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La Perra Secular


La santa más vieja del mundo, la última bajo el sol, decidió una mañana dejar el escapulario bajo las sabanas. Decidió también nunca volverse a acostar en su cama.
- Ahora es caminar hasta la muerte o derrumbarse en el suelo – pensó la santa – me gusta el suelo, suele ser cómodo cuando uno sabe caer en él.
Se acercó a la ventana de su cuarto. Le pareció más ancha y luminosa que de costumbre. Nunca la había visto así, tan amplia, tan insoportablemente abierta. Miró por última vez a través de ella. Vio las montañas más altas, inalcanzables, casi no podía observar sus cumbres. El cielo está muy lejos – pensó – ahora la cerraré. Se detuvo un momento. Se fijó en sus manos – estoy vieja – dijo lentamente mientras cerraba la ventana – estoy vieja y el cielo está muy lejos.
Afuera, en patio interior de su casa, algunos niños jugaban. La santa, quien oía muy poco, supo que eran sus nietos. Se apresuró a salir. Ya afuera, frente a la puerta recién cerrada, sintió que la total oscuridad que ahora reinaba en su cuarto le afectaba como si aún estuviera en él. Volteó hacia los niños. Sólo uno de ellos notó su presencia, el otro seguía corriendo alrededor de éste y prontamente lo absorbió. La santa se fijó en el calamitoso árbol que crecía en la mitad del patio. Daba tan poca sombra que se podía pensar que era transparente. Los niños se columpiaban en él. Tal vez por eso nunca lo habían cortado, por lo demás era totalmente inútil. Tras ver el árbol la santa se sintió un poco menos vieja, pero los niños, que estuvieron a punto de atropellarla en medio de sus juegos, la regresaron a su condición natural. Su hermana, bastante menor que ella, se aproximaba con el rostro recién lavado y una pequeña toalla en las manos. Se posó al frente de la anciana e intentó hablarle.
- Anoche escuché unos ruidos...
- Tráeme a tu hija – Le ordenó la santa sin dejarle terminar.
La hermana entró a un cuarto no muy lejos del de la santa y volvió al momento con una niña de unos diez años.
- Déjala, ahora retírate a tu cuarto y no salgas de ahí hasta que yo haya muerto.
La mujer se retiró con la vista clavada en el piso. La santa le siguió con la mirada hasta que ésta llegó a la puerta. A la mujer le fue imposible ocultar su sorpresa e impotencia al entrar al cuarto. Se escuchó el crujir de la cerradura al ser asegurada. La santa miró ahora a la niña.
- Desnúdate – Dijo la santa como quien cuenta algo que va a pasar. La niña, visiblemente atemorizada, dejó caer el gastado vestido que la cubría.
- Date media vuelta – Le dijo mirándola detenidamente mientras le ayudaba a girar. La santa entonces comenzó a tocar a la niña, su pecho, sus nalgas, su pequeña vagina. La niña temblaba y sudaba. La santa no se inmutaba y continuaba tocándola, como si estuviera pasando sus manos por una roca.
- Cúbrete – La niña tomó su vestido y notó que los dos niños la miraban confundidos. Con algo de esfuerzo la santa se puso en píe y se dirigió hacia los niños. Uno de ellos trepó el árbol rápidamente, mientras que el otro sólo pudo retroceder un paso.
- Ve donde el hombre que vive en la ciénaga, dile que venga – El niño, tras una momentánea parálisis, salió de la casa corriendo torpemente. La santa le indicó a la niña con el dedo que se parara junto al árbol. Luego dirigió su mirada hacia el árbol, donde el otro niño se balanceaba en una rama. Esto bastó para que éste bajara silencioso y sin respirar. La santa los hizo sentarse en el suelo y les dijo que esperaran. Luego se caminó despacio hacia un muro cercano al árbol y apoyó su rostro en éste. Empezó a murmurar:

...Estoy bendita, estoy maldita
Soy una santa
Santa es mi palabra
Santo en mi perdón
Santo es mi castigo
Mi santa maldición
Estoy bendita, estoy maldita...

La niña le escuchaba inmóvil pero se resistía a hacerlo. El niño no escuchaba nada y se esforzaba por lograrlo. El árbol crepitaba bajo la mirada ocre de un sol que no sabía parpadear. La santa seguía murmurando:

...Estoy bendita, estoy maldita
Sum ergo exsécror
Et si mei vérbum malédico
Ego téneo
Mors
Dólor
Pœna
Estoy bendita, estoy maldita...

Las pocas hojas del árbol empezaron a caer entonces. Una ventisca pasó con tanta fuerza que las ramas parecían ser articuladas. Los niños cerraban los ojos e intentaban ir más allá del momento, pero los murmullos se volvieron más repetitivos y aturdidores.

...Estoy bendita, estoy maldita...

