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Ella quería abrirse, por entre medio de las nubes, para validar así su vida. Pero pedía más; más del cariño que había perdido; de las culpas otorgadas a su mente; y por sobre todo comprensión, ante tantas carencias repentinas. Nadie podía devolverle la ilusión de verla como antes. A los 79 años, recientemente viuda de su único amor, fallecido a los 94 años, el todo y la nada se unían sólo para atormentarla. Vivía sola, alejada de la ciudad, en una vieja casona que albergaba sus más preciados recuerdos. El sólo crujir de una puerta, hacía mención a la llegada de su esposo, junto a cualquier rechinar del viento, sobre el ventanal de la sala. No habían tenido hijos, y sus sobrinos, casi habían ocupado ese lugar, aunque muy de vez en cuando, la pasaban a ver. Los días transcurrían, en un ir y venir de horas acumuladas, que no la llevaban a ningún lado; o, quizás no, donde ella hubiese deseado estar. Esa mañana, el teléfono la despertó, su sobrina Cecilia, la volvía a llamar, después de todo lo ocurrido. Sentí su voz rejuvenecer en un instante, como si mis recuerdos cargados de infancia, le devolviesen la magia de recobrar todo lo perdido. Hablamos un rato largo, tratando de no caer en ese punto que equidista con las lágrimas. Me quedé tranquila, al sentirla con ganas de seguir un diálogo, aunque intuía, que aún necesitaba más. Unos días atrás, había soñado con mi tío, su marido fallecido, él que me pedía que la cuidara, casi desesperadamente. Yo había sentido esa misma sensación, antes del sueño, así que había tratado de desplegar todas mis artes, para socorrerla. Y si bien hice todo lo posible, no creo que halla sido suficiente. Antes de colgar la llamada, sentí como que había una despedida tácita hacia mí, la que yo corroboraba a la vez, con mi silencio, o con mis palabras entrecortadas. Le dije que quizás la iría a visitar, y eso la alegro un poco; después, el adiós fue casi repentino para ambas.

Me desperté temprano esa mañana, el teléfono sonaba insistentemente. Al atender, mi sobrina Cecilia, volvía a alegrarme el día. Recordamos juntas a mi esposo, Amadeo, fallecido un mes atrás. Sus palabras chispeantes y sensibles, me hicieron recorrer el infinito del pasado, aún latente. Hablamos casi 40 minutos de larga distancia, justo en esos momentos en que uno necesita de ese alguien salvador, que lo cobije entre sus brazos. Me dijo que había soñado con Amadeo, y que lo había visto bien, alegre, con su sonrisa seductora y cómplice, que le pedía que me cuidara. Ese fue uno de los primeros días en que mi vida volvió a tener sentido, y entre la soledad de aquel recuerdo, tomé su ropa del placard, y comencé a ordenarla lentamente, en los cajones de la cómoda del cuarto. Hoy estoy en paz, gracias a él, y a Cecilia, mi sobrina, en el recuerdo de los que me quisieron, y junto a los que aún, me seguirán amando.


Ana.

Texto agregado el 11-10-2002, y leído por 567 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-01-2003 Es facil amarte tienes el espiritu a flor . Besos gatelgto
 
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