos de las parejas que retozaban en el único hotel al aire libre que existe en nuestra ciudad; abría la agenda y llamaba a alguna muchacha generosa y solitaria que estuviera dispuesta a acompañarme por un par de horas a tomar un trago y bailar y, si el ambiente era propicio, algo más. La elección la realizaba de modo tan insulso, que si ellas se enteraran se habrían muerto del espanto y seguramente me negarían la oportunidad de disfrutar de sus encantos en ocasiones posteriores. Simplemente escogía el nombre al azar, las llamaba en orden alfabético (de esta manera ya le había dado varias vueltas al directorio), o alguna otra cosa que la imaginación me sugiriera.

Sin embargo, dichas salidas nocturnas en nada consiguieron mitigar mi soledad y la depresión se acrecentaba, lo mismo que el consumo de alcohol. Mis salidas se fueron espaciando, mis escritos fueron perdiendo aquel sarcasmo brutal que los caracterizaba y a la vuelta de un par de meses fui despedido. Por aquel entonces ya consumía una botella y media de vodka al día y una cajetilla de cigarrillos amén de otras sustancias, dejaba de bañarme semanas enteras y no comía sino lo mínimo necesario para no perecer de inanición. No obstante, no moví un dedo por mejorar mi situación, pese a que a todas luces, algo andaba mal.

Decidí que, en definitiva, debía de tomar cartas en el asunto cuando me sorprendí a mí mismo, llorando mis penas a ritmo de technocumbia –Armonía 10 para ser más exactos–, en algún lugar poco recomendable del cono norte. Y es que sin pecar de snob, para mí el hecho de escuchar siquiera una salsa debía de interpretarse como un evidente signo de alarma.

Ese día tomé mis cosas y las guardé en el portaequipaje, necesitaba desintoxicarme y reorientar mis pasos. Encendí el vehículo y me dirigí hacia la Carretera Panamericana manejando a una velocidad temeraria. Cuando ya avistaba el mirador de las Pampas de Nazca decidí detenerme, me estacioné al borde de la pista, bajé del carro, avancé unos metros y salté la alambrada que protegía el “Calendario Astronómico más grande del Mundo”, ahí me desnudé, grité, lloré, corrí, bailé, canté, me revolqué, liberando todos los pensamientos negativos que anidaban en mi alma y contagiándome de la poderosa energía que emite este lugar. Los destrozos que causé esa noche hicieron que María Reiche diera vueltas de campana en su tumba y se desesperara por salir a darme mi merecido; y que, a las pocas horas, el Instituto Nacional de Cultura emitiera un amplio informe al respecto, documento cuyo contenido no interesa para los propósitos de la presente historia.

Sólo sé que aquel vergonzoso espectáculo sin público, en aquel desierto paraje, fue el catalizador que necesitaba para llevar a cabo una decisión que venía postergando desde la fecha en que Claudia rompió conmigo. Manejé de vuelta hasta Ica, ciudad donde llegué al alba. Esperé pacientemente a que esa pequeña urbe infestada de Ticos despertara y me dirigí en primer término a una licorería donde me aprovisioné de pisco suficiente para emborrachar a todo un regimiento. A continuación me encaminé hacia una ferretería donde compré dos metros de cuerda de nylon.

Parado frente a la recepción del hotelucho que había escogido para llevar a cabo mis propósitos, me asaltó una ligera duda, más la aparté en seguida de mi mente. Me dieron las llaves de mi habitación y subí penosamente las escaleras. Una vez instalado, apuré una botella de licor en pocos tragos y procedí a armar el dispositivo que habría de liberarme de una vez por todas de mis sufrimientos. Recordando mis tiempos de boy scout, preparé el arnés y lo sujeté de una viga que a duras penas sostenía el techo, me encaramé en una silla tan deteriorada que por un momento me pregunté si podría resistir mi peso, pero así lo hizo y me coloqué el nudo alrededor del cuello. No dejé ninguna nota ni nada por estilo pues pensaba que si toda mi vida me había dedicado a escribir, no tendría ninguna gracia despedirme de la misma de igual manera como me la ganaba.

Fue en ese momento que sonó mi celular:

–¿Aló?
–Daniel, soy Claudia, ¿dónde estás?
–Eso no importa ya.
–¡Por supuesto que importa, mi amor!
–Ya no soy tu amor, dime qué es lo que quieres.
–Quiero pedirte perdón, no he dejado de pensar en ti todo este tiempo, te amo, te necesito, tú eres mi vida.
–¡No sigas jugando conmigo, ya me hiciste sufrir demasiado, además ya es muy tarde!
–¡No!, todavía estamos a tiempo mi vida, por favor, dime qué me perdonas, ven a mi casa que te estoy esperando.
–Estoy muy lejos.
–No hay problema yo te espero el tiempo que sea necesario, pero ven por favor.
–¿Lo dices en serio?
–¡Te lo juro por lo más sagrado! No seas tontito, ¡ven, apúrate! ¡Te amo!
–¡Yo también te amo! ¡Es más: te adoro!
–Entonces date prisa.
–En tres horas y media estoy ahí mi cielo. ¡Te amo!
–De acuerdo guapo, nos vemos. ¡Un beso!
–¡Dos más para ti! Ya voy.

Loco de felicidad, pues quería correr a sus brazos lo antes posible, olvidé la posición en la que me encontraba, di un salto para ir a su encuentro y usted ya se imaginará lo que sucedió. Es esa y no otra la razón por la que me encuentro acá San Pedro, entiéndame, yo ya no quería matarme. ¡Esto fue un accidente, se lo juro! ¡Déjeme entrar, por favor!

Texto agregado el 20-06-2003, y leído por 280 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
05-07-2004 largo pero valia la pena leerlo, muy bueno, besitos! y 5* lorenap
 
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