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Existe en algunos seres la morbosa necesidad de contemplar el rostro de los muertos. Las motivaciones pueden ser tan variadas que darían para escribir un grueso volumen. Se ha sabido de casos extremos, en que los tipos que son proclives a tan extraña afición, asisten a cuanto velatorio esté al alcance de su necrófilo gusto y descaradamente se acercan al féretro para observar las facciones impávidas, estragadas y a veces terroríficas de aquellos que duermen el sueño eterno.

Pancho López era uno de esos personajes enfermizos que tenía la dudosa suerte de vivir a una cuadra de la capilla de Nuestra Señora de… En dicho lugar se había habilitado una sala pequeña para que los deudos velaran a sus fallecidos, previo pago de una suma que luego iba en beneficio de la Iglesia. Casi todos los días se podía divisar desde lejos a un grupo de personas vestidas solemnemente y eso era el claro indicio que la salita ya estaba ocupada por un pasajero con ineludible rumbo al más allá. Señores distinguidos o gente de humilde pelaje, se alternaban para honrar a sus muertos en esa minúscula capilla ardiente, ya demasiado aburguesada en su ritual cotidiano. Un hombrote macizo y de mirada torva era el encargado de abrir y cerrar cada día el lugar y sin inmutarse en lo más mínimo por la presencia de esos gélidos huéspedes, limpiaba bancos y vidrios y sacudía ese polvo escurridizo que parecía tener aún más vida que el propio fallecido.

Pancho se sobaba sus manos de gusto cuando se daba cuenta que un nuevo bocado se encontraba a merced de sus ávidos ojos. Apresuraba su paso, saludaba a los presentes y se empinaba sobre el féretro simulando contrición, mientras examinaba con detención los estragos de la parca. No era la suya una mirada reflexiva ni mucho menos con atisbos filosóficos, su creencia era más bien difusa y primitiva, la muerte era para él sólo la prosecución de esta vida en un ámbito acaso un pelito más etéreo. Curiosamente, ese vicio casi voyerista no había despertado en él ninguna inquietud ontológica ya que lo que lo motivaba era la simple y ociosa contemplación por el discutible gusto de deleitarse y quien pudiera haberlo descrito con mayor detalle, diría que Pancho se quedaba absorto frente al occiso de turno, recorriendo su inmovilidad como quien contempla la esterilidad del desierto.

El tipo encargado de la salita, dentro de todas sus limitaciones, ya se había dado cuenta de la persistente visita y cada vez que lo veía aparecer, meneaba su cabeza y proseguía con su rutina.

Ensimismado en su examen, afirmado en las barandas del pulcro ataúd y rodeado de una multitud de coronas de flores, Pancho aspiraba con delectación el penetrante aroma que se esparcía por el recinto, mientras, con el rabillo de sus ojos huidizos, fisgoneaba a esas personas enlutadas que lo miraban a su vez, preguntándose que papel pudo haber tenido aquel extraño individuo en la extinguida existencia del finado. El rostro ceroso y enflaquecido del occiso parecía aún sufrir los dolores de la agonía, una camisa blanca en cuyo cuello se anudaba una corbata muy charra, cubría como elegante mortaja la esquelética estampa del cadáver. Si uno miraba con detención –y vaya con que detención lo contemplaba Pancho-, se daría cuenta que sus ojos estaban entreabiertos y dos pupilas apagadas de maniquí, languidecían bajo esos párpados sumidos. Se relamía para sus adentros el hombrecito tratando de archivar en su mente los escabrosos detalles que luego, en la intimidad de su hogar repasaría con el más vivo placer.

El cuidador, hastiado de la insistente presencia de Pancho, comentaba esta situación en un corrillo de amigos. Al calor de unas cuantas copas de vino, decidieron entre feroces carcajadas que había que hacer algo y tramaron una jugarreta que suponían alejaría para siempre al tipejo aquél.

La ocasión se presentó a la semana siguiente, ya que uno de esos días no hubo clientes para velar. Entonces, los amigos del cuidador llegaron esa mañana muy temprano, encorbatados y compungidos y se agruparon a la salida de la capillita. Adentro, en medio de flores conseguidas con un compinche que trabajaba en una florería, un barnizado ataúd, conseguido en calidad de préstamo en la funeraria de un amigo de los amigos, era iluminado por cuatro lámparas, cual luminarias en miniatura de un pequeñísimo estadio. Unas cuantas damas, enroladas para la ocasión, lloriqueaban a moco tendido y dentro del sarcófago, dormía el simulado sueño eterno un gordo de aspecto temible que, sin embargo, era muy buena persona y el paladín de las bromas pesadas.

