“Un maniquí se despidió de su vidriera, quiso dejar de mirar” cantaba su canción mientras yo paseaba por la calle florida entrada el anochecer. Ahí lo vi como se despedía de sus compañeros y salía con un pantalón de vestir gris, una camisa blanca y un sweater escote en V. Estaba vestido de elegante sport.
Yo, miraba sin poder creer, mientras llevaba mis manos hacia los ojos. Los refregaba. La niebla producida en mi visión y la botella de vino en la mano derecha, hacían el suceso más increíble. Busco algún otro transeúnte, un testigo, pero la calle estaba vacía. Solo divisaba a Joaquín, semidormido en la puerta de una galería.
Tiré la botella y caminaba en círculos pensando que hacer. Las opciones eran tanto obvias como increíbles. Intenté recordar las noches anteriores algún suceso parecido, algún atisbo que compruebe lo que había visto, pero no, el alcohol hacia que al pensar tuviera jaqueca.
Pegué un grito en dirección al maniquí que caminaba tranquilo hacia la plaza San Martín, pero mi grito se perdió con el viento arremolinado. Intenté correrlo, pero mi pie derecho se trastabillo con el izquierdo y caí, como caen los jugadores de futbol simulando un penal.
Desde el piso y mirando a la vidriera semivacía, tuve una visión. Increíble. Voy a cambiar mi vida, pensé. Y sin más, estaba ahí. Al pasar por aquella vidriera, mis movimientos empezaron a ponerse rígidos. Mi tez tenía un semblante como nunca lo había tenido, las arrugas y la piel cuarteada por el frío y la calle, dejaron de existir. Mi boca se fue cerrando y mi lengua se atrofió. No sentía nada, solo mi mirada quedó. Mis ojos inmóviles, casi dibujados, miraban hacia un solo lado. Ya no tenía más frío, ya no estaba más en la calle. Ya me había convertido.
La mañana siguiente, estaba mirando, era yo el maniquí.