Recuerdo su rostro cubierto por misterio,
y sus dos ojos, dos pozos de agonía,
sobre sus labios llamando un nombre incierto
que quizás oí, y era melancolía.

La conocí un jueves de otoño en París
cuando murieron Tricle y su poeta,
tal vez, fue por ello que la conocí
cuando murieron, y la muerte despierta.

La conocí aquella tarde de otoño en París, sí,
pero la besé un martes de invierno,
cuando por un segundo sus labios fui
y sentí la tibieza de su aliento.

Dejé París, pero a ella no la había olvidado.
No a su imagen incierta envuelta en misterio,
ni a sus ojos, pozos de dolor disfrazados,
tampoco a sus labios, que eran mi cementerio.

Traté de encontrarla. Le escribí una carta,
con tinta negra y lágrimas ahogadas.
Me senté a esperar, esperé. ¡Espera vana!
No la encontré a ella. Ni a ella, ni a nada.

Pero volví a París, por ella, por sus ojos,
por dos pozos de agonía, que me ahogaron
al verla a ella y a sus ojos cerrados.
Porque yo lloré y a ella la enterraron.

La conocí, la besé, fue mía por un momento,
y aún la extraño. Ella se fue de mis manos,
sólo queda en mi memoria, en lo que siento,
que es dolor, por ser quien soy, por ser humano.

Aún recuerdo su rostro cubierto por misterio,
y sus dos ojos, dos pozos de agonía,
sobre sus labios llamando un nombre incierto
que quizás oí, y era melancolía.