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En esa misma sala, apenas dos años atrás, recibí abrazos, cheques y palmadas en la espalda por la victoria en el caso de la constructora a la que defendí con una brillantez reconocida incluso por mis rivales. Mi gran día, por fin dejaba de ser una promesa para consolidarme como un abogado de postín. Disfruté de la gloria durante ocho horas, el último destello antes de amargarme para siempre.
En otros tiempos no hubiera contratado a aquel mediocre abogado ni de chico de los recados, y sin embargo, allí estaba ahora, con su tartamudez y su elegancia de saldo, encargado de mi defensa según decía por compasión.
Yo había perdido mi dignidad, mi amor y mi profesión, pero volvía, eso sí, a ocupar todas las portadas, aunque ahora se refirieran a mí como el indigente chiflado.
La idea de que un vagabundo denuncie a SOFTICOM, organización gubernamental dedicada a la investigación biogenética, por daños y perjuicios parece una idea descabellada, pero el juez de la vista preliminar, joven de verdad, no desestimó el caso y eso ya era noticia.
Durante uno de los experimentos a los que voluntariamente me prestaba a cambio de algo con lo que subsistir, me habían contagiado un tipo desconocido de hepatitis de cuya letra no quiero acordarme, si bien la enfermedad no tenía síntoma alguno. Mi habilidosísimo defensor intentaba probar que me inhabilitaba para el desempeño de mi otra actividad profesional: donar sangre.
Comerciar con hematíes es ilegal, por supuesto, pero también es una práctica habitual entre las clínicas privadas. Durante el juicio intentamos demostrar que esa era mi profesión.
La prueba central eran los tickes del bar de abajo de la clínica, donde después de cada donación me invitaban a un reparador bocadillo de jamón y un café con leche. También el dueño de la cafetería ayudó con el testimonio de mis dos desmayos, justo después de mi extenuante jornada en la clínica.
Conseguí, así, demostrar que me dedicaba a una profesión ilegal y, sea dicho de paso, sin mucho futuro. Sólo pretendía con esa querella conseguir una indemnización, bien al contado, bien en forma de pensión vitalicia que me permitiera proseguir con el proceso de autodestrucción que comencé dos años atrás, sin prosaicas preocupaciones como el dinero.
Mientras esperábamos la sentencia volví a recordar como aquel día después del juicio regresé tarde a casa borracho de gloria y brindis en mi honor. Abría eufórico la puerta con la victoria por sonrisa. No había luz. Con el mechero busqué la llave general. Tras dos intentos fallidos, luz. Me di de bruces con la nota de Julia.

Adiós.
He luchado con todas mis fuerzas. Demasiado trabajo para mi sola. No sabes cuantas veces he desoído palabras, esperándote. No sabes cuántos pretendientes y cuantas negativas han sido necesarias. Me marcho. Quizá pienses que estoy loca, pero solo estoy cansada. Me voy para siempre, segura de que encontraré la paz que me falta.
Si me ves, no intentes seguirme.
Lo siento.
Julia

Hasta la segunda vez que lo leí las manos no me empezaron a temblar. Era imposible, me había dejado, y por otro, y precisamente ese día. Leí la nota cien veces y pensé en sus quejas del tiempo que pasaba fuera de casa, en sus gritos reprochándome su soledad, en sus ridículas amenazas de irse con su amante imaginario. Julia siempre fue una fantasiosa, pero los últimos días, de una manera más exagerada, como cuando se encerraba en el cuarto de baño y fingía una conversación telefónica con su amante. Sé que fingía porque algunas veces olvidada fuera el teléfono. También me tranquilizó la última frase de la nota “cuando me veas, no me sigas”, ya que eso significaba que la vería pronto y entonces le diría que ahora ya podría dedicarle más tiempo y que nos tomaríamos unos días de vacaciones y que todavía hay esperanza y..
Esa misma noche la vi y no pude decirle nada.
Nos mandaron poner en pie para escuchar la sentencia. El juez condenaba a SOFTICOM, hasta ahí todo bien, a contratarme como personal fijo de su plantilla, argumentando que ellos eran los únicos responsables del dramático truncamiento de mi esperanzadora proyección profesional. Mal.
No conforme con eso, el señor Salomón dispuso que en caso de incumplimiento del contrato por mi parte tendría que aplicarme la ley de indigentes. Nunca me había trasmitido ninguna confianza ese juececillo tan calvo y con esas gafas tan de juez.
Es difícil imaginar un contrato legal como el que estaba firmando, con sus 217 cláusulas, las cuales ni siquiera se molestaron en poner en letra pequeña, venían a dejar bien claro que desde aquel momento me estaba convirtiendo en un conejillo de indias profesional. Si me viera mi madre...