Cuando la diminuta figura de Pancho apareció en la esquina, todos se prepararon para ejercer a la perfección sus respectivos roles: el cuidador, más hacendoso y despreocupado que nunca, las mujeres llorando a mares y los hombres reunidos a la salida conversando temas de la vida, inapropiados para ventilarlos delante del muerto. Las coronas envolvían cual macabra torta a ese lustroso féretro, dentro del cual, contenía su respiración el guatón Reveco.
-Ya viene, alerta todos.

El curiosillo de Pancho se detuvo al instante e imantado por la imagen luctuosa del velatorio, dejó que sus pies lo llevaran a ese festín. Al ingresar, saludó respetuosamente a los deudos, tratando de consolar a las llorosas mujeres y eludiendo coronas y bancos, se acercó sigiloso a su objetivo primordial, que se limitaba, ni más ni menos, que al pequeño rectángulo, tras cuyo cristal podía contemplarse la triste fisonomía del finado. En efecto, Reveco lucía amarillento y desmejorado, más que nada por el reflejo de las luces y el maquillaje esparcido por su vasto rostro para potenciar el efecto muerte.

Pancho se acercó al vidrio para contemplar de cerca aquel rostro que le parecía algo familiar. Notó que a pesar de todo, el cadáver no estaba demasiado descompuesto, no se percibía esa rigidez propia de los finados y tampoco lo ceroso de la piel, producto de la interrupción de la circulación sanguínea. Se diría que aquel finado había entregado sus armas poco menos que en santidad, los ojos parecían mirar a través de las minúsculas aberturas de los párpados y la intuición le decía al experimentado observador de cadáveres que allí sucedía algo muy extraño. A punto estuvo de detectar el vidrio ligeramente empañado por el calor del cuerpo de Reveco, casi captó el milimétrico parpadeo y una extemporánea tos del “cadáver”, reprimida a duras penas por el gordo. Intrigado por la situación, Pancho, se disponía a aproximar aún más su delgaducho rostro al vidrio que lo separaba del misterio, cuando el guatón Reveco abrió tamaños ojos y se quedó mirando fijamente al pobre tipo, quien, paralizado por el miedo, comenzó a orinarse allí mismo, regando una bella corona con sus repentinas aguas. Luego, lanzando un grito aterrador, se dio media vuelta y salió disparado, derribando bancas y destrozando en su fuga unas cuantas coronas de flores. La risotada se extendió por todo el recinto y los hombres se apretaban el vientre riendo a carcajadas mientras, a lo lejos, se veía como el pobre tipo desaparecía de sus ojos a velocidad uniformemente acelerada.

Cosas del destino. Dos semanas más tarde, el guatón Reveco cayó para no levantarse más mientras se engullía un enorme y apetitoso pernil. Su corazón, cansado de tanto hartazgo, se negó a continuar latiendo y he aquí que el pobre hombre fue encasquetado nuevamente en un féretro, esta vez para que lo ocupara definitivamente y muy pocas flores y bastante menos personas que las de su velatorio ficticio, le hicieron guardia para asegurarse que esta vez no iba a salir caminando. De Pancho, podríamos decir que ahora ya casi no duerme y cuando llega a hacerlo, miles de rostros de difuntos desfilan por su mente alborotada. Curiosamente, el guatón Reveco no se aparece por sus pesadillas y debe ser porque esté debe estar muy ocupado dando explicaciones en el más allá, por habérsele ocurrido morirse primero de mentira y sin la respectiva visa de la señora Parca…














Texto agregado el 08-10-2004, y leído por 455 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
09-10-2004 Dios, con un susto como ese yo me hubiera quedado muerta en el sitio...¡Que bueno! yoria
09-10-2004 ¡Muy bueno, gui! Hay de esa gente, la que mira los muertos... a todas debería pasarle lo que a Pancho... Armirable tu sentido del humor y la impecable narración. Estrellas y un abrazo. neusdejuan
08-10-2004 Me gusto mucho, mantiene a uno atento y es lo que se espera, con toque jocoso, despertando la intriga. Muy buena narrativa. (Toma en cuenta que solo soy una aficionada lectora) polola
 
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