Se sintieron unos pasos apresurados que llegaban de la calle. El tercer niño entró corriendo. Tras él llegó un hombre. El niño se sentó junto a los otros, estaba agitado, se sobaba los pies y miraba con un gesto difícil de definir a la santa. La niña estaba sonrojada y su pequeño cuerpo se inflaba con una respiración irregular. La santa se quedó en silencio por un instante y luego giró hacia el hombre que se acercaba.
- Necesito algo de usted – Dijo la santa al hombre casi sin mover los labios, con la voz de alguien al que carece de lengua.
- Espero que me sea conveniente – Gruño el corpulento hombre que estaba tan sucio que de sólo verlo olía mal.
- Acérquese – Dijo la santa.
El hombre movió su pesado cuerpo a través del patio. Sus pies removieron las hojas recién caídas y estas fueron a amontonarse alrededor de los niños. La santa le indicó al hombre que se agachara para poder hablarle, pero éste era tan alto que tuvo que arrodillarse y apoyar las manos en el suelo para poder quedar a la altura de la santa. Ella acercó su cabeza a la del hombre y le sopló algo corto al oído. El hombre se levantó despacio mientras la santa se alejaba y le señalaba una habitación.
- Ahí – Le dijo. El hombre se acercó a la niña y le sonrió. Corrió el pelo que caía sobre su rostro con uno de sus dedos. La niña lo miraba con estupor y sumisión. Luego la tomó entre sus brazos y la levantó. Uno de los niños trato de detenerlo pero el hombre lo apartó suavemente con un pie. Entonces se encaminó a la pieza indicada, está vez con más prontitud. Con el pie izquierdo abrió la puerta y con el derecho la cerró. La santa volvió al muro.

...Estoy bendita, estoy maldita...
...Soy la santa que...

Los niños se sumergieron entre las hojas. Se retorcieron ellas, se retorcieron en ellos mismos. Pasaron algunos minutos. La puerta pareció abrirse. Pero fue sólo la luz del sol que burló a la realidad. Pasaron horas. Anocheció, amaneció, una y otra vez. Finalmente la puerta se abrió. El hombre salió y sin decir nada se dirigió a la calle. Los niños habían perdido el habla y las hojas la forma. La santa seguía musitando algo pero ahora con menos fuerzas. De repente, cuando el mismo sol se había callado, emergió de la pieza en sombras la figura de la niña, con el pelo escurrido en la cara, con millones de lágrimas petrificadas bajo los ojos, con mil silencios contenidos en un grito que nunca emitió. Estaba encorvada. Su cuerpo dibujaba una curva que se perdía en el ombligo. Dio apenas unos cuantos pasos fuera de la pieza y se detuvo. Ni a la santa ni a los niños les quedó duda que nunca se movería de allí. Fue en ese momento que la santa se acercó a los niños, que reposaban inexistentes junto al árbol, y les ordenó:
- Vallan tras ese hombre. Cuando esté solo mátenlo.
Los niños se tomaron de la mano, les fue inevitable llorar y obedecer. Salieron ambos, despacio, con el peso de la adultez sobre los hombros, alternando los pasos con los gemidos. La santa se acercó a la niña, que jugaba con sus dedos.
- Has pecado – le dijo serenamente mientras la despojaba de su vestidito nuevamente. La empezó a tocar nuevamente, esta vez inspeccionándola. La niña al principio pareció encogerse del asco, pero sin que se notara estuvo quieta e indiferente. La santa le pidió que se arrodillara y que colocara las manos en el piso.
- Has pecado. Tienes que ser castigada – Entonces arrancó una delgada rama del árbol y se hizo atrás de la niña. Comenzó a fustigarla con una fortaleza impropia para su edad. La niña gemía despacio y entrecortado. La sangre brotó fácilmente. La santa redobló la intensidad y la fuerza, llevada por los quejidos de la niña. Luego de largo tiempo y cuando la niña estaba a punto de desmayarse, la hermana de la santa comenzó a gritar desde su pieza. La santa se agachó y tomó una roca grande. La hermana amenazaba con salir si no le contaban que estaba pasando.
- Ve y lava esta piedra – Le dijo a la niña que con gran dificultad la cargó y se perdió en algún recoveco de la casa. La hermana de santa seguía clamando enardecida. La niña volvió con la piedra.
- Ahora ve y mata a tu madre – la niña dio medía vuelta con la piedra y se quedó inerte. La santa empezó a murmurar:

...Estoy maldita, estoy maldita
Soy una santa perra
Santa será mi condena
Y perra mi maldición
Estoy maldita, estoy maldita...

La hermana siguió gritando. La niña entró en la pieza. Silencio. La niña salió con las manos vacías. Se estacionó frente al árbol mirando para adentro.
- Ahora eres una santa – Le dijo. La niña, que todo ese tiempo había permanecido en silencio, abrió sus pequeños labios y preguntó despacio:
- ¿Por lo menos ira al cielo? – la santa, mirando las montañas, le respondió con firmeza:
- Eso no pasará... el cielo está muy lejos.

Y ya los dos niños volvían convertidos en hombres...

Texto agregado el 11-10-2002, y leído por 432 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-10-2002 Directamente salido del reino de la sombras. Me estremeció...me encantó. carlos
11-10-2002 Muy raro el ambiente en el que uno se sumerge cuando lo lee, es como un universo paralelo de maldad absurda pero justificada, donde , creo, se pretende hacer quedar bien al mal... donde su justifica de algún modo. Muy , muy bueno. julio
 
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