En tres meses de trabajo tuvieron tiempo de ponerme inyecciones de todos los colores, de tomar muestras de órganos que yo pensaba que sólo tenían los chimpancés y de operarme siete veces con fines que, por supuesto, desconocía.
Estaba tranquilo, sabía que no podían matarme sin violar la única cláusula que velaba por mis derechos, perdón, mi derecho.
No era tan mala vida. Estaba entretenido.
La peor parte del contrato era la que impedía que abandonara, bajo ningún concepto, las instalaciones de la empresa, ya que me había convertido en material biogeneticamente inestable. Siempre quise pensar que eso era un título nobiliario y la prohibición de salir no tenía otro motivo que mi protección y salvaguarda.
Excelentes anfitriones, siempre tenían la delicadeza de obsequiarme con algún sarpullido, escocedura o pequeña irritación ulcerosa que fijara mi atención en mi bienestar físico y no me permitiera volver a mi única obsesión: aquel día.
Recuerdo que esperé a Julia durante horas sentado en la cocina con el agobiante traje aún puesto, recuerdo también que rompí la nota y la volví a unir con cinta adhesiva. En mi mente se simultaneaban las palabras que utilizaría en el discurso de perdón para nuestro encuentro, con eléctricas imágenes en las que aparecía desnuda riéndose a carcajadas, mientras alguien le acariciaba con mimo el pelo.
Era muy tarde, tenía la espalda destrozada y el cava de la fiesta ya se había trasformado en un fuerte dolor de cabeza. Decidí marchar a la cama con el resacoso pensamiento de que yo era la víctima, yo era el bueno y yo no me merecía que me hicieran esto. Ella era una persona adulta y podía hacer lo que quisiera, yo, por mi parte, tenía por delante un gran futuro profesional. Me lo contaba con ánimo de autoconvencerme.
Rutinariamente entré en el baño, me quedé mirando mi carita de pena en el espejo con las manos apoyadas en el lavabo y entonces la vi: ¡Dios! Desnuda y azul, abrazando su secador del pelo dentro de la bañera. Desenchufé el aparato, pero era demasiado tarde. Me quedé en el suelo helado de mármol durante no sé cuanto tiempo mirando sus ojos verdes de pupilas dilatadas. No recuerdo más.
Dos días después un vecino nos encontró a ambos allí mismo. Aquí empezaba una interminable aventura de psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y demás psicolistillos dedicados a reparar lo irreparable. Odiaba que intentaran responder con sus infantiles teorías preguntas que solo Julia hubiera podido responder.
En poco tiempo perdí el trabajo, sólo fui un día y sentía como cada segundo que pasaba allí, me convertía, más si cabe, en el asesino de Julia.
El dinero que tenía se lo llevaron los psicorapaces, de los que al menos conseguí que no me encerraran. Y a los amigos, bueno a los amigos me encargué yo personalmente de alejarles.
En fin, como cada 5 de cada mes recibía una comunicación del banco donde domiciliaron mi nómina, día de cobro. Mi cuenta ascendía ya a más de seis millones. El trabajo era aburrido pero bien pagado, debido a un incomprensible plus de peligrosidad. Estimulado por tan cuantiosa suma, decidí comenzar una maniobra legal de evasión. Con las primeras organizaciones ecologistas no hubo mucha suerte, siempre mandaban comunicaciones cargadas de emotividad y comprensión en las que contaban como en la actualidad sus fondos estaban dedicados a salvar delfines y un tipo de morsas antárticas de las que mi anatomía se alejaba bastante.
Desde Derechos Humanos me respondieron que estaban muy al corriente de todo y lo intolerable que resultaba mi precaria situación, pero que al tratarse de un asunto laboral tenían las manos atadas y me remitieron a un sindicato especializado, que tal vez podría ayudarme.
Estos sí que me atendieron con rapidez y eficacia. En dos días llegó un telegrama cargado de optimismo que dejaba entrever cómo todo el proceso se simplificaría bastante si estuviera afiliado. Rellene la subscripción que previsoramente adjuntaron.
Durante los dos siguientes años estuve recibiendo del sindicato una carta cada mes y una revista trimestral. Las cartas tenían dos modalidades: otoño-invierno y primavera-verano.
Me olvidé.
El laboratorio era un hervidero. Dos experimentos estaban a punto de comenzar, un estudio de flexibilidad de la retina y otro de manipulación de conducta que se realizaría en la gran cúpula blanca que habían construido en las cercanías.
No me gusta que me anden en los ojos. Ya sé que es una manía, pero cuando me destinaron al experimento de la cúpula, sentí cierto alivio. La conducta no se manipula con objetos cortantes.
Me enfundaron el traje y me sentaron en el centro de una sala enorme de piso reluciente. Sólo distinguía la silueta del comité en unos grandes ventanales.
En los cuatro años que llevaba allí, no había perdido el tiempo; ya era el candidato idóneo para el experimento. No sólo era el más veterano, sino también el más resistente. Otros habían caído, además había demostrado una gran capacidad para soportar el aislamiento. Nunca di muestras de violencia y siempre aceptaba las ordenes con relativa complacencia. El único borrón en mi expediente era el asunto de la amputación del dedo índice, a la que no me negué, pero sugerí que fuera el de la mano izquierda. Un día malo lo tiene cualquiera.
El experimento consistía en lo siguiente: durante dos años, ampliables a tres, permanecería en la cúpula aislado físicamente del exterior, viviría en un chalet equipado con todos sus lujos y se comprometían a satisfacer todas mis peticiones, dentro de unos límites razonables. A cambio tendría que rellenar durante ocho horas diarias una serie de informes y cuestionarios acerca de cómo me sentaba la soledad. Parecía fácil y prometieron despedirme al final del trabajo.
Ya sabéis lo complicado que es guardar un secreto en un laboratorio, así que aunque oficialmente no podía saber nada, me enteré de que el proyecto consistía en un estudio de la percepción temporal y de la subjetividad de la velocidad del tiempo. La gran cúpula blanca era un simulador en el que se podían conseguir días de ocho horas, con todas las referencias cronológicas manipuladas, hasta con su sol artificial girando a la velocidad que se desee.
Un día de ocho horas tiene muchos inconvenientes, pero el más incomodo era levantarse tres veces al día a las siete de la mañana. Desde que Julia murió no pegaba ojo y siempre me levantaba con la sensación de haber tenido el mismo sueño.
En él Julia tenía una sonrisa de plástico que contrastaba con la tristeza de sus ojos dando al conjunto un aspecto siniestro. Andaba descalza hacia la entrada, yo sentía el frío de sus pies, cortaba la luz general y volvía a su bañera donde se quedaba abrazando el secador y esperando que yo fuera su verdugo.
Aunque yo sabía que ella estaba en la bañera, encendía la luz como aquella noche, sólo que ahora a cada intento escuchaba un grito de dolor. Despertaba.
La ridícula velocidad del sol naranja ya no me molestaba, la constante sensación de tierra en los ojos se había convertido en algo habitual y la soledad me estaba sentando de maravilla, ya que otra forma de evitar la locura es eliminar la interacción.
Mientras me preparaba un zumo de naranja, analicé mi sueño y me pareció de lo más vulgar. Cualquier día de estos iba a empezar a aburrirme en los sueños tan repetidos. Tal vez eso es lo que llaman estar cuerdo.
Cogí el zumo y el periódico y salí como cada domingo a desayunar al porche. Llovía y dudé de si llovía al azar o porque los ingenieros pensaban que los domingos para ser reales debían de tener algo de lluvia. Ya conocía perfectamente a mis queridos ingenieros porque todos los domingos llovía y todas las noches hacía viento, pero sobre todo por la prensa, ya que se tenían que inventar un periódico todos los días y se tenían que inventar guerras y seguir matando gente en accidentes de tráfico para que yo tuviera mi dosis de realidad exterior. Otros artículos eran recalentados y lo único que cambiaban eran las fechas, pero no estaba mal teniendo en cuenta que la tirada era de un solo ejemplar, el que tenía en las manos.
En primera portada un político decía que no iba a entrar al trapo y comenzar una guerra de insulsos y descalificaciones con su rival ya que según decía le recordaba a su padre. Una violación. Perdió el Madrid por una controvertida actuación arbitral y también hoy comenzaba un juicio contra una constructora defendido por mí. Era mi juicio. Mañana vendría en el periódico que yo ganaría el juicio con brillantez y también mañana moriría Julia, pero eso sería mañana.

Texto agregado el 09-11-2004, y leído por 819 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
28-11-2004 Excelente, realmente muy bueno. Bien manejados los tiempos, la trama, con suspenso, con humor, realmente, agradecido de leerte. orlandoteran
15-11-2004 Hacía mucho tiempo que no leía algo tan bittersweet. Me has dejado muy complacido. Gracias! Valío la pena este día. V! pearl
09-11-2004 Brillante, un cuento muy bien llevado, con sus buenas dosis de suspense, ironía y humor...me encantó yoria
 
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